Einstein

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PORTADA » XII. TODOS LOS HOMBRES SON MORTALES

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Durante este tiempo. Einstein utilizó su influencia y, a comienzos de 1936. Boris Schwarz recibió una comunicación inesperada de la embajada de Estados Unidos en Berlín: le esperaba un visado de entrada en Estados Unidos. La demanda de visados era muy grande y la oferta muy escasa. Einstein, para conseguir este resultado, había tenido que hacer algo más que utilizar su influencia. Se había visto obligado a firmar una declaración jurada garantizando que si Boris Schwarz iba a Estados Unidos, no se convertiría en una carga pública. Como en varias otras ocasiones, Einstein ofreció como garantía sus recursos personales. Pero, en el caso de una persona que no fuera familiar, no bastaba con una sola declaración jurada. Einstein consiguió que un importante banquero americano firmara también la garantía en favor de Schwarz. Ni con tantas garantías resultaron fáciles las cosas. Cuando Schwarz fue a la embajada de Estados Unidos le dijeron que demostrara que de verdad conocía a Einstein. En la embajada no sabían si él ―o Einstein, tanto da― estaban diciendo la verdad cuando afirmaban que se conocían. Eran años muy difíciles y las normas de entrada en Estados Unidos eran rigurosísimas. Los funcionarios de la embajada no podían permitirse correr riesgos. En cambio, a Einstein el riesgo le importaba muy poco. Por fortuna, existían pruebas incontrovertibles. Schwarz demostró las fotografías en que aparecían él, su padre y Einstein tocando juntos. Finalmente, le concedieron el visado y Schwarz logró entrar en Estados Unidos, donde Einstein había hablado ya con el director Eugene Ormandy, entre otros, para intentar ofrecerle un puesto. Ormandy se sintió muy honrado por la petición de Einstein, le prometió hacer todo lo que pudiera y se atrevió a pedir también algo: una foto de Einstein.

Una vez que Boris Schwarz llegó a Estados Unidos, sus padres pudieron seguirle en seguida, y de esta manera se reunió felizmente el trío de Berlín. Mientras tocaban juntos en Princeton. Einstein se sentiría doblemente feliz pensando que les había salvado de una muerte casi segura en las cámaras de gas nazis.

Los Schwarz tuvieron mucha suerte. Su caso no representa lo que podríamos considerar como destino normal de los judíos sometidos a los nazis. Nos hemos detenido en él con cierto detalle para poner un ejemplo de los infatigables esfuerzos de Einstein para ayudar a sus amigos, a antiguos colegas e incluso a desconocidos, a huir de la persecución nazi. De hecho, fueron tantas las declaraciones juradas que escribió que durante cierto tiempo sufrieron una especie de inflación que redujo considerablemente su valor. Sin embargo, de una u otra forma, muchos hombres debieron sus vidas a la intervención de Einstein.

El caso de Infeld no entra dentro de esta misma categoría, pero tiene cierta relación. Infeld, a pesar de su talento como físico, a pesar de su trabajo conjunto sobre las ecuaciones del movimiento, y a pesar de los esfuerzos del propio Einstein, no consiguió encontrar un puesto de trabajo en América. Para ayudarle. Einstein colaboró con él en un libro, The Evolution of Physics, que se publicó en 1938. Describía al profano el majestuoso desarrollo de la ciencia física desde el punto de vista del hombre que había revolucionado el pensamiento científico, manteniendo al mismo tiempo una continuidad sorprendente con las grandes corrientes del pasado. El libro tuvo gran éxito, y Einstein dijo a Infeld: «Ya te has salvado.» Es indudable que el libro contribuyó en buena parte a que Infeld consiguiera empleo en Canadá.

Ya hemos mencionado la carta del 2 de agosto de 1939 en la que Einstein informaba a Roosevelt sobre la posibilidad de conseguir una bomba de uranio. Una semana más tarde, el 9 de agosto. Einstein escribe preocupado a Schrödinger. No le habla de la bomba, sino de otro problema inquietante, la interpretación de la mecánica cuántica. Tras felicitar a Schrödinger por su argumento sobre el gato sumido en una especie de limbo cuántico, ni del todo vivo ni del todo muerto, Einstein habla de «el místico ―se refiere a Bohr― que rechaza, por poco científica, la investigación de algo que existe independientemente de si es o no observado; es decir, el problema de si el gato está o no vivo en un instante concreto, antes de realizar la observación». En esta carta Einstein repite dos veces que está «más convencido que nunca» de que la mecánica cuántica constituye una descripción incompleta de la realidad. Poco antes de terminar hace la siguiente afirmación, que parece referirse no sólo a los problemas del quantum sino también a sus esperanzas de resolverlos mediante una teoría del campo unificado: «Te escribo ―dice Einstein, y recordemos que se dirige a uno de sus más firmes seguidores― no porque tenga esperanzas de convencerte, sino con la única intención de exponerte mi punto de vista, que me ha condenado a una profunda soledad.»

Tres días más tarde. Einstein escribió a la reina madre de Bélgica. Tampoco le hablaba del uranio, sino de su añoranza de Europa, del placer que sentía en su barco de vela o con la música de cámara, y de las ventajas de la soledad.

En 1935 la familia Einstein había pasado una breve temporada en las Bermudas, como condición para volver a Estados Unidos con visados permanentes. El 22 de junio de 1940, tras la inevitable espera de cinco años. Einstein, su hija Margot y su secretaria pasaron el examen previo a la obtención de la ciudadanía americana. El 1 de octubre prestaron juramento, siendo a partir de entonces ciudadanos de Estados Unidos. La batalla de Inglaterra estaba en su momento álgido y la supervivencia de la civilización corría grave peligro. La situación mundial no era muy halagüeña. Unos meses antes. Francia se había rendido a los nazis ―precisamente el día del mencionado examen―. Un año después, y en la misma fecha del 22 de junio, los nazis invadían Rusia, y parecía que el nazismo estaba a punto de conseguir la victoria. Pero, como es bien sabido, los acontecimientos cambiaron pronto de signo. Quizá sea éste el momento adecuado para recordar una teoría, errónea y poco conocida, formulada por Einstein tres años más tarde.

Einstein con su hija Margot y su secretaria. Helen Dukas, mayo de 1947. Fotografía de Philippe Halsman

Por entonces tocaba a su fin la guerra en Europa. El 6 de junio de 1944, mientras los rusos atacaban en el este, norteamericanos, ingleses y canadienses atravesaban el canal de la Mancha en una gigantesca operación anfibia, que permitía crear una cabeza de playa en Normandía y echaba por tierra el sueño de Hitler de conquistar el mundo. En noviembre, los ejércitos alemanes atravesaban graves dificultades y se retiraban rápidamente en ambos frentes. El 16 de diciembre de 1944, los alemanes lanzaron en el oeste un contraataque por sorpresa, que estuvo a punto de romper las líneas aliadas en las Ardenas. Al tener conocimiento del ataque. Einstein se alarmó muy seriamente. Su razonamiento era el siguiente: todos los datos parecían indicar que los nazis habían perdido definitivamente la guerra. ¿Qué sentido podía tener que estuvieran dispuestos a perder más vidas lanzando un contraataque que no iba a servirles de nada? Alguna razón debían de tener. Einstein concluía que los alemanes habían obtenido lo que él denominaba «la bomba radiactiva» y no les importaba perder algunos hombres más con tal de ganar el tiempo necesario para poder utilizarla. La verdad era que los alemanes no tenían tal bomba y que el ataque había sido ordenado personalmente por Hitler, que quería jugar una última baza desesperada.

Al comprobar el fracaso del contraataque nazi y ver que no utilizaban explosivos nucleares, Einstein pudo llegar a la conclusión de que los nazis no habían conseguido producir una bomba atómica que se pudiera utilizar en la práctica. Pero seguía en pie el peligro de una bomba americana, y cuando se produjo la tragedia de Hiroshima vio confirmados sus temores. La amenaza de la bomba, estuviera en manos de poderes dictatoriales o democráticos, era una pesada carga para su conciencia. No por haber escrito en tono apremiante a Roosevelt, cuando, en 1939, temía que los nazis consiguieran antes la bomba y de esa manera llegaran a controlar el mundo, ni por haber propuesto, con toda inocencia, la fórmula E = mc2 en 1907, sino porque, al ser un hombre con gran influencia ante la opinión pública, se sentía moralmente obligado a utilizar a fondo todo su prestigio para intentar salvar a la humanidad de una amenaza que, a pesar de lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, no llegaba a comprender.

Siempre que podía, y las ocasiones eran muchas dado el interés que provocaba su persona, ponía en guardia ante el peligro que acechaba y defendía con entusiasmo la causa de un gobierno mundial. En 1946, varios científicos de primera línea se unieron para formar un Comité de Emergencia de Científicos Atómicos, y pidieron a Einstein ―a un Einstein cuyas opiniones sobre mecánica cuántica rechazaban y cuya búsqueda de una teoría del campo unificado era recibida entre ellos con indiferencia o burla, pero un Einstein que era el más famoso de todos ellos― que aceptara la presidencia; aceptó sin vacilaciones. Querían ganarse la atención del público y de los políticos más influyentes. Necesitaban también fondos para realizar la enorme tarea educativa de convencer a la población de algunas verdades elementales, por ejemplo de que América no tenía el monopolio inviolable del «secreto» de la fabricación de la bomba, de que era imposible evitar que otras naciones lo descubrieran por su cuenta, y de que había quedado desfasada la estructura política del mundo. El nombre de Einstein era una garantía incomparable para obtener fondos y para conseguir el interés de la opinión pública.

Se entregó sin reservas a numerosas actividades, e insistió con fuerza en la creación de una fuerza militar supranacional que permitiera conservar la paz entre las naciones. Para muchos, esta idea era una empresa desesperada. Se había propuesto en momentos de menor peligro, sin ningún resultado. ¿Qué posibilidades había de que fuera aceptada en aquel momento, a pesar de la amenaza de extinción que pesaba sobre la humanidad? Sin embargo, para Einstein la única esperanza de la especie humana estaba en la instauración de esta autoridad mundial.

Al margen de sus apasionados esfuerzos por hacer ver el peligro que significaba la desunión del mundo, había fantasmas que se negaban a desaparecer. Einstein, que había predicado ardientemente la reconciliación después de la I Guerra Mundial, que había criticado a los que, en uno u otro bando, se aferraban a sus viejos rencores, este mismo Einstein ―un Einstein distinto― nunca perdonó a la Alemania nazi sus atrocidades contra los judíos. Va en 1933, en el momento de renunciar a su puesto en la Academia de Prusia, que había formulado falsas acusaciones contra él, escribió a Planck: «... En todos estos años he defendido siempre el prestigio de Alemania y nunca me he dejado llevar por la indignación ante los sistemáticos ataques a que me ha sometido la prensa, sobre todo en estos últimos años en que nadie ha salido en mi defensa. Sin embargo, ahora [recordemos que la carta es de 1933] la guerra de aniquilación contra mis hermanos judíos me obliga a recurrir a toda la influencia que pueda tener ante la opinión pública mundial.»

Y cuando, en 1946, tras la derrota de la Alemania nazi, fue invitado a ingresar de nuevo en la Academia de Baviera, rechazó la propuesta, diciendo: «Los alemanes han exterminado a mis hermanos judíos; no quiero saber nada de los alemanes...» En 1949, cuando le solicitaron que reanudara sus relaciones oficiales con el Instituto Kaiser Wilhelm, rebautizado con el nombre de Instituto Planck, justificó su negativa con estas palabras: «El crimen de Alemania es el más abominable de cuantos recuerda la historia de las naciones “civilizadas”. La conducta de los intelectuales alemanes ―en conjunto― no ha sido mejor que la del populacho. Incluso ahora, no se ve ninguna señal de que lamenten o deseen reparar, en la medida de lo posible, sus enormes crímenes. En estas circunstancias, siento una aversión incontenible a participar en algo relacionado con la vida pública de Alemania...»

En 1951, tras rechazar con firmeza muchas otras invitaciones, se negó incluso a ingresar en la forma pacífica de una organización prusiana. Justificaba su rechazo diciendo: «Tras el genocidio del pueblo judío protagonizado por los alemanes, es evidente que todo judío que se respete tiene que rechazar cualquier vinculación con una institución alemana...» Y se mantuvo en esta postura hasta el final de sus días.

Sin embargo, a pesar de sentirse atormentado por el pasado ―y por el futuro atómico― seguía disfrutando de la vida y gozando de la paz interior que necesitaba para seguir intentando crear una teoría del campo unificado. Ya hemos descrito algunos de sus intentos. Dejando de lado otros realizados con posterioridad, nos detendremos en una teoría que expuso en un artículo publicado en 1945. Dicha teoría recibió diversos retoques y ocupó su atención el resto de su vida. Tenía mucha relación con la de 1925, la que hablaba de un grupo asimétrico que contenía dieciséis cantidades, diez de cuyas combinaciones servían para la gravitación y seis para el electromagnetismo. Para Einstein había algo de profético en sus palabras de 1925: «Creo que ahora he dado con la solución verdadera.»

No es posible explicar esta teoría final en términos asequibles. No podemos echar mano de imágenes. Tiene un profundo contenido matemático. A lo largo de los años, solo o con sus ayudantes, Einstein fue venciendo una dificultad tras otra, para encontrar siempre otras nuevas. Varios investigadores, Infeld entre ellos, demostraron que las ecuaciones del campo conducían a leyes del movimiento claramente inexactas: las partículas cargadas de electricidad se moverían como si no tuvieran carga alguna. A pesar de esto, Einstein no perdió la fe en su teoría. Las ecuaciones del campo no habían adquirido necesariamente su forma definitiva. Además, desde hacía tiempo Einstein venía buscando una unidad más profunda: una unidad del campo y de la materia. Hasta entonces, ambas entidades habían pertenecido a especies radicalmente diferentes. En la teoría general de la relatividad, las ecuaciones del campo puro se veían adulteradas en los lugares ocupados por la materia. Como señaló Einstein, no parecía posible conservar la teoría general de la relatividad sin el concepto del campo. Y argumentaba que si se creía de verdad en la idea básica de una teoría del campo, la materia no debería figurar como un intruso sino como aliada leal del campo mismo. Podría decirse que quería sacar la materia nada menos que de las circunvoluciones del espacio-tiempo. En su nueva teoría buscaba ecuaciones de campo puras que siguieran siendo puras incluso en los lugares donde hay materia, y esperaba que ésta se manifestara entonces como una especie de protuberancia del campo. Esperaba también que, insistiendo en las soluciones de las ecuaciones de campo puras ―el término técnico es soluciones exentas de singularidades―, aparecerían restricciones automáticas, que corresponderían a la existencia de átomos y quanta. Para la mayoría de los físicos sólo había una remota posibilidad, en el mejor de los casos, incluso en principio. En la práctica, las dificultades matemáticas eran abrumadoras. Supongamos que Einstein hubiera logrado encontrar ecuaciones de campo adecuadas. ¿Qué haría para encontrar las deseadas soluciones exentas de singularidades? Sabía que no había ningún método práctico reconocido. Sin embargo, seguía luchando, afirmando desesperadamente: «Necesito más matemáticas.»

En 1948 murió en Zurich su primera mujer, Mileva, rompiendo así otro vínculo con el pasado. La salud del propio Einstein se había deteriorado gravemente, y a finales de año tuvo que someterse a una operación abdominal. En palabras de un íntimo colaborador, «sólo fue una intervención exploratoria ―con gran alivio por nuestra parte― y “sólo” se descubrió una hipertrofia de la aorta abdominal».

Maja Winteler-Einstein, hacia 1940. Fotografía de Lotte Neustein.

Aunque pasó un período de convalecencia en Florida. Einstein seguía sin reponerse del todo. Sin embargo, en cuanto pudo, regresó a Princeton, en parte para estar con su hermana Maja. Esta había ido a visitarle en 1939, pero al estallar la guerra decidió quedarse. En mayo de 1946, Maja había sufrido un ataque que le provocó una parálisis progresiva. A pesar de su delicado estado de salud, vivió hasta junio de 1951. Poco después de la muerte de su hermana, Einstein escribía a uno de sus primos: «Durante estos años dedicaba todas las tardes un rato a leerle las mejores obras literarias, clásicas y actuales. A pesar de su enfermedad progresiva y de que al final casi no podía hablar, su inteligencia no sufrió merma. Ahora la echo de menos más de lo que nadie puede imaginar. Me queda el consuelo de que se han acabado sus sufrimientos...»

Las lecturas a su hermana moribunda eran un triste eco de los alegres tiempos de la Academia Olympia, donde se leían también las grandes obras. En 1953, en una visita a París, Habicht pudo ver a Solovine. Era el 12 de marzo, dos días antes de que Einstein cumpliera setenta y cuatro años. Emocionados por sus recuerdos de los maravillosos días pasados en Berna medio siglo antes, los dos ancianos enviaron a Einstein una postal de Notre-Dame con la siguiente dirección en francés: «Al Presidente de la Academia Olympia, Albert Einstein. Princeton, Nueva Jersey, U.S.A.» Naturalmente, llegó a su destino. En el poco espacio disponible lograron enviar estos dos nostálgicos mensajes, en alemán:

«Al Muy Honorable, Eminente e Incomparable Presidente de nuestra Academia:

»En su ausencia, a pesar de disponer de un lugar reservado, se ha celebrado en el día de hoy una sesión solemne y triste de nuestra mundialmente famosa Academia. El sillón reservado, que procuramos mantener siempre caliente, espera, sí, espera y espera su venida. Habicht.

»Yo también, antiguo miembro de la gloriosa Academia, tengo que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas cuando veo vacío el asiento que usted debería haber ocupado. Sólo me cabe enviarle mi más humilde, respetuoso y sincero saludo. M. Solovine.»

A pesar de sus problemas de salud. Einstein no había perdido su espíritu travieso. Con una solemnidad jocosa que no podía disimular su propia nostalgia, respondió el 3 de abril de 1953:

¡A la inmortal Academia Olympia!

En tu breve pero activa existencia, querida Academia,

te has deleitado, con infantil alegría, en todo lo que

era limpio e inteligente. Tus miembros te crearon

para mofarse de otras Academias respetables.

Tras largos años de cuidadosa observación he llegado a comprender lo justificado de su burla.

Tus tres miembros hemos demostrado, al menos, nuestra

longevidad. Aunque estemos algo decrépitos, seguimos

contando, en nuestro solitario peregrinar, con el rayo de tu

radiante y vivificante esplendor. A diferencia de nosotros,

no has envejecido ni te has convertido en una inmensa lechuga.

¡A ti nuestra fidelidad y devoción hasta tu último

y erudito suspiro!

A.E., ahora sólo miembro correspondiente.

Los años no pasaban en balde. Ya el 6 de enero de 1951 Einstein había escrito a la reina madre de Bélgica: «Aunque es algo que me gustaría mucho, es probable que no tenga ya oportunidad de volver a Bruselas. Con la extraña popularidad que he adquirido, es probable que todo lo que haga se convierta en una comedia ridícula. Esto quiere decir que tengo que quedarme cerca de la casa y no salir casi de Princeton. Ya no sigo con el violín. Al pasar los años, cada vez me resultaba más insoportable escuchar mis propias interpretaciones. Espero que a usted no le haya ocurrido algo parecido. Lo que no he abandonado es mi incansable trabajo con complicados problemas científicos. La magia fascinante de este trabajo me acompañará hasta mi último suspiro.»

El 6 de junio de 1952, año y medio más tarde, escribió a su primo: «Mi trabajo no significa ya gran cosa. Ya no obtengo demasiados resultados y tengo que conformarme con representar el papel de Estadista Anciano y de Santo Judío, sobre todo esto último.» Y menos de medio año después, a la muerte de Chaim Weizmann, Einstein recibió la petición de sucederle en el cargo de presidente del Estado de Israel. Einstein se sintió profundamente conmovido, pero declinó la oferta amablemente, diciendo que carecía de la preparación y experiencia necesarias, y añadió: «Lo siento todavía más... porque, desde que tomé conciencia de nuestra precaria situación entre las naciones del mundo, mi relación con el pueblo judío ha pasado a ser mi vínculo humano más fuerte.»

En 1954 escribiría a la reina madre de Bélgica: «Me he convertido en un enfant terrible en mi nueva patria. La culpa la tiene mi incapacidad de guardar silencio y de tragarme todo lo que pasa aquí.»

Se estaba refiriendo, en parte, a la campaña del senador Joseph McCarthy, que durante cierto tiempo se dedicó a calificar a ciertas personas de subversivas, a truncar carreras y, con sus amenazas demagógicas ante el «peligro comunista», a reducir a la inactividad a valerosos dirigentes políticos. En esta atmósfera febril, Einstein habló valientemente contra la amenaza a la libertad intelectual. Algunos americanos le atacaron amargamente por su afición a apoyar las causas poco populares. Cuando Infeld, que no había participado en la creación de la bomba, aceptó una cátedra importante en su Polonia natal, la prensa puso el grito en el cielo, diciendo que Infeld podría pasar los secretos atómicos a los comunistas; y algunas mentes retorcidas utilizaron también esto en contra de Einstein.

En 1965-1967, los rusos publicaron las obras completas de Einstein en cuatro volúmenes. Era la única publicación de tales características. Pero en los primeros momentos, los dirigentes soviéticos no habían sabido qué postura adoptar ante la teoría de la relatividad de Einstein. En 1952, un académico soviético la atacó por considerarla contraria al materialismo dialéctico, base filosófica del marxismo, y criticó a algunos científicos rusos que habían defendido la teoría de Einstein. Cuando recibió una carta en la que le informaban de lo ocurrido. Einstein contestó alegremente diciendo que la noticia le había levantado el ánimo. Sin embargo, preocupado desde siempre como estaba por la libertad de pensamiento y de expresión en Rusia, escribió luego el siguiente aforismo, que se publicó en 1953; «En el reino de los buscadores de la verdad no hay ninguna autoridad humana. Quien intenta erigirse en magistrado provoca la risa de los dioses.» Además escribió dos estrofas sarcásticas, inéditas hasta ahora.

Sabiduría del materialismo dialéctico

¿Sudar y trabajar sin descanso

para conseguir al final un grano de verdad?

¡Qué locura matarse a trabajar!

Nuestro partido establece la verdad por decreto.

¿Hay algún valiente que se atreva a dudar?

La recompensa es un buen golpe en la cabeza.

De esta manera le enseñamos, mejor que nunca.

a vivir en perfecto acuerdo con nosotros.10

En América, entre el miedo y la operación de la era McCarthy, un profesor que había tenido problemas con el sistema de investigación de la «Comisión parlamentaria de actividades antiamericanas» pidió ayuda a Einstein. El 16 de mayo de 1953, a pesar de su enfermedad, Einstein le escribió estas atronadoras palabras: «El problema con que se encuentran los intelectuales de este país es muy grave. Los políticos reaccionarios han conseguido que el público mire con suspicacia todos los esfuerzos intelectuales. Para ello les ponen continuamente ante los ojos el fantasma de un peligro exterior. Hasta ahora han conseguido lo que se proponían, y ahora van a pasar a suprimir la libertad de enseñanza y a quitar de sus puestos a todos los que no estén dispuestos a someterse, con lo cual los condenarían a morir de hambre.

»¿Qué debe hacer la minoría de los intelectuales para enfrentarse a este mal? Francamente, el único camino que veo es la actitud revolucionaria de no cooperación, tal como la entendió Gandhi. Cuando uno de los comités llame a un intelectual, éste debería negarse a testificar, es decir, debe estar preparado a ir a la cárcel y a sufrir la ruina económica, en resumen, a sacrificar su bienestar personal para defender la cultura de su país.

»...Esta negativa a testificar debe estar basada en la convicción de que es vergonzoso que un ciudadano irreprochable se someta a semejante inquisición y de que una institución de esta naturaleza va contra el espíritu de la Constitución.

»Si el número de personas dispuestas a tomar esta grave decisión es elevado, lograrán su objetivo. En caso contrario, los intelectuales de este país sólo se merecen la esclavitud que quieren imponerles.»

En aquellos días era peligroso hasta recibir una carta personal en estos términos. Pero Einstein añadió una posdata que decía: «Esta carta no debe considerarse como “confidencial”.» De esta manera ―pero sólo gracias a lo que era y a quien era― la convirtió en un manifiesto público que tuvo resonancia en el mundo entero.

De lo que era y de quien era tenemos ya una ligera idea. Es cierto que los triunfos de la moderna mecánica cuántica superan con mucho, en número y precisión, a los de la teoría general de la relatividad. Pero, aunque la mecánica cuántica fue producto de muchas mentes, la colaboración del propio Einstein en su desarrollo fue trascendental. Además, la teoría especial de la relatividad desempeña un papel sobresaliente en la actual investigación cuántica. Y en lo que a la monumental teoría general de la relatividad se refiere, fue, en gran parte, creación de un solo hombre, y figura por tanto entre los mayores logros científicos de todos los tiempos. No sabemos lo que nos deparará el futuro, pero la teoría einsteiniana de la relatividad no tiene nada que temer. Aunque todas las teorías son mortales, las principales, como todas las obras de arte maestras, conservan para siempre su grandeza.

En sus Notas autobiográficas, al hablar de esta teoría, Einstein tiene que exponer algunas dificultades del sistema newtoniano. De repente se detiene y se dirige directamente a Newton, diciendo: «Y basta ya de todo esto. Newton, perdóname. Tú encontraste el único camino posible, en tu tiempo, para un hombre dotado de increíble capacidad intelectual y creativa. Los conceptos que tú creaste siguen dominando nuestra forma de pensar, aunque ahora sabemos que debemos sustituirlos por otros más alejados de la esfera de la experiencia inmediata. Es la única forma de llegar a una comprensión más profunda de la forma en que se interrelacionan las cosas.»

Una de las instantáneas características de Einstein, con su peculiar aspecto desgarbado y un poco bohemio. Fotografía de BBC Hulton Picture Library

¿Cómo era el hombre que hablaba así con Newton a través de los siglos? Era un hombre humilde y profundamente sencillo que conservaba la capacidad de admiración de un niño. Su sentido de lo misterioso y de lo trágico se manifiesta en estas palabras dirigidas en 1939 a la reina madre de Bélgica: «Doy gracias al destino por haber hecho de mi vida una experiencia apasionante, por haber hecho que mi vida parezca llena de sentido.» Que parezca llena de sentido. Está claro que habla Einstein.

Pero no podemos dejar que ideas más sombrías oculten la alegría pura que se expresaba en su risa atronadora, en su amor a los aparatos mecánicos ingeniosos, en su afición a escribir aleluyas y en su gusto por las travesuras. Por ejemplo, al enviar a un amigo una copia de una fotografía suya, Einstein escribió estas irreverentes líneas, no exentas, por otra parte, de cierta ternura irónica:

Ese es el aspecto que tiene ahora este vejestorio.

Tú pensarás: esta pesadilla me va a quitar la paz.

Reflexiona: lo importante está adentro.

Y además, ¿qué importa?11

Era, por naturaleza, un rebelde que disfrutaba rompiendo los convencionalismos. Siempre que podía, se vestía pensando en la comodidad, no en la apariencia. Lo externo representaba muy poco para él. Sólo era fuente de molestias y complicaciones absurdas. Buscaba en todo la sencillez. Su pasión era la ciencia, y a continuación la música. Su hermana cuenta que cuando tocaba el violín había veces en que se detenía de repente y exclamaba: «¡Ya lo he encontrado!», refiriéndose, claro está, a un problema científico. Su violín, como su ciencia, le acompañaba a todas partes. Hiciera lo que hiciera, la ciencia siempre formaba parte de sus pensamientos.

En una ocasión, al revolver el té, comprobó que las hojas de la infusión se acumulaban en el centro y no en la circunferencia del fondo de la taza. Descubrió la explicación de aquel fenómeno y lo relacionó con otro que en apariencia nada tenía que ver: los meandros de los ríos. Paseando sobre la arena, observó atónito lo que todos hemos tenido ocasión de comprobar, sin paramos a pensar en ello: que la arena húmeda es dura, mientras que la arena seca y la que está dentro del agua es blanda. También encontró la explicación científica de este hecho.

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