Doce años de esclavitud
Capítulo VII
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VII
EL VAPOR RODOLPH – LA PARTIDA DE NUEVA ORLEANS – WILLIAM FORD – LA LLEGADA A ALEXANDRIA, JUNTO AL RÍO ROJO – DECISIONES – GREAT PINE WOODS – LAS RESES MESTEÑAS – LA RESIDENCIA DE VERANO DE MARTIN SUMMER – LA CARRETERA DE TEXAS – LA LLEGADA A CASA DEL AMO FORD – ROSE – LA SEÑORA FORD – SALLY Y SUS HIJOS – JOHN, EL COCINERO – WALTER, SAM Y ANTONY – LOS ASERRADEROS JUNTO A INDIAN CREEK – LOS DÍAS DEL SEÑOR – LA CONVERSIÓN DE SAM – LOS BENEFICIOS DE LA AMABILIDAD – EN BALSA – ADAM TAYDEM, EL BLANCO CORTO DE MIRAS – CASCALLA Y SU TRIBU – EL BAILE INDIO – JOHN M. TIBEATS – AMENAZA TORMENTA
Al marcharnos del corral de esclavos de Nueva Orleans, Harry y yo seguimos a nuestro nuevo amo por la calle, mientras Freeman y sus esbirros obligaban a avanzar a Eliza, que lloraba y se daba la vuelta, hasta que nos encontramos a bordo del vapor Rodolph, que en aquel momento permanecía en el dique. Durante media hora remontamos a buena velocidad el Mississippi, con rumbo a algún lugar a orillas del Río Rojo. Había un gran número de esclavos a bordo con nosotros, recién comprados en el mercado de Nueva Orleans. Recuerdo que un tal señor Kelsow, del que se decía que era el conocido dueño de una plantación considerable, tenía a su cargo a una cuadrilla de mujeres.
Nuestro amo se llamaba William Ford. Por aquel entonces residía en Great Pine Woods, en la parroquia de Avoyelles, situada en la orilla derecha del Río Rojo, en el corazón de Luisiana. Ahora es predicador baptista. A lo largo y ancho de toda la parroquia de Avoyelles, y, en especial, a ambas orillas de Bayou Boeuf, donde mejor se le conoce, sus conciudadanos lo consideran un digno ministro de Dios. Tal vez a muchas mentes del norte la idea de un hombre que somete a su hermano a la esclavitud, y el comercio con carne humana, les parezca absolutamente incompatible con su concepción de una vida moral o piadosa. Las descripciones de hombres como Burch y Freeman, y otros que mencionaré más adelante, les inducen a despreciar y detestar al conjunto de los esclavistas sin hacer distinciones. Pero yo fui durante un tiempo su esclavo, y tuve la oportunidad de conocer a fondo su carácter y su temperamento, y no le hago sino justicia al decir que, en mi opinión, no ha habido nunca un hombre más amable, noble, honrado y cristiano que William Ford. Las influencias y las compañías que lo rodearon siempre le impidieron ver la maldad inherente a la raíz de la esclavitud. Nunca dudó del derecho moral de un hombre a someter a otro a su voluntad. Como miraba a través del mismo cristal que sus padres antes que él, veía las cosas de la misma manera. Educado en otras circunstancias y con otras influencias, no cabe duda alguna de que sus convicciones habrían sido diferentes. Sin embargo, fue un amo ejemplar, pues se condujo honestamente a la luz de su entendimiento, y dichoso fue el esclavo que llegó a ser de su propiedad. Si todos los hombres fueran como él, la esclavitud quedaría despojada de más de la mitad de su amargura.
Estuvimos dos días y tres noches a bordo del vapor Rodolph, período durante el cual no sucedió nada de interés en concreto. Se me conocía como Platt, el nombre que me había dado Burch, y por el que me llamaron durante toda la época de mi servidumbre. A Eliza la vendieron con el nombre de Dradey. Así la inscribieron en la escritura de traspaso a Ford que consta en la oficina del registro de Nueva Orleans.
De camino, estuve reflexionando sin cesar acerca de mi situación, y me preguntaba por el camino a seguir con el fin de escapar de manera definitiva. Algunas veces, no solo entonces, más tarde también, estuve casi a punto de revelarle a Ford todo lo relativo a mi historia. Ahora tiendo a pensar que hubiera redundado en mi beneficio. Consideré la opción con frecuencia, pero por miedo a verme frustrado, nunca la llevé a cabo, hasta que, con el tiempo, mi traslado y sus dificultades pecuniarias la volvieron a todas luces peligrosa. Después, con otros amos, distintos de William Ford, sabía muy bien que el más mínimo conocimiento de mi verdadera condición me confinaría en las profundidades más remotas de la esclavitud. Yo era una posesión demasiado valiosa como para que me perdieran, y era muy consciente de que me llevarían aún más lejos, a algún lugar apartado, a la frontera de Texas, tal vez, y me venderían allí, de que se desharían de mí como el ladrón se deshace del caballo que ha robado si osaba susurrar siquera mi derecho a ser libre. Así que decidí guardar el secreto en lo más hondo de mi corazón, no pronunciar nunca ni una palabra ni una sílaba acerca de quién o qué era, confiando en que la Providencia y mi propia astucia me hicieran libre de nuevo.
Por fin, desembarcamos del vapor Rodolph en un lugar llamado Alexandria, a varios cientos de millas de Nueva Orleans. Es un pueblo pequeño en la orilla sur del Río Rojo. Tras pasar allí la noche, subimos a un tren matutino, y pronto estuvimos en Bayou Lamourie, un sitio más pequeño y apacible, a dieciocho millas de distancia de Alexandria. En aquella época, era la última parada del ferrocarril. La plantación de Ford se encontraba en la carretera de Texas, a doce millas de Lamourie, en Great Pine Woods. Nos avisaron de que debíamos recorrer a pie aquella distancia, puesto que no había otro transporte que fuera más allá, así que todos echamos a andar acompañados por Ford. Era un día extremadamente caluroso. Harry, Eliza y yo estábamos débiles, y teníamos las plantas de los pies muy doloridas por los efectos de la viruela. Avanzábamos despacio. Ford nos decía que nos tomáramos nuestro tiempo y nos sentáramos y descansáramos siempre que lo deseáramos, un privilegio del que sacamos partido con bastante frecuencia. Tras salir de Lamourie y cruzar dos plantaciones, una que pertenecía al señor Carnell y la otra al señor Flint, llegamos a Pine Woods, una tierra virgen que se extiende hasta el río Sabine.
Toda la región en torno al Río Rojo es baja y pantanosa. Pine Woods, como la llaman, es relativamente elevada, con breves y frecuentes espacios, que, no obstante, la atraviesan. La meseta está cubierta de numerosos árboles: robles blancos, chinquapin, que se asemejan a los castaños, y, sobre todo, pinos amarillos. Son de gran tamaño, alcanzan los sesenta pies de alto y están muy erguidos. El bosque estaba lleno de reses, muy asustadizas y salvajes, que se alejaban atropelladamente, con gran resuello, al acercarnos. Algunas estaban marcadas o herradas, el resto parecían ser salvajes y sin domesticar. Eran mucho más pequeñas que las variedades del norte, y la particularidad que más me llamó la atención fueron sus cuernos. Sobresalían a ambos lados de la cabeza totalmente rectos, como dos picas de hierro.
A mediodía alcanzamos una parte despejada de terreno de tres o cuatro acres de extensión. En ella había una casita de madera sin pintar, un silo de maíz o, como diríamos en nuestra región, un granero, y una cocina de madera, que se encontraba más o menos a cinco yardas de la casa. Era la residencia de verano del señor Martin. Ricos dueños de plantaciones, con grandes mansiones en Bayou Boeuf, estaban acostumbrados a pasar la parte más calurosa del año en aquel bosque. Hallaban allí aguas cristalinas y agradables parajes de sombra. De hecho, aquellos lugares de descanso eran para los dueños de las plantaciones de esa zona del país lo que Newport y Saratoga para los habitantes más adinerados de las ciudades del norte.
Nos mandaron a la cocina, y nos surtieron de batata, tortitas de maíz y beicon, mientras el amo Ford comía con Martin en la casa. Había varios esclavos por la propiedad. Martin salió y nos echó un vistazo, le preguntó a Ford el precio de cada uno, si éramos novatos y cosas por el estilo, y se interesó por el mercado de esclavos en general.
Tras un largo descanso, nos pusimos en camino otra vez por la carretera de Texas, que tenía aspecto de no ser transitada más que raras veces. Atravesamos cinco millas de un bosque inacabable sin ver ni una sola casa. Por fin, justo cuando el sol se ponía por el oeste, entramos en otro claro, de unos doce o quince acres de extensión.
En aquel claro se erguía una casa mucho más grande que la del señor Martin. Era de dos plantas, con un porche en la parte delantera. En la trasera, había también una cocina de madera, un gallinero, silos de maíz y varias cabañas para los negros. Cerca de la casa había un melocotonar y huertos de naranjos y granados. El lugar estaba rodeado de bosque en todas las direcciones, y cubierto por una alfombra de vegetación feraz y exuberante. Era un sitio apacible, solitario, agradable… literalmente, un remanso verde en las tierras salvajes. Era la residencia de mi amo, William Ford.
Cuando nos acercábamos, había una oriental —que se llamaba Rose— de pie en el porche. Al ir a la puerta, llamó a su ama, que, al poco rato, vino corriendo hacia nosotros para reunirse con su señor. Lo besó y, entre risas, le preguntó si había comprado «toda esta negrada». Ford le respondió que así era, y nos dijo que fuéramos a la cabaña de Sally y que descansáramos. Al doblar la esquina de la casa, nos encontramos con Sally, que estaba haciendo la colada, con sus dos críos cerca, mientras estos se revolcaban en la hierba. Se pusieron en pie de un brinco y se nos acercaron tambaleándose, nos miraron un momento como un par de conejitos, y luego volvieron corriendo hacia su madre como si nos tuvieran miedo.
Sally nos guio hasta la cabaña, nos dijo que dejáramos en el suelo los bultos y que nos sentáramos, que estaba segura de que estaríamos cansados. Justo entonces, John, el cocinero, un chico de dieciséis años, y más negro que un cuervo, entró corriendo en la cabaña, se nos quedó mirando a la cara sin pestañear, y luego se dio la vuelta, sin saludar apenas, se volvió corriendo a la cocina, partiéndose de risa, como si nuestra llegada fuera un chiste bueno de verdad.
Rendidos por la caminata, en cuanto se hizo de noche, Harry y yo nos envolvimos en las mantas y nos tendimos en el suelo de la cabaña. Mi mente, como de costumbre, volvió a divagar acerca de mi mujer y mis hijos. La conciencia de mi auténtica situación y lo desesperado de cualquier tentativa de fuga por los vastos bosques de Avoyelles se me hacían insoportables: mi corazón todavía estaba en casa, en Saratoga.
Me desperté por la mañana temprano con la voz del amo Ford, que llamaba a Rose. Esta corrió a la casa para vestir a los niños; Sally se dirigió al prado para ordeñar a las vacas, mientras John se atareaba en la cocina preparando el desayuno. Entretanto, Harry y yo dimos una vuelta por el patio para echar una ojeada a nuestras nuevas dependencias. Justo después del desayuno, un hombre de color, que conducía una yunta de tres bueyes, que a su vez tiraba de un carro cargado de madera, entró en el claro. Era uno de los esclavos de Ford, Walton, el marido de Rose. A propósito, Rose era oriunda de Washington, y la habían traído de allí cinco años antes. Nunca había visto a Eliza, pero conocía a Berry de oídas, y ambas conocían las mismas calles, y a las mismas personas, ya fuera personalmente o por su reputación. Se hicieron buenas amigas de inmediato, y se pasaron mucho rato charlando de los viejos tiempos y los amigos que habían dejado atrás.
Por aquel entonces, Ford era un hombre acaudalado. Además de su hogar de Pine Woods, poseía un negocio maderero en Indian Creek, a cuatro millas de allí, y también, a través de su mujer, una extensa plantación y muchos esclavos en Bayou Boeuf.
Walton había llegado con su cargamento de madera de los aserraderos de Indian Creek. Ford nos mandó que volviéramos con él y nos dijo que él iría después, tan pronto como le fuera posible. Antes de marcharnos, Ford me llamó a la despensa y me tendió, como estaba allí estipulado, un cubo de hojalata lleno de melaza para Harry y para mí.
Eliza seguía retorciéndose las manos y lamentándose por la pérdida de sus hijos. Ford trató de consolarla todo lo posible: le decía que no hacía falta que trabajase muy duro, que se podía quedar con Rose, y ayudar a la señora con las cosas de la casa.
Montados con Walton en el carro, Harry y yo llegamos a conocerlo bastante bien mucho antes de llegar a Indian Creek. Era «siervo de nacimiento» de Ford, y hablaba amable y afectuosamente de él como hablaría un niño de su propio padre. En respuesta a sus preguntas sobre mi procedencia, le dije que era de Washington. De esa ciudad ya sabía mucho por su mujer, Rose, y todo el camino me anduvo incordiando con preguntas extravagantes y disparatadas.
Al llegar a los aserraderos de Indian Creek, nos tropezamos con dos esclavos más de Ford, Sam y Antony. Sam era también washingtoniano, y lo habían sacado de allí con la misma cuadrilla que a Rose. Había trabajado en una granja cerca de Georgetown. Antony era herrero, de Kentucky, y había estado al servicio de su amo actual cerca de diez años. Sam conocía a Burch, y, cuando se enteró de que era el traficante que me había enviado desde Washington, fue extraordinario hasta qué punto estuvimos de acuerdo respecto a su superlativa desfachatez. Había mandado allí a Sam también.
Cuando Ford llegó al aserradero, estábamos trabajando, apilando leña y cortando troncos, ocupación con la que seguimos el resto del verano.
Solíamos pasar el día del Señor en el claro, día en el cual nuestro amo congregaba en torno a él a todos sus esclavos y les leía y les explicaba las Escrituras. Trataba de inculcarnos sentimientos de bondad hacia el prójimo y de sumisión a Dios, exponiendo las recompensas prometidas a aquellos que llevan una vida recta y devota. Sentado en la entrada de su casa, rodeado por sus criados y criadas, quienes miraban con seriedad el rostro de su buen amo, hablaba de la dulce bondad del Creador, y de la vida venidera. Con frecuencia, las palabras de la oración ascendían desde sus labios hasta el cielo, único sonido que perturbaba la quietud del lugar.
En el transcurso del verano, Sam se volvió un cristiano profundamente convencido, y le daba vueltas en la cabeza, obsesionado, al tema de la religión. Su ama le dio una Biblia que llevaba consigo al trabajo. Se pasaba cualquier rato libre que le concedieran leyéndola con atención, aunque a duras penas la dominara. A menudo yo se la leía en voz alta, un favor que me recompensaba con numerosas muestras de gratitud. Los blancos que venían al aserradero con frecuencia reparaban en la piedad de Sam, y el comentario que más hacían era que un hombre como Ford, que consentía a sus esclavos tener Biblias, «no estaba hecho para poseer negros».
Sin embargo, él no perdía nada con su bondad. Es un hecho, que he advertido más de una vez, que aquellos que tratan a sus esclavos con mayor benevolencia se ven recompensados con el máximo rendimiento en el trabajo. Lo sé por mi propia experiencia. Era una fuente de placer sorprender al amo Ford trabajando más de la cuenta, mientras que, bajo posteriores amos, no había nada que incitase a hacerlo excepto el látigo del capataz.
Fue el deseo de unas palabras de aprobación por parte de Ford lo que me sugirió una idea que le resultó beneficiosa. La madera que estábamos manufacturando debía ser entregada en Lamourie por contrato. Hasta aquel momento la habían transportado por tierra, y era una partida importante de gasto. Indian Creek, junto al cual se situaban los aserraderos, tenía un cauce estrecho, aunque profundo, que desembocaba en Bayou Boeuf. En algunos lugares no tenía más de doce pies de ancho, y en muchos otros estaba obstruido por troncos de árboles. Bayou Boeuf estaba comunicado con Bayou Lamourie. Averigüé que la distancia desde los aserraderos hasta ese último brazo de río, donde debía entregarse nuestra madera, no estaba más que a unas millas menos por tierra que por agua. Se me ocurrió que, siempre y cuando se pudiera navegar por el riachuelo en balsa, el gasto del transporte se vería sustancialmente reducido.
Adam Taydem, un blanco corto de miras que había sido soldado en Florida y que había llegado deambulando hasta aquella región apartada, era el encargado y el supervisor de los aserraderos, y menospreció la idea. Sin embargo, Ford, cuando se la expuse, la recibió con buena disposición, y me permitió que la pusiera en práctica.
Tras quitar los obstáculos, construí una balsa estrecha compuesta por doce postes. En aquella tarea, creo que me mostré bastante hábil porque no había olvidado mi experiencia de años antes en el canal Champlain. Me esforcé mucho, ya que estaba deseoso de tener éxito, tanto por las ganas de complacer a mi amo como para demostrarle a Adam Taydem que mi plan no era tan fantasioso como decía sin cesar. Con una mano podía controlar tres postes. Me ocupé de los tres de delante, y comencé a darle a la pértiga riachuelo abajo. En su momento, llegamos al primer brazo de río, y, finalmente, alcanzamos nuestro destino en menos tiempo del que había previsto.
La llegada de la balsa a Lamourie provocó gran entusiasmo y, al mismo tiempo, hizo que el señor Ford se deshiciese en elogios hacia mí. Por todas partes, oía que llamaban a Platt, el de Ford, «el negro más listo de todo Pine Woods», de hecho, el Fulton[1] de Indian Creek. Yo no era insensible a las alabanzas que me prodigaban, y disfrutaba, sobre todo, de mi triunfo sobre Taydem, cuyas burlas algo mezquinas habían azuzado mi orgullo. A partir de aquel momento, dejaron en mis manos el control absoluto del transporte de la madera a Lamourie hasta que se cumplió con el contrato.
Indian Creek, a lo largo de todo su curso, fluye a través de un bosque magnífico. Allí, en su orilla, habita una tribu de indios, lo que quedaba de los chickasaws o chickopees, si no recuerdo mal. Viven en chozas sencillas, de diez o doce pies cuadrados, construidas con palos de pino y cubiertas con corteza. Subsisten principalmente gracias a la carne de ciervo, de mapache y de zarigüeya, animales de los que aquellos bosques están llenos. Algunas veces truecan carne de venado por un poco de maíz y de whisky en las plantaciones de los ríos. Su vestido de diario son unos bombachos de cuero y unas abigarradas camisas de cazador de percal que se abotonan del cinturón a la barbilla. Llevan aros de bronce en las muñecas, las orejas y la nariz. La vestimenta de las mujeres indias es muy similar. Les gustan los perros y los caballos —poseen muchos de estos últimos, de una raza pequeña y robusta— y son jinetes habilidosos. Sus riendas, sus correas y sus monturas están hechas de piel de animal sin curtir; sus estribos, de una clase especial de madera. Montados a horcajadas en sus ponis, tanto hombres como mujeres, los he visto precipitarse en el bosque a toda velocidad, y seguir sendas estrechas y tortuosas, y esquivar árboles de una manera que eclipsaba las proezas más asombrosas de la equitación civilizada. Dando vueltas en diversas direcciones, mientras el bosque se hacía eco y resonaba con sus alaridos, regresaban al momento en la misma arremetida, a la misma velocidad desbocada a la que partieron. Su poblado estaba junto al Indian Creek, lo llamaban Indian Castle, pero su territorio se extendía hasta el río Sabine. De vez en cuando, una tribu de Texas les hacía una visita, y, entonces, había un auténtico carnaval en Great Pine Woods. El jefe de la tribu era Cascalla; el segundo en la jerarquía, John Baltese, su yerno; llegué a entablar amistad con ambos y con muchos otros de la tribu durante mis frecuentes viajes riachuelo abajo con las balsas. Sam y yo los visitábamos a menudo cuando terminábamos la jornada. Obedecían al jefe; la palabra de Cascalla era su ley. Era gente ruda, pero inofensiva, y les encantaba su vida al margen de la civilización. Eran poco aficionados al campo abierto y las tierras despejadas de las orillas de los ríos, preferían ocultarse en las sombras del bosque. Rendían culto al Gran Espíritu, les encantaba el whisky y eran felices.
En una ocasión estuve presente en un baile, cuando un tropel errante procedente de Texas acampó en su poblado. Estaban asando un ciervo entero en un gran fuego, que iluminaba a una gran distancia por entre los árboles bajo los que se habían reunido. Cuando hubieron formado una circunferencia, alternando hombres y mujeres indias, una especie de violín indio dio comienzo a una melodía indescriptible. Era una suerte de sonido ondulante, continuo y melancólico con una variación levísima. A la primera nota, si es que de verdad había más de una nota en toda la melodía, giraron en círculos, trotando uno detrás de otro, y emitiendo un ruido monótono y gutural, tan difícil de describir como la música del violín. Al final de la tercera vuelta, se paraban de repente, ululando como si fuesen a reventarles los pulmones, se separaban para unirse por parejas de hombre y mujer india, y saltaban hacia atrás tan lejos como podían el uno del otro, y luego adelante: proeza airosa que, tras realizarla dos o tres veces, daba paso a formar otra vez la circunferencia y trotar en círculo de nuevo. Por lo que parecía, se consideraba que el mejor bailarín era quien daba el mayor alarido, saltaba más lejos y emitía el ruido más insufrible. De vez en cuando, uno o más dejaban el círculo de baile, y se acercaban al fuego para cortar una tajada del ciervo que estaban asando.
En una cavidad, con forma de mortero, tallada en el tronco de un árbol caído, molían maíz con una maja de madera, y hacían una torta con la harina. A ratos comían y a ratos bailaban. Así distrajeron a los visitantes de Texas los morenos hijos de los chicopees, y tal es la descripción de un baile indio en Pine Woods de Avoyelles como yo lo presencié.
En otoño, dejé los aserraderos y me mandaron al claro a trabajar. Un día el ama estaba instando a Ford a que se procurase un telar para que Sally pudiera empezar a tejer la tela para la ropa de invierno de los esclavos. No tenía idea de dónde encontrar uno, y en esas le sugerí que la forma más sencilla de conseguir uno era fabricarlo, y le dije asimismo que yo estaba hecho un manitas y que lo intentaría si me daba permiso. Me lo concedió de buena gana, y accedió a que fuera a las plantaciones vecinas a estudiar los que usaban allí antes de comenzar con la tarea. Al final, cuando lo terminé, Sally sentenció que era perfecto. Podía tejer su labor de dos varas y media, ordeñar las vacas y, además, tener tiempo libre cada día. Funcionaba tan bien que me ordenaron continuar fabricando telares, que llevaron a la plantación junto al río.
En aquella época, un tal John M. Tibeats, carpintero, vino al claro para llevar a cabo algún trabajo en la casa del amo. Me mandaron que dejara los telares y que lo ayudase. Durante dos semanas, permanecí en su compañía, cepillando e igualando tableros para el techo, pues, en la parroquia de Avoyelles, era algo infrecuente enyesar una habitación.
John M. Tibeats era lo opuesto a Ford en todos los aspectos. Era un tipo bajito, irascible, malhumorado y rencoroso. Que yo supiera, no tenía residencia fija, sino que iba de plantación en plantación, dondequiera que pudiera encontrar trabajo. No tenía lugar alguno en la comunidad, no era apreciado por los blancos y ni siquiera era respetado por los esclavos. Era un ignorante, por añadidura, y de naturaleza vengativa. Abandonó la parroquia mucho antes de irme yo y no sé si está vivo o muerto. De lo que no me cabe duda es que el día que nos conocimos fue uno de los más desgraciados de mi vida. Durante mi estancia con el amo Ford solo había visto el lado amable de la esclavitud. La suya no era una mano autoritaria que nos hiciera doblar la cerviz. Señalaba al cielo y, con palabras benévolas y reconfortantes, se dirigía a nosotros como sus prójimos mortales, responsables, como él, ante el Creador. Yo pensaba en él con afecto, y, si mi familia hubiera estado conmigo, habría podido sobrellevar aquella compasiva servidumbre, sin protestar, por el resto de mis días. Pero las nubes acechaban en el horizonte, heraldos de una tormenta despiadada que pronto iba a estallar sobre mí. Estaba destinado a padecer pruebas tan amargas como solo el pobre esclavo conoce, y a no llevar más la vida relativamente feliz que había tenido en Great Pine Woods.