Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


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En las páginas anteriores hemos analizado los cambios adaptativos más importantes que nos han llevado a ser hoy en día lo que somos. La diversidad genética producida por mutaciones en el genoma durante aproximadamente siete millones de años, desde nuestra divergencia con la filogenia de los chimpancés, ha sido seleccionada de manera positiva en casos muy señalados. Esos procesos de mutación/selección han resultado claves en nuestra evolución hasta convertirnos en los seres humanos actuales. Por descontado, seguimos en continua transformación. Y remarco esta última idea para recordar que nuestra evolución no se ha detenido. Muchas personas se hacen esta pregunta, que es perfectamente comprensible. Nuestra impresión es la de haber llegado ya a la meta. Durante los cien años que pueda durar nuestra vida no vemos ningún cambio en la especie humana y tenemos la falsa percepción de que no evolucionamos en absoluto. Pudiera parecer que nuestra especie apenas ha sufrido modificaciones desde hace 250.000 años, cuando tenemos constancia de nuestra presencia en África. De ser así, nos encontraríamos en una suerte de estasis evolutiva[127]. En realidad, solo percibimos los cambios culturales y, en particular, los tecnológicos. Ya lo expliqué en páginas anteriores. La tecnología progresa de manera exponencial, mientras que se necesitan muchas generaciones y condiciones favorables para que se produzca un cambio biológico. Con una tasa de mutación de entre 10-4 y 10-9 por generación es imposible que podamos percibir modificaciones sustanciales en nuestra especie.

Comprendo perfectamente que muchas de las personas que componemos la especie Homo sapiens no tengan demasiado interés en conocer los contenidos de este libro. Es por completo comprensible. Una gran mayoría de los seres humanos bastante tiene con sobrevivir en su día a día. Las personas que forman esa mayoría carecen de tiempo y libertad para reflexionar sobre su propia existencia. También puedo comprender que otros muchos seres humanos no tengan inclinación a detenerse ni un minuto a reflexionar sobre el contenido de los capítulos precedentes. Su pensamiento y sus ideas van por un camino muy distinto. Soy consciente y acepto la libertad de creencias e ideologías de naturaleza diversa. Las confesiones religiosas inmovilistas no admiten debate alguno. Otras creencias son proactivas y sostienen postulados que requieren más reflexión, argumentos, opiniones, etc., como las que mantienen los creacionistas o quienes defienden el llamado «diseño inteligente». Pero las personas que apoyan estos postulados tampoco están abiertas al diálogo. Cuando se rechaza el debate y la posibilidad de que la ciencia pueda ayudarnos a progresar es imposible llegar siquiera a un acuerdo de mínimos. Y aun formando parte del ámbito científico, las hipótesis pueden llegar a defenderse de manera dogmática. Es normal, porque la mayoría de los seres humanos hemos sido educados en el dogmatismo y es muy difícil eliminar por completo esa red de sinapsis neuronales. Esas redes siguen ahí, bien ancladas en alguna parte de nuestro cerebro. Algunas personas dedicadas a la ciencia siguen tratando de compaginar sus creencias religiosas con el método científico. Es muy posible que las dos redes neuronales, que son antagonistas pese a lo que afirman quienes las poseen, se encuentren en diferentes regiones del encéfalo. Pienso que se puede saltar de la una a la otra según las circunstancias, en un equilibrio que se me antoja muy complicado y que, sin duda, provoca fuertes conflictos emocionales. Una proeza más de una mente humana tan extraordinaria.

Los capítulos de este libro contienen un buen número de hipótesis, todas ellas propuestas por ilustres científicos y científicas. Con el paso de los años se irá comprobando si esas propuestas resisten el paso del tiempo, porque estarán sometidas a un escrutinio continuado. Como bien sabemos, se trata de aproximarnos lo máximo posible a la realidad. En estas páginas también se exponen opiniones basadas en lo que conocemos. No es malo teorizar, porque las especulaciones pueden devenir en hipótesis interesantes. Una parte de lo que sabemos sobre nosotros está contenida en las páginas precedentes y, de una manera muy general, podemos hacernos una cierta idea de nuestra naturaleza. Por descontado, el libro está redactado con el ánimo de difundir conocimiento, aunque las hipótesis y las teorías que se exponen puedan ser ignoradas, discutidas o negadas. Pienso, sin embargo, que no hay nada más importante que mirarnos en el espejo y conocernos a nosotros mismos, pensemos como pensemos. Después ya tomaremos el camino que consideremos más oportuno. Y si la lectura despierta una mínima preocupación o interés por alguno de los temas tratados, mi objetivo se habrá cumplido. Mi ánimo no es otro que despertar de nuestro sueño de gloria y contribuir a crear una verdadera conciencia de que pertenecemos a una especie de primate, que podría estar en peligro de extinción debido a sus excesos. Siguiendo el lema fundamental de la Fundación Atapureca, hemos de aspirar a una evolución responsable y un progreso consciente. No podemos alcanzar esos logros si desconocemos los aspectos esenciales acerca de la naturaleza humana. Solo si conseguimos ser conscientes de que formamos parte de la biosfera y que solo somos una especie más de la biodiversidad del planeta, actuaremos en consecuencia y buscaremos soluciones a corto plazo. No es sencillo.

Con el paso de los años he aprendido que la diversidad de pensamientos y de criterios es enorme entre los seres humanos. Es ilusorio pensar que cada persona tiene que «civilizar» —si se me permite la expresión— a todos aquellos seres humanos cuya cultura, pensamientos o creencias son diferentes a los suyos. En cambio, es muy deseable —y yo diría que imprescindible— tratar de concienciar a todos los seres humanos de que existen aspectos comunes que nos afectan por igual y que los beneficios y los peligros son universales. Por ejemplo, el respeto por el planeta nos interesa a todos, porque es el mejor legado que podríamos dejar a las siguientes generaciones. Pensemos como pensemos, todos podemos contribuir a generar menos ruido, menos polución y menos desechos. Si conseguimos ese futuro posible, que he comentado en el último capítulo, todos podremos seguir conviviendo con la diversidad de creencias, ideas políticas y las mil formas de entender la vida. Hay que partir de la base de que nadie está en posesión de la verdad y que nuestras mentes ven realidades diferentes. Y, por cierto, deberíamos huir de previsiones catastrofistas a muy corto plazo. Esos vaticinios pueden atenazarnos y no hacer nada al respecto. Es cierto, las cosas no pintan bien. Pero la proactividad es el mejor remedio para no darse nunca por vencidos y evitar el segundo escenario, expuesto en el capítulo anterior.

En este libro he tratado de explicar las enormes dificultades para conocer nuestro origen más remoto en las selvas africanas, justo antes de separarnos de la filogenia de los chimpancés. Sabemos que nuestro linaje ha sido prolífico y se ha ido adaptando a las circunstancias de cada momento. Nuestra riqueza genética lo ha permitido, a pesar de que resulte muy complicado comprender esas circunstancias cuando nos da la impresión de que existe una estabilidad en el planeta. Sabemos que no es así y, de cuando en cuando, lo experimentamos en forma de movimientos sísmicos, inundaciones o vientos huracanados. Pero lo más dramático de todo es saber que somos la última de las especies de la filogenia humana que ha sobrevivido a todos los cambios ambientales. Somos una forma de vida muy particular, con una enorme inteligencia, capaz de enviar naves no tripuladas más allá del sistema solar. No tardaremos en ver cosas aún más extraordinarias. Pero también hemos sido conscientes de que un virus invisible es capaz de destruir en pocos meses la economía mundial, de generar caos y violencia y de acabar con mucho de lo que nos ha costado construir. Somos mucho más débiles de lo que imaginamos, aun a pesar de disponer de una tecnología que progresa de manera exponencial.

La paleontología, esa ciencia un tanto trasnochada y fuera de la onda de las profesiones más modernas, nos dice que el planeta ha experimentado varias extinciones masivas. Esos eventos acabaron con miles de especies en muy poco tiempo. La paleoantropología nos habla de la duración de los géneros y de las especies que nos han precedido. Por ejemplo, el género Australopithecus pudo aparecer hace unos cuatro millones de años y se extinguió dos millones de años más tarde. Las especies de este género duraron todavía menos. En promedio, ninguna superó el millón de años y algunas desaparecieron muy pronto. El género Homo surgió hace 2,5 millones de años. Las especies asignadas a este género han tenido una duración limitada. Varias de ellas pudieron coexistir gracias a que estuvieron distanciadas por miles de kilómetros o aisladas en lugares muy concretos, como la isla de Flores. La paleoantropología nos permite conocer nuestra historia evolutiva, en la que prosperaron al mismo tiempo diferentes formas de ser humano. Nosotros somos la última de esas formas, que ha eliminado de manera activa y pasiva a todas las que coexistieron o convivieron con nosotros. Tuvimos una ventaja indudable sobre las demás especies y, poco a poco, nos quedamos con todos sus territorios. Es más, la cultura nos permitió acceder a lugares prohibidos para nuestros antepasados y eliminamos a las especies competidoras. Esclavizamos a numerosos mamíferos mediante la domesticación, mientras que ellos nos esclavizaron a nosotros al retenernos en lugares concretos. Nuestra movilidad se redujo y nos atamos a un territorio. La diversidad de nuestro grupo evolutivo se redujo a la unidad, Homo sapiens. Al mismo tiempo, comenzamos a mermar la diversidad del planeta. Esa reducción sucede en cascada, porque en todos los ecosistemas existe un equilibrio. La falta de una especie desencadena la desaparición de otras. Mucho más tarde nos fuimos desvinculando de la propia naturaleza, a la que ya empezamos a ver como algo exótico en los zoológicos, en los parques de nuestras megalópolis y en nuestras escapadas de fin de semana. Por supuesto, la tecnología, algo tan nuestro, nos acompaña a todas partes. Ya no podemos desvincularnos de ella, porque forma parte de nosotros. Sin la tecnología nos sentimos desnudos, desamparados, fuera de nuestro nicho ecológico cultural y a merced de los elementos. Ser humano y cultura es una unidad indisoluble, que solo separa la propia muerte física.

La diversidad de nuestro grupo evolutivo fue sustituida por la enorme cantidad de especímenes que forman nuestra especie: más de 7.700 millones, y creciendo. La paleontología también nos enseña que algunas especies tuvieron un éxito extraordinario durante un cierto período de tiempo. Sus características peculiares, propiciadas por las variantes de su genoma y un medio ambiente favorable, permiten observar sus restos en el registro fósil e inferir que esas especies formaron parte de la biosfera durante un largo período de tiempo. Los propios dinosaurios fueron un grupo de éxito indudable y evolucionaron durante varios cientos de miles de años. Sin embargo, su declive fue anterior al famoso impacto de un gran meteorito en la península de Yucatán. Demasiadas especies con individuos de gran tamaño para un planeta tan pequeño como la Tierra y con recursos limitados. ¿Nos suena de algo? Nuestro tamaño es mucho más pequeño, pero somos demasiados. Nadie duda de que somos más inteligentes que los dinosaurios, aunque no los hayamos conocido. Ellos tuvieron un éxito evolutivo indudable durante mucho tiempo debido a su gran tamaño y su diversidad de formas, que darían lugar a la evolución de las aves y los mamíferos. En nuestro grupo evolutivo se ha reducido la diversidad a una única especie muy inteligente, que nos ha proporcionado una capacidad asombrosa. Los dinosaurios murieron de éxito. Pero ¿y nosotros? Por supuesto, si nos consideramos excluidos de la biosfera en virtud de nuestras peculiaridades, nada habría que debatir. Pero la realidad se impone, lo queramos o no. Como dije en el párrafo anterior, formamos parte de la biodiversidad y estamos sometidos a las leyes de la física.

Debemos tener un cuidado extremo para no disociar biología y cultura. El ser humano es producto de la íntima interacción entre ambas. Una cosa no puede ir sin la otra. Si obviamos la biología y nos quedamos solo con la cultura, perdemos la referencia sobre nuestros orígenes. Olvidaremos de manera peligrosa nuestras señas de identidad como especie sujeta a las leyes naturales. El problema es que la cultura lo invade todo, forma parte de nuestra esencia, llena nuestra vida y le da un sentido muy especial: define nuestro peculiar nicho ecológico, nuestro papel en el ecosistema que nosotros mismos hemos ido creando. Pero si consideramos que la cultura representa una categoría superior y diferente y que no debemos equipararnos a otras especies, es entonces cuando perdemos el rumbo. En realidad, ya lo hemos perdido en buena medida y nos hemos emborrachado de éxito. Cuando llega un huracán devastador, un tsunami, un gran terremoto o un virus letal y salimos adelante, nos olvidamos muy pronto de esa debilidad momentánea. Hemos tenido una pesadilla, un mal sueño que olvidaremos en cuanto la realidad nos devuelva al trabajo diario, a los atascos, a la oficina y a la diversión del fin de semana. Volveremos a pensar en el último modelo de móvil que tanto hemos deseado porque se lo vimos a nuestro vecino. Regresaremos al plano superior y escalaremos de nuevo a esa atalaya, desde donde todo se ve de manera diferente. Si cometemos un error, lo achacaremos al hecho de que somos humanos, aunque ignoremos la amplitud del significado del término.

Pero somos una especie más y la última de nuestro grupo zoológico. Tardaremos más o menos en extinguirnos, pero lo haremos. De eso no cabe duda. Ese segundo escenario que vimos en el último capítulo contemplaría nuestra total desaparición y, con ello, la de toda una estirpe de primates. El tercer escenario implicaría la generación evolutiva de una nueva forma de ser humano dentro de muchos miles de años. Si así sucede, podríamos decir que la nuestra sería una seudoextinción, porque la mayoría de nuestros genes seguirían existiendo en la siguiente especie. Nosotros mismos podríamos contribuir a la formación de esa nueva especie del futuro gracias a la ingeniería genética, como sostiene el transhumanismo. Es posible que todavía estemos muy lejos de esa posible proeza, o tal vez no. Para quienes defienden el tránsito hacia una etapa posterior de la humanidad, la aparición de una especie híbrida entre lo natural y lo tecnológico sucedería durante el presente siglo. No obstante, conviene no olvidar que nos encontramos en una fase muy inicial de la investigación del genoma humano, que nos permitirá averiguar el papel, muchas veces múltiple, de algunos de los aproximadamente veinticinco mil genes operativos de los que disponemos. Y no solo eso, sino que muchos genes se expresan en cadena y su expresión temprana produce cascadas de acontecimientos. Si fuéramos un organismo unicelular inteligente todo sería más sencillo; pero somos uno de los organismos más complejos de la biosfera. La hibridación entre tecnología y biología, ese transhumanismo que tiene tantos defensores como detractores, podría ser el futuro que nos aguarda en pocos decenios. Ese paso sería mucho más factible que la intervención en el genoma, que de momento podría aplicarse para solucionar la aparición de enfermedades muy concretas. No obstante, es muy posible que la progresión geométrica de nuestros conocimientos permita interpretar el genoma humano en muy pocos decenios. La piedra de Rosetta de la biología humana podría descifrarse mucho antes de lo que pensamos, gracias precisamente al progreso imparable de la tecnología. ¿Qué sucederá entonces?

Hemos tenido ocasión de conocer de forma somera la enorme complejidad de nuestro encéfalo, del que todavía se sabe muy poco. Este órgano tiene muchas de las claves de nuestra distinción como seres humanos. Somos conscientes de que poseemos regiones con una capacidad extraordinaria para llevar a cabo proezas culturales que no están al alcance de ninguna otra especie. Siendo bípedos y disponiendo de unas herramientas anatómicas tan extraordinarias como las manos, podemos transmitir órdenes desde el neocórtex para ejecutar proyectos admirables. Pero también hemos contado que todos esos planes no se llevan a cabo sin haber pasado antes por el filtro de diferentes regiones del sistema límbico. El equilibrio entre todos los procesos bioquímicos que suceden de manera casi instantánea entre las distintas partes de un todo, como es el encéfalo, puede resultar en una decisión acertada o errónea. Ni tan siquiera sabemos las razones que nos llevan a tomar ciertas decisiones. Es lo que neurólogos y psicólogos llamarían intuición, que no tendría más misterio que el desconocimiento científico de cómo se produce. Cualquier percepción que nuestra mente haya captado de manera inconsciente está bien guardada en alguna red neuronal. Resulta asombroso que nuestro cerebro pueda emplear esa información en un momento determinado, sin que nosotros mismos seamos conscientes de ello. De manera coloquial, hablamos de presentimientos. Pero todo ha de tener una explicación lógica, aunque por el momento no sea bien conocida por la ciencia. La mente es una entidad maravillosa, como reza el título de la película sobre la vida de John Forbes Nash (1928-2015), y que podríamos aplicar a otros muchos genios que ha conocido la humanidad como Leonardo da Vinci, Rosalind Franklin, Albert Einstein, Marie Curie o Stephen Hawking, por citar solo a quienes me vienen ahora a la cabeza. Pero la lista es interminable y sus logros demuestran que nuestra mente no tiene nada de mágico ni paranormal. Simplemente, es el resultado fascinante del funcionamiento del cerebro. Y cuando alguna de sus áreas tiene habilidades especiales, los resultados que obtienen quienes las poseen son extraordinarios. Es entonces cuando podemos confiar en nuestro futuro como especie. Es una lástima que estos genios pasen a la historia como grandes pensadores y creadores de avances trascendentales. Su liderazgo en la toma de decisiones para la humanidad sería la única forma de liberarnos de la penosa mediocridad de muchas de las mentes que elegimos en las urnas para guiar nuestro destino como especie. Como dije en el último capítulo, sería excepcional que todas las mentes maravillosas de los grandes genios que ha conocido la humanidad (o los que aún hemos de conocer) pudieran confluir en una mente única y tomar decisiones esenciales para guiar nuestro futuro. ¿Puro idealismo o realidad de un futuro próximo?

Y todo ello, sabiendo que incluso los mayores genios de la humanidad disponían o disponen de un cerebro tan humano como el de cualquiera de nosotros, con las particularidades del grupo zoológico al que pertenecemos. No podemos evitar ser territoriales, un aspecto que hemos magnificado precisamente por el hecho de ser tan prolíficos. Las tensiones fronterizas están a la orden del día entre los países que se disputan territorios sin límites precisos. Algunos conflictos solo desean más territorio. Otros desean más recursos y son los más peligrosos. Que nadie espere un cese de la violencia, precisamente porque existe una acuciante necesidad de disponer de recursos, cada vez más limitados. Los augurios más pesimistas predicen ya muy pocas décadas de existencia para la humanidad. Sabemos que hay sobrepoblación en el planeta y un modelo inviable. ¿Se puede dar la vuelta a la tortilla? No estoy en disposición de afirmar si estamos o no a tiempo de evitar el final (segundo escenario) o un colapso parcial. Las predicciones catastrofistas son muy mediáticas y, desde luego, no contribuyen a la proactividad para modificar el modelo. Esos pronósticos no le gustan a casi nadie y confieso que a mí tampoco. Lo que sí parece una certeza es que el cambio de modelo tendrá un coste muy elevado en todos los sentidos. Ese cambio está ya en nuestras mentes y en nuestras acciones, pero todo va más despacio de lo que quisiéramos porque la ecuación es compleja. Tendremos que confiar en ese cerebro humano conectado, capaz de buscar soluciones para modificar el modelo. Todos y cada uno de nosotros tiene talento de sobra para contribuir a la solución. Ese es el mejor mensaje que podemos recibir. Nadie puede considerarse excluido y arrojar la toalla. Es una postura defensiva que solo conduce al fracaso.

Ahora bien, cualquier solución tiene que aceptar, en primer lugar, nuestra verdadera naturaleza y, si es posible, aprender bien las claves de lo que nos ha hecho ser como somos: primates sociales y muy inteligentes, con todas y cada una de las características que definen este orden del reino Animalia. Las claves fundamentales de la evolución del género Homo pueden sintetizarse en los siguientes elementos: desarrollo, cerebro, cultura, expansión demográfica, ocupación incontrolada de todos los ecosistemas y mundialización física de la humanidad. Nuestro peculiar desarrollo nos llevó por un camino diferente al de los simios antropoideos, porque fuimos capaces de ser más prolíficos. La aparición de la niñez nos apartó de la estrategia K de los simios antropoideos, que amenazaba nuestra supervivencia como grupo zoológico. Sin duda, fue un logro importante que nos permitió evolucionar con un éxito extraordinario. Un desarrollo más extenso, con la prolongación de la infancia, favoreció a su vez las peculiaridades de un cerebro de crecimiento rápido, pero de maduración muy lenta y de una enorme plasticidad. Esas singularidades propiciaron la cultura y el crecimiento exponencial de la tecnología en las últimas décadas. Por último, ese desarrollo tan peculiar ha desembocado en un crecimiento demográfico imparable bajo el paraguas protector de la propia cultura.

El siguiente capítulo de nuestra historia se ha escrito en unos pocos miles de años. La diáspora de la humanidad nos llevó a eliminar muchas de las especies que nos estorbaban. Nos quedamos con sus territorios para plantar nuestras semillas. No todo fue un camino de rosas, porque algunas especies se resistieron y se interpusieron en nuestro camino. Otras terminaron por adaptarse a la situación, coevolucionaron con nosotros y se transformaron en las plagas que asolan nuestras cosechas y nuestros hogares. Las combatimos y las controlamos a duras penas. También hemos tenido que luchar contra los organismos que nos provocan enfermedades. Lo hicimos en cada territorio arrebatado a los ecosistemas ajenos. A pesar de que las víctimas de los patógenos con los que nos hemos enfrentado se cuentan por millares, hemos ido prosperando y venciendo la mayoría de las enfermedades. Pero el problema ha llegado de manera dramática con el siguiente paso: la mundialización física de la humanidad. De la diáspora ocurrida hace más de cien mil años volvemos ahora al reencuentro. En sentido metafórico, el big bang de Homo sapiens ha finalizado. La gran explosión demográfica ha llegado a sus límites. Ahora debe sobrevenir la siguiente fase del ciclo, en la que todas las poblaciones vuelvan a juntarse en un teórico big crunch, el Gran Colapso. El tránsito de individuos por todo el planeta ha ido creciendo de manera increíble, gracias a sistemas de transporte cada vez más rápidos y asequibles. Viajamos por razones muy diversas y la expansión inicial de Homo sapiens se está revirtiendo. Volvemos a encontrarnos muchos miles de años después de esa expansión, mezclamos culturas, genes y patógenos.

Pero este no es el mayor problema. Desde hace algunas décadas hemos avistado en el horizonte un asunto muy grave que nosotros mismos hemos generado. El cambio climático ha sido y es el problema más acuciante de una humanidad que consume recursos sin límite y que produce desechos a un ritmo vertiginoso. Habíamos puesto todo nuestro esfuerzo en tratar de aminorar las consecuencias de nuestro impacto en el medio, cuando un organismo de estructura muy sencilla nos ha cortado el camino en seco. Nunca antes se había producido un movimiento tan extraordinario de individuos de un lugar a otro, por lo que la actual pandemia no ha extrañado a los expertos en epidemiología. Es más, ahora ya sabemos que este escenario puede repetirse con cierta frecuencia. Si esto es así, la tendencia hacia una cierta homogeneidad de la población mundial tendrá unos costes, quizá tan elevados como el propio cambio climático. La ecuación es ahora un poco más compleja, porque en el horizonte aparece ese colapso que se nos antoja más próximo.

Las especies tenemos una cierta riqueza genética que la selección natural puede emplear ante un cambio adverso del medio ambiente. Así sucedió hace miles de años en alguna de las especies del género Homo. Una modificación en el desarrollo, quizá propiciada por una simple mutación génica, fue la solución perfecta para evitar nuestra extinción. Se desencadenaron entonces una serie de cambios que a la postre fueron confluyendo en la última de las especies de la filogenia humana. Esa cadena de circunstancias podría calificarse como un éxito de la evolución durante un par de millones de años. Sin embargo, los últimos acontecimientos se han transformado en un grave problema para la continuidad del género Homo, que fue perdiendo diversidad a lo largo de todo ese tiempo. Este escenario no es una novedad en la evolución de la biosfera. Una adaptación puede ser la clave del éxito momentáneo de una serie de organismos en una situación medioambiental muy concreta. Pero el medio está en continuo cambio y las especies han de adaptarse en consecuencia. La conocida hipótesis de la Reina Roja[128] nos explica esa situación en la que las especies no pueden quedarse atrás. Han de estar en continuo cambio evolutivo, porque el medio ambiente también se modifica incesantemente. La selección natural ha de encontrar soluciones para esos cambios, que se producen sin tregua, y mantener el statu quo de las especies. Cuando las soluciones se acaban, las especies se extinguen. Así de sencillo.

La cultura ha sido y es la adaptación fundamental de las especies del género Homo. No me canso de repetirlo. Sin embargo, algo se nos está escapando de las manos. La tecnología, como parte sustancial de la cultura, ha progresado mucho más deprisa de lo que somos capaces de asumir la mayoría de los mortales. Los grandes genios de la humanidad no se han podido contener en la creación de sus genialidades, valga la redundancia. El resultado final podría ser una trampa, de la que no podríamos escapar. Somos una especie de primate muy inteligente, pero con posibilidades limitadas por nuestra propia esencia, incapaces de asimilar y controlar todo cuanto la cultura nos ha proporcionado. Si ignoramos todo esto y esperamos que todos los problemas se puedan solucionar mediante intervenciones sobrenaturales, nos encontraremos con la puerta cerrada. El aforismo «Conócete a ti mismo» podría completarse con la expresión «Y acepta lo que eres en realidad». Si cerramos los ojos a esa realidad, nos veremos superados por las circunstancias. Lo que hace miles de años nos permitió sobrevivir como un grupo de éxito ya cumplió su cometido. Pero el escenario es ahora muy diferente. Todo ha cambiado y hemos de saber si disponemos de riqueza genética suficiente para seguir adelante. Frente a quienes arrojan ya la toalla, pienso que nada está perdido. Sabemos que somos una especie muy inteligente y conocemos las extraordinarias posibilidades del cerebro. La humanidad ha contado con la mente de muchos genios, que han sido cruciales en la explosión de nuestra cultura. Pero ahora ya no es suficiente con esa singularidad, sino que tiene que imponerse la pluralidad. Si, como he repetido en páginas anteriores, muchas mentes pensantes se unen en una entidad única y excepcional, no me cabe duda de que pueden encontrarse soluciones a la ecuación. Aún podemos seguir la estela de la Reina Roja, aunque su velocidad sea cada vez mayor.

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