Dolores

Dolores


SEGUNDA PARTE » 29. Libres

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29. Libres

Al día siguiente acudió al salón de belleza de Elizabeth Arden. Se hizo una limpieza de cutis y se gastó cien dólares en cremas y máscaras faciales. Después llamó a un conocido centro de masajistas solicitando que le enviaran cada mañana a un profesor.

Durante diez días realizó enérgicos ejercicios, se untó el rostro y el cuerpo con una crema especial, se enfundó en unos gruesos leotardos con objeto de lograr que se le fundieran los excesos de grasa. Al término de dos semanas había perdido doscientos cincuenta gramos… pero sus nalgas no se habían modificado lo más mínimo y su piel no se había suavizado como el terciopelo. Prescindió del experto en ejercicios y dejó de utilizar la crema.

Tomaba el sol todos los fines de semana en que acudía a visitar a Bridget, pero ya no se quedaba horas y horas tendida al sol con la cara untada de aceite. Y pasaba todas las noches de la semana con Barry.

Una noche de agosto, Barry no apareció. Ella le aguardó con la cena, pero no recibió ninguna llamada… Nada. Finalmente, él llamó a medianoche.

—Dolores… Lo siento… No he podido llamarte hasta ahora. Constance ha sufrido un ataque. Te estoy llamando desde una cabina telefónica del hospital.

—Dios mío, ¿cómo está?

—Ha sido fulminante. El lado derecho. En estos momentos está completamente paralizada y ha perdido el habla. Los médicos dicen que, con una terapia física, tiene muchas posibilidades de recuperarse totalmente. Necesitará también someterse a ejercicios foniátricos. Va a ser muy largo, pero dicen que tiene la ventaja de la edad. La mayoría de personas que sufren estos ataques tienen sesenta y tantos o setenta y tantos años. Me quedaré a dormir aquí, en el hospital, en una habitación contigua a la suya. Te llamaré mañana.

Dolores estaba a punto de dormirse cuando él la volvió a llamar.

—Ha muerto —le dijo despacio.

—¡Oh, Barry…! ¿Cómo, cuándo?

—Hace diez minutos… Una hemorragia cerebral masiva. Mira… Te llamo desde la cabina telefónica y veo que sus hermanas están saliendo del ascensor. Su hermano ha llegado ya. Te volveré a llamar en cuanto pueda.

—Barry… Por mí no te preocupes. Estaré aquí, esperando.

—¡Vaya por Dios! Acaba de aparecer Debbie Morrow con su último jovencito. Será mejor que te deje.

Se oyó el clic del teléfono.

Dolores se pasó tres días sin recibir ninguna llamada. La muerte de Constance constituyó una gran noticia. El entierro fue recogido por las cámaras de televisión gracias a las amistades de que gozaba Constance en la alta sociedad y a los altos funcionarios del gobierno que asistieron al mismo por deferencia a Barry. Dolores envió flores, pero no asistió, por considerarlo una hipocresía. Se quedó en casa aguardando junto al teléfono.

Barry se presentó en su apartamento sin previo aviso, dos días después del entierro.

—¡Barry! —exclamó ella abrazándole con fuerza—. Lo que debes haber pasado. ¿Te preparo algo para beber?

—Prepárame un vodka con martini ahora mismo. —Barry se sentó y se alisó el cabello con la mano—. ¡Dios mío…! Los entierros son terribles. Y las visitas de condolencia son mucho peor. Vinieron todos los amigos de mi padre… y los de Constance. Se dedicaron a beber sin parar. Debbie lo presidió todo como si se tratara de un cóctel gigantesco. Hasta recibí un telegrama de condolencia del presidente.

Ahora serían libres y podrían casarse —transcurrido un tiempo prudencial—, pero Dolores sabía que no era oportuno decir nada.

Barry ingirió la mitad del contenido del vaso de un solo trago.

—La muy bruja, la cochina bruja.

—¡Barry!

—Vengo del despacho del abogado —dijo él—. ¿Sabes una cosa? Todo el tiempo que estuvimos casados se lo pasó entregándoles millones a sus hermanas, a distintas fundaciones y asociaciones benéficas… Creando depósitos bancarios para sus sobrinos. Puesto que no tenía hijos y era mayor que yo, creía que, de morir ella primero, yo me casaría con alguna lagarta. Como es lógico, al descubrir que padecía hipertensión arterial intensificó su acción… ¡Hasta las joyas se las ha dejado en herencia a sus sobrinas!

—Y tú, ¿qué?

—¡Ah, pues yo estupendamente! —exclamó él en tono sarcástico.

Encendió un cigarrillo y extendió el vaso vacío con el fin de que Dolores se lo volviera a llenar.

—Legalmente no puede excluirte —dijo Dolores mientras le preparaba la bebida.

—No, desde luego. La aconsejaron muy bien. Recibiré veinticinco mil dólares anuales, sobre los que tendré que pagar impuestos. Podré vivir en todas sus residencias… La herencia se encargará del servicio, del pago de impuestos, etcétera… Y, ahora viene lo más generoso: si vivo y no me he casado, a la edad de sesenta y cinco años heredaré cinco millones de dólares. Pero, si me caso, ¡nada!

—¿Eso es legal?

—Firmé un documento al casarme con ella —repuso Barry asintiendo—. Sí, los ricos, los inmensamente ricos, siempre te hacen firmar documentos. Parece ser que allí se decía todo eso pero, Dios bendito, yo tenía entonces treinta y cinco años y ella cuarenta y uno. Yo carecía de dinero, sabía que no conseguiría abrirme camino ni conservar mi cargo en el despacho jurídico por mis propios méritos. El hechizo del apellido de mi padre estaba empezando a desvanecerse. ¡Me habían educado muy bien… para no hacer nada! Por consiguiente, firmé el documento. Constance era muy guapa, yo había tenido muchas aventuras… ¿Quién podía imaginarse que me enamoraría de ti?

Barry tomó el vaso que ella le ofrecía. Ingirió un sorbo y sacudió la cabeza como un hombre que emergiera del agua. Ella se sentó a sus pies sorbiendo un whisky ligero. Era necesario que tuviera la cabeza despejada.

—Mira, Barry, a mí no me hace falta este apartamento tan enorme. Si hablara con Bridget y le explicara lo que siento por ti, estoy segura de que me permitiría venderlo y quedarme con el dinero. Podríamos obtener fácilmente cuatrocientos mil dólares. Estoy segura, además, de que podrías conservar el cargo en tu despacho jurídico, sobre todo si te casaras conmigo. Nuestros apellidos juntos causarían sensación. Podríamos adquirir un apartamento más pequeño, tal vez en Park Avenue, y con mis treinta mil dólares anuales y los veinte mil que tú ganas, estoy segura de que podríamos arreglárnoslas.

Pareció como si Barry reflexionara mientras ingería un sorbo.

—No sé si sería tan sencillo —dijo—. Olvidas que, en nuestra calidad de matrimonio, deberíamos ofrecer fiestas. Parte del interés que yo revestía para la empresa derivaba de las excelentes cenas que Constance ofrecía y a las que invitábamos a personas susceptibles de convertirse en nuevos clientes —sacudió la cabeza—. No, no podríamos apañárnoslas con cincuenta mil dólares al año. No olvides que yo perdería los veinticinco mil que ella me ha dejado y que debería pagar impuestos sobre los veinte mil que gano.

—Pero yo tendría los cuatrocientos mil que me reportaría la venta del apartamento…

—¿Y eso cuánto iba a durarnos? No querrás que montemos una tienda de campaña en Park Avenue. Tendríamos que buscar un apartamento como es debido y una vivienda más pequeña, en una buena zona, nos costaría unos cien mil dólares. También tendríamos que contratar los servicios de una cocinera, un chófer, una camarera, una niñera para los niños… No, no podríamos.

—¿No crees que mi apellido podría traerte muchos nuevos clientes?

—Tal vez, pero en cuanto empezaras a prodigarte demasiado en público, perderías el encanto.

—¿Qué quieres decir?

—Dolores, todo el mundo habla de ti porque no te ve. Se hacen conjeturas acerca de ti, la gente se pregunta cómo eres realmente. De momento, el hecho de conseguir que asistieras a una cena constituiría el mayor triunfo para una anfitriona. Pero, en cuanto tú empezaras a desempeñar el papel de anfitriona y a dejarte ver en las cenas en mi compañía, ir a los clubs de campo y todas esas cosas, tu encanto y tu mística desaparecerían en un año. Acabarías siendo simplemente Dolores Haines. Mira, lo sé muy bien. Cuando murió papá, el apellido de los Haines alcanzaba una gran cotización. Uno de mis hermanos se convirtió en gobernador gracias exclusivamente a su apellido. Y se casó con una mujer muy rica porque no resultó elegido para un segundo período. A mí, al principio, me lo ofrecían todo. Sabía que todas las ofertas se debían al apellido Haines y al negocio que dicho apellido pudiera representar para las empresas. Hubiera podido escoger también entre numerosas muchachas, pero las que me gustaban, las más guapas, no tenían ni un céntimo, y las guapas y ricas se iban a Europa a pescar un título. Parece increíble que se siga haciendo eso, pero se hace. Entonces conocí a Constance y comprendí que con ella podría llevar un alto tren de vida, así como conservar mi cargo en el despacho jurídico. Si ahora lo pierdo, podré contar con los veinticinco mil dólares anuales que me ha dejado ella como herencia. Siempre y cuando no me case, claro.

Dolores esbozó una débil sonrisa y fue a sentarse sobre sus rodillas.

—Mira, no es que sea el fin del mundo. Nos tenemos el uno al otro y ahora podremos salir en público.

—Tendremos que esperar un año.

—¡Un año!

—Es lo que suelen durar los lutos como es debido, ¿no? Podré salir con hombres, asistir solo a alguna fiesta que ofrezca alguna de las amigas de Constance… pero la primera vez que tú y yo aparezcamos juntos en público será un acontecimiento.

—Muy bien. Hoy estamos a veinte de agosto. El veinte de agosto del año que viene nos iremos juntos a Marbella. Ya encontraré algún amigo que disponga de yate. Visitaremos a Nita… y pasaremos un verano maravilloso. En cuanto al presente año, seguiremos como hasta ahora. Por mi parte, aguardaré a que cumplas sesenta y cinco años, a que heredes el dinero… y entonces buscaremos un sacerdote que haga respetable nuestra unión.

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