Drama obscuro

Drama obscuro

Alfonso Hernández-Catá

#TiempoDeLectura3min


Se había ocultado el sol; en el puerto las canciones de los pescadores tremolaban lentas, desfalleciendo a lo largo del mar, en la quietud misteriosa del crepúsculo. La noche descendía de los montes, poniendo en las aguas un color cenizoso. Una neblina sutil era corona en las altas cúspides y velo en la lejanía azul. Hacia el pueblo brillaban algunas luces indecisas.

Un hombre se destacó en el muelle, gritando:

—¡Un botero!

Y no recibiendo respuesta, tornó a gritar:

—¡Una lancha por una hora!

El bote se acercó lentamente, guiado por un hombre fornido que, cuando llegó a tierra, llamó a un rapaz para servirse de su ayuda. Los paseantes querían merendar fuera del puerto, pasada la barra. No consintieron al muchacho llevar hasta la embarcación el cesto de las provisiones.

—¡Abre!

El chico se apoyó en el malecón hasta desatracar la barca; luego, sentándose, empezó a bogar.

—¡Cía!

Viraron poniendo la proa en la dirección del canal. El patrón, acompasando la maniobra con movimientos de su intonsa cabeza, aún ordenó al chico:

—¡Avante!

Y los remos, aleteando unánimes, imprimieron al bote una marcha suave y rápida.

En el pueblo, donde la falta de comodidades no permitía colonia veraniega, todos conocían a los señoritos, estaban allí hacía dos meses, y nadie sabía su residencia habitual. Componían la familia un matrimonio con una hija enferma, a quien jamás se había visto. Sus padres la cuidaban celosamente. Vivían acariciados de comodidades, pero con una sola criada tomada al servicio en uno de los pueblos del tránsito.

Dijo el botero:

—¿Cómo está la salud de la señorita?

—Mejor, gracias.

La mujer preguntó afectando inocente curiosidad:

—¿Pasada la barra, hay mucho fondo?

—Mucho, señorita.

Y callaron. Los estrobos chirriaban monorrítmicamente. Sentados en las bancadas de popa, los señoritos hablaban en voz baja:

—Es preciso. Es el único medio de salvar la honra. El que huyó antes, no ha de venir a preguntar nada…

El hombre, abatida sobre el pecho la cabeza, meditaba. Ella insinuó:

—¿Consentirás sufrir tamaña vergüenza?

—Tienes razón.

—Lo principal está consumado. Nada debemos temer. Con serenidad… ¿Calculaste bien el peso?

De afuera llegaba viento frío. El agua se rizaba con ondulaciones más violentas. Las olas se perseguían hasta chocar contra los peñascos, donde se alzaban sonoras, vestidas de espumas. Sobre el fondo pardo de las colinas desvanecíase la nota blanca de las casas. Fundíase en un tono rojo la amplia gama de verdes que acusaban los bosques, los pinares, los pequeños huertos. Las gaviotas recortaban en el azul su candidez rauda; de vez en vez alguna turbaba el vuelo majestuoso, descendía y tornaba a elevarse llevando en el pico un despojo argentado y sangriento. El faro destelló súbitamente, alumbrando hasta gran distancia. Interrogó el chiquillo:

—¿Más allá, señoritos?

—Si, un poco más.

Marcharon breve rato. La mujer dijo en tono quedo al oído de su esposo:

—Ahora –y en voz alta, ligeramente enronquecida–. Aquí ya podemos merendar, abre la cesta.

Su mirada fulgía trágica entre la sombra. En un silencio henchido de presagios fúnebres, percibiéronse el jadear del viejo y del muchacho inclinados sobre los remos. El señor levantó el canasto, apoyolo en la borda y, fingiendo un traspié, lo dejó caer en el mar, donde se hundió con un sonido en el que dominaba la ele.

—¿Qué ha sucedido?

—La cesta.

—¿Se ha caído la cesta? –interrogó el botero.

—¡Cía, chico!

—Tal vez se haya sumergido ya. ¡Tenía tanto peso!

—Será muy difícil encontrarla.

—Se está picando el mar.

—¿Es aquí donde hay tanto fondo?

—¿Aquí? Lo menos veinte brazas.

—Y es eso mucho?

—Mucho, sí señora.

—Será mejor volvernos a tierra. ¡Buena tarde!

—Cuando ustedes quieran, señoritos.

Aún la mujer volvió a mirar a detrás. El regreso fue difícil: el viento batía la proa debilitando el esfuerzo de los remeros. Durante el trayecto no hablaron nada y, cual si temiesen mirarse, distrajeron la vista en la fosforescencia que los remos arrancaban al mar. Sobre la monotonía negra de las casas, que se reflejaban invertidas, denotaba el cabrilleo áureo de algunas luces. El muelle avanzaba su mole férrea, sostenida por erectos pilares que parecían en el agua haber perdido su resistencia y culebreaban flácidos, cual si fueran a ceder al peso.

Desembarcaron. El caballero regateó el precio exigido por el patrón.

—Es muy caro; ha sido una tarde desgraciada.

Llegaron a la quinta. Era domingo y la criada no había vuelto aún. Abrieron el cuarto de la enferma, cerrado con llave. Sobre la albura del lecho mostraba la paciente su lividez. Interrogó con una mirada a sus padres. Ellos nada dijeron. En la almohada una tenue huella acusaba un sitio vacío.


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