Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 13.

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13.

Descendí con el alba. Me apetecía el aire fresco, y aun el agua. Estaba el patio oscuro y fragante, y en las entrañas del ciprés cantaba un ruiseñor: me desnudé y zambullí mi cuerpo en el estanque. El agua estaba fría, y en su frior me sentí purificado, limpio de besos y caricias. Me pareció que el agua me devolvía la propiedad de mi carne, aquella noche entregada. Y, al recobrarla, sentí como si robase.

Mariana dormía ya, en el lecho inmenso donde yo había nacido. A mí, el amor me había desvelado.

—Supongo que el señor necesita una toalla.

—¿Estabas ahí, Leporello?

—He velado, señor, como era mi obligación.

No le veía bien la cara, pero juraría que se reía.

—Sí. Tráeme una toalla.

Me ayudó a enjugarme. Recogió del suelo mis ropas, esperó a que me vistiera.

—También le he preparado al señor algo caliente. Y un trago de vino añejo. Es lo que sienta mejor en estos casos.

—¿Has servido alguna vez a un recién casado?

—Jamás, señor.

—Entonces, ¿cómo estás tan impuesto?

—Lo deduzco.

Marchó y vino con la bandeja y el piscolabis. Le invité a acompañarme.

—Gracias, señor. También yo tengo hambre.

Le serví el vino y le ofrecí la copa.

—Toma. Brinda por mí.

—¿Por su felicidad?

—No. Por mí.

—Por usted, entonces, señor.

Bebió, carraspeó y estrelló la copa contra el suelo.

—En alguna parte del mundo, esto se termina así. Da buena suerte.

—¿En tu tierra?

—En alguna parte del mundo.

Bebí a mi vez.

—A tu salud, Leporello.

—Gracias, señor —alargó el brazo y detuvo el mío—. Pero no rompa su copa. Yo no valgo la pena, y, además, mi suerte no me guarda secretos. Es decir…

Calló un momento y me miró.

—Supongo que, en lo sucesivo, nos acostaremos a horas más civiles. Porque no sé si el señor habrá advertido que llevamos tres noches en claro. ¿Qué dirá la gente respetable de Sevilla si se entera?

—¿Te importa mucho la opinión de la gente respetable?

—Estoy pensando por el señor. A mí, personalmente… Confieso, eso sí, que me gustaría dormir a mis horas; pero, si tocan a trasnochar, trasnocho. Son gajes del oficio.

—Probablemente vamos a trasnochar, Leporello. Quizá pasemos el resto de la vida trasnochando. Aún no está decidido.

—Pero… ¿y la señora? Porque se habrá casado para dormir con su marido, digo yo. Es la costumbre.

—Sí. Ella sí.

—¿Y usted?

Me levanté. Leporello dio un paso atrás. Me acerqué a él y le sujeté con fuerza.

—¿Me estás tirando de la lengua?

Sonrió.

—Soy curioso, y me gustaría, además, saber algo de la vida que me espera. Por otra parte, el afecto que tengo al señor, y las muchas confidencias que me tiene hecho, me autorizan a esperar, en esta ocasión…

—¿Qué esperas que te cuente? ¿Una novela pornográfica?

Alzó las manos, con las palmas contra mí.

—Nada de eso, señor. La intimidad es la intimidad. Pero… ¿qué quiere? He pasado las horas dando vueltas a la cabeza. He intentado explicarme este matrimonio… y no lo entiendo. Mi palabra, señor, que no lo entiendo.

—Yo, tampoco.

Soltó una risita reprimida al nacer.

—Estoy perplejo —continué—. Quizá también un poco ciego, quizás haya caminado esta noche por un mundo para el que no sirven mis ojos ni mi inteligencia. Por lo pronto, he sido feliz.

—¡No me diga, señor! —Toda la zumba del mundo estaba en el tono de sus palabras—. ¿Feliz, lo que se dice feliz?

—Es muy fácil. Basta con no pedir a las cosas más de lo que pueden dar de sí. Entonces, se descubre que son distintas, que son más ricas; que son, incluso, relativamente satisfactorias. Sucede como al mirar una mano con los ojos muy cerca; no ves la mano, pero ves los dibujos de la piel.

—Y, en ellos, el destino. Me refería a las rayas de la palma.

—Yo me refiero a cosas tan sencillas como la compañía de una mujer. Si frenas el apetito, si renuncias a fundirte en ella y ser ontológicamente uno, si te contentas con ese poco de placer que da la carne, descubres entonces que la compañía es muy hermosa.

—Dos en una carne.

—¡Eso es lo que no es cierto! Son dos carnes, inexorablemente; lo serán para siempre, al menos en este mundo. Eso es, pues, lo que no hay que buscar ni desear. Tienes, en cambio, la vida, que deja de ser tuya, para ser de dos.

—En cierto modo…

—Un modo cierto, no lo olvides. Acabo de experimentarlo, aunque para ello haya tenido que olvidarme de mí mismo, de mi pasado y de mi porvenir; aunque haya aceptado como propio, por una noche, un porvenir que no lo será nunca. Entre los dos lo hemos ido dibujando. Pero los trazos no eran de nuestra invención. Desde su altura, el dedo de Dios los dibujaba.

—¿Otra vez Dios, señor? ¿Por qué no lo deja donde está y se atiene a la tierra? También en eso habrá que limitarse.

—Siempre hay que tener a Dios presente, pero hoy más que nunca. Ha peleado conmigo toda la noche, y alguna vez me ha vencido. Jamás hubiera pensado que Mariana fuese su trampa para aniquilar mi libertad. Si yo viviera toda la vida con esta mujer, llegaría a santo. A su lado no es posible el mal. Derrama caridad y la contagia.

Todavía mi corazón adolecía de haber amado aquella noche; de haber amado, a través de Mariana, al Universo mundo y a todo bicho viviente. De haber amado incluso a don Gonzalo de Ulloa. El agua del estanque no me había enfriado del todo.

—Ya ves. A eso, Dios no le pone límites. Te deja amar lo que quieras, engolfarte en el amor, confundir en un solo sentimiento a las criaturas nobles y a las despreciables. Todo te parece bueno, y lo que está mal hecho no causa indignación, sino, todo lo más, una sonrisa. «¡Pues, mira, aquí, el Comendador, se ha portado como un bellaco!» ¡Hasta al diablo lo miras con simpatía, y te da pena su desventura!

Leporello pareció sobresaltarse.

—Al diablo déjelo donde está. Ni mentarlo. En este asunto, por lo que veo, no tuvo ni arte ni parte.

—Esta noche, no; pero ayer también me anduvo tentando. Lo que me ofreció era menos apetecible, bastante más vulgar.

—Dios tiene más imaginación. En el reparto de cualidades, escogió las atractivas.

—Pero se vale de los mismos procedimientos. Dios también tienta.

—Será porque da buen resultado.

—Esta noche lo hizo como nunca.

—¿Y le ha convencido? ¿Podemos considerarle camino de los altares?

Me hizo gracia. Alcé los brazos y los mantuve en alto, como delante de un retablo imaginario.

—San Juan Tenorio. No suena mal, ¿verdad? San Juan Tenorio, patrón de los cornudos, diría el Comendador. Y Santa Mariana, arrepentida.

Me dio, de pronto, un arrebato. Cogí a Leporello con fuerza y le miré a los ojos.

—Todo esto es posible, ¿comprendes? No hay más que seguir a Mariana, ser dócil a sus palabras de iluminada. Pero ¿sabes lo que se exige de mí?

—Lo ignoro, señor. Creí que se lo daban todo, sin pedir nada a cambio.

—Me exigen renunciar a mí mismo.

—Ya será menos.

—¡Está escrito en alguna parte, pero hasta hoy no comprendí el sentido! «El que quiera perderse, se salvará.» ¿No lo recuerdas? Pero ya no quiero perderme, después de haberme encontrado. Ayer estaba conforme conmigo mismo, y aceptaba las consecuencias de mi propia satisfacción. ¿Por qué ahora vacilo?

—Será, mi amo, porque le han descubierto una versión de usted mismo con la que no había contado, y que no debe de ser muy desagradable, puesto que duda.

—No es desagradable, no. Y, si me tienta, es por lo que tiene de extremada, de heroica. Renunciar: al nombre, a las riquezas, al mundo, a la libertad. Humillarse y obedecer. Aniquilarme en un acto continuado de amor, vivir solo para otros… ¿Qué dirían los Tenorios si un día un santo de su nombre fuera a sentarse entre ellos? ¿Tú crees que se atreverían a rechazarme?

Me miró como a un loco.

—No le entiendo, señor. ¿Qué tienen que ver los Tenorios en esto?

—Yo soy los Tenorios.

—Usted es uno de ellos.

—Yo soy todos ellos, yo los asumo. Ellos viven en mí. Desde el otro mundo me dictan su ley.

—¿Son ellos los que le han ordenado casarse con una prostituta?

—En cierto modo, sí. Porque me mandan conservar el honor, y yo me sentía deshonrado por haber perdido mi inocencia con una mujer de todos. Pero, al hacerla sola mía, al comunicarle mi propio honor, la limpio y me limpio al mismo tiempo.

Leporello sonrió.

—Es un modo curioso de entenderlo. Me temo que los Tenorios no aprobarían el razonamiento.

—Lo apruebo yo, y me basta.

—¿En qué quedamos? ¿Obedece a su propia ley o a la de los Tenorios?

—Intento conciliarlas.

—Y, si se inclina por la santidad, ¿también espera conciliar su propia ley con la de Cristo?

Me acerqué a él, solemnemente.

—Si sigo a Cristo, tengo que renunciar a mi propia ley.

—¿Y lo ha decidido ya?

—Todavía no.

—¿Por qué no lo echa a cara o cruz? Si el asno de Buridan hubiera tirado al aire una moneda, no hubiera muerto de hambre.

Sacó rápidamente del bolsillo un real de plata.

—Aquí la tiene. Si cara, el pecado. Si cruz, la santidad. ¿Hace?

—Hace. Si cara, el Infierno. Si cruz…

Leporello, rápidamente, extendió la mano.

—Eso, no, mi amo. Ni la moneda en el aire, ni su voluntad, comprometen a Dios ni al diablo. Lo que va usted a jugarse es la vida, es esta vida, no el destino de su alma. Eso, ya se verá después de muerto. Porque si Dios ha dicho: «Este hombre es para mí», de nada vale el pecado. Ya se las compondrá para enviarle un arrepentimiento de última hora.

Hablaba con un extraño tono, Leporello; hablaba como si aquellas palabras no le pertenecieran y las dijese contra su voluntad. A mí me sonaron a herejía. Pero al pensar que Dios podría haberme elegido para Sí, y que por mucho que hiciera no evitaría mi salvación, sentí en el alma una sacudida de orgullo. De un empellón violento derribé la bandeja y lo que en ella quedaba del piscolabis.

—¡Al aire la moneda! ¡Que diga Dios su palabra, luego diré la mía!

Leporello me miró, como si dudase. Luego arrojó la moneda, y nuestras miradas ascendieron con ella. Tan alta iba, que los primeros rayos de sol la hicieron brillar sobre el fondo azul del cielo. Cayó en las losas del patio, saltó, tintineó y fue rodando hasta un arriate de claveles.

Leporello me tendía la moneda.

—¿Cara o cruz?

Se inclinó; se levantó en seguida, como decepcionado, y su dedo señaló un lugar del suelo.

—De canto, señor.

No caí de rodillas, aunque ganas me dieron; pero me incliné y envié un saludo a las alturas.

—Dios es un caballero.

Leporello me tendía la moneda.

—Ahí la tiene. Guárdela como amuleto. Le dará suerte.

—Me hará falta la suerte. Porque, ante esta prueba de mi libertad, y por dejar quedar bien a Dios, elijo desde ahora mismo el pecado. Él lo sabía, y, sin embargo, quiso darme una oportunidad. La acepto. Mataré al Comendador y me acostaré con Elvira. Después…

Leporello alzó una mano y la dejó caer sobre mi hombro.

—Perdóneme el señor esta familiaridad. ¿No cree que entre la santidad y esa vida de pecado que proyecta, hay un cómodo término medio? Ser bueno hoy, y mañana no serlo, y así, hasta el fin. Y según del lado que se muera, se salva uno o se pierde. Es igual, pero menos fatigoso. Es lo humano.

—Sí. Lo humano es lo innoble. Negar a Dios para pecar tranquilamente, o disfrazar el pecado de virtud. Dios debe sentir asco de los pecadores. Pero yo me atreveré a pecar cara a cara, a sostener el pecado, a saber lo que me juego. Sé que al final seré vencido, y acepto la derrota; pero, hasta entonces, pecaré con orgullo de soldado victorioso. Yo reivindicaré a los pecadores ante Dios, seré el primero digno de Él. Al final, tendrá que sonreírme.

El sol llenaba ya el ámbito del patio. En su escondite del ciprés, el ruiseñor había enmudecido. Solo cantaba el surtidor en el espacio claro de la mañana.

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