El último viaje de Rodrigo Díaz

El último viaje de Rodrigo Díaz

Ángel Gabriel Cabrera

Arde la aldea. Poco a poco, las esperanzas de salvarnos se van perdiendo. Los soldados discuten sobre la forma de ganar tiempo y con ello reclutar un cuerpo de batalla lo suficientemente importante como para hacerle frente al enemigo.

—¿Qué le parece si yo los distraigo, Mío Cid, mientras usted va a buscar ayuda? Seguro que en mi montura, veloz como un rayo, les será imposible atraparme rápidamente. Mientras tanto, sin que nadie se entere, usted reclutará gente de las aldeas vecinas y vendrá con un ejército gigante a acabar con el Conde.

—Es una estrategia bien pensada, mi fil vasallo, pero no es suficiente. El ejército de Berenguer es mucho más grande que el nuestro. Con mucha suerte, nos llevaría meses conseguir una hazaña semejante. No podrías soportarlo. Nos descubrirían antes de terminar con nuestro plan.

Mi asistente me palmeó la espalda. Noté en su cara una mueca de tristeza.

—No llores, mi querido Joan. Estoy seguro de que volveré a salvo.

Ésas fueron mis últimas palabras antes de cruzar el camino que nos separaba de la localidad más cercana. El trayecto estaba desierto no sólo de soldados. No había plantas ni tampoco animales cerca, y la gente parecía haberse esfumado. Me parecía un tanto peculiar que la armada enemiga no rondara en ningún momento la ruta que conectaba nuestro sector con el resto de la zona. Según contaba la gente cercana a nosotros, el plan del Rey era evitar toda comunicación con las demás tropas para así vencer fácilmente a nuestra milicia atacándola desprevenida.

Cuando arribé, semanas después de dar inicio a mi cabalgata, a la ciudad, lo primero que hice fue buscar ayuda en el pabellón militar, pero no hallé a nadie. Era tarde. Toda la región había sido invadida, y de ahí la explicación de que no encontrara un solo aldeano ni animal vivo en las cercanías.

Empecé a buscar un lugar para pasar la noche. Después de la masacre, daba por hecho que sería imposible encontrar a nadie cerca, pero me equivoqué. Un hombre misterioso, vestido de blanco, merodeaba los alrededores, y se acercó a mí al verme.

—¿Estás buscando algo, Rodrigo Díaz?

—¿Cómo has sabido mi nombre?

—Porque eres una persona muy famosa en toda Europa; no solamente en tu pueblo.

Intrigado por la imponente presencia del forastero y su forma extravagante de vestir, sólo atiné a emitir un balbuceo. Sus ojos parecían ametrallarme.

—Si lo que quieres es pedir gente para tu ejército, es tarde. Todos están muertos— me dijo con voz áspera, como si leyera mi mente.

—¿Y usted no sabe a dónde han ido?— le pregunté.

—A mi reinado. Todos se fueron conmigo— me contestó.

—¿Me puede decir cómo es su nombre?

El viajero me miró fijo a la cara, con una expresión fría y, a la vez, con cierto dejo de nostalgia.

—¿En verdad quieres saberlo?

—Todos están muertos según tú, pero están contigo. Hay algo que no termina de cerrar. Quisiera saber quién eres para entender lo que dices.

—No vas a querer enterarte. Te arrepentirías.

La extraña aparición, como flotando, avanzó lentamente hacia la entrada principal. Lo seguí sin hablar, intrigado. Cuando llegó al portal, se encontró con que estaba cerrado. Las llaves, presas de un óxido que se adivinaba antiguo, se habían fundido con la cerradura, probablemente por el tiempo que habían permanecido sin moverse de la misma.

Esperaba que el anciano diera media vuelta y recorriera el lugar buscando otra manera de salir. Yo haría lo mismo, dado que la puerta de ingreso que había usado la primera vez se encontraba a una distancia considerable de nosotros. Confiado, entonces, en que el desconocido actuaría igual que yo, me encaminé hacia la dirección contraria. Cuando miré hacia atrás para ver si me seguía, ya no estaba. En un instante y sin mediar palabra, aquella persona que nunca había visto, pero cuyo rostro, a la vez, me parecía tan familiar, había desaparecido.

Luego de esto, las paredes del lugar empezaron a moverse. El edificio empezó a cerrarse sobre sí. Cuando ya no había más espacio que el necesario para contenerme, todo se volvió oscuro, y sentí cerca, muy cerca, el frío mortal de la asfixia, la desesperación llenando cada uno de mis poros.

—¡General! ¡General!

—Eh... ¿Qué? ¿Cómo?

—General, ¡por fin se despertó!

—Joan, ¿eres tú?

—Sí, mi Señor. Soy yo, su fil asistente, Joan Manuel de la Villa.

—¿Pero qué sucedió aquí? Estaba en el pabellón de Seychelles hasta hace sólo un momento. ¿Qué estoy haciendo aquí y, principalmente, dónde estoy?

—En el cuartel, mi Señor. Una bala perdida lo alcanzó cuando cruzaba la puerta. No lo mató, gracias a Dios, pero sí lo dejó inconsciente durante varios días.

—¿Y cuánto ha pasado desde entonces?

—En total, catorce jornadas completas.

—Ya veo. ¿Y cómo está el resto de los reclutas?

—Están preparando las defensas. Han entrenado muy duro para poder hacer frente a los caballeros del Rey Alfonso y del Conde Berenguer.

—Perfecto. Me encargaré de dirigirlos, entonces.

—Lo que usted diga, Su Excelencia.

Me acerqué a la ventana de la barraca. Las flechas ardientes caían a lo lejos. La muerte siempre está cerca, y a veces más de lo que uno cree. Lo sé, pero estoy dispuesto a hacerle frente si es por la gloria de mi amada España.

Caminé hacia el umbral y contemplé el horizonte en llamas. Detrás de mí, los reclutas se iban alistando y, de a uno, iban cruzando conmigo la salida de la fortaleza.

—Ya es hora, Mío Cid.

—Adiós, mi querido Joan.

—Adiós, Señor, y que el triunfo lo acompañe.

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