Doce años de esclavitud

Doce años de esclavitud


Capítulo XVI

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XVI

LOS SUPERVISORES – CÓMO VAN ARMADOS Y ACOMPAÑADOS – EL HOMICIDA – SU EJECUCIÓN EN MARKSVILLE – LOS CAPATACES DE ESCLAVOS – ME NOMBRAN CAPATAZ AL TRASLADARME A BAYOU BOEUF – LA PRÁCTICA HACE AL MAESTRO – EPPS INTENTA CORTARLE EL CUELLO A PLATT – LA HUIDA DE ESTE – PROTEGIDO POR EL AMA – ME PROHÍBE LEER Y ESCRIBIR – CONSIGO UNA HOJA DE PAPEL DESPUÉS DE NUEVE AÑOS DE ESFUERZOS – LA CARTA – ARMSBY, EL BLANCO MISERABLE – LA CONFIANZA PARCIAL EN ÉL – SU TRAICIÓN – LAS SOSPECHAS DE EPPS – CÓMO LAS MITIGUÉ – QUEMO LA CARTA – ARMSBY SE MARCHA DE BAYOU BOEUF – DECEPCIÓN Y DESESPERACIÓN

Con excepción de mi viaje a la parroquia de Saint Mary, y mis ausencias durante la época en que se cortaba la caña, siempre trabajé en la plantación del amo Epps. Se le consideraba un cultivador pequeño, con un número tan reducido de trabajadores que no necesitaba de los servicios de un supervisor, por lo que él mismo desempeñaba aquel cargo. Al no poder comprar más esclavos, tenía la costumbre de arrendarlos durante la cosecha de algodón.

En propiedades más grandes, en las que hay cincuenta o cien, o puede que incluso doscientos obreros, es indispensable contar con un supervisor. Estos señores suelen ir al campo montados en su caballo y, que yo sepa, todos sin excepción van armados con pistolas, un cuchillo de monte y el látigo, además de sus perros. Equipados de esa forma, vigilan de cerca a los esclavos. Las únicas cualidades que se requieren para trabajar de supervisor es ser despiadado, brutal y cruel. Su función consiste en procurar una gran cosecha, y para conseguir tal cosa no importa el sufrimiento que puedan causar. La presencia de los perros es necesaria para impedir que un esclavo intente escapar, como ocurre en ocasiones, cuando por cansancio o enfermedad el pobre es incapaz de mantener el ritmo de la cuadrilla o de seguir soportando el dolor del látigo. Las pistolas se reservan para los casos de emergencia, y ha habido momentos en que se han visto obligados a utilizarlas. Dominados por una incontrolable locura, hasta los esclavos se abalanzan a veces contra su opresor. El pasado enero se levantó una horca en Marksville, y se ejecutó a un esclavo por haber matado a su capataz. Sucedió a escasas millas de la plantación de Epps, en el Río Rojo. Le ordenaron al esclavo que se pusiera a levantar vallas, pero durante el transcurso del día el supervisor lo envió a hacer un recado que le ocupó tanto tiempo que no pudo terminar la faena. Al día siguiente lo llamaron para que se presentase ante el supervisor, el cual no aceptó la pérdida de tiempo como excusa por haber tenido que hacer el recado y le ordenó que se arrodillara y se quitara la camisa para recibir los latigazos. Estaban solos en el bosque, lejos de la vista y del oído de todo el mundo. El muchacho soportó el castigo hasta que, enloquecido por semejante injusticia y encolerizado por el dolor, se levantó, cogió un hacha y descuartizó literalmente al supervisor. Sin embargo, en lugar de ocultarse, se presentó a toda prisa ante su amo y le relató lo que había hecho, dispuesto a expiar sus culpas sacrificando su vida. Lo condujeron hasta el patíbulo y, mientras tuvo la soga alrededor del cuello, mantuvo una actitud serena y valiente, empleando sus últimas palabras en justificar su acto.

Aparte del supervisor, y por debajo de él, están los capataces, cuyo número está en proporción a la cantidad de trabajadores que haya en la plantación. Los capataces son negros que, además de realizar su trabajo como cualquier otro, están obligados a infligir los castigos a sus compañeros. Llevan el látigo colgando del cuello, y si no lo usan con la debida frecuencia, son ellos los que reciben los latigazos. Sin embargo, gozan de algunos privilegios; por ejemplo, cuando se corta la caña de azúcar, no se permite a los trabajadores que se sienten mucho rato para comer. Las carretas se llenan de tortas de maíz, preparadas en la cocina, y se llevan al campo a mediodía. Los capataces reparten las tortas, que los esclavos tienen que comer a toda prisa.

Cuando el esclavo deja de sudar, cosa que sucede a menudo cuando se ha quedado sin fuerzas, cae al suelo y no puede moverse. El capataz tiene entonces la obligación de arrastrarlo hasta la sombra, ya sea entre las plantas de algodón o de caña, o bajo un árbol cercano, y empezar a echarle cubetas de agua hasta que empiece a transpirar de nuevo, momento en que se le ordena que regrese a su sitio y continúe trabajando.

Cuando llegué por primera vez a la plantación de Epps, en Huff Power, el capataz era Tom, uno de los negros de Roberts. Era un hombre robusto y sumamente severo. Cuando Epps fue trasladado a Bayou Boeuf, me concedió a mí aquel honorable puesto. Hasta el momento de mi marcha tuve que llevar un látigo en el cuello cuando estaba en el campo. Si Epps estaba presente, no podía mostrar la más mínima clemencia, ya que carecía de la suficiente fortaleza cristiana del famoso Tío Tom, que era lo bastante valiente como para hacer frente a la ira de su amo y negarse a realizar lo que le pedía. Además, de aquella forma no solo conseguí librarme del martirio que él padeció, sino también evitar muchos sufrimientos a mis compañeros, tal como quedó demostrado. No tardé en descubrir que Epps, estuviera o no en el campo, siempre estaba pendiente de nosotros. Ya fuera desde la explanada, desde algún árbol cercano o desde algún otro lugar oculto, estaba constantemente al acecho. Si alguno de nosotros se había quedado rezagado o había estado holgazaneando durante el día, teníamos que comunicárselo a él al regresar a las dependencias, y para él era una cuestión de principios responder a aquella ofensa no solo castigando al culpable por su demora, sino también a mí por haberlo permitido.

Por el contrario, si me veía utilizar el látigo a la ligera, se sentía satisfecho. No cabe duda alguna de que la práctica hace al maestro. Durante los ocho años de experiencia como capataz, aprendí a manejar el látigo con suma destreza y precisión, haciéndolo restallar a escasa distancia de la espalda, la oreja y la nariz sin llegar a tocarlas. Si Epps me observaba a distancia, o teníamos motivos para pensar que estaba oculto por los alrededores, acordábamos que yo haría restallar el látigo con fuerza mientras ellos fingirían retorcerse y gemir, aunque no hubiera llegado ni a rozarlos. Patsey, si lo tenía a su lado, aprovechaba la ocasión para quejarse diciendo que Platt siempre los estaba pegando, y el tío Abram, con aquel aire de honestidad tan peculiar suyo, afirmaba que yo los azotaba más que el general Jackson a sus enemigos en Nueva Orleans. Si Epps no estaba borracho, ni de un humor de perros, eso lo dejaba satisfecho, pero si lo estaba, entonces alguien debía pagar las consecuencias. A veces su violencia alcanzaba extremos insospechados, llegando a poner en riesgo la vida de sus trabajadores. En una ocasión en que estaba ebrio, quiso divertirse cortándome el cuello.

Había estado en Holmesville, asistiendo a un concurso de tiro, y no nos dimos cuenta de que había regresado. Mientras escardaba al lado de Patsey, ella, de repente, me dijo en voz baja:

—Platt, ¿has visto que el viejo Hogjaw me está haciendo señas para que me acerque?

Miré a ambos lados y vi que estaba al borde del campo, moviéndose y haciendo muecas como solía hacer cuando estaba medio borracho. Consciente de sus lascivas intenciones, Patsey empezó a llorar. Le susurré que no mirara y que continuara trabajando como si no lo hubiera visto. Epps, sospechando que le había dicho algo, se acercó a mí dando tumbos y enfurecido.

—¿Qué le has dicho a Pats? —me preguntó soltando una maldición.

Le respondí evasivamente, pero solo conseguí incrementar su violencia.

—¿Desde cuándo eres el dueño de esta plantación, negro asqueroso? —preguntó adoptando un aire despectivo y agarrándome del cuello de la camisa con una mano mientras la otra se la metía en el bolsillo—. Te voy a cortar el cuello.

Sacó el cuchillo del bolsillo, pero como era incapaz de abrirlo con una mano, cogió la hoja entre los dientes. Presintiendo lo que iba a hacer, me vi obligado a escapar, ya que por el estado en que se encontraba me di cuenta de que no bromeaba. Yo tenía la camisa abierta por delante y, como la tenía agarrada, al girarme se me rajó por la espalda y no tuve ningún problema para huir de él. Empezó a perseguirme hasta que se quedó sin aliento; luego se detuvo hasta recuperarlo, maldijo y empezó a perseguirme de nuevo. Me ordenó que me acercara hasta donde estaba, trataba de convencerme, pero fui lo bastante prudente para mantenerme a cierta distancia. Así, dimos varias vueltas por el campo, él tratando desesperadamente de atraparme y yo esquivándolo, más divertido que asustado, ya que sabía que cuando estuviera sobrio él mismo se reiría de su estúpida borrachera. Descubrí al ama, de pie, cerca del muro que había en el jardín, mirando mientras nosotros nos peleábamos medio en serio y medio en broma. Pasando a su lado a toda velocidad, corrí hasta donde estaba el ama. Epps, al verla, no me siguió. Se quedó en el campo durante una hora o quizá más, y durante todo aquel tiempo me quedé al lado del ama, contándole lo sucedido. El ama se enfadó y empezó a gritar a su marido y a Patsey. A final, Epps se dirigió a la casa, ya casi sobrio, andando con recato, con las manos en la espalda e intentando parecer tan inocente como un niño.

Sin embargo, cuando se acercó, el ama empezó a insultarle, soltándole toda clase de improperios y pidiéndole una explicación de por qué había querido cortarme el cuello. Epps fingió no saber nada y, para mi sorpresa, juró por todos los santos del calendario que no me había hablado en todo el día.

—Platt, negro mentiroso, ¿acaso no estoy diciendo la verdad?

No se debe contradecir al amo, aunque se esté diciendo la verdad, por eso me quedé callado. Al verlo entrar en la casa, regresé al campo y ya no se volvió a hablar del asunto.

Poco después, sucedió algo que me hizo divulgar el secreto de mi nombre y mi historia verdadera, que había ocultado cuidadosamente porque estaba convencido de que de ello dependía mi liberación. Poco después de comprarme, Epps me preguntó si sabía leer y escribir. Cuando le respondí que había recibido algunas enseñanzas en aquellos menesteres, me aseguró con énfasis que si me veía alguna vez con un libro, o una pluma y tinta, me daría cien latigazos. Me dijo que compraba negros para trabajar, no para enseñar. Jamás me preguntó nada más de mi vida pasada, ni de dónde procedía. No obstante, el ama me hacía muchas preguntas sobre Washington, suponiendo que era mi ciudad natal, y en más de una ocasión señaló que yo no hablaba ni me comportaba como los demás negros, y que estaba segura de que había visto más mundo del que decía.

Mi principal objetivo era buscar la forma de hacer llegar una carta a la oficina de correos y enviársela a mis amigos o familiares del norte. La dificultad que entrañaba no puede comprenderla alguien que desconozca las rígidas medidas a las que estaba sometido. Para empezar, no se me permitía tener pluma, ni tinta, ni papel. Segundo, un esclavo no podía salir de la plantación sin un pase, ni tampoco enviar una carta sin un permiso por escrito de su amo. Llevaba nueve años de esclavitud, siempre bajo estrecha vigilancia, cuando de pronto tuve la suerte de obtener una hoja de papel. Un invierno, mientras Epps estaba en Nueva Orleans vendiendo el algodón, el ama me envió a Holmesville para que le comprara algunos artículos, entre ellos una gran cantidad de papel. Cogí una de las hojas y la escondí en la cabaña, bajo la tabla sobre la que dormía.

Tras varios experimentos, conseguí fabricar un poco de tinta hirviendo la corteza blanca del arce y, con una pluma que arranqué del ala de un pato, me fabriqué un cálamo. Cuando todos dormían en la cabaña, a la luz de las brasas, tendido sobre la tarima de la cama, conseguí redactar una epístola bastante larga. Estaba dirigida a un viejo amigo que vivía en Sandy Hill; le hablaba de la situación en la que me encontraba y le pedía que tomara las medidas oportunas para que pudiera recuperar la libertad. Guardé la carta durante mucho tiempo, mientras trataba de ingeniármelas para llevarla a la oficina de correos sin que me pasara nada. Finalmente, un hombre mezquino que se llamaba Armsby, hasta entonces un extraño, estuvo recorriendo el vecindario buscando trabajo como supervisor. Se presentó ante Epps, y estuvo en la plantación durante varios días. Luego fue a ver al señor Shaw y trabajó en su campo durante varias semanas. A Shaw le gustaba rodearse de personas de esa calaña, en parte porque él también era un jugador y un hombre sin principios. Se había casado con una de sus esclavas, Charlotte, y tenía una prole de mulatos criándose en su casa. Armsby cayó tan bajo al final que se vio obligado a trabajar con los esclavos. Un hombre blanco trabajando en el campo es algo muy raro e inusual en Bayou Boeuf. Yo busqué la forma de entablar amistad con él en secreto, tratando de ganarme su confianza para entregarle la carta. Según me dijo, solía ir a Marksville, una ciudad a unas veinte millas de distancia, desde donde pensé que podría enviar la carta.

Deliberadamente, y con suma cautela, busqué la forma de hablarle del tema. Un día decidí preguntarle si la próxima vez que fuera allí podría depositar una carta en la oficina de correos de Marksville. No le comenté que ya la tenía escrita, ni le hablé de los detalles que contenía, pues temía que me traicionara, y además sabía que debía darle algo de dinero antes de poder confiar en él por completo. Una noche, a eso de la una de la madrugada, salí a hurtadillas de la cabaña y crucé el campo hasta llegar a la plantación de Shaw, donde lo encontré durmiendo en la explanada. Tenía algunos picayunes que había ganado con mis recitales de violín, pero le prometí que le daría todo lo que tenía si me hacía el favor que le pedía. Le supliqué que no me delatara si no podía cumplir con mi petición. Me dio su palabra de honor de que depositaría la carta en la oficina de correos de Marksville, y que me guardaría el secreto de por vida. Aunque llevaba la carta en el bolsillo, no me atreví a dársela, y le dije que la tendría escrita en cuestión de un día o dos. Despidiéndome de él, regresé a la cabaña. Me resultaba imposible ahuyentar las sospechas que me inspiraba, y durante toda la noche estuve despierto y dándole vueltas al asunto para buscar la forma más segura de llevarlo a cabo. Estaba dispuesto a arriesgarme con tal de conseguir mi propósito, pero de ninguna manera la carta debía caer en manos de Epps, ya que ello supondría un golpe mortal para mis aspiraciones. Estaba asustado a más no poder.

Mis sospechas estaban fundadas, como quedó demostrado. Al día siguiente, mientras estaba limpiando el algodón en el campo, Epps se sentó en la valla que había entre la plantación de Shaw y la suya, en una postura con la cual podía vernos trabajar. Al rato se presentó Armsby y, encaramándose a la valla, se sentó a su lado. Estuvieron juntos dos o tres horas, durante las cuales viví una completa agonía.

Aquella noche, mientras asaba el beicon, Epps entró en la cabaña con el látigo en la mano.

—¿Sabes?, chico —dijo—, me he enterado de que tengo un negro sabiondo que escribe cartas e intenta que los blancos se las envíen. Me pregunto si sabes quién es.

Mis peores temores se habían hecho realidad y, aunque puede que no parezca del todo encomiable, dadas las circunstancias, la única forma de salvarme era mintiendo.

—No sé de qué me habla, amo Epps —le respondí, adoptando un aire de ignorancia y sorpresa—. No sé nada en absoluto, señor.

—¿Acaso no estuviste en la plantación de Shaw anoche?

—No, amo.

—¿No le pediste a Armsby que te echase una carta en cuanto fuera a Marksville?

—¿Yo, señor? Jamás he hablado con ese hombre en toda mi vida. No sé a qué se refiere.

—Armsby me ha dicho hoy que debo tener cuidado con uno de mis negros; que debo vigilarle o intentará escapar. Y cuando le he preguntado por qué lo decía, me ha dicho que estuviste en la plantación de Shaw, lo despertaste en medio de la noche y le pediste que llevara una carta a Marksville. ¿Qué me dices?

—Lo único que puedo decir, amo, es que no es cierto. ¿Cómo voy a escribir una carta si no tengo ni papel ni tinta? No hay nadie a quien pueda escribir, pues que yo sepa no tengo ningún amigo vivo. Ese Armsby es un mentiroso y un borracho, y nadie cree lo que dice. Usted sabe que yo siempre digo la verdad, y que jamás he salido de la plantación sin un pase. Yo sé lo que anda buscando ese Armsby. ¿Acaso no quería que usted le contratase como supervisor?

—Sí, me lo pidió —respondió Epps.

—Pues eso. Quiere que usted piense que nos vamos a escapar para que contrate a un supervisor que nos vigile. Se ha inventado la historia. Es un mentiroso, amo, no debe creerle.

Epps se quedó pensativo durante un rato, a todas luces impresionado con la plausibilidad de mi teoría, y exclamó:

—Sería un estúpido, Platt, si no te creyese. Ese Armsby me ha debido de tomar por un blando para venir a contarme esas historias. Quizá crea que puede engañarme; quizá piense que no valgo para nada y que no sé cuidar de mis negros. Por lo que veo, ha querido hacerme la pelota. ¡Menudo cabrón está hecho ese Armsby! Le voy a echar los perros, Platt.

Soltando este y otros muchos comentarios acerca del carácter de Armsby y su capacidad para cuidar de su negocio y sus negros, el amo Epps salió de la cabaña. En cuanto se marchó, arrojé la carta al fuego. Desalentado y descorazonado, observé cómo la epístola que tanta ansiedad y tanto esfuerzo me había costado redactar, la espístola que esperaba que me haría dar mi primer paso hacia la tierra de la libertad, se arrugaba y se consumía entre las brasas hasta quedar reducida a humo y cenizas.

Armsby, ese maldito traidor, fue expulsado poco después de la plantación de Shaw, lo cual me produjo un gran alivio, ya que temía que quisiera reanudar la conversación con Epps y convencerle de que decía la verdad.

Ya no sabía dónde ni de qué forma buscar la liberación. Las esperanzas que había albergado en lo más hondo de mi corazón se desmoronaron y se desvanecieron. El verano de mi vida se estaba yendo. Sentía que estaba envejeciendo prematuramente; pensaba que si seguía unos años más, el arduo trabajo, la pena y los miasmas de los pantanos acabarían llevándoseme a la tumba, donde me pudriría y sería olvidado para siempre. Repelido, traicionado, sin posibilidad alguna de poder pedir ayuda, solo pude arrodillarme y manifestar mi indecible angustia. La esperanza de ser rescatado era la única luz que me consolaba; una luz que de pronto temblequeaba y se iba desvaneciendo; otro desengaño más y se apagaría para siempre, dejándome en la más completa oscuridad hasta el fin de mis días.

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