Doce años de esclavitud

Doce años de esclavitud


Capítulo V

Página 8 de 30

V

LA LLEGADA A NORFOLK – FREDERICK Y MARIA – ARTHUR, EL HOMBRE LIBRE – ME LLAMAN EL MAYORDOMO – JIM, CUFFEE Y JENNY – LA TORMENTA – LOS BANCOS DE BAHAMAS – LA CALMA – LA CONSPIRACIÓN – LA BARCA – LA VIRUELA – LA MUERTE DE ROBERT – MANNING, EL MARINERO – EL ENCUENTRO EN LOS CAMAROTES DE PROA – LA CARTA – LA LLEGADA A NUEVA ORLEANS – EL RESCATE DE ARTHUR – THEOPHILUS FREEMAN, EL CONSIGNATARIO – PLATT – LA PRIMERA NOCHE EN EL CORRAL DE ESCLAVOS DE NUEVA ORLEANS

Cuando ya habíamos embarcado todos, el bergantín Orleans empezó a descender el río James. Pasamos por la bahía de Chesapeake y al día siguiente llegamos a la ciudad de Norfolk. Mientras estábamos anclados, una barcaza procedente de la ciudad se acercó a nosotros y nos dejó a cuatro esclavos más. Frederick, un chico de dieciocho años, que ya había nacido esclavo, al igual que Henry, unos años mayor. Ambos se habían criado en la ciudad y se habían dedicado a labores domésticas. Maria era una chica de color bastante elegante, de modales impecables, pero ignorante y sumamente superficial. Le gustaba la idea de ir a Nueva Orleans y tenía una elevada y extravagante opinión de sus atractivos personales. Dijo a sus compañeros, en tono altivo, que no tenía la menor duda de que en cuanto llegáramos a Nueva Orleans algún soltero rico y con buen gusto la compraría.

Pero el más destacable de los cuatro era un hombre llamado Arthur. Mientras la barcaza se acercaba, forcejeaba tenazmente con sus guardianes, que tuvieron que emplear todas sus fuerzas para arrastrarlo al bergantín. Protestaba a gritos del trato que estaba recibiendo y exigía que lo liberaran. Tenía la cara hinchada, llena de heridas y moratones, y parte de ella en carne viva. Lo metieron a toda prisa en la bodega por la escotilla. Me enteré de su historia a grandes rasgos mientras se peleaba con sus guardianes, pero poco después me la contó con detalle, y era la siguiente: llevaba mucho tiempo viviendo en Norfolk y era libre. Su familia vivía también en esta ciudad, y él era albañil. Una noche en que se había retrasado, cosa poco frecuente en él, volvía tarde a su casa, en las afueras de la ciudad, cuando en una calle poco transitada le atacó un grupo de personas. Peleó hasta quedarse sin fuerzas. Al final, vencido, lo amordazaron, lo ataron con cuerdas y lo golpearon hasta que perdió el conocimiento. Durante unos días lo escondieron en el corral de esclavos de Norfolk, al parecer un lugar muy conocido en las ciudades del sur. La noche anterior lo habían sacado y trasladado a la barcaza, que había esperado nuestra llegada a cierta distancia de la costa. Durante un tiempo siguió protestando y no había manera de hacerlo callar, pero al final guardó silencio. Se quedó triste y pensativo, como si estuviera planteándose qué hacer. En la expresión determinada de aquel hombre había algo que sugería la desesperación.

Tras nuestra marcha de Norfolk nos quitaron las esposas y durante el día nos permitían quedarnos en cubierta. El capitán eligió a Robert como su camarero, y a mí me destinaron a supervisar el departamento de cocina y la distribución de comida y agua. Tenía tres ayudantes: Jim, Cuffee y Jenny. Jenny se ocupaba de preparar el café, que consistía en harina de maíz chamuscada en un bote, hervida y endulzada con melaza. Jim y Cuffee hacían las tortitas y cocían el beicon.

De pie frente a una mesa, formada por un gran tablón apoyado en barriles, corté y serví a cada uno un trozo de carne, una tortita de maíz y también una taza de café del bote de Jenny. Aunque servíamos la comida en platos, los oscuros dedos sustituían a los tenedores y los cuchillos. Jim y Cuffee eran muy prudentes y prestaban atención a lo que hacían, porque de alguna manera se sentían halagados por su cargo de ayudantes de cocina y sin duda consideraban que cargaban con una gran responsabilidad. A mí me llamaban el mayordomo, nombre que me puso el capitán.

Daban de comer a los esclavos dos veces al día, a las diez de la mañana y a las cinco de tarde, y siempre recibían el mismo tipo de comida, la misma cantidad y de la misma manera que he descrito anteriormente. Por la noche nos metían en la bodega y cerraban la trampilla.

Apenas habíamos dejado de avistar tierra cuando nos sorprendió una furiosa tormenta. El bergantín se inclinaba tanto de un lado a otro que temimos que se hundiera. Algunos se mareaban, otros se arrodillaban a rezar y otros se agarraban entre sí, paralizados por el miedo. Los mareos convirtieron el espacio en el que estábamos confinados en un lugar asqueroso y repugnante. A la mayoría de nosotros nos habría gustado —y habría evitado la agonía de cientos de latigazos, y en último término de lamentables muertes— que aquel día el compasivo mar nos hubiera arrancado de las garras de aquellos despiadados. La idea de Randall y la pequeña Emmy hundiéndose entre los monstruos de las profundidades marinas es una imagen mucho más grata que pensar en ellos como están ahora, quizá llevando una vida de trabajo duro y no remunerado.

Cuando avistamos los bancos de Bahamas, en un lugar llamado cayo Brújula o el Agujero del Muro, la tormenta amainó durante tres días. Apenas circulaba una brizna de aire. Las aguas del golfo ofrecían un aspecto extrañamente blanquecino, como agua con cal.

A estas alturas de mi historia relataré algo que sucedió y que no puedo evitar recordar con cierta sensación de arrepentimiento. Doy gracias a Dios, que me ha permitido escapar de las cadenas de la esclavitud, porque, gracias a su misericordiosa intercesión, evité mancharme las manos con la sangre de sus criaturas. Espero que los que nunca han estado en circunstancias similares a las mías no me juzguen con excesiva severidad. Mientras no los hayan encadenado y golpeado, mientras no se encuentren en la situación en la que yo he estado, arrancado de mi casa y mi familia y arrastrado hasta una tierra de esclavos, que se abstengan de decir lo que nunca harían por la libertad. No es necesario ahora especular hasta qué punto, tanto para Dios como para los hombres, habría tenido razones más que justificadas. Baste con decir que puedo felicitarme por el inofensivo final de una cuestión que durante un tiempo amenazó con concluir con graves resultados.

Hacia la noche del primer día de calma, Arthur y yo nos sentamos a proa, junto al molinete, y nos pusimos a charlar sobre el destino que probablemente nos esperaba y a lamentarnos de nuestras desgracias. Arthur decía, y yo estaba de acuerdo con él, que la muerte era mucho menos terrible que las perspectivas de vida que teníamos ante nosotros. Hablamos mucho rato de nuestros hijos, de nuestra vida pasada y de las posibilidades de escapar. Uno de nosotros propuso que nos apoderáramos del bergantín. Contemplamos la posibilidad, si lo hacíamos, de llegar al puerto de Nueva York. Yo sabía poco de brújulas, pero consideramos la idea de arriesgarnos a intentarlo. Sopesamos los pros y los contras de enfrentarnos a la tripulación. Hablamos una y otra vez de en quién podíamos confiar y en quién no, y de la hora y la forma adecuadas para llevar a cabo el ataque. Empecé a albergar esperanzas en cuanto surgió la propuesta. No dejaba de darle vueltas. Cuanto mayores eran las dificultades, más nos aferrábamos a la idea de que podíamos conseguirlo. Mientras los demás dormían, Arthur y yo madurábamos nuestros planes. Al final, con suma precaución, pusimos al corriente de nuestras intenciones a Robert, que las aprobó de inmediato y se sumó a la conspiración con gran entusiasmo. No nos atrevíamos a confiar en ningún otro esclavo. Como han crecido entre el miedo y la ignorancia, se rebajan ante la mirada de un blanco hasta extremos inimaginables. No era seguro confiar tan audaz secreto a ninguno de ellos, y al final los tres decidimos asumir nosotros solos la temeraria responsabilidad de intentarlo.

Por la noche, como he dicho, nos metían en la bodega y cerraban la trampilla. La primera dificultad que se nos presentaba era cómo llegar a la cubierta. Sin embargo, a proa del barco había observado una barca colocada boca abajo. Se me ocurrió que si nos escondíamos debajo, no nos echarían en falta por la noche, cuando metieran a todos los esclavos en la bodega. Me eligieron a mí para hacer la prueba y asegurarnos de que era viable. Así que la noche siguiente, después de cenar, esperé una oportunidad y corrí a meterme debajo de la barca. Pegando la cara a la cubierta veía lo que sucedía a mi alrededor, pero nadie me veía a mí. Por la mañana, cuando los esclavos subieron de la bodega, me deslicé de mi escondite sin que nadie se diera cuenta. El resultado fue totalmente satisfactorio.

El capitán y el oficial dormían en el camarote del primero. Gracias a que Robert, como camarero, tenía muchas ocasiones de ver aquella cabina, determinamos la posición exacta de las dos literas. Nos informó, además, de que en la mesa había siempre dos pistolas y un machete. El cocinero de la tripulación dormía en cubierta, en la cocina, una especie de vehículo sobre ruedas que podía moverse según fuera necesario, mientras que los marineros, que eran solo seis, dormían en los camarotes de proa o en hamacas colgadas entre las jarcias.

Terminamos por fin con los preparativos. Arthur y yo nos colaríamos sin hacer ruido en el camarote del capitán, nos apoderaríamos de las pistolas y el machete, y eliminaríamos lo más rápido posible tanto al capitán como al oficial. Robert se quedaría en la puerta de la cubierta por la que había que pasar para llegar al camarote con un palo, y, en caso de necesidad, mantendría a raya a los marineros hasta que pudiéramos correr a ayudarlo. Entonces procederíamos como exigieran las circunstancias. Si el ataque era tan rápido y exitoso como para que no encontráramos resistencia, la trampilla se quedaría cerrada. En caso contrario, haríamos subir a los esclavos, y entre la multitud, las prisas y la confusión, estábamos decididos a recuperar la libertad o perder la vida. Yo tendría que asumir el puesto de piloto, para el que apenas estaba preparado, virar hacia el norte y confiar en que algún viento feliz nos llevara a la tierra de la libertad.

El oficial se llamaba Biddee, y el capitán, ahora no lo recuerdo, aunque rara vez olvido un nombre. El capitán era bajito, elegante, muy erguido y rápido, de porte orgulloso. Parecía la personificación del valor. Si sigue vivo y estas páginas llegan a sus manos, se enterará de un episodio de un viaje del bergantín de Richmond a Nueva Orleans en 1841 que no aparece en su cuaderno de bitácora.

Estábamos preparados y esperando impacientes la oportunidad de poner en práctica nuestros planes cuando un triste e imprevisto acontecimiento los frustró. Robert cayó enfermo. No tardaron en comunicarnos que había cogido la viruela. Se puso cada vez peor y, cuatro días antes de que llegáramos a Nueva Orleans, murió. Un marinero lo envolvió en su manta, con una gran piedra del lastre en los pies, lo amarró, lo colocó en una trampilla, que elevó con jarcias por encima de la barandilla, y lanzó el cuerpo sin vida del pobre Robert a las blanquecinas aguas del golfo.

El brote de viruela nos aterrorizó a todos. El capitán ordenó que esparcieran cal por la bodega y que se tomaran otras precauciones. Sin embargo, la muerte de Robert y la presencia de la enfermedad me entristecieron tanto que contemplaba la gran extensión de agua totalmente desconsolado.

Una noche o dos después de la muerte de Robert, estaba apoyado en la escotilla, junto a los camarotes de proa, pensando en mis cosas con gran desánimo, cuando un marinero me preguntó en tono amable por qué estaba tan abatido. El tono y las maneras de aquel hombre me tranquilizaron, de modo que le contesté que porque era libre y me habían secuestrado. Me comentó que era razón suficiente para que cualquiera se sintiera abatido y siguió preguntándome hasta ponerse al corriente de los detalles de mi historia. Era evidente que se interesaba mucho por mí, y, con la forma de hablar directa de un marinero, me juró que haría cuanto estuviera en su mano para ayudarme, aunque lo molieran a palos. Le pedí que me trajera una pluma, tinta y papel para escribir a unos amigos. Me prometió conseguirlo, aunque yo me preguntaba cómo iba a utilizarlo sin que me descubrieran. Si lograba meterme en los camarotes de proa cuando él hubiera terminado su turno, mientras los demás marineros dormían, quizá lo lograría. Al momento me vino a la mente la barca. El marinero creía que estábamos cerca de Baliza, en la desembocadura del Mississippi, así que no podía tardar en escribir la carta si no quería perder la oportunidad. Por tanto, tal como habíamos planeado, la noche siguiente logré volver a esconderme debajo de la barca. Su turno terminó a las doce. Lo vi entrar en los camarotes de proa, y aproximadamente una hora después seguí sus pasos. Estaba cabeceando sobre una mesa, medio dormido. En la mesa titilaba pálidamente una lámpara y había además una pluma y una hoja de papel. En cuanto entré, se incorporó, me indicó con un gesto que me sentara a su lado y señaló la hoja de papel. Dirigí la carta a Henry B. Northup, de Sandy Hill, explicándole que me habían secuestrado, que estaba a bordo del bergantín Orleans, rumbo a Nueva Orleans, y que me era imposible adivinar mi destino final. Le pedí que tomara medidas para rescatarme. Sellé la carta, y Manning, que la había leído, me prometió depositarla en la oficina de correos de Nueva Orleans. Volví a esconderme a toda prisa debajo de la barca y, por la mañana, cuando los esclavos habían subido a cubierta y andaban por allí, salí sin que nadie se diera cuenta y me mezclé entre ellos.

Mi buen amigo, que se llamaba John Manning, había nacido en Inglaterra y era el marinero más noble y generoso que ha pisado una cubierta jamás. Había vivido en Boston. Era alto, corpulento, tenía unos veinticuatro años y la cara picada de viruelas, aunque de expresión bondadosa.

Nada alteró la monotonía de la vida diaria hasta que llegamos a Nueva Orleans. Al alcanzar el muelle, antes de que hubieran amarrado el barco, vi a Manning saltando a tierra y corriendo hacia la ciudad. Mientras se ponía en camino giró la cabeza y me lanzó una mirada cómplice para que entendiera adónde iba. Al rato volvió y, al pasar junto a mí, me dio un ligero codazo y me guiñó un ojo, como diciéndome que todo había ido bien.

Tiempo después me enteré de que la carta llegó a Sandy Hill. El señor Northup se desplazó a Albany y se la mostró al gobernador Seward, pero, al no ofrecer información definitiva sobre el lugar en el que podía estar, en aquellos momentos no se juzgó aconsejable decretar medidas para que se me liberara. Se decidió aplazarlas con la esperanza de recabar información sobre mi paradero.

Presencié una feliz y conmovedora escena nada más llegar al muelle. Mientras Manning bajaba del bergantín camino a la oficina de correos, llegaron dos hombres y llamaron a gritos a Arthur, que, al reconocerlos, se volvió loco de contento. Poco faltó para que saltara del barco. Y, poco después, cuando se reunieron por fin, les dio un larguísimo apretón de manos. Eran de Norfolk y habían llegado a Nueva Orleans a rescatarlo. Le informaron de que sus secuestradores habían sido arrestados y encerrados en la cárcel de Norfolk. Hablaron un momento con el capitán y luego se marcharon con el feliz Arthur.

Pero entre la multitud que se apiñaba en el muelle no había nadie que me conociera y se preocupara por mí. Nadie. Ninguna voz conocida me dio la bienvenida y no había una sola cara que hubiera visto alguna vez. Arthur no tardaría en reunirse con su familia y en tener la satisfacción de vengarse del daño que le habían hecho, pero ¿llegaría yo a volver a ver a mi familia? Estaba sumamente desolado, desesperado y apesadumbrado por no haber acabado también yo, como Robert, en el fondo del mar.

No tardaron en llegar a bordo comerciantes de esclavos y consignatarios. Uno de ellos, un hombre alto, de rostro alargado, delgado y algo encorvado, se presentó con un papel en la mano. Se le asignó el grupo de Burch, formado por mí mismo, Eliza y sus hijos, Harry, Lethe y algunos otros que se unieron a nosotros en Richmond. Este caballero era el señor Theophilus Freeman. Echó un vistazo al papel y llamó a un tal Platt. Nadie contestó. Lo repitió varias veces, pero siguió sin recibir respuesta. Luego llamó a Lethe, Eliza y Harry, hasta que terminó la lista, y cada uno daba un paso adelante cuando decía su nombre.

—Capitán, ¿dónde está Platt? —preguntó Theophilus Freeman.

El capitán no supo qué decirle, puesto que nadie en el barco respondía a aquel apellido.

—¿Quién embarcó a este negro? —volvió a preguntar al capitán señalándome a mí.

—Burch —le contestó el capitán.

—Te apellidas Platt. Coincides con mi descripción. ¿Por qué no das un paso adelante? —me preguntó enfadado.

Le informé de que no era ese mi apellido, que jamás me había llamado así, pero que no habría tenido inconveniente si lo hubiera sabido.

—Bien, ya te enseñaré yo cómo te llamas —me dijo—, y así seguro que no se te olvida, por todos los… —añadió.

El señor Theophilus Freeman, por cierto, no iba a la zaga de su socio, Burch, en materia de blasfemias. En el barco me habían llamado «el mayordomo», y era la primera vez que oía a alguien llamarme Platt, el apellido que Burch había dado a su consignatario. Desde el barco veía el grupo de prisioneros encadenados trabajando en el dique. Pasamos junto a ellos mientras nos llevaban al corral de esclavos de Freeman, una cárcel muy similar a la de Goodin, en Richmond, salvo que el patio no estaba rodeado de un muro de ladrillos, sino de tablones en posición vertical y con el extremo puntiagudo.

En aquella cárcel había como mínimo cincuenta esclavos, incluyéndonos a nosotros. Dejamos las mantas en una caseta del patio, nos llamaron para comer y nos permitieron pasear por el cercado hasta la noche, momento en que nos envolvimos en las mantas y nos tumbamos bajo el cobertizo, o en el altillo, o el patio, como cada uno prefiriera.

Aquella noche apenas pegué ojo. No dejaba de pensar. ¿Era posible que estuviera a miles de millas de mi casa, que me hubieran llevado por las calles como a un estúpido animal, que me hubieran encadenado y pegado sin piedad, que incluso formara parte de una manada de esclavos? ¿Era de verdad real lo acontecido aquellas últimas semanas? ¿O sencillamente estaba pasando por las lúgubres fases de un largo sueño sin fin? No era una ilusión. Mi vaso de dolor estaba a punto de derramarse. Entonces alcé las manos hacia Dios y, en la penumbra de la noche, rodeado de mis compañeros, que dormían, pedí piedad para el pobre y abandonado cautivo. Al Padre Todopoderoso de todos nosotros —los libres y los esclavos— le vertí las súplicas de un espíritu destrozado y le imploré fuerzas para sobrellevar la carga de mis problemas hasta que la luz de la mañana despertó a los que dormían y trajo consigo otro día de esclavitud.

Ir a la siguiente página

Report Page