Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


2 Los personajes de nuestra historia

Página 7 de 34

2Los personajes de nuestra historia

Antes de exponer las claves fundamentales de la evolución humana me gustaría presentar a los personajes que forman parte de nuestra filogenia. Apostaría a que no están todos, porque continúan produciéndose hallazgos de gran importancia en diferentes partes de África y Eurasia. Algunos de esos descubrimientos están provocando una conmoción en la comunidad científica. De hecho, hasta ocho nuevas especies se han incorporado a la filogenia humana durante lo que llevamos de siglo. Sabemos que en el planeta quedan cientos, tal vez miles de yacimientos por explorar, debido a la difícil situación política y económica de numerosos países donde es complicado realizar excavaciones. El estudio de la evolución humana es un ámbito de investigación en creciente desarrollo, en el que todavía nos esperan muchas sorpresas.

Cuando nos encontramos con propuestas filogenéticas en revistas de divulgación, en museos o navegando por internet notamos dos aspectos importantes. En primer lugar, todas estas filogenias tienen puntos en común, pero también notables disparidades en lo que se refiere a los nombres y la presencia o ausencia de determinadas especies. Este hecho resulta un tanto frustrante, porque a todos nos gustaría que hubiera consenso y que la filogenia de la humanidad fuera ampliamente aceptada. Pero no es así. Cada investigador tiene sus propias hipótesis para algún tramo particular de ese árbol. Nada que nos pueda extrañar, porque así es como funciona la ciencia. Al menos, y en términos generales, todos estamos de acuerdo en la estructura general de nuestra filogenia.

El segundo aspecto a tener en cuenta todavía crea mayor confusión. Las posibles relaciones de parentesco entre las especies suelen expresarse en los documentos mediante líneas de conexión. Se propone así que una especie puede derivar de otra. En conjunto, el aspecto de la filogenia humana sería la de un arbusto con sus correspondientes ramificaciones. Es la representación clásica, que todos imaginamos y conocemos por los medios de divulgación. Es un arbusto teórico, que refleja lo que en realidad ha sucedido a lo largo de los últimos siete millones de años. El problema es que las posibles conexiones entre las ramas están llenas de interrogantes. Las relaciones son siempre hipotéticas y no todo el mundo tiene que estar de acuerdo. Tampoco es sencillo encontrar evidencias en contra de las propuestas, por lo que las incertidumbres permanecen durante años.

Con todo ello no quiero desanimar a lectores y lectoras. Es importante saber que no existe una foto fija, sino un cierto dinamismo en las investigaciones sobre la identificación de las especies y de sus posibles relaciones de parentesco. Los nombres no son tan importantes como conocer las claves fundamentales de nuestra evolución. Además, el listado de especies puede llegar a ser apabullante y desviarnos de los objetivos del libro. Pero no por ello quiero olvidarme de citar todas y cada una de las especies, simplemente a título informativo. Contaré anécdotas curiosas e interesantes del descubrimiento de algunas especies y especímenes, que sin duda aliviarán la carga memorística. En este capítulo quiero hablar de los primeros seis millones de años de nuestra evolución, mientras que el último tramo tiene un componente muy especial, que dejaré para más adelante. En ese tramo estamos nosotros y la historia merece un capítulo aparte.

EL TEATRO DE LOS SUEÑOS

Como en el viejo estadio de Old Trafford del Manchester United, la evolución humana se ha ido desarrollando en un escenario al que podemos asistir como espectadores privilegiados. Tenemos mucha información, reflexionamos sobre nosotros mismos con viva intensidad y estamos capacitados para tratar de comprender cuanto ha sucedido durante varios millones de años. Los personajes del espectáculo, las especies, han ido cambiando con el tiempo igual que se renuevan los equipos deportivos. Este elenco interpreta una obra determinada, con un inicio y un final. En cada acto de la pieza podemos cambiar la escenografía, para que los acontecimientos se desarrollen bien en un bosque cerrado, en una sabana o en un lugar helado. Cada uno de los personajes, o varios a la vez, nos explican una historia de la que formamos parte. Los humanos actuales estamos interpretando el último acto y confiamos en ser únicamente un tramo más de una historia que deseamos que dure mucho tiempo.

Desde hace decenios los expertos tratan de encontrar evidencias fósiles de nuestro antepasado común con la filogenia de los chimpancés. El objetivo es muy difícil porque la materia orgánica de los cuerpos de nuestros antepasados se reciclaba a enorme velocidad en el ambiente en el que vivían. La formación de yacimientos era muy complicada, casi imposible, en los bosques húmedos y cálidos de África. Lo mismo sucede con los ancestros de los chimpancés. Ellos han vivido siempre en zonas boscosas, donde reina un clima tropical o subtropical. Apenas quedan indicios de su historia evolutiva. El origen de nuestras respectivas filogenias está casi perdido en la noche de los tiempos.

La búsqueda de nuestros orígenes más remotos casi no ha tenido premio. Se pueden citar unos pocos hallazgos, que cubren nada menos que la primera mitad de la historia evolutiva de la humanidad. Sería como haber descubierto unas pocas islas en mitad del océano Pacífico. Desde sus playas intentaríamos inútilmente visualizar otras tierras. Cualquier hallazgo realizado en yacimientos de esta cronología debe fijarse de inmediato en la posibilidad de que los fósiles sugieran la posibilidad de bipedismo. Hablaré largo y tendido de esta cuestión en el próximo capítulo, pero ya adelanto que la postura erguida y la locomoción bípeda fueron los primeros rasgos que nos distinguieron de la filogenia de los chimpancés.

La cronología de los catorce restos fósiles encontrados en 2001 en la formación geológica Lukeino (Kenia) por un equipo de científicos franceses se encuentra en el rango temporal que se admite para la separación de las dos filogenias. Los autores del hallazgo y del estudio nombraron la especie Orrorin tugenensis, que significa «el hombre original de las colinas de Tugen». En la lengua nativa de Kenia, el suajili, este vocablo recuerda a la palabra francesa aurore, para evocar así los albores de la humanidad. Los paleontólogos del equipo francés celebraron su descubrimiento como el mayor éxito de la evolución humana de la década y lo calificaron como el «ancestro del milenio», por ser el primer hallazgo significativo del siglo XXI. La clave del descubrimiento se halla en la epífisis, es decir, en el extremo del hueso que durante el crecimiento está formado por cartílago y poco a poco se va osificando. Pues bien, la morfología de la epífisis superior de los dos fémures de Orrorin sugiere que los miembros de aquella especie eran bípedos. Además, algunos caracteres del húmero y de las falanges de los dedos son similares a los de los chimpancés e indican capacidades trepadoras para esta especie. Lo mismo se puede decir de la falange proximal de la mano, cuya curvatura recuerda a la de Australopithecus afarensis y denota adaptaciones para trepar y colgarse de las ramas.

No pasó mucho tiempo hasta que tuvimos noticias de otro hallazgo espectacular de una época algo anterior. El 19 de julio de 2001, el arqueólogo francés Alain Beauvilain y su equipo de excavadores encontraron una acumulación de restos fósiles en el desierto de Djurab, en la República del Chad. Beauvilain había conseguido preparar una expedición formada por arqueólogos y paleontólogos de Francia y del Chad, empeñados en hallar evidencias antiguas del pasado más remoto de la humanidad. Su búsqueda se centró en una zona desértica, una región donde en otros tiempos había mucha agua y vegetación abundante y donde se podían conseguir recursos suficientes para vivir y procrear. La colección de fósiles incluía un cráneo muy deteriorado, que fue restaurado y estudiado con mucho detalle. El paleoantropólogo Michel Brunet y sus colegas publicaron la descripción detallada del cráneo. El cráneo se dató entre seis y siete millones de años y fue considerado por sus descubridores el homínido más antiguo de la genealogía humana[11] conocido hasta ese momento. El fósil fue clasificado en el nuevo género y especie Sahelanthropus tchadensis, y bautizado de manera sentimental como Toumai. En dazaga, una lengua local del Chad, este nombre significa «esperanza de vivir».

Toumai tenía un cerebro muy pequeño, de unos 350 centímetros cúbicos, arcos supraorbitales prominentes, caninos relativamente pequeños y un foramen magno (o agujero occipital en la base del cráneo) situado en posición basal. Esta particularidad anatómica implicaba que la columna vertebral se situaba bajo el cráneo y demostraba que Sahelanthropus tchadensis había caminado erguido sobre las piernas. Es por ello que Toumai fue considerado como el ancestro más antiguo conocido hasta entonces de la filogenia humana. Algunos expertos han mostrado su desacuerdo con las conclusiones de Michel Brunet y su equipo y consideran que esta especie está relacionada con la filogenia de los chimpancés. El tiempo dictará sentencia.

Más recientes son las dos especies del género Ardipithecus, que vivieron en regiones hoy en día ocupadas por el estado de Etiopía hace entre 5,8 y 4,4 millones de años. La más antigua de ellas, Ardipithecus kadabba, estaría muy posiblemente relacionada con Ardipithecus ramidus. Como veremos en el próximo capítulo, esta especie ha resultado clave en el estudio del bipedismo. La distancia temporal entre estas especies y los australopitecos, que veremos a continuación, supone un verdadero agujero negro en la evolución humana. Se necesitan más hallazgos para conectar los dos géneros.

AUSTRALOPITHECUS

Este nombre genérico se lo debemos al médico australiano Raymond Dart (1893-1988), que tuvo que pelear durante años contra el escepticismo de la comunidad científica de su época hasta conseguir que se reconociera entre los ancestros de la humanidad el cráneo del niño de Taung, hallado en una cantera de esta localidad sudafricana. Dart acuñó el nombre Australopitehcus africanus, que significa «mono del sur de África», para acomodar el cráneo de Taung en la taxonomía de los homínidos. La incredulidad de los colegas de Dart no se debía solo al hecho de que el cráneo de Taung era un único ejemplar, sino a la creencia generalizada de que el origen de la humanidad debía encontrarse en regiones tropicales de Asia. Así fue postulado con gran énfasis por el naturalista y filósofo Ernst H. P. A. Haeckel (1834-1919), basándose en la obra científica de Darwin. Esa idea fue la que llevó al médico Eugène Dubois a finales del siglo XIX a las islas de Indonesia, donde descubrió los restos del llamado «eslabón perdido» entre el hombre y el mono y que fueron entonces incluidos en la especie Pithecanthropus erectus. Enseguida lo veremos. Al menos, los expertos de aquella época permitieron que Raymond Dart expresara sus opiniones en la revista Nature y que pudiera explicar sus observaciones en un congreso celebrado en Londres. Fue como predicar en el desierto. Cuando una idea se fija con fuerza en nuestro cerebro es muy complicado que cambiemos nuestra percepción de las cosas.

Después de años de lucha y de búsqueda de nuevas evidencias, Dart fue reconocido como el descubridor de los orígenes de la humanidad en África. El hallazgo en 1936 de nuevos fósiles de Australopithecus africanus en el yacimiento de Sterkfontein, situado al noroeste de Johannesburgo, abrió definitivamente la puerta a las teorías de Dart. Desde entonces se han descrito hasta seis especies diferentes de este género, que evolucionó en el sur, este y parte del centro de África hace entre cuatro y algo menos de dos millones de años. Alguna de estas especies dio origen al género Homo, por lo que los australopitecos pueden considerarse actores principales de nuestra trama evolutiva. Quiero mencionar solo los hallazgos más importantes y, sobre todo, los que han tenido una mayor repercusión en el impulso de las investigaciones sobre la evolución humana.

Uno de los que tuvo más impacto en la sociedad fue el descubrimiento del esqueleto de Lucy, una hembra de la especie Australopithecus afarensis. Cuando se conoció su existencia, allá por la década de 1970, los medios hablaron en sentido figurado y simbólico de la primera «madre de la humanidad». El ejemplar, que entró en el Museo de Etiopía con la sigla AL-288-1, era uno de los fósiles humanos más antiguos encontrados hasta aquel momento. Había sido bautizado con ese nombre por sus descubridores, Donald Johanson y Tim White, cuando escuchaban en su campamento una canción de los Beatles que lleva ese título. Su hallazgo se produjo en la localidad de Hadar, en Etiopía, que se encuentra en el conocido triángulo de Afar. Se trata de una de las áreas geográficas más inhóspitas de África, con lluvias escasas, temperaturas de hasta cincuenta grados a la sombra durante el día y unas condiciones casi totalmente desérticas. Por supuesto, hace tres millones de años el clima era mucho más acogedor en ese lugar del continente. No en vano, una buena parte de nuestra evolución se produjo en esa vasta región del este de África. Las evidencias geológicas y paleogeográficas nos dibujan un escenario muy diferente al que podemos ver en la actualidad. Es evidente que las especies de homínidos del Plioceno y Pleistoceno encontraron en el triángulo de Afar todo cuanto necesitaban para vivir.

La década de 1970 estuvo marcada por los espectaculares hallazgos realizados por el equipo de Donald Johanson en yacimientos próximos a la localidad de Hadar, que se completaron con los logrados por el equipo de Timothy White en Laetoli (Tanzania). Los dos lugares abarcan una cronología de casi un millón de años y nos ofrecieron una de las mejores colecciones de fósiles de homínidos recuperados hasta entonces en África. En 1978, Donald Johanson y Timothy White nombraron la especie Australopithecus afarensis tras el estudio de las colecciones de fósiles humanos recuperados en Hadar y Laetoli. El estudio conjunto de los fósiles no fue sencillo, porque la variabilidad de los fósiles de las dos localidades es significativa. Pero Tim White es poco amigo de nombrar muchas especies y estoy persuadido de que convenció a Johanson para unir los dos conjuntos en una única entidad biológica. Las diferencias de tamaño e incluso de forma entre los fósiles de Hadar y Laetoli, separados por varios miles de kilómetros y por una apreciable distancia temporal, no fueron obstáculo para nombrar una única especie. Según contaron Johanson y White, aquellas diferencias pudieron deberse a un dimorfismo sexual de la especie, similar al que hoy en día podemos apreciar en la especie Pan troglodytes. Los machos serían significativamente más altos y más pesados que las hembras, con diferencias de hasta el treinta por ciento. Ese es el porcentaje que observamos en los chimpancés, mientras que en nuestra especie las diferencias de peso y estatura no suelen superar el diez por ciento.

Según los datos que se han ido obteniendo en diferentes yacimientos durante las últimas décadas, la cronología de Australopithecus afarensis está comprendida entre 3,9 y 3,0 millones de años. Como expliqué en el párrafo anterior, en la década de 1970 no se conocían fósiles humanos más antiguos que los de Hadar y Laetoli y aquella especie fue considerada el origen de todos los demás miembros de nuestra filogenia.

Para que nos hagamos una buena idea, Lucy medía aproximadamente un metro de estatura, su peso no era superior a treinta kilos y su cerebro no sería mayor de 350 centímetros cúbicos. Tras su descubrimiento, y considerando lo que entonces se tenía por cierto sobre el desarrollo de los homínidos, Lucy fue atribuida a una hembra adulta de unos veinte años de edad. Los terceros molares de esta hembra ya eran funcionales. Si el crecimiento y desarrollo de esta especie eran como los nuestros, la presencia de las muelas del juicio era compatible con esa edad de muerte. Cuando una década más tarde se demostró que el desarrollo de Australopithecus afarensis y el de otras especies de australopitecos era similar al de los chimpancés, como explicaremos en el quinto capítulo, la edad de Lucy tuvo que rebajarse hasta los doce años. Es posible que a esa edad Lucy aún no hubiera sido madre o, como mucho, habría parido un único hijo al que no habría tenido tiempo de amamantar. Si fue así, aquel hijo no pudo sobrevivir y Lucy no habría tenido descendencia. Seguramente no había muchas diferencias entre las sociedades de los chimpancés y las de los australopitecos. Los huérfanos de aquellas especies del pasado tenían pocas probabilidades de supervivencia. Aunque el grupo defendiera a las crías, los depredadores estaban siempre al acecho. Lucy no podría haber sido nunca la madre de la humanidad en sentido literal, porque sus genes se perdieron tras su prematuro fallecimiento.

Figura 3. Posible aspecto de un individuo vivo de la especie Australopithecus afarensis.

 

Por supuesto, la especie Australopithecus afarensis caminaba erguida, como demuestran las huellas impresas y conservadas en los sedimentos volcánicos de la localidad de Laetoli descubiertas por Mary Leakey en 1976. Las cenizas fueron arrojadas por el volcán Sadiman, mientras que la lluvia las convirtió en un lodazal. Las pisadas de tres australopitecos y de otras especies de aves y mamíferos quedaron grabadas y cubiertas poco después por más cenizas. Las huellas permanecieron durante más de dos millones de años y medio antes de ser descubiertas. Sus formas demuestran que el pie de esta especie era prácticamente igual al nuestro. La pelvis de Lucy también era muy similar a la de Homo sapiens, por lo que los miembros de la especie Australopithecus afarensis caminarían y correrían como lo hacemos nosotros. Siendo un primate de baja estatura, sus pasos habrían sido más cortos y la longitud relativa de sus miembros superiores habría dificultado una carrera con el mismo estilo y velocidad que la nuestra. Pero nos ganarían en un concurso que consistiera en trepar por un árbol. Nos dejarían atrás con enorme facilidad. Nosotros ya no estamos capacitados para subir a los árboles, salvo que entrenemos desde niños. Los brazos, relativamente más largos en Australopithecus afarensis, serían un impedimento para correr con estilo y velocidad, pero facilitarían la posibilidad de moverse por el entramado frondoso de los árboles. Las falanges de sus dedos eran largas y curvadas, lo que demuestra que la posibilidad de asirse con fuerza a las ramas era considerable. La ligereza de sus cuerpos ayudaría en ese propósito.

El cráneo de Australopithecus afarensis era pequeño y podría alojar un cerebro de hasta 400 centímetros cúbicos. Su cara era grande y proyectada hacia delante, de manera que las reconstrucciones faciales de estos homininos nos recuerdan a las de los chimpancés. No obstante, tenían caninos pequeños y alineados con los demás dientes. En la actualidad, los expertos piensan que Australopithecus afarensis no fue precisamente la especie que dio lugar al género Homo, sino que hay candidatas mejores. Esta especie pudo ser el origen de la genealogía de los parántropos, que veremos enseguida.

La descripción de esta especie es un buen ejemplo para las restantes cinco especies del género Australopithecus, que se muestran en el cuadro 2.2.

 

Cuadro 2.1

Los primeros de nuestra filogenia

 

Especie: Orrorin tugenesis

Autores de la especie: Brigitte Senut, Martin Pickford e Yves Coppens

Año de publicación: 2001

Lugar del hallazgo: Formación geológica Lukeino, Kapsomin (Kenia)

Cronología: 6 millones de años antes del presente

 

Especie: Sahelanthropus tchadensis

Autores de la especie: Michelle Brunet y otros

Año de publicación: 2002

Lugar del hallazgo: desierto de Djurab (República del Chad)

Cronología: 6-7 millones de años antes del presente

 

Especie: Ardipithecus kadabba

Autor de la especie: Yohannes Haile-Selassie

Año de publicación: 2001

Lugar del hallazgo: depresión de Afar (Etiopía)

Cronología: 5,7-5,2 millones de años

 

Especie: Ardipithecus ramidus

Autores de la especie: Timothy White y otros

Año de publicación: 1994

Lugar del hallazgo: As Duma (Etiopía)

Cronología: 4,4-4,1 millones de años

PARANTHROPUS O LA DECEPCIÓN DE LOS LEAKEY

Robert Broom (1866-1951) descubrió restos fósiles en el yacimiento de Swartkrans, en Sudáfrica, que a él le parecieron significativamente diferentes a los de los australopitecos. Por ese motivo, en 1938 acuñó la denominación de Paranthropus robustus. Entre las décadas de 1950 y 1980, los fósiles de esta y otras especies similares fueron incluidos en el género Australopithecus, debido a la moda que se impuso en ese tiempo, tendente a reunir a los homínidos de nuestra filogenia en un reducido número de especies. Fue una época de síntesis, de la que todavía quedan defensores. Sin embargo, cuando pudo estudiarse la biología de estos humanos, se demostró que habían derivado de manera muy notable hacia un desarrollo y una forma de vida muy particulares. Es por ello que paleoantropólogos de tanto prestigio como Bernard Wood promovieron el regreso del género Paranthropus.

 

Cuadro 2.2

Género Australopithecus

 

Especie: Australopithecus afarensis

Autores de la especie: Donald Johanson y Timothy White

Año de publicación: 1978

Lugar del hallazgo: Hadar (Etiopía), Laetoli (Tanzania)

Cronología: 3,9-3,0 millones de años

 

Especie: Australopithecus anamensis

Autores de la especie: Meave Leakey y otros

Año de publicación: 1995

Lugar del hallazgo: Kanapoi y Allia Bay (Kenia)

Cronología: 4,2-3,9 millones de años

 

Especie: Australopithecus africanus

Autor de la especie: Raymond Dart

Año de publicación: 1925

Lugar del hallazgo: Taung, Sterkfontein y Makapansgat (Sudáfrica)

Cronología: 3,0-2,0 millones de años

 

Especie: Australopithecus bahrelghazali

Autores de la especie: Michel Brunet y otros

Año de publicación: 1996

Lugar del hallazgo: desierto de Djourab (República del Chad)

Cronología: 3,6 millones de años

 

Especie: Australopithecus garhi

Autores de la especie: Berhane Asfaw y otros

Año de publicación: 1999

Lugar del hallazgo: depresión de Afar (Etiopía)

Cronología: 2,5 millones de años

 

Especie: Australopithecus sediba

Autores de la especie: Lee R. Berger y otros

Año de publicación: 2010

Lugar del hallazgo: Malapa (Sudáfrica)

Cronología: 1,95-1,75 millones de años

La historia de cada hallazgo de un fósil de parántropo tiene interés, pero la que más llamó la atención de los medios fue protagonizada, cómo no, por la familia Leakey. Todo comenzó cuando el matrimonio Louis y Mary Leakey exploraban el conocido yacimiento de Olduvai[12], en Tanzania. Este lugar ha sido testigo de grandes descubrimientos para el estudio de nuestros orígenes y forma parte de la historia de la ciencia. Hace dos millones de años el lugar donde hoy se encuentra la garganta de Olduvai era un territorio muy apropiado para la vida de plantas y animales, con un magnífico lago donde encontrar todo tipo de recursos. En aquella región vivieron y murieron decenas de especies de vertebrados, incluidas dos de homínidos. Cuando el clima cambió y el lago desapareció, muchos de los restos óseos de aquellas especies fueron cubiertos por sedimentos arrojados por el volcán Ngorongoro, que en la actualidad está extinguido. Poco a poco, los sedimentos de origen diverso cubrieron lo que un día fue un vergel, hasta que los restos quedaron enterrados a cien metros de profundidad. Mucho más tarde, los cursos fluviales de las llanuras del Serengueti horadaron los sedimentos y dejaron al descubierto los restos fosilizados de las especies que habían vivido durante el Plioceno y el Pleistoceno. El hecho de que entre los sedimentos de origen aluvial, fluvial y lacustre de la garganta de Olduvai se intercalen niveles de naturaleza volcánica ha posibilitado una datación muy fiable de la secuencia estratigráfica mediante el método del potasio-argón.

La capas o lechos de la secuencia fueron marcados con números romanos. La parte más profunda de la secuencia es el Lecho o Capa I, que tiene una antigüedad de 1,8 millones de años y ocupa nada menos que la mitad de la profundidad del cañón dejado por la erosión fluvial. Los cincuenta metros de potencia de la Capa I de Olduvai contienen centenares de herramientas fabricadas en cuarzo y basalto, mediante la técnica más primitiva conocida hasta el momento. La denominación «olduvayense» se ha generalizado para reconocer aquellas herramientas de piedra encontradas en otros muchos lugares de África y Eurasia, aunque exista alguna variabilidad en la tecnología para conseguir filos cortantes o martillos contundentes. Mary Leakey dedicó su vida profesional al estudio de las herramientas de piedra y en 1959 tuvo la fortuna de encontrar varios cientos de fragmentos muy bien conservados de un cráneo en la Capa I de Olduvai. Louis, por su parte, se había especializado en paleoantropología y su mayor obsesión era encontrar los ancestros de la humanidad actual, cuyo origen tendría que encontrarse en sedimentos mucho más antiguos. El origen del género Homo debería tener casi tres millones de años. Esa era su hipótesis de partida.

Louis Leakey esperaba encontrar restos fósiles de nuestros antepasados en Olduvai, puesto que las herramientas de la Capa I no hacían sino presagiar la presencia de seres inteligentes en aquel lugar hace casi dos millones de años. Louis esperaba que los fabricantes de herramientas tuvieran una apariencia muy humana. Es curioso cómo siempre esperamos que exista un paralelismo entre tecnología y aspecto biológico. Pero en muchas ocasiones se ha demostrado que es una falsa presunción. Cuando el 17 de julio de 1959 Mary Leakey encontró los restos de Zinj, un cráneo de aspecto extrañamente primitivo, su marido se llevó una gran decepción. Aquellos huesos craneales denotaban una cara plana y de gran tamaño, que no hacía mucho juego con un neurocráneo pequeño, coronado por una cresta sagital como la que presentan los gorilas. Sus incisivos y caninos, más pequeños que los nuestros, contrastaban con unos premolares y molares de tamaño desproporcionado, al parecer adaptados para triturar cualquier alimento duro que pudieran conseguir. Se diría que la evolución los había llevado en muy poco tiempo y en un paralelismo asombroso a formar dientes trituradores de superficie rugosa y complicada, como los que poseen las especies de mamíferos más vegetarianas. Louis quedó desencantado con aquel hallazgo, que hubiera hecho las delicias de cualquier paleoantropólogo novato. Porque él tenía una idea preconcebida en su cabeza, que le perseguiría toda la vida. El propietario de aquel cráneo no podía ser de ningún modo el esperado fabricante inteligente de las herramientas de la Capa I de Olduvai. Louis nombró la especie Zinjanthropus boisei a partir de aquel cráneo misterioso, que muchos años más tarde quedaría incluido en el género Paranthropus. El nombre de la especie, boisei, está dedicado a Charles Boise, benefactor de las investigaciones del matrimonio Leakey, mientras que Zinj proviene de la lengua árabe y significa «África oriental».

El paleontrapólogo Clark Howell fue el primero en ver la reconstrucción del cráneo, realizada por la propia Mary, durante una cena en casa del matrimonio Leakey. Se lo mostraron dentro de una lata de bizcochos, con la idea de sorprender a su anfitrión. El desconcierto de Clark Howell fue tan grande como el del propio Louis, porque todos esperaban encontrar en Olduvai seres humanos de un aspecto más parecido al nuestro, quizá similares a los de la especie Homo erectus. A pesar de la primera decepción de Louis, el hallazgo de aquella extraña criatura le dio grandes alegrías por el eco que tuvo en la comunidad científica. Mucho más tarde, cuando se realizaron más hallazgos en otros lugares y se ataron cabos, se supo que los parántropos vivieron en África hace entre 2,6 y poco más de un millón de años. Se conocen tres especies de este género, que parecen estar emparentadas (cuadro 2.3). La época en la que vivieron los parántropos se caracteriza por un progresivo enfriamiento general del planeta y la consecuente desaparición de los bosques cerrados del sur y este de África. Este hecho sugiere que los parántropos ocuparon zonas abiertas, donde la vegetación de plantas de consistencia blanda dejó su lugar a una vegetación propia de sabanas y estepas. La peculiar anatomía del cráneo de los parántropos parece estar acorde con una dieta fundamentalmente vegetariana, en la que abundarían plantas de consistencia dura, semillas y tubérculos. Su nicho ecológico se habría diferenciado por completo de los pequeños Homo habilis, especializados en una dieta más carnívora.

Figura 4. Comparación del cráneo OH 5 de Paranthropus boisei del yacimiento de Olduvai con el cráneo de un gorila. El ejemplar OH 5, hallado en 1959, fue inicialmente atribuido por Louis Leakey al género Zinjanthropus. Las diferencias entre la dentición anterior (incisivos y caninos) de OH 5 y la de un gorila son muy evidentes, pero es interesante notar la presencia común de una quilla ósea sagital en la parte superior del cráneo donde se insertan los músculos temporales. Estos músculos están implicados en la masticación y debieron ser muy potentes en los homininos del género Paranthropus. La dieta de las especies de este género tuvo que incluir alimentos de consistencia muy dura, puesto que sus premolares y molares tenían un tamaño muy grande y la morfología de las coronas era notablemente compleja.

 

Cuadro 2.3

Género Paranthropus

 

Especie: Paranthropus boisei

Autor de la especie: Louis Leakey

Año de publicación: 1959

Lugar del hallazgo: Olduvai (Tanzania)

Cronología: 1,75 millones de años

 

Especie: Paranthropus robustus

Autor de la especie: Robert Broom

Año de publicación: 1938

Lugar del hallazgo: Kromdraai, Swartkrans, Drimolen, Gondolin, Coopers

(Sudáfrica)

Cronología: 2,0-1,2 millones de años

 

Especie: Paranthropus aethiopicus

Autores de la especie: Camille Arambourg e Yves Coppens

Año de publicación: 1968

Lugar del hallazgo: yacimiento cercano al río Omo (Etiopía)

Cronología: 2,6-2,2 millones de años

EL GÉNERO HOMO

En 1964, la revista Science publicó un importantísimo hallazgo realizado en el yacimiento de Olduvai. Los firmantes de aquel artículo fueron Richard Leakey, Phillip Tobias (el alumno más aventajado de Raymond Dart) y John Napier. Este equipo de paleoantropólogos describió y nombró los fósiles humanos descubiertos en Olduvai bajo la denominación de Homo habilis. El nombre de la especie fue sugerido por el propio Raymond Dart y significa el «hombre hábil». Este nombre no fue un capricho, sino que se basa en el hecho de que los restos se encontraron junto a numerosas herramientas de piedra. Por primera vez se podía mostrar una posible relación entre restos fósiles de homínidos y tecnología. Atrás quedó la posibilidad de que las herramientas hubieran sido fabricadas por un ser de aspecto tan diferente al humano como Paranthropus boisei. Richard Leakey, el segundo de los hijos del matrimonio de antropólogos que halló a Zinj, seguramente hubiera preferido encontrar un homínido de aspecto mucho más parecido al nuestro, acorde con lo que él esperaba para quienes habían aprendido a modificar la materia prima y cimentado el desarrollo de la tecnología. Pero tuvo que conformarse con los pequeños habilinos.

Entre los hallazgos más importantes estaba la mandíbula OH 7, que representa el holotipo o ejemplar tipo de la especie, los restos de pie de OH 8, el maxilar, la mandíbula y los dientes de OH 13, que recibieron el cariñoso nombre de Cinderella (la Cenicienta). También se encontró la parte superior de un cráneo y un buen puñado de dientes de tamaño más que notable, que fueron apodados George, o el cráneo sin mandíbula OH 24, que fue bautizado como Twiggy. Como estamos viendo, es muy común poner nombres propios a los fósiles humanos. Esa costumbre denota la emoción que supone su hallazgo, tras años de mucho trabajo. También revela un cierto fetichismo y devoción por nuestra parte, aunque no les atribuyamos ninguna propiedad mágica. Los fósiles humanos son escasos y buscamos nuestros orígenes de manera muy emocional. Además, cuando se produce un hallazgo, asumimos con toda naturalidad y sin criterios científicos que los fósiles pertenecieron a machos o hembras: Cenicienta, George, Twiggy… Cuando llega la hora de la verdad, no es sencillo mostrar evidencias sobre el sexo de los individuos a los que pertenecían esos fósiles.

Los miembros de Homo habilis de Olduvai tenían una estatura máxima de unos 130 centímetros y unos 40 kilogramos de peso. Sus brazos eran todavía muy largos en relación a las piernas, sus molares eran algo más pequeños que los de los australopitecos, pero todavía mostraban una serie creciente de tamaño. El primer molar era más pequeño que el segundo, y este, más pequeño que el tercero. En nuestra especie es muy común el modelo opuesto, siendo el primer molar más grande que el segundo, y este, más grande que el tercero. La cara de Homo habilis estaba menos proyectada hacia delante que en los australopitecos, mientras que el neurocráneo era algo más grande y albergaba un cerebro de entre 500 y 650 centímetros cúbicos. Estos dos rasgos le conferían a la nueva especie un aspecto más humano que el de homínidos de épocas anteriores. Aquellos fósiles de Olduvai se dataron entre 1,9 y 1,7 millones de años.

Aún se encontrarían más restos de la especie Homo habilis en Olduvai. Entre esos nuevos hallazgos destaca un esqueleto bastante completo, al que se pusieron las siglas OH 62 y que fue conocido como Homínido Dik-dik. El descubrimiento fue realizado en 1986 por Johanson y White, que entonces formaban un equipo fuerte y muy apreciado tras los hallazgos de Australopithecus afarensis en la década anterior. En 1987, la descripción de OH 62 en la revista Nature comenzó a revolucionar las certezas que se tenían sobre la especie Homo habilis. El ejemplar OH 62 tuvo que ser reconstruido a partir de más de trescientos fragmentos. El resultado fue un individuo de aspecto más primitivo que los ejemplares previos de esta especie. Sus brazos resultaron ser muy largos con respecto a las piernas, recordando así las proporciones de los australopitecos.

Es posible que el resto más antiguo del género Homo corresponda a la mitad izquierda de una mandíbula (L.D. 350-1) encontrada en el yacimiento etíope de Ledi-Geraru, en la depresión de Afar. Esta mandíbula conserva la mayoría de sus dientes y puede tener unos 2,7 millones de años. Esta fecha coincide con la datación de las herramientas más antiguas encontradas hasta el momento en África. Este y otros fósiles encontrados en Kenia, Etiopía y Sudáfrica podrían ser atribuidos a la especie Homo habilis, aunque los datos son insuficientes. El origen de esta especie puede remontarse por el momento hasta 2,5 millones de años y pudo surgir en cualquier punto del sur o del este de África, quizá a partir de alguna especie de Australopithecus. Puede que Homo habilis forme parte directa de nuestro camino evolutivo, pero lo cierto es que terminó por seguir su propio destino de manera independiente y acabó por extinguirse, quizá por competencia con la diversidad de homínidos que vivieron en África hace un millón y medio de años.

Es muy posible que los ecosistemas del este de África acogieran una cierta diversidad de homínidos. Esa variedad requería que las diferentes especies se hubieran especializado en nichos ecológicos distintos, para evitar la competencia entre ellas. No se me ocurre la forma de evitar confrontaciones entre especies tan relacionadas, pero el registro fósil no miente y nos habla de una pluralidad de formas del género Homo en el este de África. El cráneo KNM-ER 1470 es uno de los más antiguos conocidos del género Homo y parece representar a una de las especies de esa diversidad. Este fósil fue encontrado en 1972 por Bernard Ngeneo en el yacimiento de Koobi Fora, en Kenia, durante una de las campañas dirigidas por Richard Leakey. Con este hallazgo se mantuvo mucho tiempo la incertidumbre sobre el origen y la antigüedad del género Homo. El cráneo 1470 fue localizado a una cierta profundidad, por debajo de la capa volcánica KBS, que había sido datada en 2,6 millones de años por el método del potasio-argón. Esa cifra otorgaba al fósil 1470 una antigüedad próxima a los tres millones de años y parecía confirmar las profundas raíces del género Homo, la hipótesis defendida por la saga de los Leakey durante muchos años. El cráneo 1470 fue reconstruido por Meave Leakey, la mujer de Richard, a partir de unos trescientos fragmentos óseos. El resultado fue sorprendente. Se trataba de un cráneo de aspecto grácil y redondeado, sin la característica visera ósea situada encima de las órbitas que se observa en otros homínidos arcaicos, y con una capacidad craneal de unos 770 centímetros cúbicos. Llamaba la atención el esqueleto facial, grande y aplanado, sin la proyección hacia delante tan peculiar de los australopitecos y de Homo habilis.

En 1978, el geocronólogo Garniss Curtis demostró que la toba KBS tiene en realidad entre 1,6 y 1,8 millones de años. Este datación fue un duro golpe para la vieja teoría de los Leakey, pero no restó ni un ápice al interés que había suscitado el descubrimiento del cráneo 1470, que pasó a tener una antigüedad inferior a los dos millones de años. Su encaje en la evolución humana era muy complejo, en particular por sus diferencias con Homo habilis. En 1986, el ruso Valeri Alekséyev propuso llamarlo Homo rudolfensis[13]. No todos estuvieron de acuerdo con esta decisión, pero desde entonces la mayoría de los especialistas aceptan al 1470 como una especie diferente de Homo habilis, con la que coexistió en el este de África. En años posteriores se han encontrado otros restos de mandíbulas y cráneos en las proximidades de la localización del KNM-ER 1470, que también pudieron pertenecer a Homo rudolfensis.

El puzle de las primeras etapas del género Homo se ha complicado sobremanera con un hallazgo tan inesperado como polémico. Se trata de la especie Homo naledi, cuya morfología encaja perfectamente con los orígenes del género Homo, pero cuya datación nos ha dejado a todos sin palabras. Esta especie fue descrita y nombrada en 2015 por el paleoantropólogo Lee Berger, junto con un nutrido grupo de especialistas. Cuando pudimos leer la descripción y ver algunas de las imágenes de los más de 1.700 fósiles recuperados en la cámara Dinaledi de la cueva Rising Star, en Sudáfrica, a nadie le quedó duda de que Berger y sus colegas habían localizado un pariente muy próximo a Homo habilis. Si hubiéramos podido apostar por una fecha para estos fósiles, habríamos acordado por consenso que su antigüedad estaría en torno a los dos millones de años. La cueva Rising Star no está lejos de Johannesburgo, en la región donde se encuentran otros muchos yacimientos importantes declarados Patrimonio de la Humanidad en 1990 por la Unesco. El hallazgo de los fósiles de la cámara Dinaledi fue casual, como ha sucedido muchas veces en la historia de la evolución humana. Esta cámara es prácticamente inaccesible. A ella solo pueden llegar espeleólogos profesionales, en particular quienes están más delgados, ya que el último paso a la cámara es muy estrecho. En octubre de 2013, cuando los espeleólogos accedieron a la cámara se toparon con un verdadero tesoro, al menos para los que nos dedicamos a esta profesión. Allí se encontraban a la vista cerca de dos mil fósiles humanos de entre quince y veinte individuos. Enterado Lee Berger del hallazgo, se dispuso a preparar el rescate de los restos con un equipo de especialistas en espeleología, provistos de cámaras de vídeo para dirigir el proceso desde fuera de la cueva.

Los fósiles recuperados incluyen la mayoría de las partes esqueléticas, por lo que este hallazgo supone uno de los más importantes realizados hasta el momento en Sudáfrica. Los rasgos morfológicos de los huesos se pueden describir como un verdadero mosaico de caracteres compartidos con los miembros del género Australopithecus y con los miembros más antiguos del género Homo. El cráneo de Homo naledi albergaba un cerebro de unos 500 centímetros cúbicos, la estatura no pasaba de 150 centímetros y el peso no sería superior a 45 kilogramos. Los dedos de las manos tenían posibilidad de realizar la pinza de precisión, pero las falanges tenían la curvatura propia de aquellos homínidos que todavía trepaban con facilidad. En definitiva, cualquiera hubiera apostado por una cronología de alrededor de dos millones de años para una especie que presenta rasgos muy arcaicos y propios del género Australopithecus, junto a rasgos algo más progresivos, que permiten decir que el género está bien elegido.

Pero no todo fueron alegrías para Lee Berger y las personas que colaboraron en la extracción de los fósiles. No era sencillo obtener dataciones fiables de la cámara Dinaledi y este era un hándicap importante para un hallazgo de tanta relevancia. Una datación radiométrica preliminar sugirió una antigüedad de aproximadamente un millón de años, que fue rechazada. Quizá el dato era demasiado reciente para lo que todo el mundo esperaba. Sin embargo, cuando se decidió datar directamente los dientes mediante el método de resonancia paramagnética electrónica, así como las capas de carbonato cálcico que se habían depositado con los años encima de los restos mediante el método de las series de uranio, la sorpresa fue mayúscula. Los restos fósiles de Homo naledi tenían una antigüedad de entre poco más de 300.000 y 230.000 años. En otras palabras, la especie Homo naledi habría coincidido en el espacio y en el tiempo con Homo sapiens en el sur de África. Para muchos investigadores, entre los que me cuento, Homo naledi es una verdadera anomalía en el esquema general de la evolución humana. Es complicado aceptar que una especie de aspecto tan arcaico hubiera llegado hasta finales del Pleistoceno Medio, como si hubiera estado confinada durante miles de años en una especie de paraíso perdido. Que se sepa, no existen en esa región paraísos de esa naturaleza. Nos quedamos pues con las dudas y a la espera de que se siga investigando en la cámara Dinaledi. La Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca, con un tesoro científico similar al de Rising Star, es un ejemplo de la dificultad para datar las cuevas. Veremos en el capítulo próximo que los fósiles de este yacimiento han sido datados en una horquilla de más de 600.000 años y menos de 250.000 años. A la postre y después de muchos años de incertidumbre, su antigüedad se ha quedado situada en torno a los 400.000 años. No fue un problema de los métodos de datación, sino de comprender mejor la cueva y tomar los datos de manera adecuada.

HOMO ERECTUS: LA SUPERESPECIE

Como expliqué en párrafos anteriores, las teorías de Ernst Haeckel sobre el eslabón perdido entre humanos y simios llevaron a Eugène Dubois a las islas de Indonesia. Allí debería encontrarse alguna forma intermedia entre los orangutanes o los gibones y los seres humanos. En 1887, Dubois pudo viajar con su familia a la isla de Sumatra como médico militar, pero compartiendo sus quehaceres con la búsqueda de fósiles que confirmaran las teorías de Haeckel. A pesar de contar con todo el apoyo de las autoridades y del personal especializado, Dubois no obtuvo la recompensa deseada. Pero la fortuna le sonrió cuando se trasladó a la vecina isla de Java. Con el apoyo de dos ingenieros y varios convictos pudo trabajar en la ribera del río Solo y, en 1891, encontró la parte superior de un cráneo fósil, además de un fémur completo. El trozo de cráneo era demasiado aplanado y podía ser de algún tipo de simio, pero el fémur era prácticamente idéntico al nuestro. Dubois pensó que esa era la combinación perfecta para su eslabón perdido: una cabeza primitiva con un cuerpo como el nuestro. El nombre científico para aquellos fósiles fue Pithecanthropus erectus, el mono con aspecto de hombre y erguido sobre las piernas.

 

Cuadro 2.4

Algunas de las especies más antiguas del género Homo

 

Especie: Homo habilis

Autores de la especie: Richard Leakey, Phillip Tobias, John Napier

Año de publicación: 1964

Ir a la siguiente página

Report Page