El último cadáver

El último cadáver

Ángel Gabriel Cabrera


"Listo el palazo final" dijo Bernardo. Miró la tumba, se secó el sudor de la frente y sonrió feliz. Aquel era el último cadáver de la noche. Tomó su chaqueta -colgada sobre un crucifijo- y partió con la pala al hombro, silbando.

"¿Silbando?" me dirán ustedes. En efecto, mis queridos lectores. Silbaba para no llorar, para no tener miedo. Uno piensa a veces que los sepultureros tienen la sangre de hielo, que ver un muerto más del montón no significa nada para ellos, pero no. Están exhaustos. Como nosotros, le tienen miedo a la muerte aunque vivan de ella, pues saben que, aunque en vida les dé de comer, no son inmunes. Algún día se los llevará, igual que a todos, y ellos lo saben mejor que nadie.

Así las cosas, nuestro amigo Bernardo iba silbando entre los nichos, leyendo las lápidas para entretenerse, cuando lo asaltó la duda. ¿Aquel día debía irse a las once o cubrir el turno hasta la seis? De lunes a viernes, trabajaba de madrugada, pero los fines de semana eran distintos. Según las leyendas urbanas, si una persona viva se encontraba en el lugar después de la medianoche, los muertos salían de sus tumbas y lo atacaban, dejándolo malherido, pero aquella maldición sólo tenía efecto los sábados y domingos y levantaba únicamente a los más frescos: los cuerpos que se enterraban cerca de la entrada.

De repente, un escalofrío lo sorprendió. Pensó si darse a la fuga y salir a tiempo -arriesgándose a equivocarse- o ir a lo seguro y quedarse allí hasta más tarde, pero sabiendo que los muertos andaban cerca. Quiso mirar el reloj, pero no conseguía encenderlo. "Seguro se quedó sin batería" pensó, y sacó su móvil del bolsillo. Intentó que funcionara, pero no hubo caso. Ya era casi la una y no sabía a ciencia cierta si aquel día era sábado o domingo. De un momento a otro, las luces se apagaron. El corazón de Bernardo comenzó a latir rápidamente y sus manos empezaron a temblar, temiendo lo peor.

¿Y qué era lo más triste de todo? La edad. Las personas mayores son las preferidas de los muertos andantes. Los jóvenes, con su sangre fresca, les dan años de existencia cada vez que atrapan uno, pero los cuerpos duros y fríos de los viejos les recuerdan a ellos mismos, con sus ojos vidriosos y su piel gris.

Bernardo es un anciano. Deben saberlo. Ya ronda los sesenta y está a punto de renunciar, presa constante de las bromas de los vecinos, pero aguanta con vehemencia en aquel cargo, más que nada, por su testarudez.

Las nubes comienzan a cerrarse, formando un oscuro manto. Una brisa suave empieza a soplar y a hacerse cada vez más intensa hasta volverse viento. Es en ese momento cuando se decide y corre hacia la puerta, pero entonces, cuando ya la vislumbra a pocos metros de ahí, una mano helada lo toma del pie y, con fuerza, lo tira al piso. Un lobo aúlla. Bernardo grita y mira con horror a los fantasmas. Una danza de cráneos encendidos vuela cerca del buen hombre, y sus chillidos parecen trozarle los oídos. Debió quedarse entre las tumbas, a salvo del guardián del Inframundo o, al menos, lejos de él. Su cólera ha provocado el desastre, y bien lo sabe Bernardo. No por nada caminar cerca del portón es tabú cuando son las doce. Hades odia que lo observen a la hora de hacer sus sacrificios, y por eso Cerbero lo vigila y manda a sus hordas de criaturas a que devoren a quien se atreva a molestarlo. Cuando no son suficientes, envía fantasmas y muertos vivientes a que hagan el trabajo por él, y así se ahorra ensuciarse las manos.

La lluvia empieza a caer sobre el cuerpo difunto de Bernardo, cubriéndolo. Sus lágrimas se mezclan con el agua y su rostro, ya inmóvil, mira la luna como intentando entenderla. No puede creer lo que ha pasado. Quiere descubrir el misterio de la vida, pero ya es tarde. Por ahora, sólo podrá descubrir el misterio de la muerte. Cierra los ojos y suspira. Su alma se marcha en paz, pero su mente está inquieta. Quizás sea porque ocurre lo que teme la mayoría. En efecto: su cuerpo ya no se mueve, pero su conciencia está intacta.

Al día siguiente, los nietos de Bernardo lo lloran desesperados. No saben que él está ahí, escuchando atentamente, pero sin poder contestar. Luego del velorio, sus compañeros lo entierran cerca del portón. Una semana después, otro obrero es contratado y comete el mismo error que el occiso: quedarse a trabajar de madrugada un día domingo.

Entonces, suena la alarma. Cerbero aparece frente a él y le ordena detener al intruso. Bernardo se niega a obedecer, pero no le queda opción. Su alma le pertenece y tiene que servirle si quiere conservarla. A las órdenes del monstruo, se alista para atacar. Forma un equipo con los demás muertos vivos y cruzan el portal. Frente a ellos, la víctima suplica perdón y desea fuertemente despertar, implorando que sólo sea una pesadilla. A lo lejos, una campana repica, anunciando que ya es hora. Se oye el aullido del lobo y los cráneos comienzan a danzar, encendiéndose en llamas nuevamente.

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