Doce años de esclavitud

Doce años de esclavitud


Capítulo I

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I

INTRODUCCIÓN – ASCENDENCIA – LA FAMILIA NORTHUP – NACIMIENTO Y ORIGEN – MINTUS NORTHUP – CASAMIENTO CON ANNE HAMPTON – BUENAS DECISIONES – EL CANAL CHAMPLAIN – VIAJE EN BALSA A CANADÁ – AGRICULTURA – EL VIOLÍN – LA COCINA – LA MUDANZA A SARATOGA – PARKER Y PERRY – ESCLAVOS Y ESCLAVITUD – LOS NIÑOS – EL INICIO DE LA AGONÍA

Al haber nacido libre y haber disfrutado durante más de treinta años de los privilegios de la libertad en un estado libre, y, transcurrido este período, haber sido secuestrado y vendido como esclavo, situación en la que permanecí hasta que, en el mes de enero de 1853, tras doce años de cautiverio, fui felizmente rescatado, me comentaron que el relato de mi vida y mi suerte no estaría desprovisto de interés para el público.

Desde que recuperé la libertad no he dejado de observar el creciente interés en todos los estados del norte por el tema de la esclavitud. Circulan, en cantidad sin precedentes, obras de ficción que aseguran mostrar sus características, tanto en los aspectos más agradables como en los más repugnantes, y a mi modo de ver lo han convertido en un fructífero tema que se comenta y se debate.

Solo puedo hablar de la esclavitud en la medida en que la he observado yo mismo, en que la he conocido y experimentado en mi propia persona. Mi objetivo es ofrecer un sincero y veraz resumen de hechos concretos, narrar la historia de mi vida, sin exageraciones, y dejar para otros la labor de determinar si incluso las páginas de las obras de ficción ofrecen una imagen errónea de mayor crueldad o de una esclavitud más dura.

Hasta donde he podido confirmar, mis antepasados por parte de padre eran esclavos en Rhode Island. Pertenecían a una familia que se apellidaba Northup, uno de cuyos miembros se marchó del estado de Nueva York y se instaló en Hoosic, en el condado de Rensselaer. Se llevó con él a Mintus Northup, mi padre. Tras la muerte de este señor, que debió de producirse hace unos cincuenta años, mi padre pasó a ser libre, porque su amo había dejado escrito en sus últimas voluntades que lo emanciparan.

El señor Henry B. Northup, de Sandy Hill, distinguido abogado y el hombre al que providencialmente debo mi actual libertad y mi regreso con mi mujer y mis hijos, es pariente de la familia en la que sirvieron mis antepasados y de la que tomaron el apellido que llevo. A este hecho puede atribuirse el tenaz interés que se ha tomado por mí.

Poco tiempo después de su liberación, mi padre se trasladó a la ciudad de Minerva, en el condado de Essex, Nueva York, donde, en el mes de julio de 1808, nací yo. No estoy en condiciones de asegurar con absoluta certeza cuánto tiempo se quedó en esta última ciudad. Desde allí se mudó a Granville, en el condado de Washington, cerca de un lugar conocido como Slyborough, donde durante unos años trabajó en la granja de Clark Northup, también pariente de su antiguo amo. De allí se trasladó a la granja Alden, en la calle Moss, a poca distancia al norte de la ciudad de Sandy Hill, y de allí a la granja que ahora es propiedad de Russel Pratt, situada en la carretera que va de Fort Edward a Argyle, donde vivió hasta su muerte, que tuvo lugar el 22 de noviembre de 1829. Dejó una viuda y dos hijos, yo mismo y Joseph, mi hermano mayor. Este último todavía vive en el condado de Oswego, cerca de la ciudad del mismo nombre. Mi madre murió en el período en que estuve cautivo.

Mi padre, aunque nació esclavo y trabajó en la situación desventajosa a la que mi desdichada raza está sometida, era un hombre respetado por su laboriosidad y su integridad, como pueden atestiguar muchas personas que siguen vivas y lo recuerdan muy bien. Dedicó toda su vida a las pacíficas labores agrícolas y jamás buscó trabajo en quehaceres más insignificantes, que son los que suelen asignar a los hijos de África. Además de ofrecernos una educación superior a la que solía otorgarse a los niños de nuestra condición, adquirió, gracias a su diligencia y al ahorro, suficientes bienes inmuebles para ejercer el derecho al voto. Nos hablaba a menudo de su vida anterior, y aunque en todo momento albergó el más cálido sentimiento de generosidad, incluso de afecto, hacia la familia en cuya casa había sido esclavo, nunca entendió la esclavitud y le entristecía que degradaran a su raza. Se empeñó en inculcarnos el sentido de la moralidad y en enseñarnos a creer y confiar en Dios, que considera a las más humildes de sus criaturas exactamente igual que a las más elevadas. Cuántas veces el recuerdo de sus consejos paternales me vino a la mente cuando estaba tumbado en un corral de esclavos en las lejanas e insalubres tierras de Luisiana, dolorido por las inmerecidas heridas que un amo inhumano me había infligido y con la única esperanza de que la tumba que cubría a mi padre me protegiera a mí también del látigo del opresor. En el camposanto de Sandy Hill, una humilde piedra señala el lugar donde reposa, tras haber cumplido dignamente los deberes propios de la modesta esfera por la que Dios le asignó transitar.

Hasta aquel período me había dedicado sobre todo a trabajar en la granja con mi padre. Solía dedicar las horas de ocio que me concedían a mis libros y a tocar el violín, un entretenimiento que era mi principal pasión de juventud. También fue desde entonces una fuente de consuelo que complacía a las personas sencillas con las que me había tocado vivir y que durante horas apartaba mis pensamientos de la dolorosa contemplación de mi destino.

El día de Navidad de 1829 me casé con Anne Hampton, una chica de color que por aquel entonces vivía cerca de nuestra casa. El señor Timothy Eddy, juez y notable ciudadano, ofició la ceremonia en Fort Edward. Anne había vivido mucho tiempo en Sandy Hill, con el señor Baird, propietario de la taberna Eagle y miembro de la familia del reverendo Alexander Proudfit, de Salem. Este caballero presidió durante muchos años la Sociedad Presbiteriana de Salem y era muy conocido por sus conocimientos y su devoción. Anne todavía guarda un grato recuerdo de la extrema bondad y los excelentes consejos de aquel buen hombre. Mi mujer no es capaz de determinar su linaje con exactitud, pero en sus venas se mezcla la sangre de tres razas. Resulta difícil decir si predomina la roja, la blanca o la negra. Sin embargo, la unión de todas ellas en su origen le ha otorgado una expresión peculiar, aunque agradable, muy rara de ver. Aunque tiene ciertas similitudes con los cuarterones, no se puede decir que forme parte de este grupo, el tipo de mulato al que he olvidado mencionar que pertenecía mi madre.

En el mes de julio anterior había cumplido veintiún años, de modo que acababa de alcanzar la mayoría de edad. Privado del consejo y la ayuda de mi padre, y con una mujer que dependía de mí, decidí emprender una vida laboriosa, y a pesar de que mi color era un obstáculo y de que era consciente de mi humilde nivel social, me permití soñar que llegarían buenos tiempos en los que poseería una modesta casa con varias hectáreas de terreno que recompensarían mi trabajo y me proporcionarían los medios necesarios para ser feliz y vivir con holgura.

Desde el día de mi boda hasta hoy, el amor que he prodigado a mi esposa ha sido sincero y no ha disminuido un ápice, y solo los que han sentido la ternura de un padre por su descendencia sabrán valorar mi enorme cariño a los amados hijos que hemos tenido hasta la fecha. Considero adecuado y necesario decirlo para que los que lean estas páginas entiendan la intensidad de los sufrimientos que he sido condenado a soportar.

Inmediatamente después de casarnos empezamos a trabajar en el viejo edificio amarillo que por aquel entonces estaba en el extremo sur del pueblo de Fort Edward y que con el tiempo se había convertido en una moderna mansión en la que se había instalado el capitán Lathrop. Se la conoce como Fort House. Tras la organización del condado, en esa casa se celebraban de vez en cuando sesiones municipales. También había vivido en ella Burgoyne, en 1777, porque estaba cerca del viejo fuerte de la orilla izquierda del Hudson.

Durante el invierno trabajé, junto con otros hombres, en la reparación de la parte del canal de Champlain que estaba al cargo de William Van Nortwick. David McEachron era el responsable directo de los hombres con los que yo trabajaba. Cuando se abrió el canal, en primavera, lo que había ahorrado de mi sueldo me permitió comprar un par de caballos y diversos materiales imprescindibles para navegar.

Contraté mano de obra eficaz para que me ayudara y llegué a acuerdos para transportar grandes balsas cargadas de madera desde el lago Champlain hasta Troy. Dyer Beckwith y un tal señor Bartemy, de Whitehall, me acompañaron en varios viajes. Aquella primavera aprendí a la perfección el arte y los misterios de la navegación fluvial, un conocimiento que más adelante me permitió prestar rentables servicios a un digno amo y que dejaba pasmados a los madereros estrechos de miras de las orillas de Bayou Boeuf.

En uno de mis viajes por el lago Champlain tuve que pasar por Canadá. Al detenernos en Montreal para reparar la embarcación, aproveché para visitar la catedral y otros lugares de interés de la ciudad. Desde allí seguí mi travesía hasta Kingston y otras ciudades, lo que me proporcionó un conocimiento de aquellos lugares que también me sirvió más adelante, como se verá hacia el final de este relato.

Tras haber cumplido con mis compromisos en el canal de forma satisfactoria tanto para mí como para quien me había encargado el trabajo, y temiendo quedarme ocioso, visto que se había vuelto a suspender la navegación en el canal, llegué a un acuerdo con Medad Gunn para cortar gran cantidad de madera. A esta ocupación me dediqué durante el invierno de 1831-1832.

Con el regreso de la primavera, Anne y yo planeamos quedarnos con una granja de los alrededores. Estaba acostumbrado a trabajar en el campo desde mi más tierna infancia y era una labor que me resultaba agradable, así que empecé a arreglar una parte de la vieja granja Alden, en la que mi padre había vivido años atrás. Con una vaca, un cerdo, un yugo para bueyes que compré en Hartford a Lewis Brown y otros bienes y efectos personales, nos dirigimos a nuestro nuevo hogar de Kingsbury. Aquel año planté diez hectáreas de maíz, sembré grandes campos de avena y empecé a cosechar a tan gran escala como me permitían mis medios. Anne se ocupaba de las labores domésticas mientras yo trabajaba duro en el campo.

Allí vivimos hasta 1834. Durante el invierno me llamaban a menudo para que tocara el violín. Dondequiera que los jóvenes se reunieran a bailar, allí estaba yo casi siempre. Mi violín era famoso en todos los pueblos de los alrededores. Y también Anne, durante su larga estancia en la taberna Eagle, se había convertido en una famosa cocinera. Durante las semanas en que se celebraban las sesiones municipales y en los eventos públicos, la Sherrill’s Coffee House la contrataba para la cocina y le pagaba un buen sueldo.

Tras realizar estos servicios, siempre volvíamos a casa con dinero en el bolsillo, así que tocando el violín, cocinando y trabajando en el campo no tardamos en nadar en la abundancia y en llevar una vida próspera y feliz. Y, sin duda, lo habría sido si nos hubiéramos quedado en la granja de Kingsbury, pero llegó un momento en que dimos un paso hacia el cruel destino que me esperaba.

En marzo de 1834, nos mudamos a Saratoga Springs. Nos alojamos en una casa propiedad de Daniel O’Brien, en la zona norte de la calle Washington. En aquella época, Isaac Taylor tenía una gran pensión conocida como Washington Hall, en el extremo norte de Broadway. Me dio trabajo como conductor de un coche de caballos, a lo que me dediqué durante dos años. Transcurrido este tiempo, el hotel United States y otros establecimientos solían darme trabajo, y también a Anne, en las temporadas turísticas. Durante el invierno dependía de mi violín, aunque, cuando se construyó la vía férrea en Troy y Saratoga, trabajé duramente en ella muchos días.

En Saratoga solía comprar artículos que mi familia necesitaba en las tiendas del señor Cephas Parker y del señor William Perry, caballeros a los que recuerdo a menudo por sus muchos gestos de bondad. Por esta razón, doce años después, pedí que les hicieran llegar la carta que adjunto más adelante y que, al llegar a manos del señor Northup, fue la desencadenante de mi feliz liberación.

Mientras vivíamos en el hotel United States solía encontrarme con esclavos que habían llegado del sur con sus amos. Siempre iban bien vestidos y arreglados, y al parecer su vida era fácil, sin apenas problemas cotidianos que los perturbaran. A menudo charlaban conmigo sobre la esclavitud, y me pareció que casi todos ellos albergaban el secreto deseo de ser libres. Algunos expresaban el más ardiente anhelo de escapar y me consultaban el mejor método para conseguirlo. Sin embargo, en todos los casos, el miedo al castigo, que sabían que sin duda les esperaba si los capturaban y tenían que volver, demostró ser suficiente para disuadirlos de intentarlo. Aunque durante toda mi vida había respirado el aire libre del norte y era consciente de que albergaba los mismos sentimientos y afectos que se encuentran en el pecho del hombre blanco, aunque era consciente además de que mi inteligencia era como mínimo igual a la de algunos hombres de piel más clara, era demasiado ignorante, quizá demasiado independiente, para entender que alguien pudiera aceptar vivir en las abyectas condiciones de un esclavo. No me entraba en la cabeza que una ley, o una religión, que defiende o admite la esclavitud pudiera ser justa. Y me enorgullece decir que ni una sola vez dejé de aconsejar a todos los que acudieron a mí que buscaran su oportunidad y lucharan por la libertad.

Seguí viviendo en Saratoga hasta la primavera de 1841. Las prometedoras expectativas que, siete años antes, nos habían arrancado de la tranquila granja de la orilla este del Hudson no se habían cumplido. Aunque nuestras circunstancias siempre habían sido cómodas, no habíamos prosperado como esperábamos. La sociedad y las relaciones en aquel lugar turístico a orillas del río no estaban pensadas para preservar los sencillos hábitos de trabajo y ahorro a los que yo estaba acostumbrado, sino, por el contrario, para sustituirlos por otros que tendían a la ociosidad y el despilfarro.

En aquellos momentos éramos padres de tres niños: Elizabeth, Margaret y Alonzo. Elizabeth, la mayor, tenía diez años, Margaret era dos años menor y el pequeño Alonzo acababa de cumplir cinco. Eran la alegría de nuestra casa. Sus voces infantiles eran música para nuestros oídos. Su madre y yo hicimos multitud de castillos en el aire respecto a nuestros pequeños inocentes. Cuando yo no trabajaba, siempre salía a pasear con ellos, vestidos con sus mejores galas, por las calles y las arboledas de Saratoga. Me encantaba estar con ellos y los estrechaba contra mi pecho con un amor tan cálido y tierno como si su oscura piel fuera más blanca que la nieve.

Hasta aquí la historia de mi vida no presenta nada fuera de lo corriente, tan solo las esperanzas, los afectos y los trabajos habituales de un hombre de color que avanza humildemente por el mundo. Pero en aquel momento llegué a un punto de inflexión en mi existencia y crucé el umbral de la atroz injusticia, el dolor y la desesperación. Me metí bajo la sombra de una nube, en una densa oscuridad en la que no tardaría en desaparecer, y por tanto quedaría oculto a los ojos de mis seres queridos y excluido de la dulce luz de la libertad durante largos y agotadores años.

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