Drive
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Cuando Driver era niño, todas las noches durante lo que le había parecido un año entero, soñaba lo mismo. Estaba de pie, a un lado de la casa, aferrado a la fachada del primer piso, con los pies muy pegados a los tablones, a unos dos metros de altura, más o menos, porque la casa estaba construida sobre una colina, y debajo de él había un oso. El oso iba por él, se subía al hueco de una ventana y, al cabo de un rato, frustrado, cogía un tulipán o un iris del parterre que había delante y se lo comía. Luego volvía a buscar a Driver. Al final, el oso cogía otro tulipán, lo miraba pensativo y se lo ofrecía a Driver. Siempre despertaba cuando se acercaba para recoger la flor.
Aquello era cuando vivía en Tucson, con los Smith. Su mejor amigo en aquella época era Herb Danziger. Herb era un fanático de los coches, trabajaba arreglándolos en el patio de su casa, y se ganaba bien la vida, tanto como su padre, que era guarda de seguridad, y su madre, auxiliar de enfermería. Siempre había un Ford del 48 o un Chevy del 55 ahí fuera, con el capó levantado y las entrañas despiezadas sobre una lona, en el suelo. Herb tenía uno de aquellos enormes manuales azules Chilton sobre reparación de automóviles, pero Driver no le vio consultarlo nunca.
La primera y única vez que Driver se peleó en la escuela nueva fue cuando el gamberro de turno se le acercó en el patio y le dijo que no debería ir con judíos. Driver era solo vagamente consciente de que Herb lo era, y más vagamente consciente aún de las razones por las que aquello podía importar lo más mínimo. A ese matón le gustaba dar capirotazos en las orejas con el dedo corazón, apoyándolo en el pulgar. Pero cuando en aquella ocasión lo intentó, Driver le paró la muñeca a medio camino y la detuvo en seco. Mientras, con la otra mano, le agarró el pulgar y con gran precisión se lo rompió.
Lo que a Herb también le gustaba era hacer carreras de coches, en una pista de tierra que quedaba cerca del desierto, entre Tucson y Phoenix, en medio de aquel paisaje verdaderamente raro, con bolas rodantes de hasta tres metros de altura, cactus que parecían algas que se hubieran perdido, saguaros con los miembros que apuntaban al cielo, como los dedos de las personas en las pinturas religiosas antiguas, llenos de huecos que acogían varias generaciones de pájaros. La pista la había construido un grupo de hispanos jóvenes que, según se decía, controlaban el tráfico de marihuana procedente de Nogales. Herb era un forastero allí, pero lo aceptaban con gusto por su destreza al volante y por su habilidad como mecánico.
Las primeras veces que Driver lo acompañó, Herb le pedía que corriera con los coches que acababa de arreglar, porque quería ver cómo respondían. Pero cuando cogió el gusto, ya no hubo manera de parar. Empezó a estudiarlos por dentro, por debajo, para ver de qué estaban fabricados. No tardó en resultar evidente que estaba hecho para el motor. A partir de entonces, Herb dejó de conducirlos. Los desmontaba y volvía a montarlos, lo mismo que si ejercitara un músculo; pero era Driver quien los sacaba al mundo.
También fue en aquella pista donde Driver conoció al que sería su otro buen amigo, Jorge. Empezaba a descubrir lo único en lo que sería bueno, y le asombraba que alguien como Jorge lo hiciera todo bien y, aparentemente, sin esfuerzo. Tocaba la guitarra y el acordeón en un conjunto local, componía sus propias canciones, conducía muy bien, era estudiante de matrículas de honor, cantaba los solos en la coral de la iglesia, trabajaba con jóvenes conflictivos en una casa de acogida. Si tenía alguna otra camisa, además de la que llevaba a los oficios religiosos, Driver no se la vio nunca. Siempre llevaba una de aquellas camisetas antiguas, vaqueros negros y botas grises de cowboy. Jorge vivía en South Tucson, en una casa destartalada y remendada una y otra vez, con tres o cuatro generaciones de familiares y un número indeterminado de niños. Driver iba a veces a comer tortillas caseras, frijoles refritos, burritos y guiso de puerco con tomatillos, rodeado de gente que hablaba una lengua que no entendía. Pero era amigo de Jorge y, por tanto, un miembro más de la familia, eso ni se preguntaba. La viejísima abuela de Jorge era siempre la primera en salir al camino de tierra a recibirle. Lo hacía entrar y le pasaba el brazo por el suyo, como si fueran de paseo por la calle, y no dejaba de hablarle atropelladamente. Fuera, muchas veces, había hombres borrachos con guitarrones, guitarras y mandolinas, con violines y acordeones, con trompetas y algún que otro trombón.
Allí también fue donde aprendió de armas. A última hora de la tarde, los hombres se reunían y se iban al desierto a hacer prácticas de puntería, aunque las palabras «prácticas» y «puntería» fueran en realidad eufemismos. Mientras se bebían sus cervezas en paquetes de seis y sus botellas de Buchanan, disparaban contra todo lo que se moviera. Pero, a pesar de su aparente despreocupación, su falta de aplicación, se tomaban aquellos instrumentos muy en serio. De ellos aprendió Driver que esas pequeñas máquinas debían ser respetadas, que había que limpiarlas y montarlas bien, por qué unas eran preferibles a otras, cuáles eran sus ventajas y sus puntos débiles. Algunos de los jóvenes también tocaban otros temas, como cuchillos, boxeo y artes marciales. Driver, que lo observaba todo y asimilaba deprisa, aprendió algunas cosas de ellos, del mismo modo que, años después, aprendería de los dobles y los luchadores de las películas en las que trabajaba.