Doce años de esclavitud

Doce años de esclavitud


Capítulo II

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II

LOS DOS DESCONOCIDOS – LA COMPAÑÍA CIRCENSE – LA MARCHA DE SARATOGA – VENTRILOQUIA Y PRESTIDIGITACIÓN – EL VIAJE A NUEVA YORK – LOS PAPELES DE LIBERTAD – BROWN Y HAMILTON – LAS PRISAS POR LLEGAR AL CIRCO – LA LLEGADA A WASHINGTON – EL FUNERAL DE HARRISON – EL REPENTINO MALESTAR – EL TORMENTO DE LA SED – LA LUZ QUE SE ALEJA – INCONSCIENCIA – CADENAS Y OSCURIDAD

Una mañana, hacia finales de marzo de 1841, como en aquellos momentos no tenía nada que hacer, salí a pasear por Saratoga Springs pensando dónde conseguir algún trabajo hasta que llegara la temporada alta. Anne, como de costumbre, había ido a Sandy Hill, a unas veinte millas de distancia, para ocuparse del departamento de cocina de la Sherrill’s Coffee House durante la sesión municipal. Creo que Elizabeth había ido con ella. Margaret y Alonzo se quedaron con su tía en Saratoga.

En la esquina de Congress Street con Broadway, junto a la taberna, que por aquel entonces llevaba y, que yo sepa, sigue llevando el señor Moon, me abordaron dos hombres de aspecto respetable, que no conocía absolutamente nada. Me da la impresión de que me los había presentado algún conocido mío, aunque no logro recordar quién, diciéndoles que yo era un experto violinista.

En cualquier caso, no tardaron en hablarme de este tema y me hicieron gran cantidad de preguntas sobre mis aptitudes. Como, al parecer, mis respuestas les resultaron satisfactorias, me propusieron contratar mis servicios durante una breve temporada, y así comprobar, además, si era la persona que necesitaban. Por lo que me dijeron posteriormente, se llamaban Merrill Brown y Abram Hamilton, aunque tengo razones más que fundadas para dudar de que fueran sus verdaderos nombres. El primero parecía tener unos cuarenta años, era más bien bajito y rechoncho, con una expresión que indicaba astucia e inteligencia. Vestía una levita negra y un sombrero del mismo color, y dijo que vivía en Rochester o Syracuse. El segundo era un joven de complexión normal y ojos claros, y si tuviera que fijar su edad, diría que no tenía más de veinticinco años. Era alto y delgado, iba vestido con un abrigo de color marrón claro, un sombrero satinado y un chaleco elegante. Iba todo él a la última moda. Parecía algo afeminado, aunque era atractivo y tenía cierto aire de tranquilidad que denotaba que tenía mucho mundo. Según me contaron, estaban relacionados con una compañía de circo que en aquellos momentos se encontraba en la ciudad de Washington, hacia donde se dirigían de vuelta, tras haber viajado unos días al norte para ver el país, y sufragaban sus gastos haciendo exhibiciones de vez en cuando. También me comentaron que les había resultado muy difícil encontrar música para sus espectáculos y que si los acompañaba a Nueva York, me pagarían un dólar por cada día de trabajo, y tres dólares más por cada noche que tocara en sus funciones, además del dinero para pagarme el viaje de regreso de Nueva York a Saratoga.

Acepté de inmediato la tentadora oferta, tanto por la remuneración que me prometían como por el deseo de ver la metrópolis. Estaban impacientes por salir cuanto antes. Como pensé que me ausentaría poco tiempo, no creí necesario escribir a Anne para decirle adónde iba, porque de hecho suponía que era posible que volviera antes que ella. Así que cogí algo de ropa para cambiarme y mi violín, y me dispuse a ponerme en camino. El carruaje arrancó. Era un coche cubierto, tirado por un par de nobles caballos que otorgaban al conjunto un aspecto elegante. Su equipaje, que consistía en tres grandes baúles, iba atado a la baca, y tras subir al asiento del conductor, mientras ellos tomaban asiento en la parte trasera, me alejé de Saratoga por la carretera que se dirigía a Albany, entusiasmado con mi nuevo trabajo y más feliz que nunca en mi vida.

Atravesamos Ballston y, al llegar a la carretera de la montaña, como la llaman, si la memoria no me falla, la tomamos en dirección a Albany. Llegamos a esta ciudad antes del anochecer y nos detuvimos en un hotel al sur del museo.

Aquella noche tuve ocasión de presenciar uno de sus números, el único en todo el tiempo que pasé con ellos. Hamilton se colocó en la puerta, yo hice de orquesta y Brown ofreció el espectáculo, que consistió en lanzar pelotas, bailar sobre la cuerda floja, freír tortitas en un sombrero, hacer gritar a cerdos invisibles, entre otros trucos de ventriloquia y prestidigitación. El público fue extraordinariamente escaso, y no demasiado selecto, de modo que el informe de Hamilton respecto de las ganancias se limitaba a «una miserable cantidad de cajas vacías».

A la mañana siguiente, muy temprano, reemprendimos el camino. Casi todo el tiempo hablaban de su impaciencia por llegar al circo cuanto antes. Seguimos el viaje a toda prisa, sin volver a detenernos a actuar, y a su debido tiempo llegamos a Nueva York, donde nos alojamos en una casa de la zona oeste de la ciudad, en una calle que va de Broadway al río. Pensaba que el viaje había concluido para mí y esperaba volver a Saratoga con mis amigos y mi familia al cabo de un día, como máximo un par. Sin embargo, Brown y Hamilton empezaron a insistir en que siguiera con ellos hasta Washington. Me comentaron que en cuanto llegáramos, como se acercaba el verano, el circo se trasladaría al norte. Me prometieron trabajo y un buen sueldo si los acompañaba. Tanto hablaron sobre los beneficios que obtendría y tan halagüeñas fueron sus expectativas que al final acabé aceptando su oferta.

A la mañana siguiente me sugirieron que, dado que estábamos a punto de entrar en un estado esclavista, no estaría de más conseguir papeles de libertad. La idea me pareció sensata, aunque creo que si no la hubieran propuesto, a mí no se me habría ocurrido. Nos dirigimos de inmediato a lo que entendí que era la casa de aduanas, donde declararon bajo juramento que yo era un hombre libre. Allí redactaron un papel, nos lo entregaron y nos indicaron que lo lleváramos a la Administración. Eso hicimos, el empleado escribió algo más, les cobró seis chelines y volvimos a la casa de aduanas. Tuvimos que realizar varias formalidades más antes de pagar al funcionario dos dólares para dar por concluido el procedimiento, y que pudiera meterme los papeles en el bolsillo y dirigirme con mis dos amigos al hotel. Debo confesar que en aquellos momentos pensaba que esos papeles a duras penas merecían lo que nos había costado conseguirlos. Ni remotamente se me había pasado por la cabeza que mi integridad personal pudiera estar en peligro. Recuerdo que el empleado al que nos habíamos dirigido tomó nota en un libro enorme, que supongo que debe de estar todavía en aquel despacho. No tengo la menor duda de que consultar las entradas de finales de marzo o principios de abril bastaría para satisfacer a los incrédulos, al menos en lo relativo a esa transacción en concreto.

Con la prueba de que era libre en mi poder, al día siguiente de haber llegado a Nueva York cruzamos en ferry hasta la ciudad de Jersey y nos pusimos en camino hacia Filadelfia, donde nos quedamos una noche, y, a primera hora de la mañana siguiente, seguimos nuestro viaje hasta Baltimore. Llegamos a esta ciudad a la hora prevista y nos dirigimos a un hotel cercano a la estación del tren que no sé si gestionaba un tal señor Rathbone o se lo conocía como Rathbone House. Durante todo el camino desde Nueva York, la impaciencia de mis acompañantes por llegar al circo parecía cada vez mayor. Dejamos el carruaje en Baltimore, nos metimos en un vagón de tren y seguimos hasta Washington, adonde llegamos justo al anochecer, la víspera del funeral del general Harrison, y nos alojamos en el hotel Gadsby, en Pennsylvania Avenue.

Después de cenar me pidieron que fuera a su habitación, me pagaron cuarenta y tres dólares, una cantidad mayor de la que me correspondía, y me dijeron que aquel gesto de generosidad respondía al hecho de no haber hecho tantos espectáculos en nuestro viaje desde Saratoga como yo habría esperado. Además, me informaron de que la compañía circense tenía la intención de marcharse de Washington al día siguiente, pero, debido al funeral, habían decidido quedarse un día más. Fueron extremadamente amables, como lo habían sido desde el primer momento en que hablamos. No perdían ocasión de darme la razón en todo lo que decía, y también yo estaba muy predispuesto en su favor. Les concedí mi confianza sin reservas, y de buen grado habría creído casi cualquier cosa que me hubieran dicho. Su manera de dirigirse a mí y de tratarme —el hecho de que fueran previsores y sugirieran la idea de los papeles de libertad y otros cientos de pequeños detalles que no es necesario repetir— indicaba que eran amigos y que se preocupaban sinceramente por mi bienestar. Ahora sé que no era así. Ahora sé que fueron culpables de la terrible crueldad de la que entonces los creí inocentes. Los que lean estas páginas tendrán ocasión de determinar, exactamente igual que yo, si fueron cómplices de mis desgracias —hábiles e inhumanos monstruos con aspecto humano— y me lanzaron el anzuelo intencionadamente para alejarme de mi casa y mi familia por dinero. Si hubieran sido inocentes, mi repentina desaparición habría sido inexplicable, pero, por más vueltas que le doy a todas las circunstancias que se produjeron, en ningún caso puedo concederles tan caritativa suposición.

Después de darme el dinero, que parecían tener en abundancia, me aconsejaron que no saliera aquella noche, dado que no estaba familiarizado con las costumbres de la ciudad. Les prometí recordar su consejo, me marché y poco después un sirviente de color me acompañó a un dormitorio en la parte trasera del hotel, en la planta baja. Me tumbé a descansar pensando en mi casa, mi mujer y mis hijos, y en la larga distancia que nos separaba, hasta que me quedé dormido. Pero ningún ángel bueno y piadoso acudió invitándome a escapar, ninguna voz misericordiosa me advirtió en sueños de las duras pruebas por las que estaba a punto de pasar.

Al día siguiente se celebró un gran desfile en Washington. El aire se llenó de rugidos de cañones y tañidos de campanas. En las casas colgaban crespones y las calles estaban atestadas de gente vestida de negro. A medida que transcurría el día, la procesión apareció, avanzando muy despacio por la avenida, carruaje tras carruaje, en larga sucesión, mientras miles y miles de personas la seguían a pie, moviéndose al compás de la melancólica música. Llevaban el cuerpo de Harrison a la tumba.

Desde primera hora de la mañana estuve con Hamilton y Brown. Eran las únicas personas que conocía en Washington. Estuvimos juntos mientras pasaba el desfile fúnebre. Recuerdo perfectamente que el cristal de la ventana estaba a punto de romperse y caer en pedazos al suelo cada vez que el cañón del cementerio lanzaba un disparo. Fuimos al Capitolio y paseamos un buen rato por los alrededores. Por la tarde fueron a dar una vuelta por la casa del presidente, conmigo siempre a su lado, mostrándome diversos lugares de interés. Aún no había visto ningún circo. De hecho, el día había sido tan agitado que apenas había pensado en el circo, por no decir que no había pensado en absoluto en él.

Aquella tarde mis amigos entraron varias veces en bares y pidieron licores, aunque, por lo que había visto, no tenían por costumbre cometer excesos. En aquella ocasión, tras servirse a sí mismos, llenaban un vaso y me lo ofrecían. Yo no me emborraché, como se deducirá por lo que sucedió a continuación. A última hora de la tarde, poco después de haber participado en una de aquellas rondas, empecé a sentirme muy mal, muy mareado. Comenzó a dolerme la cabeza, un dolor intenso que me dejaba embotado, indescriptiblemente desagradable. Cuando me senté a cenar no tenía hambre. La visión y el sabor de la comida me producían náuseas. Por la noche, el mismo sirviente me acompañó a la habitación en la que había dormido la noche anterior. Brown y Hamilton me aconsejaron que me retirara, se compadecieron de mí amablemente y me expresaron su deseo de que me encontrara mejor por la mañana. Me quité solo el abrigo y las botas, y me dejé caer en la cama. Me resultaba imposible dormir. El dolor de cabeza era cada vez más intenso, hasta que se hizo casi insoportable. Al rato empecé a tener sed. Sentía los labios resecos. Solo podía pensar en agua, en lagos y ríos fluyendo, en arroyos en los que me había detenido a beber y en un cubo lleno de agua alzándose con su fresco néctar desde las profundidades de un pozo. Por lo que recuerdo, hacia la medianoche me levanté, porque ya no podía aguantar más aquella sed. Como no conocía el hotel, nada sabía de su distribución. Observé que no había nadie levantado. A tientas y al azar, sin saber por dónde iba, al final encontré una cocina, en el sótano. Dos o tres sirvientes de color iban de un lado a otro, y uno de ellos, una mujer, me ofreció dos vasos de agua. Me alivió momentáneamente, pero en cuanto llegué de nuevo a mi habitación volví a sentir el mismo deseo ardiente de beber, la misma sed que me atormentaba. Me torturaba incluso más que antes, y lo mismo sucedía con el salvaje dolor de cabeza, si es que tal cosa podía ser. ¡Estaba angustiado y doliente, en la más insoportable agonía! ¡Creí que iba a volverme loco! El recuerdo de aquella noche de horrible sufrimiento me acompañará hasta la tumba.

Aproximadamente una hora después de que volviera de la cocina, sentí que alguien entraba en mi habitación. Parecían ser varios —una mezcla de varias voces—, pero no sabría decir cuántos ni quiénes eran. Sería una mera conjetura aventurar si Brown y Hamilton estaban entre ellos. Lo único que recuerdo con absoluta claridad es que me dijeron que había que llevarme al médico para buscar medicamentos, que me calcé las botas y, sin ponerme el abrigo ni el sombrero, los seguí por un largo pasillo hasta la puerta de la calle, que daba a una esquina de la Pennsylvania Avenue. Al otro lado de la calle se veía una ventana con la luz encendida. Me da la impresión de que había tres personas conmigo, aunque todo es indefinido y vago, como el recuerdo de un doloroso sueño. Lo último que se grabó en mi memoria es que me dirigí hacia aquella luz, que suponía que procedía de la consulta de un médico y que parecía retroceder a medida que yo avanzaba. A partir de aquel momento perdí la conciencia. No sé cuánto tiempo pasé inconsciente, si fue solo aquella noche o muchos días con sus noches, pero cuando recuperé el conocimiento, me encontré solo, en la más absoluta oscuridad y encadenado.

El dolor de cabeza prácticamente había desaparecido, pero me sentía muy débil. Estaba sentado en un banco bajo de duros tablones, sin abrigo y sin sombrero. Me habían esposado. Tenía también pesados grilletes alrededor de los tobillos. Un extremo de la cadena estaba atado a una gran argolla en el suelo, y el otro, a los grilletes de mis tobillos. Intenté en vano ponerme en pie. Como acababa de despertarme de un trance tan doloroso, necesitaba algo de tiempo para ordenar mis pensamientos. ¿Dónde estaba? ¿Qué significaban aquellas cadenas? ¿Dónde estaban Brown y Hamilton? ¿Qué había hecho para merecer que me encerraran en aquel calabozo? No lo entendía. Ningún rincón de mi memoria lograba recordar lo que había sucedido durante un período de tiempo indefinido, antes de despertarme en aquel solitario lugar. Estaba en blanco. Escuché con atención en busca de algún indicio de vida, algún sonido, pero nada rompía el opresivo silencio, salvo el tintineo de mis cadenas cada vez que conseguía moverme. Hablé en voz alta, pero el sonido de mi propia voz me asustó. Me metí las manos en los bolsillos hasta donde los grilletes me lo permitían, en cualquier caso lo bastante hondo para asegurarme de que me habían robado no solo la libertad, sino también el dinero y los papeles. Entonces empezó a abrirse camino en mi mente la idea, en un principio débil y confusa, de que me habían secuestrado. Pero pensé que era inverosímil. Debía de ser un malentendido, un lamentable error. No era posible que a un ciudadano libre de Nueva York, que no había hecho daño a nadie ni violado ninguna ley, se le tratara con tanta crueldad. Sin embargo, cuanto más pensaba en mi situación, más confirmaba mis sospechas. Sin duda, era una idea desoladora. Sentía que el hombre era un ser insensible y despiadado en el que no se podía confiar. Me encomendé al Dios de los oprimidos, me cubrí la cara con las manos encadenadas y lloré amargamente.

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