EL LADRÓN DE CADÁVERES

EL LADRÓN DE CADÁVERES

Robert Louis Stevenson

(1850-1894).


Todas las noches del año, cuatro de nosotros: el empresario de pompas fúnebres, el dueño del establecimiento, Fettes y yo, nos sentábamos en el pequeño reservado del George, en Debenham. A veces éramos más; pero, tanto si soplaba viento, ya fuera mucho o poco, como si llovía, nevaba o caía una helada, los cuatro ocupábamos nuestros propios sillones. Fettes era un viejo escocés bastante borrachín, obviamente culto, y además rico, ya que vivía en la ociosidad. Había llegado a Debenham hacía algunos años, siendo todavía joven, y se había convertido, por la mera permanencia de su estancia, en ciudadano de adopción. Su capa azul de camelote era una antigüedad local, como la aguja de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado del George, su falta de asistencia a la iglesia y sus inveterados, crapulosos y vergonzosos vicios eran cosas bien sabidas en Debenham. Sostenía vagas opiniones radicales y algunas infidelidades efímeras, que de vez en cuando exponía y recalcaba con vacilantes palmadas en la mesa. Bebía ron… normalmente cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su visita nocturna al George permanecía sentado, con su vaso en la mano derecha, en un estado de melancólica saturación de alcohol. Lo llamábamos «Doctor», porque se le suponía en posesión de ciertos conocimientos de medicina y, en caso de necesidad, había sabido encajar una fractura o reducir una dislocación; pero, fuera de esos pequeños detalles, nada sabíamos sobre su carácter y antecedentes.

Una oscura noche de invierno… habían dado las nueve poco antes de que el propietario se reuniera con nosotros… apareció un hombre enfermo en el George, un importante terrateniente de los alrededores, súbitamente abatido por un ataque de apoplejía cuando se dirigía al Parlamento; y telegrafiaron al médico londinense de este gran hombre, todavía más famoso que él, para que acudiera a su lado. Era la primera vez que tal cosa ocurría en Debenham, ya que acababa de inaugurarse el ferrocarril y todos nos sentíamos proporcionalmente impresionados por el acontecimiento.

—Ya ha llegado —dijo el propietario, después de llenar y encender su pipa.

—¿Quién? —dije yo—… ¿el doctor?

—El mismo —replicó nuestro mesonero.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Macfarlane —dijo el propietario.

Fettes había apurado su tercer vaso y estaba ya embriagado como un tonto, asintiendo unas veces con la cabeza, otras mirando perplejo a su alrededor; pero al oír la última palabra pareció despertar y repitió por dos veces el apellido «Macfarlane», en voz baja la primera, pero con súbita emoción la segunda.

—Sí —dijo el propietario—, así se llama, doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes recobró inmediatamente la sobriedad; abrió los ojos, su voz se aclaró y se hizo más fuerte y más firme, y su lenguaje más contundente y cuidadoso. Todos nos sorprendimos por la transformación, como si hubiese resucitado.

—Discúlpenme —dijo—. Temo no haber prestado mucha atención a su conversación. ¿Quién es el tal Wolfe Macfarlane?

Y luego, después de escuchar hasta el final al propietario, añadió:

—No puede ser, no es posible; y, sin embargo, me gustaría mucho verlo cara a cara.

—¿Lo conoce usted, «Doctor»? —preguntó el empresario de pompas fúnebres, dando un grito ahogado.

—¡No lo permita Dios! —fue su respuesta—. Y, sin embargo, el apellido es poco usual; sería excesivo imaginar que hay dos personas con ese mismo apellido. Y dígame, patrón, ¿es viejo?

—Verá usted —dijo el mesonero—, no es joven precisamente, y tiene el pelo blanco; pero parece más joven que usted.

—Sin embargo, es mayor; varios años mayor. Pero es el ron —añadió, dando un manotazo en la mesa— lo que usted ve en mi cara… el ron y los pecados. Ese hombre quizá tenga la conciencia tranquila y una buena digestión. ¡Conciencia! Escúcheme lo que le digo. Creerá usted que soy un cristiano bueno, viejo y decente, ¿no es cierto? Pues no, no lo soy; nunca me dio por fingirlo. Puede que Voltaire lo hubiera fingido de haberse encontrado en mi pellejo; pero aunque tengo una mente clara y activa —dijo, dándose un rápido capirotazo en la calva— yo sólo veo y nunca saco conclusiones.

—Si usted conoce a ese doctor —me aventuré a comentar, después de una pausa algo tremenda—, se diría que no comparte la buena opinión que el patrón tiene de él.

Fettes no me hizo caso.

—Sí —dijo, con súbita determinación—, tengo que verlo cara a cara.

Hubo otra pausa y de repente se cerró una puerta en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.

—Es el doctor —exclamó el propietario—. Si se da usted prisa podrá alcanzarlo.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado hasta la puerta del mesón del viejo George; la amplia escalera de roble llegaba casi hasta la calle; entre el último peldaño y el umbral de la puerta sólo quedaba sitio para una alfombrilla turca; pero aquel pequeño espacio quedaba intensamente iluminado todas las tardes, no sólo por la luz de encima de la escalera y el gran farol de debajo del letrero, sino también por el cálido resplandor de la ventana del bar. El George se anunciaba así brillantemente para los que pasaban por aquella fría calle. Fettes caminó con paso firme hacia aquel lugar y los demás, que nos habíamos rezagado, contemplamos el encuentro de ambos hombres cara a cara, como uno de ellos había anunciado.

El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. El cabello blanco resaltaba su semblante pálido y sereno, aunque enérgico. Iba espléndidamente vestido con el velarte[2] más fino y el lino más blanco, y lucía una leontina de oro, así como gemelos y gafas del mismo metal precioso. Llevaba una corbata ancha con pliegues, blanca con lunares de color lila, y en el brazo un cómodo abrigo de piel para viajar en coche. No había duda de que, con el paso de los años, había conseguido fortuna y consideración; y producía un sorprendente contraste ver a nuestro borracho… calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa de camelote… enfrentarse a él al pie de la escalera.

—¡Macfarlane! —dijo Fettes en voz alta, más propia de un heraldo que de un amigo.

El eminente doctor se paró en seco en el cuarto escalón, como si aquella familiaridad de trato le sorprendiera y, hasta cierto punto, hubiese herido su dignidad.

—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.

El londinense casi se tambaleó. Durante un brevísimo instante miró fijamente al sujeto que tenía delante, echó una ojeada detrás de él como si estuviera asustado y a continuación dijo, sobresaltado, en un suspiro:

—¡Fettes!, ¡tú!

—Sí —dijo el otro—, ¡yo! ¿Creías que yo también estaba muerto? No es tan fácil deshacer nuestra relación.

—¡Cállate! —exclamó el doctor—. ¡Cállate! Este encuentro es tan inesperado… ya veo que estás abatido. Al principio casi no te reconocí, lo confieso, pero estoy encantado… realmente encantado de tener esta oportunidad. Por el momento sólo podemos decirnos «¿qué tal?» y «¡adiós!» a un tiempo, pues mi carruaje espera, no puedo perder el tren; pero dame… veamos… sí… dame tu dirección y cuenta con recibir noticias mías en breve. Debemos hacer algo por ti, Fettes. Me temo que estás en las últimas; pero ya nos ocuparemos de eso «por los viejos tiempos», como solíamos cantar en nuestras cenas.

—¡Dinero! —exclamó Fettes—; ¿dinero tuyo? El dinero que recibí de ti permanece todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.

El doctor Macfarlane había hablado con cierto tono de superioridad y jactancia, pero la singular energía de aquel rechazo lo sumió de nuevo en su primitiva confusión.

Una horrible y desagradable mirada se explayó en su casi venerable semblante.

—Amigo mío —dijo—, sea como gustes; no tengo la menor intención de ofenderte. No quisiera entrometerme en la vida de nadie. De todos modos, te dejaré mi dirección…

—No la deseo… no deseo conocer el techo que te cobija —interrumpió el otro—. Oí tu nombre y temí que fueras tú; deseaba saber si, después de todo, había un Dios; ahora sé que no lo hay. ¡Fuera de aquí!

Fettes seguía plantado en mitad de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y el gran médico londinense, para escapar, se vio obligado a hacerse a un lado. Era evidente que dudaba ante lo que consideraba una humillación. Aunque estaba demudado, había un brillo peligroso en sus gafas; pero, mientras permanecía todavía inmóvil e indeciso, se dio cuenta de que el cochero de su carruaje estaba contemplando esta insólita escena y al mismo tiempo vislumbró a nuestra tertulia del reservado, apiñados junto a una esquina de la barra.

La presencia de tantos testigos le decidió en seguida a huir. Se agachó, rozando el zócalo de madera, y se abalanzó como una serpiente hasta alcanzar la puerta. Pero sus tribulaciones no habían acabado del todo, ya que, según pasaba, Fettes lo agarró por un brazo y le susurró estas palabras, exasperantemente precisas:

—¿Lo has vuelto a ver?

El próspero doctor londinense lanzó un grito agudo y ahogado; arrojó a un lado al que le hizo la pregunta y, con las manos en la cabeza, huyó por la puerta como un ladrón que hubiera sido descubierto. Antes de que a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido hacer el menor movimiento, el carruaje estaba ya traqueteando en dirección a la estación. La escena se desvaneció como un sueño, pero ese sueño había dejado pruebas y huellas de su paso. Al día siguiente el criado encontró en el umbral las gafas de oro, rotas, y aquella misma noche nos quedamos todos de pie, sin aliento, junto a la ventana del bar, y Fettes a nuestro lado, sobrio, pálido y con aire resuelto.

—¡Que Dios nos proteja, señor Fettes! —dijo el propietario, que fue el primero en recobrar el sentido—. ¿Qué diantres es todo esto? ¡Qué cosas tan extrañas ha estado usted diciendo!

Fettes se volvió hacia nosotros y nos miró a la cara uno por uno.

—Procuren estar callados —dijo—. El tal Macfarlane no es de fiar cuando le llevan la contraria. Los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Y entonces, sin apurar siquiera su tercer vaso, y menos aún esperar los otros dos, nos dijo adiós y, pasando bajo el farol del mesón, se internó en la oscuridad de la noche.

Los tres volvimos a nuestros puestos en el reservado, donde ardía un buen fuego y cuatro flamantes velas; y al recapitular todo lo sucedido, nuestro inicial escalofrío de sorpresa pronto se convirtió en un cosquilleo de curiosidad. Nos quedamos hasta muy tarde; no recuerdo otra tertulia en el viejo George que durase más. Antes de separarnos, cada uno de nosotros tenía su propia teoría, que estaba dispuesto a demostrar; y ninguno tenía otro quehacer más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro condenado contertulio, y descubrir el secreto que compartía con el afamado doctor londinense. No es por presumir, pero creo que he sido más hábil que mis otros compañeros del George para sonsacar la verdad de esa historia; y quizás no exista actualmente ninguna otra persona viva que pueda contarles los asquerosos y anormales sucesos que seguidamente se relatan.

En su juventud, Fettes estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. Poseía un talento especial: esa clase de talento que rápidamente retiene lo que oye y de inmediato lo repite como propio. Trabajaba poco en casa; pero se mostraba cortés, atento e inteligente en presencia de sus profesores. Pronto adquirió fama entre ellos de ser un muchacho que escuchaba atentamente y memorizaba bien; más aún, por extraño que me pareciese cuando lo oí por vez primera, en aquellos días era bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior.

Había en aquella época cierto profesor de anatomía, que actuaba fuera de la universidad, al cual designaré aquí con la letra K. Posteriormente su nombre fue bastante conocido. El hombre que lo llevaba merodeó, disfrazado, por las calles de Edimburgo, mientras la muchedumbre que aplaudía la ejecución de Burke pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero el señor K. estaba entonces en la cresta de la ola; disfrutaba de una popularidad debida en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el catedrático de la universidad. Los estudiantes, al menos, confiaban en él y el propio Fettes creía, y hacía creer a otros, haber puesto los cimientos de su éxito cuando se granjeó el favor de aquel hombre de fama meteòrica.

El señor K. era tan bon vivant como consumado profesor; disfrutaba lo mismo con una alusión maliciosa que con una cuidadosa preparación. En ambos cometidos, Fettes gozaba merecidamente de su reconocimiento, y al segundo año de su asistencia a clase ocupaba el cargo, a media jornada, de segundo auxiliar de prácticas o subadjunto.

En este cometido, recaía en particular sobre sus espaldas ocuparse del aula y la sala de conferencias. Debía responder de la limpieza de ambos locales, y de la conducta de los demás estudiantes, y formaba parte de sus deberes proveer, recibir y repartir las diversas piezas destinadas a la práctica anatómica. Con el propósito de atender a este último asunto —muy delicado en aquellos tiempos—, el señor K. lo alojó en el mismo callejón, y finalmente en el mismo edificio de las salas de disección. Allí, tras una noche de placeres turbulentos, con el pulso todavía vacilante y la vista nublada y confusa, lo sacaban de la cama en las aciagas horas que anteceden a los amaneceres invernales los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas de prácticas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres, luego de infame celebridad en todo el país. Tenía que ayudarlos a transportar su trágica carga, pagarles su sórdido precio y quedarse a solas, cuando se fueran, con aquellos desagradables despojos humanos. Tras semejante escena, volvía a procurarse otra hora o dos de sueño, a fin de reparar los abusos de la noche anterior y reponerse para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos habrían podido mostrarse más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera entre los símbolos de la mortalidad. Su mente era reacia a cualquier tipo de consideraciones. Era incapaz de interesarse por la suerte de los demás, esclavo de sus propios deseos y de sus ambiciones abyectas. Frío, despreocupado y egoísta en última instancia, poseía esa pizca de prudencia, mal llamada moralidad, que mantiene alejados a los hombres de la inconveniente embriaguez o del robo punible. Además, ambicionaba ser bien considerado por sus maestros y sus condiscípulos, y evidentemente quería guardar las apariencias. Así pues, su mayor satisfacción era distinguirse en los estudios y, día tras día, prestaba un irreprochable servicio a su patrón, el señor K. Procuraba compensar su trabajo diurno con noches de placeres estruendosos y ruines; y cuando alcanzaba el equilibrio, el órgano que él llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.

El suministro de cadáveres para diseccionar era una preocupación constante, tanto para él como para su maestro. En aquella clase tan concurrida y atareada, la materia prima que necesitaban los anatomistas siempre estaba a punto de acabarse; y el negocio que necesariamente se derivaba de ello no sólo era desagradable en sí mismo, sino que amenazaba con peligrosas consecuencias a todos los implicados. El señor K. tenía por norma no hacer preguntas en sus tratos comerciales. «Ellos traen el cadáver y nosotros pagamos el precio, —solía decir, haciendo hincapié en la aliteración—… quid pro quo»[3]. Y después añadía a sus ayudantes un tanto burlón: «No hagan preguntas, en bien de sus conciencias».

No había constancia de que los cadáveres se consiguieran por medio del asesinato. Si le hubiesen sugerido semejante idea, habría retrocedido horrorizado; pero la ligereza con que hablaba de un asunto tan serio era, en sí misma, una ofensa a los buenas costumbres y una tentación para los hombres con quienes trataba. Fettes, por ejemplo, le había comentado a menudo lo recientes que eran los cadáveres. Una y otra vez le había sorprendido las miradas culpables y abominables de los rufianes que acudían a él antes del amanecer; y al sacar conclusiones para sus adentros, quizás atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a los imprudentes consejos de su maestro. En suma, su cometido se reducía, a su entender, a tres cosas: aceptar lo que traían, pagar el precio y hacer la vista gorda ante cualquier indicio de crimen.

Una mañana de noviembre aquella táctica de silencio fue puesta a prueba severamente. Había estado despierto toda la noche a causa de un terrible dolor de muelas, recorriendo insistentemente la habitación de un lado a otro como una fiera enjaulada o echándose con furia sobre la cama, y finalmente había caído en ese sueño profundo e inquieto que tan a menudo sigue a una noche de sufrimiento. En eso le despertó la irascible repetición por tercera o cuarta vez de la señal convenida. Había un brillante claro de luna, pese a estar ésta apenas terciada, pero la noche era desapacible, ventosa y helada; la ciudad todavía no había despertado, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el ajetreo del día. Los profanadores de tumbas habían llegado más tarde que de costumbre y parecían mucho más ansiosos por irse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les alumbró mientras subían. Oía como en sueños sus gruñonas voces con acento irlandés y, mientras despojaban del saco a su triste mercancía, él dormitaba con la espalda apoyada en la pared; tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Mientras lo hacía, sus ojos tropezaron con la cara del muerto. Se sobresaltó y dio dos pasos hacia él con la vela en alto.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¡Es Jane Galbraith![4]

Los hombres no contestaron, pero se dirigieron hacia la puerta arrastrando los pies.

—La conozco, os lo aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y bien sana. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cadáver honradamente.

—Sin duda, señor, está usted equivocado —afirmó uno de los hombres.

Pero el otro miró a Fettes a los ojos misteriosamente y exigió allí mismo su dinero.

Era imposible interpretar mal aquella amenaza o exagerar el peligro que suponía. Al muchacho le faltó valor. Balbuceó algunas excusas, contó la suma convenida y vio marcharse a sus odiosos visitantes. Tan pronto como éstos se fueron, se apresuró a confirmar sus dudas. Gracias a una docena de marcas incuestionables, identificó a la chica con la que había estado bromeando el día anterior. Vio, con horror, marcas en aquel cuerpo que bien pudieran indicar violencia. El pánico se apoderó de él y buscó refugio en su habitación. Allí reflexionó con detenimiento sobre el descubrimiento que había hecho; consideró seriamente el alcance de las instrucciones del señor K. y el peligro que para él entrañaría su intromisión en un asunto tan grave, y finalmente, con gran perplejidad, decidió aguardar el dictamen de su inmediato superior, el adjunto de la clase.

Se trataba de un médico joven, Wolfe Macfarlane, ídolo indiscutible de los estudiantes revoltosos, un tipo listo, disipado y falto de escrúpulos por completo. Macfarlane había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables, aunque un poco impertinentes. Era una autoridad en cuestiones teatrales, y hábil patinando sobre hielo o ruedas, o con el palo de golf; vestía con meticulosa audacia y, como una última pincelada a su esplendor, poseía un calesín y un robusto trotón. Tenía una relación bastante íntima con Fettes; la verdad es que sus respectivas posiciones exigían que se vieran muy a menudo; y cuando escaseaban las existencias, se desplazaban ambos por todo el país en el calesín de Macfarlane, visitaban y profanaban algunos cementerios solitarios, y regresaban antes del amanecer con su botín para la sala de disección.

Aquella mañana precisamente, Macfarlane llegó algo más temprano que de costumbre. Fettes le oyó entrar y, saliéndole al encuentro en la escalera, le contó su historia y le mostró la causa de su alarma. Macfarlane examinó las marcas que presentaba el cadáver.

—Sí —dijo, con una inclinación de cabeza—, parece sospechoso.

—Bien, ¿qué debo hacer? —preguntó Fettes.

—¿Hacer? —replicó el otro—. ¿Quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, mejor, diría yo.

—Alguien más puede reconocerla —objetó Fettes—. Era tan popular como Castle Rock[5]

—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace… pues bien, tú no la reconociste, ¿me entiendes?, y asunto concluido. La verdad es que esto ha ido demasiado lejos. Si remueves el asunto, meterás a K. en un lío de mil demonios; y tú mismo saldrás con los pies por delante. Y lo mismo me pasará a mí, si vamos a eso. Me gustaría saber qué cara íbamos a poner cualquiera de nosotros, o qué demonios podríamos decir a nuestro favor en el banquillo de los testigos. A mi modo de ver hay una cosa cierta; hablando en plata, todas nuestras existencias proceden de asesinatos.

—¡Macfarlane! —exclamó Fettes.

—¡Vamos! —se mofó el otro—. ¡Como si tú mismo no lo hubieses sospechado!

—Una cosa es sospechar…

—Y otra probarlo. Sí, lo sé; y siento como tú que esto haya llegado hasta aquí —dijo, dando un golpecito al cadáver con su bastón—. Lo mejor que puedo hacer es no reconocerla y —añadió tranquilamente— no lo haré. Tú puedes hacerlo, si quieres. No te ordeno nada, pero creo que un hombre de mundo haría lo que yo; y debo añadir que me imagino que eso es lo que K. espera de nosotros. La pregunta es: ¿por qué nos eligió a nosotros dos como ayudantes? Y la respuesta: porque no quería viejas chismosas.

Aquél era el tono más indicado para afectar la mente de un muchacho como Fettes. Aceptó imitar a Macfarlane. El cadáver de la infortunada chica fue debidamente troceado, y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, acabada la jornada laboral, Fettes pasó por una popular taberna y encontró a Macfarlane sentado con un desconocido. Era un hombre de corta estatura, muy pálido y moreno, de ojos negros como el tizón. Su semblante parecía sugerir una inteligencia y un refinamiento que sus modales apenas confirmaban, ya que resultó ser, en un trato más íntimo, grosero, vulgar y estúpido. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un notable control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuese el Gran Bajá; se acaloraba a la menor discusión o retraso y comentaba groseramente el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan repugnante le cogió cariño a Fettes en el acto, constantemente le ofrecía bebidas y le honró con inusitadas confidencias sobre sus pasadas andanzas. Si la décima parte de lo que confesaba era cierto, se trataba de un asqueroso bribón; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por la atención que le dispensaba un hombre tan experimentado.

—Yo soy un sujeto bastante malo —comentó el desconocido—, pero Macfarlane se las trae… Toddy Macfarlane, lo llamo yo. «Toddy, pide otro vaso para tu amigo. —O bien—: Toddy[6], levántate y cierra la puerta». Toddy me odia —volvió a decir—. ¡Oh, sí, Toddy, claro que me odias!

—¡No me llames por ese condenado nombre! —refunfuñó Macfarlane.

—¿Le oye? ¿Ha visto alguna vez a los chicos jugar con cuchillos? Eso es lo que a él le gustaría hacer con mi cuerpo —comentó el desconocido.

—Nosotros los médicos tenemos un procedimiento mejor —dijo Fettes—. Cuando se muere algún conocido que no nos cae bien, lo llevamos a la sala de disección.

Macfarlane lo miró de pronto, como si la broma no fuera de su agrado.

Pasó la tarde. Gray, pues así se llamaba el desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargó un festín tan suntuoso que alborotó a toda la taberna y, cuando todo se acabó, ordenó a Macfarlane que pagase la cuenta. Cuando se separaron era ya tarde; el tal Cray estaba completamente borracho. Macfarlane, a quien la irritación mantenía sereno, reflexionó sobre el dinero que se había visto obligado a despilfarrar y los desaires que había tenido que soportar. Fettes, en cuya cabeza zumbaban licores diversos, regresó a su casa con paso tortuoso y la mente completamente en blanco.

Al día siguiente, Macfarlane no asistió a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo acompañando todavía al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como sonó la hora de su libertad, se puso a recorrer todas las tabernas en busca de sus compañeros de la noche anterior. Sin embargo, no pudo encontrarlos en ninguna parte; por tanto, regresó pronto a sus habitaciones, se acostó temprano y durmió el sueño de los justos.

A las cuatro de la mañana le despertó la bien conocida señal. Al bajar a abrir la puerta, se asombró al encontrarse con Macfarlane con su calesín, y en su interior uno de esos largos y macabros bultos con los que estaba tan familiarizado.

—¿Cómo? —exclamó—. ¿Has salido solo? ¿Cómo te las arreglaste?

Pero Macfarlane lo acalló bruscamente y le ordenó volver a su ocupación. Cuando subieron el cadáver y lo depositaron sobre la mesa, Macfarlane al principio hizo ademán de irse. Luego se detuvo y pareció vacilar.

—Más vale que le mires la cara —dijo en un tono algo embarazoso—. Más vale… —repitió, mientras Fettes lo miraba asombrado.

—Pero ¿dónde, cómo y cuándo lo has conseguido? —exclamó el otro.

—Mírale la cara —fue la única respuesta.

Fettes titubeó; extrañas dudas le asaltaban. Su mirada iba alternativamente del joven doctor al cadáver. Finalmente, en un arranque, hizo lo que se le pedía. Aunque casi había imaginado lo que iban a ver sus ojos, el impacto fue cruel. La contemplación, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo en aquella basta mortaja de arpillera, del hombre que había dejado, bien vestido y repleto de comida y de pecados, en el umbral de una taberna, despertó un súbito terror, incluso en el irreflexivo Fettes. Que aquellas dos personas que él había conocido hubieran venido a parar a aquellas heladas mesas resonaba en su alma como una advertencia: cras tibi[7], Con todo, semejantes consideraciones fueron relegadas a un segundo término. Lo que más le preocupaba era Wolfe. Desprevenido ante tan repentino reto, no sabía cómo mirar cara a cara a su compinche. Evitaba su mirada, y no le salían ni las palabras ni la voz.

Fue el mismo Macfarlane quien dio el primer paso. Se acercó silenciosamente por detrás y puso una mano, suavemente pero con firmeza, sobre el hombro del otro.

—Richardson —dijo— puede quedarse con la cabeza.

Richardson era un estudiante que desde hacía tiempo estaba ansioso por hacer la disección de esa parte del cuerpo humano. No hubo respuesta, y el asesino prosiguió:

—Hablando de negocios, deberías pagarme. Tus cuentas, ¿sabes?, tienen que cuadrar.

A Fettes le salió una voz que no era ni sombra de la suya:

—¡Pagarte! —exclamó—. ¡Pagarte por eso!

—¡Claro que sí! Por supuesto que debes pagarme. No faltaría más, y hasta el último centavo —respondió el otro—. Ni yo me atrevería a dártelo gratis, ni tú lo aceptarías en esas condiciones; nos comprometería a ambos. Éste es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuanto peor salen las cosas, tanto más debemos actuar como si fueran bien. ¿Dónde guarda su dinero el amigo K.?

—Allí —respondió Fettes con voz ronca, señalando la alacena del rincón.

—Dame las llaves, pues —dijo el otro, con calma, alargando la mano.

Hubo un instante de vacilación y la suerte estaba echada. Macfarlane no pudo reprimir un ligero temblor nervioso, residuo infinitesimal de su inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió la alacena, sacó pluma, tinta y un cuaderno de notas que guardaba en uno de los compartimentos, y retiró de los fondos que había en un cajón la cantidad apropiada a la ocasión.

—Escucha un momento —dijo Macfarlane—, el pago ya está hecho… primera prueba de tu buena fe: el primer paso hacia tu seguridad. Ahora debes afianzarlo con un segundo paso. Anota el pago en el cuaderno y, en lo que a ti respecta, ya puedes desafiar al mismísimo diablo.

Los segundos que siguieron fueron angustiosos para la mente de Fettes; pero al sopesar sus terrores, el más inmediato fue el que triunfó. Cualquier dificultad futura casi sería bien recibida si ahora podía evitar una disputa con Macfarlane. Dejó en el suelo la vela que había estado sosteniendo todo el tiempo, y con mano firme registró la fecha, la naturaleza y la cuantía de la transacción.

—Y ahora —dijo Macfarlane— es de justicia que te embolses tu dinero. Yo ya tengo mi parte. A propósito, cuando un hombre de mundo tiene un poco de suerte, y se encuentra unos cuantos chelines de más en su bolsillo… me avergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para tales casos. No convidar a nadie, no comprar caros libros de texto, no saldar las viejas deudas; pedir prestado en lugar de prestar.

—Macfarlane —empezó a decir Fettes, todavía algo ronco—. Me he puesto la soga al cuello por complacerte.

—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe—. ¡Oh, vamos! Has hecho, según veo yo el asunto, exactamente lo que tenías que hacer para protegerte. Suponte que me metiese en un lío, ¿dónde quedarías tú? Este segundo asuntillo deriva claramente del primero. El señor Gray es la continuación de la señorita Galbraith. No es posible empezar y luego pararse. Si uno empieza, tiene que continuar; ésa es la verdad. No hay reposo para los malvados.

Una horrible sensación de oscuridad y la constatación de la perfidia de su sino se apoderaron del alma del desdichado estudiante.

—¡Dios mío! —exclamó—. Pero ¿qué he hecho? ¿y cuándo empezó todo esto? Seamos razonables, ¿qué hay de malo en ser adjunto de la clase? Service quería el puesto; podría haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la misma posición en que me encuentro yo ahora?

—Mi querido amigo —dijo Macfarlane—, no eres más que un chiquillo. ¿Acaso has sufrido algún daño? ¿Qué daño crees que puedes sufrir si mantienes la boca cerrada? Vamos, hombre, ¿no sabes cómo es la vida? Existen dos bandos: los leones y los corderos. Si eres cordero, acabarás tendido sobre estas mesas como Gray o Jane Galbraith; y si eres león, vivirás y conducirás un caballo como yo, como K., como todo el mundo con algo de ingenio o de valor. Al principio se suele titubear. Pero ¡mira a K.! Mi querido amigo, tú eres listo, tienes agallas. Me caes bien, y a K. también. Has nacido para dirigir la cacería y te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de todos estos espantajos como un colegial en una farsa.

Y dicho esto, Macfarlane se marchó y se alejó del callejón en su calesín para estar a cubierto antes del amanecer. Así que Fettes quedó solo con sus lamentos. Comprendió el tremendo peligro en que se hallaba envuelto. Comprendió, con inexcusable consternación, que su debilidad no tenía límites y que, de concesión en concesión, había pasado de ser el árbitro del destino de Macfarlane a ser su inefable cómplice a sueldo. Habría dado un mundo por haber tenido un poco más de coraje a su debido tiempo, pero no se le ocurrió que todavía podía ser valiente. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el diario le obligaban a mantener la boca cerrada.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; los miembros del desdichado Gray fueron repartidos entre unos y otros, y nadie hizo comentarios. La cabeza hizo feliz a Richardson; y antes de que sonara la hora de salida Fettes temblaba, exultante, al comprobar lo lejos que habían llegado ya en lo referente a su seguridad.

Durante dos días continuó observando, con creciente alegría, el espantoso proceso de ocultación.

Al tercer día apareció Macfarlane. Había estado enfermo, dijo; pero recobró el tiempo perdido gracias a la energía con que dirigía a los estudiantes. A Richardson en particular, le concedió su valiosísima ayuda y consejo, y el estudiante, alentado por los elogios del auxiliar de prácticas, se consumía repleto de esperanzas ambiciosas y veía ya la medalla a su alcance.

Antes de que acabara la semana, la profecía de Macfarlane se había cumplido. Fettes había sobrevivido a sus terrores y había olvidado su vileza. Empezaba a vanagloriarse de su valor, y había acomodado la historia en su mente de tal forma que podía recordar lo sucedido con morboso orgullo. Veía a su cómplice, pero poco. Se encontraban, por supuesto, en los quehaceres de la clase; ambos recibían órdenes del señor K. A veces intercambiaban en privado una o dos palabras, y Macfarlane se mostraba en todo momento especialmente amable y jovial. Pero era evidente que evitaba cualquier referencia a su común secreto, e incluso, cuando Fettes le susurró que se había pasado al bando de los leones y renunciaba a los corderos, se limitó a indicarle con una sonrisa que guardase silencio.

Al fin se presentó una ocasión que volvió a unir más íntimamente a la pareja. El señor K. estaba otra vez escaso de existencias; los alumnos estaban impacientes, y uno de los pruritos de aquel profesor consistía en estar siempre bien provisto. Por aquel entonces llegaron noticias de un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo había cambiado muy poco el lugar en cuestión. Erigíase entonces, como ahora, en un cruce de caminos, alejado de viviendas humanas y sepultado una braza de profundidad bajo el follaje de seis cedros. Los únicos sonidos que perturbaban el silencio en torno a la iglesia rural eran los balidos de las ovejas en las colinas vecinas, los riachuelos que corrían a ambos lados: uno cantando ruidosamente entre guijarros y el otro chorreando sigilosamente de charca en charca, el murmullo del viento en los enormes y viejos castaños en flor, y una vez cada siete días el tañido de la campana y los cánticos antiguos del chantre.

Al «resurreccionista»… por emplear un término de la época… no lo detenía ningún santo respeto basado en costumbres piadosas. Formaba parte de su oficio el despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las viejas tumbas, los senderos hollados por pies devotos y dolientes, y las ofrendas e inscripciones de desconsolado afecto. Los vecindarios rústicos, en los que el amor es más tenaz de lo corriente, y donde toda la sociedad de una misma parroquia se halla unida por lazos de sangre o de compañerismo, lejos de repeler al ladrón de cadáveres por respeto natural, le atraían por lo fácil y seguro de la tarea. A los cadáveres depositados bajo tierra, en gozosa expectación de un despertar muy diferente, les acaecía aquella apresurada y terrorífica resurrección a base de pico y pala, a la luz de una linterna. El ataúd era forzado, las mortajas rasgadas, y los melancólicos restos, cubiertos de arpillera, después del traqueteo de unas horas por caminos apartados, sin luna, eran finalmente sometidos a las mayores indignidades delante de una clase de muchachos boquiabiertos.

Como buitres abatiéndose sobre un agonizante cordero, Fettes y Macfarlane se disponían a abalanzarse sobre una tumba en aquel verde y tranquilo lugar de reposo. La esposa de un granjero, mujer que había vivido sesenta años y era conocida únicamente por su excelente mantequilla y sus piadosas conversaciones, iba a ser arrancada de su sepultura a medianoche y llevada, muerta y desnuda, a aquella lejana ciudad que siempre había visitado con sus mejores galas; su lugar al lado de la familia iba a quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus inocentes y casi venerables miembros serían expuestos a la extrema curiosidad del anatomista.

Avanzada la tarde, la pareja se puso en camino, bien arropados en sus capas y provistos de una formidable botella. Llovía sin remisión… una lluvia fría, densa, en tromba. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero las cortinas de agua seguían cayendo. Pese a la botella, tuvieron un viaje triste y silencioso hasta Penicuik, donde iban a pasar la tarde. Se detuvieron para esconder sus utensilios en un espeso matorral no lejos del cementerio, y luego entraron en la posada Fisher’s Tryst[8] para tomar una tostada al calor de la lumbre y alternar sus tragos de whisky con un vaso de cerveza. Cuando llegaron al final de su viaje, pusieron a cubierto el calesín, dieron al caballo pienso y acomodo, y los dos jóvenes doctores se sentaron en un reservado ante la mejor cena y el mejor vino que la casa podía ofrecer. Las luces, el fuego, la lluvia golpeando en la ventana y la macabra e incongruente tarea que tenían ante sí, estimularon su goce de la comida. Con cada vaso que bebían aumentaba su cordialidad. Pronto Macfarlane puso en manos de su colega un montón de monedas de oro.

—Un detalle —dijo—. Entre amigos estos malditos pequeños préstamos deberían menudear como los papeles enrollados para encender la pipa.

Fettes se guardó el dinero en el bolsillo y alabó en voz alta el comentario.

—Eres todo un Filósofo —exclamó—. Yo era un asno hasta que te conocí. Tú y K., ¡por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!

—Por supuesto que lo haremos —aprobó Macfarlane—. ¿Un hombre? Te aseguro que habías de serlo para respaldarme la otra mañana. Más de un cobarde grandullón, pendenciero y cuarentón, se habría descompuesto con sólo ver aquella condenada cosa; pero tú no… no perdiste la cabeza. Te estuve observando.

—Bueno, ¿y por qué iba a hacerlo? —se jactó Fettes—. No era asunto mío. Por un lado, no saldría ganando más que disgustos, y por el otro, podría contar con tu gratitud, ¿me comprendes? —y se dio una palmada en el bolsillo hasta hacer sonar las piezas de oro.

Macfarlane se sintió alarmado hasta cierto punto ante aquellas desagradables palabras. Puede que le pesara el haber aleccionado tan certeramente a su joven colega, pero no tuvo tiempo de entrometerse, pues el otro continuó haciendo mucho ruido con el mismo aire jactancioso.

—Lo importante es no tener miedo. Ahora bien, entre nosotros, te aseguro que no quiero que me cuelguen… eso a efectos prácticos; pero en cuanto a la gazmoñería, Macfarlane, la desprecio desde que nací. El infierno, Dios, el demonio, el bien, el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades… pueden asustar a los muchachos, pero los hombres de mundo, como tú y como yo, los desdeñamos. ¡Brindemos a la memoria de Gray!

Se estaba haciendo demasiado tarde. Según lo acordado, llevaron a la puerta el calesín con los dos faroles encendidos y los jóvenes pagaron su cuenta y prosiguieron su camino. Hicieron saber que se dirigían a Peebles, y tomaron esa dirección hasta perder de vista las últimas casas de la ciudad; luego, con los faroles apagados, volvieron sobre sus pasos y siguieron por una carretera secundaria hacia Glencorse. No se oía más ruido que el de su propio carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo; aquí y allá, una puerta blanca o una piedra encalada de alguna tapia les guiaba a través de la noche durante un trecho; pero la mayor parte del tiempo siguieron caminando al paso y casi a tientas en medio de aquella resonante oscuridad hacia su solemne y solitario destino. En las profundidades del bosque que cubre los alrededores del camposanto les faltó visibilidad y tuvieron que encender una cerilla para volver a iluminar uno de los faroles del calesín. Así, bajo los goteantes árboles, y rodeados por enormes sombras movedizas, llegaron al escenario de su impío trabajo.

Ambos eran expertos en tales asuntos, y eficientes con la pala; y cuando llevaban apenas veinte minutos en el tajo, fueron recompensados con el sordo ruido metálico en la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, habiéndose lastimado la mano con una piedra, la arrojó despreocupadamente por encima de su cabeza. La tumba, cuyo nivel ahora les llegaba a la altura de los hombros, se encontraba próxima al final de la explanada del cementerio; para iluminar mejor su trabajo habían apoyado el farol del calesín contra un árbol, al borde mismo de la escarpada pendiente que descendía hasta el arroyo. La casualidad hizo que la piedra diera en el blanco. Se oyó un estrépito de cristales rotos; la noche cayó sobre ellos; unos ruidos, alternativamente sordos y resonantes, anunciaron que el farol rodaba pendiente abajo, colisionando de vez en cuando con los árboles. Unas cuantas piedras que el farol había desplazado en su caída rodaron tras él hasta el fondo de la cañada; y luego el silencio, como la noche, volvió a dominarlo todo; y por más que aguzaron el oído hasta el máximo no se oía más que la lluvia, unas veces al compás del viento, otras cayendo a un ritmo constante sobre millas y millas de campo abierto.

Tan próximos estaban al término de su detestable tarea, que juzgaron más conveniente completarla a oscuras. Exhumaron el ataúd y lo forzaron; introdujeron el cadáver en el empapado saco y entre los dos lo llevaron hasta el calesín; uno de ellos se montó para mantenerlo en su sitio, y el otro, cogiendo al caballo por el bocado, lo condujo a tientas a lo largo de la tapia y entre arbustos hasta llegar al camino más ancho cerca de Fisher’s Tryst. Desde allí llegaba un tenue y raro resplandor, que acogieron como si se tratara del amanecer; con su ayuda pusieron el caballo al trote y empezaron a traquetear alegremente en dirección a la ciudad.

Ambos se habían calado hasta los huesos durante la operación, y ahora, al saltar el calesín en las profundas rodadas, la cosa que sostenían entre los dos caía, bien sobre uno, bien sobre el otro. Cada vez que se repetía aquel horroroso contacto, uno u otro, instintivamente, se apresuraban a rechazarlo; y el proceso, aunque fuese natural, acabó por afectar a los nervios de ambos. Macfarlane hizo alguna broma desagradable acerca de la esposa del granjero, pero sonó tan falsa, que se perdió en medio del silencio. La anormal carga seguía golpeando de un lado a otro; y o bien la cabeza se apoyaba confiadamente en los hombros de ellos, o bien la empapada tela de saco golpeaba fríamente sus rostros. Un progresivo escalofrío empezó a adueñarse del ánimo de Fettes. Escudriñó el fardo y le pareció algo mayor que antes. Por todo el campo, y desde diferentes distancias, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y en su mente fue creciendo la sospecha de que se había llevado a cabo algún prodigio sobrenatural, que algún cambio indecible le había acontecido al cadáver, y que si los perros aullaban era porque tenían miedo de su infernal cargamento.

—Por el amor de Dios —dijo Fettes, haciendo un gran esfuerzo para llegar a hablar—, ¡por el amor de Dios, encendamos una luz!

Aparentemente, Macfarlane estaba igualmente afectado; pues, aunque no respondió, detuvo al caballo, le pasó las riendas a su compañero, descendió del calesín, y procedió a encender el farol que aún les quedaba. En aquel momento acababan de dejar atrás el cruce que conduce a Auchendinny. Seguía lloviendo a cántaros como si estuviera volviendo el diluvio, y no era tarea fácil encender una luz en medio de semejante aguacero y a oscuras. Cuando, finalmente, la vacilante llama azul fue transferida a la mecha, y ésta comenzó a expandirse y a dar más luz, derramando alrededor del calesín un amplio círculo de resplandor mortecino, los dos jóvenes pudieron verse el uno al otro, y también la cosa que llevaban con ellos. La lluvia había ceñido la áspera arpillera a la silueta del cuerpo en ella envuelto; la cabeza se distinguía del tronco, los hombros estaban perfectamente moldeados; algo a la vez espectral y humano atrajo los ojos de ambos hacia su espantoso compañero de viaje.

Durante algún tiempo, Macfarlane permaneció inmóvil, sosteniendo el farol. Un pavor indecible envolvió el cuerpo de Fettes, como una sábana mojada, y tensó la piel blanca de su rostro; un miedo que carecía de sentido, un horror a lo que pudiera ser, siguió asaltándole la mente. Un segundo más, y habría hablado. Pero su camarada se le adelantó.

—No es una mujer —dijo Macfarlane, en voz muy baja.

—Era una mujer cuando la pusimos dentro —susurró Fettes.

—Sujeta el farol —dijo el otro—. Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes cogía el farol, su compañero desató las ligaduras del saco y retiró la parte que cubría la cabeza. La luz alumbró con claridad las bien moldeadas facciones y las tersas mejillas de un semblante demasiado familiar para estos jóvenes, que a menudo lo habían contemplado en sus sueños.

Un espantoso alarido resonó en medio de la noche; ambos saltaron a la carretera, cada uno por su lado; el farol cayó, se rompió y se apagó; y el caballo, aterrorizado por tan insólito alboroto, dio un brinco y partió al galope tendido, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cadáver del difunto Gray, que hacía ya tiempo había pasado por las mesas de disección.


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