El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 3

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Capítulo 3

—No te quiero en mi casa —protesté.

—Esa no es tu decisión —respondió Potash.

Estábamos camino a mi apartamento, y Potash conducía. Esa ya era de por sí una frustración: yo tenía diecisiete años y podía conducir, pero ellos nunca me lo permitían. Tenía mi propio auto, pero cada vez que estaba con el resto del equipo (lo que ocurría siempre), tenía que dejar a uno de ellos conducir. Yo era un niño para ellos. Para peor, Potash tenía un bolso en el asiento trasero lleno con lo que según él era el total de sus posesiones materiales. Sentí que mi garganta se cerraba, imaginando la invasión de mi espacio. No podía hacerlo.

—Es mi casa, por supuesto que es mi decisión. ¿Por qué crees que vivo solo, porque me encanta la gente? Es parte de mi trato con Ostler: Diana y Kelly comparten un lugar, Nathan y Trujillo también, yo vivo solo. Eso no está en discusión.

—Tienes razón —dijo Potash con la vista fija en el camino—. No lo está. Ahora que Meshara y quién sabe cuántos más están tras nosotros, nadie del equipo tiene permitido estar solo, ni siquiera en casa.

—¿Has considerado que yo soy un psicópata peligroso? —pregunté—. Dormir en el mismo apartamento que yo podría ser muy arriesgado para tu salud y bienestar.

Potash me miró, en silencio, con una mirada inexpresiva que reflejaba precisamente el poco peligro que un adolescente flacucho representaba para un soldado de las fuerzas especiales.

—¿Has considerado que esa es precisamente la razón por la que me escogieron para ser el que viva contigo?

—Incluso si no represento un peligro para ti, ¿qué hay de otras personas? ¿Cuántas armas tienes en ese bolso? ¿Es una proporción de cincuenta por ciento de armas y cincuenta de ropa, o más que eso? Tengo una política antiarmas muy estricta en mi casa… —dije.

—Más razón para que no estés solo.

—… y eso es para evitar tentaciones. Estoy intentando con mucho esfuerzo no convertirme en un asesino serial y lo último que necesito es un puñado de armas y cuchillos por toda mi casa.

—No hay armas en mi bolso —aclaró Potash—. Tengo un arma reglamentaria conmigo, que nunca verás ni tocarás. Todo lo demás está guardado en otro lugar.

—Es un apartamento de una sola habitación. No tengo lugar para que duermas —continué.

—Duermo en el suelo.

—Yo ni siquiera… —me detuve de pronto, sorprendido por lo que había dicho—. Esperaba que pidieras el sofá.

—Prefiero el suelo. De hecho no tengo cama, ni siquiera en casa.

—Estás loco —suspiré, encontrándome sin más planes viables para disuadir.

—Entonces deberíamos llevarnos bien.

—Entrenamiento de la sensibilidad —gruñí. Cerré los ojos, intentando pensar en los problemas que esto causaría y buscándoles soluciones preventivas—. Soy vegetariano, y algo militante al respecto. Nada de carne en la casa, de ningún tipo. Si llegas a ordenar una pizza de pepperoni, la comes afuera.

—¿El pescado cuenta?

—Por supuesto que cuenta.

—Algunos vegetarianos no lo cuentan.

—Yo lo hago —respondí—. No estoy en contra de la industria alimenticia nacional, solo intento no matar nada. ¿Has pensado alguna vez en la carne como animales? ¿En tus dientes mordiendo la carne de un ser vivo que alguien asesinó y puso al fuego? Nada de animales de ningún tipo.

—¿Huevos? —preguntó Potash.

—Los huevos están bien —asentí. Miré por la ventana, presionando el puño dentro del bolsillo de mi abrigo—. Puedes comer todos los malditos… —me detuve y cerré los ojos. Mi apartamento era mi paraíso; era el único sitio al que podía ir para liberarme de los demás. En Clayton, vivíamos sobre la funeraria de mi mamá, así que tenía mi propia habitación y la sala de embalsamamiento como mis santuarios privados y silenciosos. Pero ya no tenía ninguno de los dos. Viajábamos por el país, asesinado por el camino, y todo lo que tenía para mantenerme estable era la seguridad de que a dónde sea que fuéramos tendría un lugar para mí solo. Necesitaba uno.

Ahora había perdido incluso eso.

Cuando llegamos a mi apartamento le enseñé el comedor a Potash: una sola silla apuntando a un televisor.

—Creí que habías dicho que tenías un sofá —señaló Potash.

—Dije que esperaba que preguntaras por un sofá —repliqué—. Esperaba decirte que no tenía uno. No es tan extraño como no tener una cama, así que no me juzgues —lo dejé para que dispusiera su propio espacio para dormir y me fui a la cocina a preparar una ensalada. No bromeaba sobre mi vegetarianismo; aunque con gusto habría cambiado mi dieta solo para molestarlo, en verdad evitaba la carne desde hacía años. Había llegado a apreciar la cocina como un pasatiempo «seguro» que me ayudaba a mantener mi mente alejada de otras cosas. Ahora, furioso por la invasión de mi hogar, estaba picando pimientos verdes con los dientes apretados, cortando tomates, rallando zanahorias y partiendo hojas de lechuga con mis propias manos. Cubrí las verduras con semillas de girasol y aceite de oliva y me senté a la mesa con la mente aún agitada. No había pared entre la mínima cocina y el pequeño comedor, así que observé cómo Potash terminaba con sus frugales preparativos. Tal vez, si incendiaba el apartamento me dejarían estar solo otra vez. Apenas estaba por la mitad de mi cena cuando él arrojó su bolso en una esquina y se sentó a la mesa frente mí.

—Como solo —dije.

—Solías hacer todo solo —contestó—. Comer es una de las tantas cosas que tendrás que cambiar con este arreglo.

—O tú simplemente te largas y yo puedo seguir con mi rutina como a mí me gusta.

Nathan, Ostler o Trujillo habrían suspirado, negado con la cabeza o mostrado alguna expresión frustrada. Potash solo me miró.

—Me cuesta creer que mientras todo nuestro equipo está siendo acechado por monstruos, poniendo su vida en un peligro directo e inmediato, a ti te preocupa más tu rutina que tu seguridad.

—Mi rutina es mi seguridad —dije—. Tengo una forma específica de hacer las cosas. Tengo reglas.

—¿Y qué sucede si no las sigues?

—Preferiría no ser forzado a demostrarlo —respondí. Me mantuve lo más calmado posible, concentrándome en la pared para que no pudieran penetrar otras imágenes en mi mente.

—Puedo comprar mi propia comida —dijo él simplemente—, pero tendrás que venir conmigo a la tienda, o todo este arreglo en el living no tendría sentido. Siempre juntos. Ahora es tarde, podemos ir mañana.

—Puedo estar fuera hasta tarde, no soy un niño.

—Nadie dice eso más que un niño.

Aparté mi ensalada, repentinamente asqueado ante la idea de la comida. La mesa de la cocina estaba cubierta casi por completo por papeles. Los señalé con la mayor calma que pude.

—Aquí es donde estudio… otra cosa que hago solo. Necesito descubrir cómo matar a Mary Gardner, así que… aléjate por un tiempo, ¿sí? Desaparece.

—Solo tienes tres habitaciones —remarcó Potash—. O invado tu habitación, lo que dudo que quieras, o me siento en el baño durante toda la noche, o tendrás que verme aquí.

—Escojo el baño.

—No te estaba ofreciendo opciones, estaba señalado que evitarnos por completo es imposible —su voz tenía una calma exasperante y tuve que usar todo mi autocontrol para mantener una expresión similar. Me sentía como un tornado invertido: el ojo de la tormenta sin viento en el exterior, apacible y sin emociones, pero con un remolino descontrolado de movimiento, furia y violencia atrapado en el interior. Respiré profundo, mirando mi ensalada a medio terminar, la pila de papeles cuidadosamente ordenados y mi sala de estar sin sofá. Debía ir a mi habitación, lo sabía (era la única manera de trabajar en privado) pero eso significaría ceder y sentía un rechazo irracional a siquiera considerarlo. Mejor quedarme ahí sentado sin hacer nada y ponerlo incómodo, que retirarme a la habitación trasera y dejarlo gobernar en el frente sin oposición. Intentaba pensar cómo hacerlo con rudeza, sabiendo que no había manera de «no moverse» dramáticamente, cuando alguien golpeó a la puerta.

Potash y yo nos miramos.

—Debe ser un vecino —dijo él en voz baja—. Alguien del equipo habría llamado antes.

—El único vecino que conozco está muerto —murmuré levantándome—. Contestaré, pero si es un Marchito, es mejor que vea esa arma reglamentaria de la que alardeas.

No respondió nada, solo se levantó para seguirme y se detuvo justo donde la puerta abierta lo escondería del visitante. Escuché un pie arrastrándose afuera y el grave ladrido de un perro. Fruncí el ceño y abrí la puerta.

—Ah, qué bueno que estás en casa —era Christina Tucker, del apartamento 201; la había visto recogiendo su correspondencia algunas veces y caminando desde y hacia su auto. Tenía un Honda Civic blanco con una taza faltante y trabajaba a medio tiempo en un banco, donde ganaba apenas lo suficiente para pagar la renta. Odiaba a su madre y había roto con su novio hacía tres semanas. Por la noche dormía con una mascarilla facial y una máquina de ruido blanco; y probablemente no quieran saber cómo sé todas esas cosas—. Soy Christina —se presentó, apartando el cabello de sus ojos—. Vivo en el 201.

—Creo que te he visto por aquí —reconocí. Ella estaba inclinada, sosteniendo a Boy Dog del collar.

—¿Sabes dónde está el señor French? —preguntó—. Del apartamento 202. Nadie lo conoce realmente, pero te he visto hablando con él y sé que cuidas a su perro algunas veces.

Los cuerpos de los Marchitos se convierten en cenizas cuando mueren, por lo que no había un cuerpo en descomposición para que alguien lo oliera y sospechara. No habíamos reportado su muerte, así que a menos que su jefe llamara al encargado, era poco probable que alguien notara que había desaparecido hasta que tuviera que pagar la renta a fin de mes. Miré el enorme Basset hound, luego a Christina:

—No lo he visto.

Tiró la correa, arrastrando el pesado perro un poco hacia delante.

—Me dejó a su perro ayer y no regresó. No puedo tenerlo más, y no quiero que ande corriendo por el edificio haciendo sus necesidades por todos lados —dijo tirando de la correa una vez más, acercándolo más a mi puerta—. Creo que podemos llamar a la perrera, pero no sé cómo es que funciona; no sé si él podría recuperar a su perro cuando aparezca, o si se lo venderán a alguien más o, que Dios no quiera, si lo pondrán a dormir —tiró otra vez—. ¿Puedes cuidarlo?

—¿Al perro?

—Sí —tirón—. Te he visto cuidarlo antes, tal vez él esté mejor contigo. Solo será un día o dos, estoy segura.

Tenía reglas con los animales: no tenerlos, no tocarlos, ni siquiera hablarles. Cuidé a Boy Dog por una o dos horas, dos veces, para poder acercarme a Cody French y matarlo. Ahora que estaba muerto necesitaba mantenerme lo más lejos posible. Especialmente porque tenía a Potash en la casa… agregar un perro en la ecuación sería estúpido. Lo peor era que, a pesar de la promesa a ciegas de Christine, yo sabía que French no regresaría. Si me quedaba con su perro, sería para siempre. Sería estúpido e irresponsable.

Comencé a elaborar en un pretexto, moviéndome ligeramente para dejar que Christina viera el espacio reducido que tenía, pero al parecer ella lo interpretó como una señal para que liberara la correa. Boy Dog entró, fue directamente a la cama improvisada de Potash y orinó las sábanas. Potash masculló una maldición, yo volteé hacia Christina:

—Lo cuidaré.

Levanté mis papeles y me fui a mi habitación a estudiar, cerrando la puerta y dejando a Potash para que se las arreglara con Boy Dog. No era un perro difícil; era un Basset hound, lo que está apenas a un paso de ser una estatua peluda. Dale un lugar cálido para echarse y allí quedará durante horas sin moverse. El hecho de que hubiera escogido la cama de Potash me daba una ligera sensación de satisfacción, y así desvié mi atención hacia Mary Gardner.

Revisé mis propias notas, reunidas durante semanas de trabajo voluntario de medio tiempo en el piso de Mary en el hospital. Ella vivía con el disfraz de enfermera de cuarenta y seis años, capaz, cuidadosa y absolutamente compasiva con los padres de los niños que murieron bajo su cuidado. Era muy cuidadosa sobre sus asesinatos; teníamos que reconocerle eso. Si no hubiera sido por la seguridad de Brooke, nunca habríamos sospechado que los niños a su cuidado habían muerto de algo que no fueran las enfermedades por las que estaban siendo tratados. Muchas de sus víctimas, sospechábamos, no estaban bajo su cuidado directo, pero estuvimos vigilando el hospital suficiente tiempo como para relacionarla, al menos superficialmente, a las fechas y lugares aproximados de la mayoría de las muertes en los tres pisos del hospital. Si ella hubiera sido humana, teníamos suficiente evidencia para al menos hacer que la despidieran, pero no podíamos arriesgarnos a eso con un Marchito. Alejarla haría que simplemente comenzara a matar en otro lugar, y no teníamos ni el tiempo ni los recursos para perseguirla por todo el mundo. Debíamos matarla allí, de una vez por todas, y mientras más rápido lo lográramos, menos chicos se llevaría en el camino. Nuestro peligro por Meshara era un tema secundario, aunque, como señaló Trujillo, cada Marchito muerto nos daba mucha más seguridad.

Lo que no habíamos logrado descifrar era el mecanismo de los asesinatos de Mary; al parecer, ella ganaba algún tipo de poder de curación en el proceso, ya que sus ciclos de salud y enfermedad parecían seguir las muertes claramente, pero ella nunca estaba cerca cuando la víctima moría. Mi mejor hipótesis era que tenían una reacción tardía: ella entraba en las habitaciones de los niños, «tomaba» algo de ellos —ojalá supiera qué, energía o algo—, su salud mejoraba y luego el chico moría, a veces unas horas más tarde, otras un día o más.

Ostler y los demás insistían en que el hecho de que Mary matara niños la hacía peor que los demás, más cruel e imperdonable. Yo pienso que una víctima es una víctima; ella no elegía a los niños solo por crueldad, sino porque había algo en el proceso que requería niños. Descubrir qué era, podría ser la clave de todo el misterio.

Necesitaba a alguien con quien hablar, con quien discutir ideas. Kelly era buena en eso, y Trujillo algunas veces, aunque hablaba demasiado como para servir de caja de resonancia. De todas formas, ambos estaban trabajando en sus partes del proyecto esa noche y yo tenía que arreglármelas sin ellos. En otros tiempos tenía a Max, y luego a Marci, pero creo que pagaré por ese error por el resto de mi vida. No podía usar a cualquiera… y suponía que, por el momento, no podía usar a nadie en absoluto.

No he hablado sobre Marci aún, aunque sí la he mencionado algunas veces. No es precisamente fácil hablar de ella. La sociopatía es una enfermedad difícil de describir; no es la ausencia de emociones, sino de empatía. Ves a otro ser humano, o animal, y no sientes ningún tipo de conexión: no te sientes bien cuando están felices, ni mal cuando están heridos, estás totalmente desconectado. Tal vez sientes celos cuando tienen algo que tú quieres, pero eso no es una conexión con ellos, todo está centrado en ti mismo. En lo que deseas y lo que estás dispuesto a hacer para obtenerlo. Y si eso implica lastimar a alguien, bien, no te importa, tus necesidades son más importantes que las de cualquiera, porque tú eres más importante que cualquiera. Nadie más cuenta.

Con Marci era diferente.

Y ahora ella está muerta.

Miré mi habitación, casi como si esperara verla ahí, pálida y desdibujada, como una sombra. No sé cómo luce un fantasma, o siquiera si existen los fantasmas; los Marchitos existen, ¿quién sabe qué más es posible?

«¿Estás ahí?», murmuré, e instantáneamente sentí lágrimas formándose en mis ojos, cálidas y frías al mismo tiempo, mi rostro ardía de enojo y vergüenza. No debería tratar de hablar con ella, sabía que no estaba ahí. Pero si alguien podía estar, si realmente había algo después de esto —tal vez otra vida, o incluso el reflejo de esta después de la muerte—, deseaba que fuera ella quien estuviera ahí. Deseaba que ella estuviera ahí.

Sequé mis ojos, frotándolos con fuerza con las palmas de mis manos. Marci se había ido, y no podía cambiar eso. Lo peor era que ya no estaba porque yo no había podido detener a su asesino a tiempo. No iba a cometer ese error otra vez. Perseguiría a este demonio hasta el mismo infierno antes de dejarlo matar a alguien que conociera.

No podía recurrir a Potash si él no me tomaba en serio, ¿qué tan en serio tomaría la discusión? Tendría que trabajar solo.

La principal pregunta en un perfil criminal es: ¿qué está haciendo el asesino que no debería estar haciendo? Descubre eso y descubres todo. Aunque las personas no lo crean, los asesinos seriales tienen motivos claros, generalmente muy simples, para hacer lo que hacen; motivos con los que probablemente no concuerdes si no eres un asesino serial, pero una mala razón sigue siendo una razón, y la razón por la que hacemos las cosas cambia la forma en la que las hacemos. Imagina que estás cerrando una puerta: ¿por qué la estarías cerrando? Si estás saliendo para ir a la escuela o al trabajo, probablemente la cierres firmemente detrás de ti y te asegurarías de que esté bien trabada antes de irte. Si estuvieras escabulléndote de la casa por la noche, la cerrarías despacio y con cuidado, haciendo todo lo más silenciosamente posible para que nadie escuche. Pero si estuvieras saliendo porque acabas de discutir con alguien, cerrarías la puerta de un golpe y saldrías sin mirar si quedó cerrada o no. Solo tienes que cerrar la puerta, pero el modo en que lo haces lo dice todo. Con los asesinatos pasa lo mismo. El modo en el que escoges a tu víctima, la apartas, la asesinas, incluso cómo dejas el cuerpo; si es que lo acomodas como los asesinos de las películas, o si simplemente huyes esperando que nadie te vea. Esas decisiones, incluso si son inconscientes, pueden decirles a los investigadores más que tus huellas digitales.

Aunque los Marchitos mataran por otras razones, aún tenían sus razones. Crowley robaba partes de los cuerpos de sus víctimas y, mientras que un asesino serial normal lo haría para recordar sus asesinatos, él lo hacía porque estaba reconstruyendo su propio cuerpo. Era algo sobrenatural, imposible de descifrar al principio, pero me ayudó a entenderlo.

Me ayudó a matarlo.

Mary mataba exclusivamente a niños. Lo hacía desde lejos, o con retraso. Tenía una hoja en blanco, con la esperanza de que tomar notas pudiera sustituir a una caja de resonancia humana, y escribí todo lo que sabía sobre sus métodos. Conocía a algunas de sus víctimas antes de matarlas, pero no a todas. ¿Esa era una parte crucial del proceso? ¿Afectaba el resultado? Tal vez por eso trabajaba como enfermera: porque necesitaba un contacto prolongado para que sucediera lo que sea que tuviera que suceder. Si todo lo que necesitaba era un niño enfermo, podía llegar a ellos siendo conserje o como voluntaria una vez a la semana. Pero ella era enfermera, ¿por qué?

Busqué su línea de tiempo en la pila de papeles. Ostler me había dado una notebook para que trabajara y le enviara todos esos documentos por e-mail, pero odiaba esa máquina. Viviendo solo, sin nadie respirando en mi nuca o revisando mi historial de búsquedas, pasé casi cada semana buscando, hambriento, cada cosa espantosa que pudiera encontrar; foros de discusión y sitios sobre muertes que mostraban imágenes muy gráficas e incluso videos de decapitaciones, mordidas de tiburones, tiroteos y más. Casi había perdido el control, e incluso regresé a mis antiguos hábitos incendiando un basurero o dos en el extremo de la ciudad, donde nadie los relacionaría conmigo. Nada serio, solo una pequeña válvula de seguridad para liberar la presión que se acumulaba en mi interior, convirtiéndola en una explosión de llamas, calor y un rojo danzante…

No. Mantente enfocado. Olvídalo.

Tengo trabajo que hacer.

Miré la imagen de su línea de tiempo. Mary no parecía asesinar con una frecuencia predecible: a veces uno al mes, a veces más, a veces menos. Dos de sus asesinatos tenían menos de una semana de distancia. Kelly estaba segura de que eso significaba que había más muertes de las que no sabíamos, pero yo lo dudaba. Si dos a la semana era su frecuencia normal, y nosotros no sabíamos de los demás, ¿dónde estaban? ¿Cómo podía matar a tantas personas y mantenerlo escondido? Fort Bruce no era tan grande. El hospital era el más avanzado de la región y llegaban personas de todas partes con la esperanza de tener el mejor cuidado posible. Eso representaba una cantidad suficiente de gente para que Mary ocultara sus actividades. Obviamente era posible que algunas de las muertes que le atribuimos no las hubiera provocado, y algunas de las que creímos que no estaban relacionadas con ella sí lo estuvieran; pero incluso si le adjudicábamos cada muerte de un niño ocurrida en el hospital, eso no alcanzaba a cubrir la frecuencia que sugería Kelly.

Pero eso nos dejaba con el problema original: ¿por qué tenía una frecuencia tan errática? Al parecer, asesinaba por salud, al igual que Crowley —se rejuvenecían cada vez que sus cuerpos estaban demasiado degradados para funcionar—, pero él había seguido un patrón predecible. Cuando sus asesinatos eran más frecuentes, era porque su degeneración estaba acelerando. El ritmo de Mary parecía aumentar y decrecer al azar. Tenía que haber una explicación, y si Kelly no tenía razón, ¿cuál era?

La puerta de la habitación se abrió abruptamente y Potash empujó a Big Dog adentro con un gruñido.

—Se quedará en tu habitación.

—No puedo tenerlo aquí —dije casi dando un salto—. Tengo reglas…

—Tú lo aceptaste, tú te ocupas de él.

—Tengo reglas —repetí, aunque sabía que eso no significaba nada para Potash. Miré al perro, echado plácidamente en el suelo, luego de vuelta a Potash—. Se lo devolveremos.

—Ella no lo aceptará de vuelta.

—Entonces… —dudé, sabiendo que lo que dijera pondría al perro en peligro. ¿Dejarlo en la calle? ¿Dejarlo atado a la puerta de alguien más? ¿Enviarlo a la perrera? Mis reglas decían que evitara a los animales, pero el propósito era protegerlos. No podía permitirme lastimar a un animal, ni siquiera por no hacer nada. Ya había lastimado a demasiadas personas de ese modo.

—Llamaré al refugio de animales —dijo Potash—, pero te lo quedas aquí hasta que lleguen.

—Espera —interrumpí—. Tenemos que dárselo a alguien que lo quiera.

Por primera vez, su expresión se quebró y me miró con un rostro de confusión total.

—¿Por qué?

—Porque no dejaré que le hagan daño.

—No lo lastimarán en el refugio.

—Tampoco lo ayudarán. Tengo reglas.

—Entonces ¿qué quieres hacer? —dijo mirando al perro.

Quiero golpear a este perro con el filo de una pala hasta que ya no pueda reconocerlo. Cerré los ojos y respiré profundo.

—Quiero poner un anuncio en… no lo sé. Nadie lee el periódico, y no uso Internet. ¿Craigslist? ¿Existe?

—Sí, existe. ¿No tienes tu notebook?

—La tengo en la oficina.

—Ese no es el sentido de una notebook.

—¿Tú tienes una? ¿O un celular? —pregunté.

—No un smartphone —dio un paso atrás, hasta el corredor—. Pondremos un anuncio mañana. Cerraré aquí para que no vuelva a salir.

—De acuerdo… —comencé a decir, pero él cerró la puerta y escuché cómo sus pasos se alejaban. Miré al perro—. Oye.

No respondió.

—No quiero lastimarte, ¿sí? —lo había tenido en casa antes y había estado bien. Aunque solo fueron unas horas, y ahora estaría toda la noche. Me volví a sentar, mirando a Boy Dog como si esperara que me atacara o se convirtiera en un ramo de flores. Él también me miró, con la boca abierta, jadeando—. ¿Cómo obtuviste tu nombre? —pregunté—. ¿Por qué Boy Dog, en lugar de… cualquier otra cosa en el mundo? Todos tienen una razón.

¿Qué estaba haciendo Mary Gardner que no tenía que hacer?

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