Doce años de esclavitud
Capítulo VI
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VI
EL NEGOCIO DE FREEMAN – LA HIGIENE Y LA ROPA – EL ADIESTRAMIENTO EN LA SALA DE VENTAS – EL BAILE – BOB, EL VIOLINISTA – LA LLEGADA DE LOS CLIENTES – EXAMINANDO A ESCLAVOS – EL VIEJO CABALLERO DE NUEVA ORLEANS – LA VENTA DE DAVID, CAROLINE Y LETHE – LA SEPARACIÓN DE RANDALL Y ELIZA – LA VIRUELA – EL HOSPITAL – LA RECUPERACIÓN Y EL REGRESO AL CORRAL DE ESCLAVOS DE FREEMAN – EL COMPRADOR DE ELIZA, HARRY Y PLATT – LA AGONÍA DE ELIZA AL SEPARARSE DE LA PEQUEÑA EMILY
El amabilísimo y piadoso señor Theophilus Freeman, socio o consignatario de James H. Burch y dueño del corral de esclavos de Nueva Orleans, se presentó por la mañana temprano ante sus animales. Con alguna patada a los hombres y las mujeres más mayores, y un agudo chasquido del látigo junto al oído de los más jóvenes, los esclavos no tardaron en despertarse de golpe y levantarse. El señor Theophilus Freeman se afanaba en preparar la finca para la venta, sin duda con la intención de hacer aquel día un negocio redondo.
Lo primero que nos pidió fue que nos laváramos a conciencia y que los que llevaran barba se la afeitaran. Luego nos dio un traje nuevo a cada uno, barato pero limpio. Los hombres se pusieron sombrero, abrigo, camisa, pantalones y zapatos. Las mujeres, un vestido de calicó y un pañuelo en la cabeza. Nos llevó después a una gran sala en la parte delantera del edificio, unida al patio, para prepararnos antes de que llegaran los clientes. Los hombres se situaron a un lado de la sala y las mujeres al otro. Colocó al más alto el primero de la fila, acto seguido al siguiente, y así sucesivamente, por orden de altura. Emily quedó al final de la fila de las mujeres. Freeman nos ordenó que recordáramos nuestra posición y nos pidió encarecidamente —unas veces en tono amenazante y otras, esgrimiendo diversos incentivos— que mostráramos un aspecto elegante y animado. A lo largo del día nos adiestró en el arte de «parecer elegantes» y de volver a nuestro sitio con exacta precisión.
Por la tarde, después de comer, nos colocó de nuevo y nos hizo bailar. Bob, un chico de color que pertenecía a Freeman desde hacía un tiempo, tocaba el violín. Me acerqué a él y me atreví a preguntarle si conocía la canción «Virginia Reel». Me contestó que no y me preguntó si yo sabía tocar. Al responderle afirmativamente, me pasó el violín. Toqué la canción hasta el final. Freeman me ordenó que siguiera tocando y pareció muy complacido. Le dijo a Bob que tocaba mucho mejor que él, observación que entristeció mucho a mi compañero músico.
Al día siguiente llamaron muchos clientes para echar un vistazo a la «nueva remesa» de Freeman, que, más hablador que nunca, no perdía ocasión de comentar nuestros puntos fuertes y nuestras cualidades. Nos hacía levantar la cabeza y andar a toda prisa de un lado a otro, y los clientes nos tocaban las manos, los brazos y el cuerpo, nos daban media vuelta, nos preguntaban qué sabíamos hacer, nos pedían que abriéramos la boca y les mostráramos los dientes, exactamente igual que un jinete que examina un caballo que quiere comprar o intercambiar por otro. De vez en cuando se llevaban a un hombre o una mujer a la caseta del patio, lo desnudaban y lo inspeccionaban con más detenimiento aún. Las cicatrices en la espalda de un esclavo se consideraban indicio de que era rebelde e incontrolable, lo que dificultaba su venta.
Un señor mayor, que dijo que buscaba a un conductor de carruajes, pareció encapricharse de mí. Por su conversación con Freeman me enteré de que vivía en la ciudad. Deseaba que me comprara, porque pensaba que no me resultaría difícil escapar de Nueva Orleans en algún barco con rumbo al norte. Freeman le pidió mil quinientos dólares. El anciano insistió en que era demasiado, porque los tiempos eran duros, pero Freeman le aseguró que yo estaba en perfecto estado y sano, que era de buena constitución e inteligente. Además, insistió en mi talento musical. El caballero replicó hábilmente que no veía nada del otro mundo en aquel negro y, al final, para mi desgracia, se marchó diciendo que ya volvería. No obstante, aquel día se cerraron bastantes ventas. El dueño de una plantación compró a David y Caroline, que se marcharon con una amplia sonrisa y muy animados por el hecho de que no los hubieran separado. A Lethe la vendieron al dueño de una plantación de Baton Rouge y se la llevaron con los ojos llenos de ira.
Este mismo comprador se quedó también con Randall. Obligaron al pequeño a saltar, correr y alguna otra cosa para mostrar que era activo y estaba en buenas condiciones. Mientras negociaban, Eliza lloraba ruidosamente y se retorcía las manos. Suplicó al hombre que no lo comprara, a menos que se quedara también con Emily y con ella. Le prometió que, en ese caso, sería la esclava más fiel del mundo. El hombre le contestó que no podía permitírselo, y entonces a Eliza le dieron espasmos de dolor y lloró lastimeramente. Freeman se volvió hacia ella con gesto salvaje, levantó la mano que empuñaba el látigo y le ordenó que dejara de hacer ruido si no quería que la azotara. No quería más quejas ni lloriqueos, y si no se callaba de inmediato, la llevaría al patio y le daría cien latigazos. Sí, le quitaría la tontería en el acto… si no, maldita sea… Eliza se encogió ante él y trató de enjugarse las lágrimas, pero fue en vano. Le dijo que quería estar con sus hijos el poco tiempo que le quedara de vida. Ni las malas caras ni las amenazas de Freeman lograron silenciar del todo a la afligida madre. Siguió implorándoles y suplicándoles con gran dolor que no los separaran. Les dijo una y otra vez lo mucho que quería a su hijo. Una y mil veces repitió sus promesas: que sería fiel y obediente, y que trabajaría duro día y noche, hasta el último segundo de su vida, si los compraba a los tres. Pero fue inútil, porque el hombre no podía permitírselo. Llegaron a un acuerdo y Randall tenía que marcharse solo. Entonces Eliza corrió hacia él, lo abrazó apasionadamente, lo besó una y otra vez y le pidió que no la olvidara mientras las lágrimas se deslizaban por el rostro del niño como gotas de lluvia.
Freeman la insultó, la llamó llorica y zorra gritona, y le ordenó que volviera a su sitio y se comportara como una persona decente. Le juró que no aguantaría aquel espectáculo ni un minuto más, que iba a darle razones para llorar si no se andaba con cuidado, que dependía de ella.
El dueño de la plantación de Baton Rouge estaba listo para marcharse con sus nuevas adquisiciones.
—No llores, mamá. Seré bueno. No llores —dijo Randall, volviéndose, mientras salía por la puerta.
Solo Dios sabe qué ha sido del chico. Sin duda, fue una escena triste. Yo mismo habría llorado si me hubiera atrevido.
Aquella noche, casi todos los que habíamos llegado en el bergantín Orleans caímos enfermos. Sentíamos fuertes dolores de cabeza y de espalda. La pequeña Emily no dejaba de llorar, cosa rara en ella. Por la mañana llamaron a un médico, pero no supo determinar la naturaleza de nuestros dolores. Mientras me examinaba a mí y me preguntaba por los síntomas, le dije que creía que se trataba de un brote de viruela, y le comenté que lo creía porque Robert había muerto a consecuencia de esta enfermedad. El médico pensó que efectivamente podía ser viruela y decidió llamar al médico jefe del hospital. Al rato llegó el médico jefe, un hombre bajito y de pelo claro al que llamaban doctor Carr. Dictaminó que era viruela, lo que disparó la alarma en todo el patio. Poco después de que el doctor Carr se hubiera marchado, a Eliza, Emmy, Harry y a mí nos metieron en un carruaje y nos llevaron al hospital, un gran edificio de mármol blanco a las afueras de la ciudad. A Harry y a mí nos llevaron a una habitación de las plantas superiores. Me puse muy enfermo. Durante tres días estuve totalmente ciego. Un día, tumbado en la cama en este estado, entró Bob y le dijo al doctor Carr que Freeman lo había enviado a preguntar cómo estábamos. El médico le contestó que le dijera que Platt estaba muy mal, pero que si aguantaba hasta las nueve de la noche, tal vez me recuperara.
Creí que iba a morir. Aunque en mis perspectivas de futuro había poco por lo que mereciera la pena vivir, la cercanía de la muerte me horrorizó. Pensé que podría resignarme a perder la vida lejos de mi familia, pero me atormentaba la idea de morir en medio de extraños, en aquellas circunstancias.
En el hospital había muchos enfermos, de ambos sexos y de todas las edades. En la parte de atrás del edificio se fabricaban ataúdes. Cuando alguien moría, sonaba una campana, una señal para que el empleado de la funeraria fuera a llevarse el cuerpo al cementerio. Muchas veces, a lo largo del día y la noche, la campana lanzaba su melancólico tañido anunciando otra muerte, pero no me había llegado la hora. En cuanto superé la crisis, empecé a recuperarme y, dos semanas y dos días después, volví con Harry al corral de esclavos con las marcas de la enfermedad en el rostro, que hoy sigue desfigurado. Al día siguiente regresaron también Eliza y Emily en un carruaje, y volvieron a colocarnos en la sala de ventas para que los compradores nos inspeccionaran y nos examinaran. Seguía albergando la esperanza de que el anciano caballero que buscaba a un conductor de carruajes volviera a llamar, como había prometido, y me comprara. En tal caso, estaba convencido de que no tardaría en recuperar la libertad. Entró un cliente tras otro, pero el anciano caballero no volvió a aparecer.
Al final, estábamos un día en el patio cuando Freeman salió y nos ordenó que nos colocáramos en la gran sala. Al entrar, vimos que había un hombre esperándonos y, como mencionaré a menudo en las páginas siguientes, no estará de más que describa mis primeras impresiones sobre su aspecto y su carácter.
Era un hombre más alto de lo normal, algo encorvado. Era bien parecido y de mediana edad. No había nada repulsivo en su presencia. Es más, su rostro y su tono de voz tenían algo alegre y atractivo. Todo el mundo vio que reunía en sí los más elegantes detalles. Recorrió nuestras filas haciéndonos muchas preguntas, como qué sabíamos hacer y a qué labores estábamos acostumbrados, si creíamos que nos gustaría vivir con él y seríamos buenos chicos si nos compraba, y otras preguntas por el estilo.
Tras inspeccionarnos un poco más y hablar de los precios, al fin ofreció mil dólares por mí, novecientos por Harry y setecientos por Eliza. No sé si la viruela había reducido nuestro valor o por qué motivo Freeman decidió bajar quinientos dólares del precio que había pedido antes por mí. En cualquier caso, después de pensárselo un momento, le contestó que aceptaba la oferta.
Separación de Eliza y su niña. Grabado de la primera edición publicada por Miller, Orton & Mulligan en 1853.
En cuanto Eliza lo oyó, volvió a angustiarse. En aquellos momentos, la enfermedad y el dolor le habían demacrado el rostro, en el que se le marcaban las ojeras. Supondría un alivio para mí pasar por alto la escena siguiente, pero no es posible. La escena me trae recuerdos más tristes y conmovedores de lo que cualquier lengua puede expresar. He visto a madres besando por última vez el rostro de sus hijos muertos. Las he visto mirando la tumba mientras la tierra caía con un sonido sordo sobre sus ataúdes y los apartaba de sus ojos para siempre, pero jamás he visto una muestra de dolor tan intensa, desmesurada y desenfrenada como cuando separaron a Eliza de su hija. Se salió de la fila de las mujeres, corrió hacia Emily y la tomó en brazos. La niña, que notó cierto peligro inminente, se agarró instintivamente con las dos manos al cuello de su madre y apoyó la cabecita en su pecho. Freeman le ordenó severamente que se callara, pero Eliza no le hizo caso. Freeman la sujetó del brazo y tiró de ella de manera brusca, pero Eliza se limitó a aferrarse a su niña. Entonces, con una gran descarga de insultos, le dio un golpe tan despiadado que Eliza se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Ay, con qué dolor suplicó, imploró y rogó que no las separaran. ¿Por qué no las compraban a las dos? ¿Por qué no le permitían quedarse con uno de sus queridos hijos?
—¡Piedad, piedad, amo! —gritaba arrodillada—. Por favor, amo, compre a Emily. No podré trabajar si la apartan de mí. Me moriré.
Freeman volvió a intervenir, pero Eliza no le hizo caso, siguió implorando una y otra vez, repitió que le habían quitado a Randall, que no volvería a verlo, y que ahora era horrible, ¡oh, por Dios!, era horrible, demasiado cruel, apartarla de Emily, de la que se sentía tan orgullosa, su única niñita, demasiado pequeña para sobrevivir sin su madre.
Al final, tras muchas súplicas más, el comprador de Eliza dio un paso adelante, a todas luces conmovido, le dijo a Freeman que compraría a Emily y le preguntó cuánto valía.
—¿Que cuánto vale? ¿Quiere comprarla? —le preguntó a su vez Theophilus Freeman. Y de inmediato contestó a sus propias preguntas—: No voy a venderla. No está en venta.
El cliente comentó que no necesitaba a una niña tan pequeña, que para él no suponía ningún beneficio, pero que, como la madre le tenía tanto cariño, estaba dispuesto a pagar un precio razonable para que no las separaran. No obstante, Freeman hizo oídos sordos a tan humana propuesta. No la vendería a ningún precio. Dijo que sacaría un montón de dinero por ella cuando tuviera unos años más. En Nueva Orleans había más de uno que estaría dispuesto a pagar cinco mil dólares por un ejemplar tan exquisito, hermoso y sofisticado como sería Emily. No, no, no iba a venderla en aquel momento. Era una belleza, una preciosidad, una muñeca, perfectamente sana, no uno de sus negros que recogían algodón, con los labios gruesos y la cabeza de huevo. Si lo era, que se la llevara el diablo.
Cuando Eliza oyó la decisión de Freeman de quedarse con Emily, se puso absolutamente frenética.
—No me marcharé sin ella. No me la quitarán —gritó con razón.
Pero sus gritos se mezclaron con la voz enfadada de Freeman, que le ordenó que se callara.
Entretanto, Harry y yo habíamos salido al patio, habíamos vuelto con nuestras mantas y estábamos en la puerta principal, listos para marcharnos. Nuestro comprador se acercó a nosotros y miró a Eliza con una expresión que indicaba que lamentaba haberla comprado y haberle causado tanto dolor. Esperamos un rato hasta que al final Freeman perdió la paciencia y arrancó violentamente a Emily de su madre mientras ambas se aferraban entre sí con todas sus fuerzas.
—¡No me dejes, mamá, no me dejes! —gritaba la niña mientras Freeman empujaba bruscamente a su madre—. ¡No me dejes, vuelve, mamá! —gritó e imploró, retorciéndose las manos. Pero sus gritos fueron en vano. Salimos del patio y avanzamos por la calle a toda velocidad. Seguíamos oyendo sus gritos llamando a su madre—: ¡Vuelve, no me dejes, vuelve, mamá! —y su voz infantil sonaba cada vez más lejana, se desvanecía gradualmente a medida que aumentaba la distancia que nos separaba de ella, hasta que al final dejamos de oírla.
Eliza no volvió a ver ni a saber nada de Emily y Randall. Sin embargo, no los olvidaba ni de día ni de noche. En el campo de algodón, en la cabaña, siempre y en todas partes, hablaba de ellos, a menudo con ellos, como si en realidad estuvieran presentes. Desde entonces, solo cuando se sumía en esa ilusión o se quedaba dormida encontraba un momento de sosiego.
Como ya he dicho, no era una esclava corriente. A su gran inteligencia natural se sumaba el hecho de poseer conocimientos e información generales sobre muchos temas. Había gozado de oportunidades que se conceden a muy pocos de su oprimida clase. Había crecido con un elevado nivel de vida. Durante muchos años, la libertad, la suya y la de sus hijos, había sido su nube durante el día, y su columna de fuego por la noche. En su peregrinación por el desierto de la esclavitud, al final «ascendió al monte Pisgá» y «contempló la tierra prometida», pero de repente la decepción y la desesperanza se apoderaron de ella. La gloriosa imagen de la libertad se desvaneció de su vista mientras se la llevaban prisionera. Ahora «llora a raudales en la noche, y las lágrimas le surcan las mejillas. La han traicionado todos sus amigos, que se han vuelto sus enemigos».