Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


1 Ser humano

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1Ser humano

Muchos nos hemos preguntado alguna vez por qué somos como somos. Esta es una cuestión que se plantea con mucha frecuencia, aunque ni siquiera sabemos todavía con total certeza qué es un ser humano. La incógnita se formula desde ópticas muy diferentes y con mentalidades diversas. Para muchas personas, somos una entidad distinta y superior a cualquier otro ser vivo y tan solo quedaría definir esa superioridad desde una óptica sobrenatural. Estaríamos fuera de las leyes de la naturaleza y lejos del alcance de la rigurosidad del método científico. Solo hay que fijarse en que el término humano procede del vocablo latín humus: seres originados de la tierra, hechos de lodo o de barro, a diferencia de otros seres vivos, pero con la premisa común de una intervención divina. Ahí ya tenemos una distinción que para muchos no admite debate. Si así fuera, no tendría sentido seguir escribiendo este libro. Pero si usted, querido/a lector/a tiene el libro en sus manos, estoy convencido de que querrá conocer los últimos avances de la ciencia que estudia la evolución de los seres humanos. Propongo, pues, disfrutar de la lectura de este libro, igual que yo lo hice escribiéndolo. Para ello, debemos poner primero el acento en la distinción entre nosotros y los demás organismos: ¿qué nos diferencia de otros seres vivos? Una vez sepamos esa respuesta, nos preguntaríamos por la segunda cuestión: ¿qué ha sucedido a lo largo de nuestra historia evolutiva para que ahora seamos tan diferentes a nuestros antepasados del Plioceno[2]? También podemos estar interesados en saber si seguimos evolucionando y seguramente nos hemos preguntado más de una vez por nuestro futuro como entidad biológica. Los capítulos que siguen tratarán de dar respuestas a todo ello, pero ya advierto de antemano que la ciencia ofrece respuestas siempre hipotéticas y nunca dogmáticas. Lo veremos ya en el siguiente epígrafe.

FILOGENIA HUMANA

Antes de empezar a desarrollar el guion de nuestra historia evolutiva, me gustaría escribir brevemente sobre un aspecto muy seductor, que nos provoca una extraña fascinación. Así lo he comprobado en conferencias y visitas a museos, por lo que me veo casi en la obligación de escribir sobre esta cuestión en las primeras páginas del libro. A lo largo de varios capítulos emplearé con bastante frecuencia el término filogenia. Asumo que la inmensa mayoría de los lectores y lectoras tendrán una idea más o menos aproximada del significado de esta palabra, que no debe confundirse con los vocablos genealogía o linaje. Estos últimos se refieren a la reconstrucción de la historia de una determinada familia, en la que se busca a las personas, vivas o ya fallecidas, que están unidas por un grado de parentesco y forman una genealogía concreta. De manera coloquial, solemos hablar también de la genealogía o el linaje de las especies vivas o extintas. Por supuesto, todos entendemos esta «libertad de expresión». Es más, es muy común hablar de líneas evolutivas, con un significado similar. Sin embargo, el término científico correcto es el de filogenia.

En biología evolutiva, la filogenia estudia las relaciones de parentesco entre las especies, géneros, familias, órdenes, etc., que son las categorías taxonómicas en las que clasificamos a los seres vivos. En realidad, el concepto de filogenia es similar al de genealogía, pero utiliza herramientas muy diferentes. Además, las filogenias tratan de reconstruir «árboles filogenéticos», lo mismo que intentamos hacer con una genealogía familiar. Pero, ¡atención!, si hablamos de un árbol, estamos asumiendo que existe un tronco principal, del que surgen ramas por divergencia evolutiva. Igual que sucede con las genealogías familiares deberíamos pensar mejor en un arbusto. En mi modesta opinión, esa imagen describe mucho mejor la historia de la vida.

Antes de seguir con la explicación, creo necesario advertir a lectores y lectoras que no existe un consenso acerca de la forma del arbusto de la filogenia humana. En primer lugar, no todo el mundo está de acuerdo en reconocer la realidad de algunas especies. Además, las relaciones de parentesco entre las especies no son sencillas de determinar. Ahora veremos que existen varios métodos para ello. Esos métodos nos ayudan, pero no ofrecen una solución fuera de toda duda. Como consecuencia de ello, todas las filogenias que podamos construir para representar la historia de la vida de la humanidad son hipotéticas. A grandes rasgos, todos los que nos dedicamos a este ámbito científico estamos de acuerdo. Pero cuando entramos en detalles cada investigador expone sus matices. Es por ello que siempre tengo muchos reparos en mostrar filogenias de la humanidad en cualquier publicación, tanto en las que van dirigidas a los expertos como en aquellas que tratan de comunicar conocimiento a las personas interesadas en la evolución humana. Si buscamos una cualquiera de las numerosas filogenias publicadas en revistas científicas o de divulgación, observaremos un montón de interrogaciones en las líneas que tratan de unir las diferentes especies. Puede parecer frustrante. Pero es la postura correcta y las dudas tienen una base científica.

La denominada «sistemática filogenética» o «cladística» (del griego klados: rama) nació a mediados del siglo XX como un ámbito de la biología evolutiva, que trata de estudiar las relaciones de parentesco de los organismos actuales y pretéritos. Su impulsor principal fue el entomólogo alemán Emil Hans Willi Hening (1913-1976), aunque un puñado de científicos contribuyeron a su desarrollo, como Walter Zimmermann (1892-1980) o Warren H. Wagner (1920-2000), entre otros. El método empleado por la cladística[3] es complejo, aunque sigue una serie de reglas básicas. En síntesis, se trata de identificar aquellos caracteres morfológicos que definan sin ambigüedades la forma o el tamaño de los organismos. Puesto que las especies evolucionan, esos caracteres cambian con el tiempo. Si dos especies comparten la forma evolucionada de un determinado carácter, es muy posible que tengan un grado próximo de parentesco. Por descontado, la forma de identificar los caracteres es compleja y requiere mucha experiencia. También es importante saber si esos caracteres se encuentran en su forma primitiva o en su forma o formas evolucionadas (derivadas). Se han escrito docenas de libros en los que se definen y discuten las normas para encontrar la denominada «polaridad evolutiva» o evolución peculiar de los caracteres. Por ejemplo, se sabe que el origen embrionario de las escamas, las plumas y los pelos es el mismo y que, por tanto, estos elementos de la epidermis de los vertebrados representan manifestaciones del mismo rasgo. Asumimos que las escamas representan la forma primitiva del carácter, y que tanto las plumas como los pelos son formas derivadas. Los peculiares «arbustos» evolutivos que derivan de un análisis cladístico reciben el nombre de «cladogramas», que se obtienen mediante los programas informáticos creados para tal fin.

La sistemática filogenética permite establecer relaciones de parentesco entre organismos muy alejados en el tiempo. Cuanto más tiempo haya transcurrido desde la divergencia entre esos organismos, mayores serán las diferencias entre sus caracteres y más sencillo será establecer la polaridad de todos sus rasgos reconocibles. Por cierto, es importante advertir que poco a poco empezamos a identificar no tan solo caracteres morfológicos, sino también moleculares. Es el futuro, sin duda.

Cuando se ha tratado de emplear la cladística a la evolución de nuestros ancestros nos hemos encontrado con no pocas dificultades. Siete millones de años de evolución es muy poco tiempo a escala geológica como para poder identificar sin ambigüedades esos caracteres que nos interesan. La evolución es mucho más lenta de lo que podemos imaginar. Por ejemplo, los seres humanos actuales tenemos cinco dedos y treinta y dos dientes. Los dos caracteres, que sin duda nos parecerán importantes, no han cambiado desde que apareció el primer ancestro de la humanidad. Por descontado, los dedos y los dientes de ese ancestro no eran exactamente iguales a los nuestros. Pero tenemos que recurrir a los matices para diferenciar especies, que no siempre se definen con facilidad. El tamaño y la forma de los caracteres estudiados suelen presentar una variación continua, sin límites precisos. Además, los caracteres se expresan de formas diversas en todas las especies. Es lo que denominamos variabilidad fenética[4]. La cladística tiene, por ello, una utilidad limitada en las investigaciones sobre la evolución humana.

Debido a estas dificultades, muchos investigadores recurren a los métodos que emplean los seguidores de la escuela denominada «taxonomía númerica» o «fenética». Esta forma de diferenciar los organismos fue introducida en 1962 por Robert R. Sokal y Peter Sneath[5], y se basa en el estudio de todos y cada uno de los caracteres que podamos identificar. Todos los caracteres se consideran igual de valiosos para identificar especies, géneros, familias, etc. Aplicando cualquiera de los métodos ideados tanto por los simpatizantes de esta escuela como por investigadores independientes, se obtiene una mayor o menor semejanza o «distancia fenética» entre los grupos de organismos analizados. Existen herramientas informáticas que transforman estas distancias en los llamados «fenogramas». A partir de ello, podemos realizar reconstrucciones de las filogenias, empleando imágenes más o menos ingeniosas y artísticas.

HOMO SAPIENS

El médico sueco Carlos Linneo (1707-1778) nació a principios del siglo XVIII, por lo que no pudo conocer las ideas que un siglo más tarde desarrolló Charles Darwin. Aunque la formación de Linneo se centró en la medicina, su inclinación por la botánica, la zoología y, en general, por la relación entre todos los seres vivos, le llevó a la observación metódica de la naturaleza. Linneo fue capaz de distinguir unos seres vivos de otros, aunque en apariencia fueran muy similares, y se le ocurrió la necesidad de poner un nombre a las entidades biológicas que era capaz de diferenciar. En 1758, en la décima edición de su libro Systema Naturae, publicado en 1735 y ampliado hasta 1770, propuso que cada una de las entidades debería tener un nombre y un apellido. El primero podía ser común para algunas entidades similares, mientras que el segundo permitiría diferenciarlas cuando ello fuera necesario. El nombre sería genérico (el género), mientras que el apellido sería específico (la especie). Este criterio binomial ha llegado hasta la actualidad y tan solo hemos ido añadiendo nuevas entidades a una larga lista de especies conocidas. El concepto de especie ha ido variando, pero la idea que subyace en él permanece en el ámbito de las ciencias de la vida.

Carlos Linneo no tuvo reparos en admitir nuestra naturaleza animal y tuvo que asignar un nombre a la especie a la que pertenecemos. El término binomial Homo sapiens, el «Hombre sabio», reflejaba las circunstancias de la época histórica en la que Linneo vivió y trabajó. Admitía nuestra entidad natural, pero la racionalidad, la sabiduría y la autoconciencia eran criterios diferenciales de primer orden. Éramos la única especie del género Homo, un nombre que no podíamos compartir con otros seres parecidos. Solo cuando se interpretaron correctamente los fósiles que fueron llenando los armarios de las entidades científicas y las casas particulares, tuvimos compañía. En la actualidad, hablamos con naturalidad de Homo habilis, Homo erectus, Homo antecessor y Homo neanderthalensis. Pero nos hemos cuidado y mucho de incluir determinados fósiles en nuestra casilla. Los criterios morfológicos han prevalecido, como no podía ser de otra manera. Y cuando nos hemos atrevido a incluir a ciertos fósiles en Homo sapiens, hemos realizado un escrutinio minucioso para determinar si la forma del cráneo era lo suficientemente humana. Por ejemplo, se ha discutido si los restos fósiles encontrados en el yacimiento de Jebel Irhoud, en Marruecos, pueden ser considerados como miembros de nuestra especie. Este yacimiento tiene poco más de trescientos mil años de antigüedad y el cráneo no es lo suficientemente redondeado como para que exista consenso. La mandíbula tampoco tiene un mentón tan elegante como el nuestro. Nuestro club privado no admite excepciones ni tampoco equívocos.

Sería injusto olvidarnos de Georges-Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, que nació en Francia el mismo año que Linneo. Su profunda vocación naturalista guio su vida y sus obras, entre las que destacan los 44 volúmenes de su Histoire Naturelle, una maravillosa colección preñada de ilustraciones extraordinarias. Leclerc también realizó una clasificación de los seres vivos conocidos. Quiero destacar que el primer y segundo órdenes de su catalogación de los mamíferos fueron los bimanos y los cuadrumanos, respectivamente. Pienso que no es necesario explicar los caracteres observados por Leclerc para distinguir un orden del otro. Por descontado, esta clasificación fue superada con relativa rapidez por los acontecimientos científicos generados tras la publicación de las obras de Charles Darwin. Pero la influencia de Leclerc tuvo una gran importancia en acontecimientos históricos no tan lejanos para nosotros.

Si se me permite, voy a destacar algunos párrafos encontrados en la enciclopedia publicada por Antonio Álvarez Pérez en 1952 y que leyeron (leímos) muchos millones de españoles hasta casi finales de la década de 1960. Me topé por casualidad con esta obra, que había quedado enterrada en algún lugar de mi memoria, mientras exploraba con curiosidad en diferentes entradas de mi navegador. Entre otros muchos conceptos de esta enciclopedia encuentro que «los bimanos son los mamíferos más perfectos. Están dotados de dos manos y dos pies, tienen alma inmortal y una inteligencia que nos lleva al progreso. Su única especie es el hombre. Por su parte, los cuadrumanos son mamíferos dotados de cuatro manos. Algunos se parecen bastante al hombre, imitando con gran perfección sus acciones. Son cuadrumanos el orangután, el gorila y el chimpancé». No parece necesario hacer demasiados comentarios, aunque quiero subrayar dos matices. De la primera definición: «la inteligencia nos lleva al progreso». De la segunda: «los cuadrumanos nos imitan con gran perfección». Muchos nos hemos educado con estas ideas, sobre las que escribiré en otros capítulos del libro. Por el momento, sin más comentarios.

Por supuesto, en estas primeras páginas no puedo olvidarme de Charles Darwin (1809-1882), a quien debemos un sentido homenaje. Ya sabemos que el conocimiento científico actual es fruto del esfuerzo de cientos de personas, que han dedicado su vida al apasionante deseo de saber más. La historia personal de Darwin y los sucesos que le llevaron hasta exponer las conclusiones de sus investigaciones durante toda una vida pudieron haber transcurrido por un camino muy diferente. Quizá sea un hecho poco conocido que Charles Darwin no era el único candidato a recorrer el mundo en el Beagle junto al capitán del barco, Robert FitzRoy (1805-1865), y su tripulación. Uno de sus maestros, el reconocido profesor de botánica John Stevens Henslow (1796-1861), advirtió a Darwin que habría de disputar el puesto a un tal Mr. Chester, naturalista de gran reputación. Al fin y al cabo, la expedición del Beagle solo tenía un objetivo pluridisciplinar y pragmático. El viaje no aspiraba en absoluto a obtener conclusiones científicas más allá del puro coleccionismo o de enriquecer el conocimiento sobre la geografía de tierras lejanas. Se pretendía mejorar la cartografía de las costas de Sudamérica, conseguir determinaciones precisas de las coordenadas del planeta y adquirir conocimientos de la geología y los seres vivos de territorios poco conocidos. La expedición necesitaba un naturalista capaz de recopilar información sobre las plantas y animales que poblaban aquellos territorios. Un trabajo descriptivo complejo, pero bien definido. Nadie esperaba que aquel viaje tuviera las consecuencias científicas que todos conocemos.

Charles Darwin no tenía la aprobación de su padre para tamaña aventura, que podría alargarse en el tiempo. Si su progenitor hubiera sabido que el viaje terminaría por prolongarse hasta un quinquenio es posible que no hubiera dado su brazo a torcer. Solo el apoyo de sus familiares y su determinación pudieron ablandar los sentimientos del Dr. Robert Darwin, que permitió a su hijo mantener una entrevista con el capitán FitzRoy en Londres, la mañana del 5 de septiembre de 1831.

Para los historiadores de la ciencia resulta sorprendente que Charles Darwin tomara esta decisión. Nunca había sido un estudiante aplicado. Es más, muchos consideraban que su inteligencia estaba por debajo de la media. Nunca quiso seguir los pasos de su abuelo, Erasmus Darwin, y de su padre, médicos afamados en los lugares donde ejercieron su profesión. El joven Darwin ni siquiera soportaba la visión de la sangre. Detestaba las matemáticas y otros ámbitos de los saberes científicos de la época. Pero logró tener buenos conocimientos de geología, que a la postre serían un gran soporte para su teoría de la evolución. El profesor Adam Sedgwick (1785-1873), profesor de geología de la Universidad de Cambridge, consiguió sembrar en el joven Darwin el interés por las rocas o la formación de las montañas. Pero su verdadera pasión eran los seres vivos. Podía compaginar esa pasión con la profesión de clérigo, que prácticamente ya había decidido.

Por todo ello, resulta si cabe más sorprendente que aceptara los consejos de Henslow y se presentara ante el capitán FitzRoy. Darwin tenía entonces veintidós años y acababa de conseguir el título de Bachelor of Arts en la Universidad de Cambridge, mientras que el capitán del Beagle era un año mayor y contaba con tres años de experiencia en el mar. Sus edades eran similares, pero sus orígenes y opiniones políticas, muy diferentes. FitzRoy tendría que compartir camarote con su naturalista en un barco robusto pero no demasiado grande. Para el capitán del barco era necesario congeniar lo mejor posible con el candidato elegido. Los miembros de la familia Darwin eran liberales y burgueses. Como se decía entonces, pertenecían a los whigs, un término despectivo surgido a finales del siglo XVII para designar a quienes se negaron a aceptar el acceso al reinado del duque de York, que profesaba la religión católica y que terminó llevando la corona durante tres años como Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia. Los que apoyaron durante un tiempo al duque de York también recibieron el término despectivo de tories y estaban relacionados con la aristocracia británica. En la actualidad, los whigs (liberales) y los tories (conservadores) se siguen disputando el gobierno del Reino Unido.

Figura 1. Retrato de Charles Darwin en la última fase de su vida.

 

El capitán FiztRoy había realizado una carrera brillante en la marina británica. Solo así se puede explicar que con apenas veinte años hubiera sido nombrado capitán del Beagle y realizado su primera misión en las costas sudamericanas. Además de sus convicciones políticas, FiztRoy era profundamente religioso. Aceptaba cada frase de la Biblia como un dogma indiscutible. Su temperamento era estricto, a la vez que estaba considerado como una persona justa y valiente. Sus cualidades eran perfectas para liderar un grupo de marinos y capitanear un barco en condiciones extremas.

Su primera impresión del aspecto físico de Darwin no fue demasiado buena. FiztRoy advirtió al científico de los peligros de aquel viaje. Había que ser un tipo duro para enfrentarse a lo desconocido. Quizá esperaba que Darwin desistiera de sus intenciones, y aceptar al segundo candidato. La historia de la ciencia se habría escrito de otro modo de no ser por el entusiasmo mostrado por el naturalista para emprender aquella aventura. Su tenaz insistencia terminó por convencer a FiztRoy de que aquel joven podía cumplir su misión, una opinión que poco después hizo llegar al Almirantazgo. Tres meses más tarde, Charles Darwin embarcaría en el Beagle con su equipaje personal, sus libros, una lupa de pocos aumentos, unos prismáticos, una brújula, suficiente alcohol para conservar las especies que pudiera recolectar y un par de pistolas para su defensa personal durante sus incursiones por tierras desconocidas. El Beagle estaba anclado en el puerto de Plymouth, en el suroeste de Inglaterra. Tras varios intentos frustrados por la mala mar, el navío partió hacia su destino el 27 de diciembre de 1831. El resto ya lo conocemos. Las teorías que surgieron gracias a este viaje y a su intercambio epistolar con Alfred Russel Wallace (1823-1913) nos han llevado a investigar cada vez con más profundidad sobre nosotros mismos.

Gracias a las conclusiones de Darwin surgió el deseo incontenible de conocer más sobre nuestros orígenes. Desde hace tiempo sabemos que compartimos un antecesor común con los chimpancés. Si bien la filogenia humana ha quedado reducida a una única especie viva, la de los chimpancés cuenta con dos: Pan troglodytes y Pan paniscus. De sus diferencias tendré ocasión de comentar en otros capítulos del libro. Las investigaciones en el ámbito de la genética se han acercado lo mejor que permite el método científico al momento temporal de la divergencia entre la filogenia de los chimpancés y la filogenia humana. Asumimos que la separación sucedió en África, porque los fósiles más antiguos de nuestra filogenia se han localizado en este continente. Y en cuanto al momento de la divergencia, nos hemos de contentar con una horquilla muy amplia, que podría remontarse hasta los nueve millones de años antes del presente. El registro fósil de este período es ciertamente muy escaso, pero del todo congruente con los datos moleculares y apunta a los siete millones de años antes del presente para esa divergencia.

AUTOCONCIENCIA

Una vez aclarada la cuestión del primer epígrafe y de saber que somos una especie más entre millones de ellas gracias a la perspicacia de personas tan brillantes como Carlos Linneo y Charles Darwin, es momento de plantear nuestras peculiaridades. ¿Seremos capaces de encontrar aquello que nos diferencia sin ningún tipo de ambigüedad de otros seres vivos y en particular de las especies más próximas a nosotros? Podemos empezar por uno de los aspectos más trascendentes: la autoconciencia. Pienso que todos estaremos de acuerdo en admitir que nuestra humanidad reside fundamentalmente en el hecho de ser conscientes de nosotros mismos. Aunque casi sería mejor decir «muy» conscientes de ello. Nadie sabe si los elefantes tienen autoconciencia. No podemos entrar en la mente de unos animales tan sobradamente inteligentes. Desde hace años sabemos que los chimpancés se reconocen ante el espejo, que reflexionan sobre sus propios pensamientos y toman decisiones en consecuencia, que planifican y que se comunican entre ellos de manera mucho más sofisticada de lo que podemos imaginar. De alguna manera son conscientes de su propio yo, aunque queramos matizar y pensar que su autoconciencia es muy elemental. En su entorno, los chimpancés no tienen espejos. Se los ponemos nosotros y forzamos la situación de manera experimental. Aun así, podemos quedarnos sin argumentos nada más empezar y concluir que no somos tan especiales y que la autoconciencia no es exclusiva de la humanidad. Pero, como dije antes, somos muy conscientes de nosotros mismos. Y, sin duda, mucho más que los chimpancés o que cualquier otra especie. ¿En qué grado?, ¿hasta dónde hemos llegado, evolutivamente hablando, en esta característica? Es una buena pregunta, que supongo anima a seguir leyendo estas páginas.

Nuestra naturaleza animal ha sido reconocida desde que tenemos noticias históricas. Pero es muy probable que haya prevalecido la idea de nuestra tremenda superioridad sobre el resto de los seres vivos. Tanto es así que hemos asumido la diferencia como una consecuencia de la intervención divina y sobrenatural. El alma, principio vital y esencia aristotélica de todos los seres vivos, habría pasado a ser una idea de la que nos habríamos apropiado los seres humanos en virtud de una religiosidad casi universal. Nuestra identidad material solo sería la parte menos importante de nuestro ser, mientras que la identidad espiritual, el alma inmortal, estaría muy por encima de la naturaleza mortal. Tomás de Aquino, que tenía un pensamiento realista y muy pragmático, no pretendió separar lo espiritual de lo material.

Seguramente porque en su mente brillante había muchas más dudas que dogmatismos. Habría sido un gran científico. Pero en la práctica la mayoría de seres humanos hemos llegado a una conclusión diferente. En particular, una buena parte de las poblaciones humanas, entre la que se encuentra la mayoría de los/las lectores/as, nos hemos guiado por la tradición judeocristiana, en la que prevalece el alma inmortal. Así que poco más que añadir. Aunque frágiles, seríamos muy superiores a los demás seres vivos, a los que sometemos a nuestra voluntad. Llegados a este punto, no me puedo olvidar del SARS-CoV-2. Si este pequeño ser pudiera reírse, lo haría a carcajadas.

Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), jesuita, antropólogo, filósofo y paleontólogo, es un magnífico ejemplo del dualismo entre ciencia y fe. La tormenta de ideas que debieron agolparse en su mente tuvo que ser increíble. Para un religioso normal tan solo cabe la fe en los dogmas de su propia religión. Algo relativamente sencillo, al menos en apariencia. Sin embargo, para eruditos y pensadores como él, muchos de los dogmas de la religión católica resultaban difíciles de aceptar. Teilhard de Chardin tuvo ocasión de conocer de cerca las excavaciones e investigaciones en el yacimiento de Zhoukoudian, próximo a la ciudad de Pekín. Allí conoció de primera mano los fósiles de una especie humana ancestral y no cabe duda de que los hallazgos le impactaron. Sus reflexiones y experiencias vitales en el ámbito de la evolución humana fueron demasiado fuertes como para aceptar cualquier dogma sin crítica. Teilhard no se conformó solo con pensar, sino que dejó centenares de escritos de sus trabajos científicos, de sus teorías filosóficas y de sus reflexiones. Sus pensamientos y sus textos llegaron al propio Vaticano y con ello propició un enfrentamiento directo con la jerarquía católica. Teilhard no tuvo más remedio que aceptar las teorías de Darwin, porque para él eran de una lógica aplastante. Pero hubo de adecuar esa teoría a su formación religiosa. Como sabemos, el darwinismo fue rechazado de plano por la Iglesia católica desde el primer instante. Si añadimos que Teilhard se planteó dogmas como la segunda venida de Cristo y su redención por su obra terrenal, la existencia del pecado original, el uso de contraceptivos en el matrimonio, etc., es comprensible que tuviera muchos problemas con la jerarquía católica. La lista de dogmas cuestionados por la mirada crítica del jesuita posiblemente fue mucho más larga de lo que el Vaticano hubiera soportado. La pregunta que queda en el aire es si el empirismo científico pudo más que el dogmatismo religioso en la mente de Teilhard.

Su síntesis más celebrada, el llamado «punto omega», une la materia y los sentimientos espirituales con su pensamiento evolucionista. El tiempo, que constituía la cuarta dimensión de Teilhard, lleva a la materia a organizarse de manera cada vez más compleja. Esa tendencia incrementa su nivel de autoconciencia hasta un punto omega final, donde las reflexiones convergen hacia un único pensamiento. Es evidente que sus teorías fueron fruto del misticismo, de la complejidad de sus cavilaciones y de su enorme creatividad. Muchos teólogos, como el propio papa Pablo VI, han tratado de reinterpretar las ideas de Teilhard y darles una perspectiva acorde con la fe católica. Ese esfuerzo da una idea de la trascendencia y la influencia de Teilhard de Chardin en el catolicismo, así como de la complejidad de la mente humana.

GENES, HUMANOS Y CHIMPANCÉS

En 2005, el Consorcio Internacional para el Estudio del Genoma del Chimpancé publicó sus resultados en la revista Nature. Fue entonces cuando llegó hasta nosotros la cifra mágica: compartimos el 99 % del genoma con los chimpancés. Tras el primer impacto emocional, la cifra se convirtió en un hecho admitido no solo por la comunidad científica, sino que llegó a buena parte de la sociedad y se transformó en un verdadero dogma de fe. Nuestra tradición judeocristiana nos ha preparado mentalmente para asumir los dogmas sin rechistar y es muy complicado entender que la ciencia no admite verdades inamovibles. Así que esa primera cifra fue tan solo un punto de partida y muchos genetistas interesados en el tema han seguido trabajando con ahínco para matizar los resultados. De entrada, los seres humanos disponemos de 23 pares de cromosomas, mientras que los chimpancés tienen 24 pares. Esto ya es una diferencia digna de tener en consideración. Tomàs Marqués-Bonet, Arcadi Navarro y sus respectivos equipos, que investigan en el Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, están muy implicados en estas cuestiones. Les preocupa que ese uno por ciento de diferencia se haya tomado como una verdad inalterable. Ellos saben que las cosas no son tan simples. En primer lugar, cuando hablamos del genoma humano parece que nos referimos a una entidad única e inmutable, que se puede comparar de manera simple y lineal con otros genomas. Si aplicamos un microscopio de muchos aumentos y nos acercamos para ver los detalles, podremos comprobar que existen entre ocho y quince millones de diferencias en el genoma de todos los seres humanos que poblamos el planeta. Diferentes genes y partes del genoma se han duplicado, y no lo han hecho del mismo modo en todos y cada uno de nosotros. Algunas regiones del genoma se han duplicado, otras han invertido su posición y otras han cambiado de lugar. Todos pertenecemos a la misma especie, pero la variabilidad es digna de tener en consideración. Diríamos que no hay dos personas iguales, sino que la mayoría de los caracteres que podemos observar presentan formas diversas, muy lejos de la uniformidad. La genómica avanza muy deprisa, pero todavía tiene un largo camino por recorrer antes de que lo sepamos todo o casi todo de cada región de nuestro ADN y el de las especies más próximas.

Y cuando nos acercamos precisamente al problema de comparar el genoma humano con el de los chimpancés nos encontramos que no es una cuestión tan simple. Los chimpancés también tienen su propia variabilidad: no hay dos chimpancés iguales, y eso lo saben bien Marqués-Bonet y Navarro. Los grandes simios parecen tener todavía más diversidad en sus caracteres que la que presentamos nosotros, aun contándonos por miles de millones. Cuando indaguemos en el genoma de los chimpancés veremos que no es posible poner su secuencia al lado de la humana y contar diferencias. No es tan sencillo como eso. Como expliqué más arriba, diferentes partes de los cromosomas han cambiado de lugar y no se sabe a ciencia cierta qué significado pueden tener estos cambios. Además, las duplicaciones de partes cromosómicas parecen ser más relevantes que las mutaciones simples mediante la sustitución de nucleótidos[6]. En definitiva, nadie puede dar un porcentaje fijo y definitivo para medir las diferencias entre chimpancés y humanos. El propio Marqués-Bonet me comentó personalmente que esa cifra podría llegar al diez por ciento, lo que representa una modificación significativa desde el punto de vista cuantitativo con respecto a ese uno por ciento mágico que todos damos por hecho. Nos separan de ellos nada menos que tres millones de cambios, sin que nadie sepa por el momento cuáles son los más importantes. Pero ¿significa esto que estamos muy alejados, evolutivamente hablando, de los chimpancés? Bueno, desde una perspectiva genética pura, la respuesta es afirmativa. Es más, parece muy difícil encontrar el «santo grial» o, para entendernos, averiguar qué modificaciones genéticas son las responsables de nuestra humanidad.

Ahora bien, una cosa es lo que nos dice la genética y otra muy distinta es observar el resultado final del desarrollo de un chimpancé. En particular, me interesa mucho su comportamiento. Por descontado, estos primates son cuadrúpedos, tienen un cerebro tres veces más pequeño que el nuestro y no hablan como nosotros. Pero esto es algo que todos sabemos. Aunque eliminemos totalmente la tecnología de nuestros cuerpos y aparezcamos por completo desnudos, un simple vistazo nos permitirá ver las similitudes y las diferencias entre ellos y nosotros. Pero cuando los especialistas empezaron a estudiar la conducta de los chimpancés, tanto en libertad como en el laboratorio, comenzamos a reflexionar sobre la percepción que tenemos de ellos. Pocas personas como Jane Goodall han aprendido tanto de los chimpancés, porque sus investigaciones le han llevado toda una vida y su laboratorio ha sido el propio hábitat de estos primates.

Podemos preparar una lista de rasgos que definan el comportamiento de los chimpancés y comprobar si nuestra conducta es similar y en qué medida. Será siempre un listado incompleto, pero nos puede servir como aperitivo para debates posteriores. Me voy a referir a rasgos comunes a las dos especies, sin olvidar que los llamados chimpancés comunes (Pan troglodytes) y los bonobos (Pan paniscus) tienen comportamientos sexuales muy diferentes, que alteran su conducta general. Como primates sociales, los chimpancés deben tener una jerarquía bien establecida y liderazgos de cierta duración. Puesto que deben defender los recursos que necesitan para sobrevivir, su territorialidad es absolutamente imprescindible. Los chimpancés comunes defienden esos recursos con enorme agresividad, llegando incluso a la lucha entre grupos. Son sus guerras particulares. Jane Goodall lo cuenta muy bien en sus memorias, con cierta amargura. Si durante años pensó que los chimpancés eran simios pacíficos y encantadores, su percepción cambió cuando llegó la escasez de recursos. El grupo de simios que ella estudiaba se fragmentó para buscar alimento en un territorio más amplio y observó con pavor la enorme agresividad que generó un nuevo encuentro. Los machos (Pan troglodytes) se exhibían ante los adversarios, tratando de mostrar su capacidad ofensiva. La práctica del canibalismo entre los miembros de los dos grupos dejó un gran impacto en su ánimo. Por suerte para Goodall, este hecho fue episódico. Aunque la condujo a tener una visión global y realista del comportamiento de estos primates.

Recapitulando, nosotros también somos sociales, jerárquicos, tribales y territoriales. Exhibimos nuestra capacidad agresiva y fortaleza cuando surgen situaciones excepcionales para intimidar a los demás, aunque no lleguemos a las manos o a las armas. Peleamos por los recursos con guerras atroces y comportamientos que superan con creces la crueldad que podemos percibir en los chimpancés comunes. Leonardo da Vinci afirmaba que, «verdaderamente, el hombre es el rey de los animales, pues su brutalidad supera a la de estos». Estudiaremos nuestra conducta con cierto detalle en el capítulo decimotercero.

Los chimpancés tienen una comunicación muy notable. Se saludan y poseen un repertorio de gestos faciales y corporales muy similares a los nuestros. Cierto, no hablan como nosotros, pero no les hace falta en el mundo en el que viven. Su supervivencia depende de una serie de sonidos bien pautados y son capaces de reconocer perfectamente más de cien palabras aprendidas de los humanos. El juego forma parte de los individuos inmaduros y tiene la misma función que en nuestra especie: aprender. Por supuesto, nuestros hijos tienen un desarrollo más prolongado y juegan durante más años. ¿Tienen sentimientos los chimpancés? Por descontado. La muerte de seres queridos próximos les afecta en gran medida y necesitan la misma resiliencia[7] que nosotros para superar este tipo de crisis.

Los chimpancés tienen su propia personalidad, como cada uno de nosotros. Pueden manifestar timidez o ser extrovertidos. Algunos individuos son más afectivos que otros, y su sociabilidad está más o menos marcada. La agresividad en circunstancias normales no es la misma en todos los individuos. Y su personalidad, igual que nos sucede a nosotros, se puede modular con el tiempo y la experiencia. Aunque nos resulte difícil de creer, los chimpancés tienen un cierto sentido del humor. Desde luego, no podemos esperar un ingenio como el nuestro para idear chascarrillos hasta de nuestra propia adversidad.

No menos interesante es la capacidad de Pan troglodytes para practicar la política. El macho alfa no es necesariamente el más fuerte, sino el que tiene más habilidades sociales para dirigir a los demás con su liderazgo. Su papel es decisivo en el grupo, porque tendrá que guiar a los demás para defender el territorio. Gozará de la práctica del poder, pero su responsabilidad es la misma que tienen las personas que ejercen la jefatura en algún estamento jerárquico. El macho alfa tiene que mantener el orden, como lo hace un profesor en un aula llena de adolescentes humanos. Y para conseguir su estatus, tendrá que convencer tanto a otros machos como a las hembras de que es el mejor para ese puesto. Y eso es sencillamente hacer política, que hemos practicado desde la noche de los tiempos. El macho alfa suele ser un adulto de más de veinte años. Pero cuando sus capacidades se ven mermadas por la edad, otro macho intentará tomar el mando. Es una ley natural, que debe cumplirse por el bien del grupo. ¿Nos suena de algo? En el caso de los humanos, no esperamos siquiera a que un líder pierda sus capacidades. El ansia por el poder no tiene límites, normas establecidas o una ética razonable.

En los grupos de cazadores-recolectores del pasado, formados por menos de treinta individuos, el liderazgo pudo resolverse con relativa facilidad. Los más capaces, que no necesariamente los más fuertes, asumían el papel de liderar y la toma de decisiones. Así hemos permanecido durante toda nuestra filogenia, excepto durante los últimos nueve mil años. El incremento demográfico que supuso la revolución del Neolítico cambió para siempre el modelo de jerarquía y de liderazgo de las sociedades modernas. Por supuesto, esos cambios no representaron modificaciones en la obligación de disponer de líderes para dirigir grupos cada vez más numerosos. Nuestro ADN de primates sociales demanda la jerarquía y la existencia de dirigentes como una necesidad vital. Pero, como veremos en su momento, la formación de los primeros núcleos urbanos en las antiguas civilizaciones y, mucho más tarde, la vida moderna han terminado por complicar los modelos jerárquicos y el liderazgo. El sistema más sencillo podría consistir en seguir confiando en líderes naturales, que conducirían grupos muy numerosos de manera justa y equitativa. No es un modelo común. Por desgracia, las dictaduras dirigidas por un único individuo son mucho más frecuentes. El dictador controla la situación de manera cruel y por la fuerza con el apoyo de un grupo más o menos amplio, dependiendo del tamaño social. Ese grupo apoya el poder de su líder a cambio de una serie de prebendas. Pero los dictadores suelen vivir siempre en una situación inestable, bajo la amenaza constante de quienes están cerca de ellos. Las personas de su confianza podrían estar dispuestas a todo con tal de arrebatarles sus privilegios. Esa es la única similitud con el liderazgo de los machos alfa. En efecto, podría decirse que las dictaduras representan una aberración del liderazgo natural de nuestro remoto pasado, porque carecen de la equidad universal necesaria para defender y proteger a todos y cada uno de los miembros del grupo.

Así que los humanos hemos buscado fórmulas más equitativas y justas para la complejísima tarea de liderar poblaciones humanas formadas por millones de individuos. La democracia nació en sociedades de tamaño asequible, que permitían ensayar el modelo con relativa facilidad. Sin embargo, la superpoblación del planeta ha planteado un serio problema a las sociedades que deseaban este tipo de modelo de liderazgo social. Es por ello que nacieron los grupos de poder, que terminaron por organizarse en lo que hemos dado en llamar los partidos políticos. A ellos se les encarga la tarea de liderar y tomar decisiones para el bien común de millones de individuos. Es impensable que todos los ciudadanos dediquemos nuestro tiempo a legislar y gobernar. Por ese motivo delegamos esa facultad en individuos y grupos que nos representan. Debido a circunstancias que bien conocemos, el nexo entre los ciudadanos y sus representantes termina por debilitarse y casi por desaparecer. El vínculo suele reducirse a un día y cada cierto tiempo, en el que depositamos nuestro voto en las urnas. Pero ahí se acaba todo. Una vez termina el escrutinio de los votos, podemos constatar la distancia insalvable entre esos grupos y quienes depositamos nuestra confianza en ellos. Es más, nuestro ADN nos impulsa a rendir pleitesía a quienes hemos elegido. Es una de las paradojas más extrañas que conozco, pero tiene una explicación biológica muy nítida, basada en la jerarquía natural. Además, las democracias distan mucho de ser lo que pretenden. La libertad de opinión y acción de cada uno de nosotros, pilar fundamental de una democracia, colisiona fácilmente con la de los demás. No es sencillo renunciar a una parte de esa libertad para armonizarla con la de los otros. La democracia es, con certeza, un ideal al que podemos aspirar, sabiendo que tiene peajes ineludibles.

Por otro lado, los expertos en el comportamiento de los chimpancés han observado la existencia de conductas que conllevan el engaño, el robo y el chantaje. El objetivo de estos primates no es sino conseguir el mejor bocado. Eso es todo, pero nos da que pensar. A los chimpancés no les interesa el dinero o la fama, sino una buena comida. Si trasladamos este tipo de comportamiento a un primate con un cerebro mucho más grande y complejo entenderemos mejor tantas y tantas noticias sobre la corrupción de los seres humanos. Casi a diario conocemos casos de este tipo de conducta, que no solo suceden entre la clase gobernante, tan adicta al poder y cercana a los recursos.

Es curioso observar que en los chimpancés comunes los machos suelen establecer relaciones sociales con otros machos. Se entienden bien entre ellos, porque deben coordinarse para patrullar juntos o para otras actividades. En cambio, las hembras se relacionan entre ellas, colaborando cuando es necesario en diversas labores. Un hecho muy común en las reuniones entre los grupos humanos es que, indefectiblemente, los hombres acaban por juntarse para hablar de sus cosas, mientras que las mujeres lo hacen para debatir sobre las suyas. Y, por favor, que nadie malinterprete este comentario. Es solo pura observación de un primate curioso. En efecto, como buenos primates, compartimos con todos ellos una innata curiosidad que nos ha llevado a explorar la mayor parte de nuestro planeta y el resto del universo.

Y en lo que respecta a la cultura, que consideramos exclusiva de la humanidad, habría que pensar en una serie de conductas observadas en algunas especies, y en particular entre los chimpancés, que podríamos calificar de cultura embrionaria. Para aclarar esta cuestión es imprescindible aclarar un aspecto esencial, en el que suelo observar bastante confusión. Cuando se habla de cultura en los medios de comunicación se restringe el término a cuestiones artísticas, como la literatura, el cine, el teatro, las fiestas patronales, etc. Comprendo esta forma reduccionista de entender la cultura, porque es una manera de compartimentar la información. Sin embargo, no debemos olvidar que la Cultura —con mayúscula— es un aspecto que forma parte de la esencia misma de nuestra especie y comprende todo cuanto hemos creado los seres humanos, ya sea material y conceptual, así como la diversidad de comportamientos singulares (tradiciones) de cada grupo o población. Una vez aclarado este punto, vuelvo a los chimpancés, que parecen ser los mamíferos con una mayor capacidad para el aprendizaje social. Ese aprendizaje comprende hasta cerca de cuarenta pautas diferentes y distingue a unos clanes de otros. Los expertos han observado tradiciones, que incluyen el uso de instrumentos de piedra para determinadas funciones relacionadas con la alimentación. Estas pautas culturales implican siempre una innovación particular de cada grupo. Si esa innovación resulta útil terminará por ser común en el comportamiento de todos los individuos del grupo. Si sus miembros no se comunican con los de otros grupos próximos, la innovación no se transmitirá a los chimpancés de otros territorios. Sin embargo, esto no es lo habitual, debido al intercambio de hembras entre los grupos de chimpancés para evitar la consanguinidad. Este es un modo muy eficaz para potenciar el aprendizaje social y su transmisión a otros clanes.

En 2014 se publicó un ejemplo de innovación cultural en chimpancés[8]. La observación fue definitiva para aceptar que estos primates tienen esa capacidad, atribuida en exclusividad a los seres humanos. Los científicos, implicados en un largo estudio de campo, observaron durante veinte años la comunidad de chimpancés de la reserva de Sonso, en Uganda. Durante años, la inmensa mayoría de los miembros de esta comunidad utilizaron una especie de recipiente formado por hojas para extraer agua de los troncos de los árboles. El 14 de noviembre de 2011, los científicos tomaron nota de cómo el macho alfa utilizaba una especie de esponja formada por musgo para extraer el agua de un cierto lugar, mientras lo observaba la hembra dominante. El agua parecía ser rica en ciertos minerales y apreciada por los miembros del clan. En muy poco tiempo, la innovación del macho alfa para extraer agua fue adoptada por otros miembros de esa comunidad, y solo por ellos. Los expertos emplearon entonces un algoritmo matemático para detectar la proporción de casos en los que los miembros de la comunidad habían aprendido esa conducta, que fue muy elevada. Obviamente, la adopción de esa nueva técnica nada tenía que ver con el genoma.

Además de las características que se pueden estudiar en la naturaleza, tal y como hizo Jane Goodall, el estudio de los chimpancés en el laboratorio[9] ha permitido conocer otras capacidades que no se detectan cuando estos primates se encuentran en su hábitat. Una mención especial merece Kanzi, un macho de la especie Pan paniscus entrenado por la primatóloga Sue Savage-Rumbaugh. Kanzi es un bonobo muy inteligente, capaz de relacionar más de cuatrocientas palabras escuchadas con sus lexigramas[10] y símbolos. Y Kanzi no solo utiliza el presente, sino también el pretérito. Es evidente que este bonobo es capaz de comunicarse con éxito y mantener, a su manera, una comunicación eficaz. Además, Kanzi aprendió a romper piedras para fabricar filos cortantes. Como explicaré en el cuarto capítulo, la tecnología puede definirse como la capacidad para alterar las propiedades de la materia prima. Kanzi fabrica herramientas, pero no lo hubiera hecho de haber vivido en su medio natural. Al menos sabemos que los bonobos pueden aprender a fabricar utensilios cuando reciben las oportunas enseñanzas. Otros ejemplares estudiados en laboratorios especializados son capaces de recordar símbolos aparecidos en la pantalla de un ordenador mucho mejor que lo hacemos nosotros. No significa que sean más inteligentes que nosotros, sino que su memoria fotográfica es mayor que la nuestra y, posiblemente, haya sido seleccionada en el medio que los ha rodeado durante milenios.

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