Dioses y mendigos

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6 El cerebro: luces y sombras

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6El cerebro: luces y sombras

Bajo una gruesa protección de hueso y de membranas cartilaginosas, nuestro cerebro no descansa ni un solo segundo. Con sus aproximadamente 1.400 gramos, este órgano alcanza poco más del dos por ciento del peso total de nuestro cuerpo. A pesar de ello, el cerebro acapara el veinte por ciento de todo el oxígeno que consumimos. Si nuestro corazón no envía sangre oxigenada al cerebro durante unos pocos minutos, sufriremos efectos irreversibles en la cognición o, incluso, podemos morir. El cerebro consume nada menos que el veinticinco por ciento de toda la glucosa que circula por el organismo y requisa el veinte por ciento de toda la energía basal en reposo, mientras dormimos. Cuando nacemos, el cerebro necesita cerca del noventa por ciento de esa energía basal y la cifra seguirá siendo elevada mientras el órgano continúa creciendo. No cabe duda de que el papel del cerebro en nuestra vida es esencial: 86.000 millones de neuronas llevan a cabo un trabajo incansable, con sus miles de millones de conexiones trabajando a pleno rendimiento y enviando información en todas direcciones para que nuestro organismo funcione correctamente. Un mundo todavía desconocido de luces que se encienden y se apagan, de estrellas que nacen cuando se requieren y mueren cuando su función es innecesaria. Un universo de cables, que llevan millones de mensajes de manera simultánea para que podamos sentir, ver, escuchar, gritar, digerir, respirar o pensar.

EL ÓRGANO EGOÍSTA

Cientos de investigadores tratan de desentrañar los secretos mejor guardados de nuestra entidad como seres vivos en ese órgano tan extraordinario y egoísta. ¿Es posible que nuestra humanidad resida en el cerebro? La pregunta tiene su miga. Desde luego, somos diferentes a otros primates porque tenemos un cerebro más grande y más complejo. Pero nuestro cerebro no es diferente al de otros mamíferos desde el punto de vista cualitativo. Cierto, disponemos de un neocórtex cerebral muy desarrollado. Gracias a ello podemos resolver un problema de física teórica, encontrar la solución a un teorema matemático endemoniado o estudiar la manera de que un edificio imposible se mantenga en pie. El cerebro es responsable del amor y del odio, nos permite componer una bella canción, dibujar con maestría, escribir un poema o diseñar una nueva receta de cocina. También somos capaces de planear un robo perfecto, de engañar a otros en nuestro propio beneficio o de matar a otro ser humano con frialdad y sin ningún tipo de empatía. Todo está ahí, lo que consideramos bueno y lo que decidimos que no lo es. Toda esa información circula a una velocidad increíble por las fibras largas de las neuronas, promoviendo una red de trabajo incansable entre moléculas que no podemos ver a simple vista y que se reconocen unas a otras en las conexiones sinápticas.

Hemos mejorado las prestaciones del cerebro. Pero inevitablemente gastamos mucho combustible para llegar a la meta antes que los demás seres vivos. Estamos en la Fórmula 1, en la Premier League, en el circuito de tenis de la ATP y peleamos por las medallas en los Juegos Olímpicos. Sin embargo, no hemos perdido esas otras regiones del cerebro sin las que no podríamos respirar, nuestro corazón dejaría de latir, dejaríamos de sentir sensación de hambre o placer, no tendríamos miedo y los depredadores darían buena cuenta de nosotros o dejaríamos de segregar esas hormonas que nos permiten crecer y desarrollarnos con normalidad. Y a pesar de que podemos pensar como dioses o reflexionar con humildad, nuestra red de conexiones, perfectamente sincronizada y ajustada para desarrollar funciones tan increíbles, puede irse al traste en segundos. Cuando los medios de comunicación nos explican que podemos morir por un virus desconocido para la ciencia se ponen en marcha neuronas bien ocultas bajo nuestro flamante neocórtex. Es entonces cuando nos adentramos en un estado de miedo, ansiedad y angustia. La lógica desaparece por completo de nuestra red neuronal. En ese instante, toda nuestra supuesta superioridad mental, nuestra soberbia y nuestro ego y deseo de reconocimiento se caen como un castillo de naipes. Los mensajes que recorren las neuronas se desordenan, llegan pensamientos negativos y buscamos soluciones precipitadas y absurdas. ¿Dónde queda entonces la racionalidad? El papel higiénico se agota en los supermercados y llenamos nuestra casa de alimentos, que tal vez acaben en la basura cuando caduquen. Reconozco mi suerte por no haber tenido ocasión de vivir los efectos de una guerra cruenta, pero bien puedo imaginar lo que sucede en el cerebro de quienes están rodeados de la muerte por todas partes. Pero tampoco es necesario recurrir a eventos tan catastróficos para comprobar cómo mentes brillantes pueden dejar de serlo cuando ascienden de jerarquía, pierden la relación con la realidad y terminan considerando que se encuentran muy por encima de los demás.

La creatividad y la innovación son propias del ser humano, pero más adelante defenderé que ningún cerebro privilegiado es capaz por sí solo de rebasar las fronteras del conocimiento. Nos necesitamos los unos a los otros a modo de globalidad biológica mediante la comunicación virtual del conocimiento, que nada tiene que ver con ese concepto de la globalidad mercantilista que todos hemos aprendido. Sin embargo, la falta de empatía para conseguir un cerebro global, que sume y multiplique de manera exponencial la sabiduría de toda una especie inteligente, es el mayor problema con el que se enfrenta la humanidad.

CEREBRO Y PARTO

Aunque pueda parecer extraño, para comprender muchos aspectos del cerebro primero tenemos que recordar que somos bípedos y que la postura erguida y la forma de desplazarnos ha condicionado el nacimiento de nuestras crías. Cuando empezamos a caminar sobre las piernas, la pelvis cambió su morfología de manera radical. Ya lo vimos en el capítulo correspondiente. Y no debemos olvidar que nuestro principal escollo al nacer es precisamente la forma de la pelvis. Como bien sabemos, alcanzamos un tamaño nada despreciable después de cuarenta semanas de gestación en el vientre de nuestra madre. En particular, nuestro cráneo es ya entonces muy grande y alberga un cerebro de más de 350 centímetros cúbicos. Pensemos que ese es el tamaño del encéfalo de un chimpancé adulto. No puede sorprendernos que llegado el momento de viajar al exterior nos encontremos con una salida muy complicada. La dificultad es mayor que en los demás mamíferos, incluidos todos los primates. En todos ellos, el canal del parto que forman los huesos de la pelvis está diseñado para que ese viaje sea sencillo y, sobre todo, muy rápido. Salir al exterior desde el vientre de la madre no es ninguna broma. En el seno materno estamos bien protegidos. Si todo va bien, recibiremos alimento y oxígeno con regularidad a través del cordón de la vida que nos une a nuestra madre. Pero cuando esa etapa finaliza tendremos que aventurarnos a dejar nuestro espacio de confort. Todo tiene que ser rápido y sencillo antes de enfrentarnos al mundo fuera del seno materno. Las demás especies de mamíferos carecen de manos para recibir al nuevo ser y no disponen de hospitales, matronas, incubadoras, etc. Tampoco disponían de esos recursos los primeros ancestros de la humanidad, por lo que siempre hemos tendido a pensar que el parto fue relativamente sencillo durante el Plioceno o el Pleistoceno. Ahora veremos qué nos cuentan los que saben sobre estas cuestiones. Pero antes de nada vamos a describir brevemente los escollos que debemos superar cuando dejamos la intimidad del vientre de nuestra madre.

En los mamíferos cuadrúpedos, la pelvis es alargada y los tres huesos, íleon, isquion y pubis se disponen junto al hueso sacro para formar una especie de túnel. La luz de este túnel imaginario posee siempre el mismo diámetro, desde el inicio hasta el final. De ese modo, el feto solo tiene que transitar por el túnel de la manera más rápida posible en su camino hacia el exterior. Si el tamaño del cerebro del recién nacido es relativamente pequeño con respecto al canal del parto, el proceso no presentará problemas obstétricos relevantes. Sin embargo, nuestra postura bípeda produjo cambios en la morfología de los tres huesos de la pelvis. Esas modificaciones implicaron un cambio en la forma del recorrido que ha de seguir el feto durante su viaje desde el útero materno hasta el exterior. Ese túnel imaginario que forma el canal del parto no tiene el mismo diámetro, por lo que el feto tendrá que realizar movimientos complejos para adaptarse en cada momento a la medida y la forma de la vía por la que ha de transitar. Merece la pena que dediquemos unas líneas a este proceso, porque podremos entender otros aspectos de nuestra evolución. El parto de nuestra especie se produce en dos fases.

Figura 9. La ilustración muestra la pelvis de un ser humano comparada con la de un chimpancé. Como consecuencia de la postura erguida y la locomoción bípeda, el canal del parto es muy complejo en los homínidos. El tránsito del feto por el canal del parto de un cuadrúpedo es rectilíneo, mientras que en los homínidos el feto debe realizar varios giros y sortear diferentes obstáculos (ver texto para una explicación pormenorizada).

 

Cuando llega el momento de salir, la primera dificultad está formada por el anillo óseo que forman el promontorio y las alas del hueso sacro, el borde inferior del íleon (cresta pectínea) y el borde superior del cuerpo del pubis. Este anillo se denomina «estrecho superior» y su forma ha cambiado totalmente con respecto a la de otros vertebrados. Cuando el feto de cualquier mamífero inicia el viaje, se encuentra con una entrada al túnel muy amplia. Como su cabeza es relativamente pequeña con respecto al diámetro del canal del parto, el proceso del alumbramiento empieza sin ninguna dificultad. En Homo sapiens, en cambio, tenemos una acusada desproporción céfalo-pélvica con respeto a otros mamíferos. Al nacer, nuestra cabeza es más grande de lo razonable con respecto al diámetro del túnel que forma el canal pélvico. Parece un contrasentido de la evolución y ciertamente lo es. Hemos llegado a un punto de equilibrio, un compromiso entre nuestra forma de caminar con las dos piernas y el tamaño que la cabeza y el resto del cuerpo pueden alcanzar en el seno materno. La madre tendrá que empujar y quizá los huesos del cráneo del feto, todavía con muy poca osificación, se podrán solapar entre sí para que la cabeza disminuya su tamaño.

Cuando llegan las contracciones de la madre y empezamos el viaje, la primera medida para empezar a sortear obstáculos es situarnos de perfil. El túnel de salida es ancho en sentido transversal, pero relativamente estrecho en sentido anteroposterior entre el hueso sacro y la sínfisis púbica, donde se articulan las ramas superiores de los huesos púbicos izquierdo y derecho mediante tejido cartilaginoso. La posición bípeda es responsable de esta situación, porque la pelvis ha tenido que modificarse para cambiar el centro de gravedad del cuerpo. Por descontado, estamos asumiendo que tenemos la cabeza hacia abajo. Mediante una ecografía, las personas que atienden a las mujeres que van a dar a luz conocerán perfectamente la posición del feto y actuarán en consecuencia. Si la posición no es adecuada, cabe la posibilidad de que se realice una intervención quirúrgica, que salvará a la madre y a su hijo. En otras circunstancias, uno de los dos podría morir durante el parto. El segundo escollo que debemos superar durante el viaje es la presencia de las espinas ciáticas (o isquiáticas) del isquion, que a mitad del camino producen el estrechamiento del canal del parto. Esto no sucede en los animales cuadrúpedos, porque estas espinas no se desarrollan. Nosotros necesitamos las espinas isquiáticas, porque en ellas nace el músculo gémino superior. Este músculo llega hasta una de las regiones más robustas de la epífisis del fémur (trocánter mayor) y contribuye al equilibrio de la articulación coxofemoral, a mantenernos erguidos y a caminar sobre las dos piernas. La descripción anatómica de estas y otras estructuras asociadas es engorrosa y no me parece necesario entrar en detalles. Pero sí hay una cuestión importante que no podemos pasar por alto: la distancia entre las espinas isquiáticas es de unos diez centímetros y constituye la parte más estrecha del túnel. Si lo conseguimos atravesar, ya todo será más sencillo.

La siguiente fase del nacimiento consiste en girar primero cabeza y luego el resto cuerpo, para afrontar la salida de la pelvis a través del estrecho inferior de la pelvis. El giro es de noventa grados y el bebé ya no estará de perfil. Se trata de un movimiento que antes de ser bípedos no entraba en el guion. El estrecho inferior está formado por el anillo óseo que forman las propias tuberosidades isquiáticas, la sínfisis púbica y el cóccix, que es la parte inferior del hueso sacro. La forma del túnel ha cambiado en este tramo, de manera que su mayor anchura es ahora anteroposterior. Cuando el bebé hace ese giro, queda boca abajo. En los chimpancés, por ejemplo, el feto recorre el canal del parto siempre con la cabeza en la misma posición y asoma al exterior con la cara mirando hacia su madre. Este hecho es muy importante, porque esta podrá limpiar a su cría recién nacida con gran facilidad. De hecho, las madres de estos primates prefieren la soledad de la noche para dar a luz. Se bastan por sí mismas. Nosotros hemos perdido esa ventaja. Si la madre es capaz de soportar el esfuerzo del alumbramiento y mirar hacia el hijo que está naciendo, solo podrá ver la parte posterior de su cabeza. Si la madre interviene en ese momento, las consecuencias podrían ser fatales para su hijo, puesto que su postura no le permite controlar el esfuerzo que habría de realizar sobre la columna vertebral de su hijo al girarlo y proceder a la limpieza de su boca. Es por ello que el parto tiene que ser asistido por la comadrona o por personas habituadas a estos menesteres, que recogerán al recién nacido y realizarán las oportunas acciones para que empiece a respirar por sí mismo. En definitiva, nuestro parto se ha transformado en un acto social, frente a la soledad del parto en otros primates.

Si el parto se desarrolla con normalidad y la cabeza asoma sin mayores complicaciones, aún nos queda el último problema. Tal vez es el más delicado, ya que suele provocar las dificultades más habituales en el parto. Se trata del paso del resto del cuerpo por el estrecho inferior, que puede provocar la llamada distocia de los hombros y que suele acabar en rotura de las clavículas. En la actualidad, y para evitar mayores problemas, se suele practicar una incisión quirúrgica en la zona del perineo llamada episiotomía, para ampliar de manera artificial el espacio para el paso final de la cabeza y los hombros del recién nacido. Esta pequeña intervención no es peligrosa en hospitales bien equipados y evita roturas de clavículas o, en el peor de los casos, la muerte por asfixia del bebé debido a la fuerte compresión que ejerce el cordón umbilical. Las madres más afortunadas tienen un canal pélvico suficientemente ancho para que el parto se desarrolle con rapidez. Pero no es lo más común.

Figura 10. El parto de las hembras de los homínidos fue necesariamente asistido, debido a la complejidad del proceso.

 

De manera muy simple y resumida he contado las peripecias de nuestras crías para abandonar el confort del seno materno. Quizá un bebé puede nacer en menos tiempo de lo que se tarda en leer un par de páginas, pero esto no es habitual. Un viaje tan largo y complejo, en el que la vida de la madre y la de su hijo están en juego, debe tener algún tipo de compensación.

Recuerdo muy bien las conversaciones de mis primeros años como científico sin experiencia. Opinaban sobre ello mi directora de tesis, Pilar Julia Pérez, y Juan Luis Arsuaga, que había leído mucho de ese asunto. Su tesis doctoral trataba precisamente del hueso coxal y el tema del parto era recurrente en nuestros debates en el despacho número cinco del Departamento de Paleontología de la Universidad Complutense de Madrid. Se asumía que el parto de nuestros ancestros tenía que ser mucho más sencillo que en la actualidad. Parecía lo lógico, puesto que su vida dependía de la rapidez con la que se producía todo el proceso. Esa velocidad resulta clave en los herbívoros, que no pueden entretenerse demasiado. Los depredadores están al acecho y no desperdiciarán la oportunidad de capturar a una madre en pleno proceso de alumbramiento. En aquellas conversaciones de hace ya muchos años nos faltaban demasiados datos como para tener respuestas claras. En realidad, se trataba más de un intercambio de opiniones de personas interesadas en el tema que de un debate científico serio, con datos en los que apoyarse. Por ejemplo, ¿qué tamaño tenía el cerebro de los australopitecos al nacer?, ¿qué dimensiones tenía su canal del parto? Sin respuestas para esas preguntas, el debate es inútil.

En 2008, la revista Journal of Human Evolution publicó un trabajo de los investigadores Jeremy DeSilva y Julie Lesnik que nos ayudó a dar las primeras respuestas. Estos científicos estudiaron el tamaño del cerebro de recién nacidos y adultos en varias especies de primates del grupo de los catarrinos, que incluye muchas de las especies de África y Eurasia. En Estados Unidos existe una red de trabajo de siete proyectos de investigación asociados a centros nacionales de investigación sobre primates. Los siete proyectos comparten su información. En su estudio, DeSilva y Lesnik emplearon datos del tamaño del cerebro de 362 neonatos y 2.800 adultos de ocho especies de primates catarrinos. También incluyeron una buena muestra de Homo sapiens, puesto que formamos parte de ese grupo de primates. Después de los cálculos pertinentes mediante programas estadísticos complejos, la sorpresa de estos científicos debió ser considerable. Encontraron que todos los datos se ajustaban perfectamente a una recta de regresión en la que dado un valor concreto de X en el eje de abscisas, podía estimarse el correspondiente valor de Y en el eje de ordenadas. El tamaño del cerebro del recién nacido y el del adulto están relacionados y esa correspondencia puede expresarse mediante un algoritmo matemático. El cerebro de los recién nacidos de Homo sapiens, aun siendo muy voluminoso, es el esperado para un primate de este grupo. Tampoco en este aspecto somos singulares ni diferentes a otras especies, como los macacos, los babuinos o los chimpancés. Puesto que todos nuestros ancestros también eran primates catarrinos, basta con disponer de datos del tamaño del cerebro del adulto de cualquier especie para realizar una razonable estimación del cerebro de sus recién nacidos. El algoritmo matemático obtenido por DeSilva y Lesnik no es una relación lineal, sino una curva con un componente logarítmico. Un tamaño importante del volumen del cerebro de los adultos no implica necesariamente un aumento similar del cerebro de los recién nacidos. Por ejemplo, los chimpancés nacen con un cerebro de unos 150 centímetros cúbicos, una cifra que representa el 37 % del tamaño del cerebro del adulto, mientras que en Homo sapiens el cerebro de los recién nacidos supone aproximadamente y en promedio el 28 % del tamaño del cerebro de los adultos. Si el porcentaje de nuestra especie fuese el mismo que en los chimpancés, deberíamos nacer con un cerebro de unos 460 centímetros cúbicos. En esas circunstancias el parto sería inviable en condiciones naturales sin intervención de los recursos de los hospitales y de los profesionales.

Con independencia del significado biológico de la curva obtenida por DeSilva y Lesnik, se había conseguido una herramienta para estimar el tamaño del cerebro de los recién nacidos de las especies ya extinguidas de la filogenia humana. El algoritmo obtenido por DeSilva y Lesnik era una herramienta perfecta. Conociendo el volumen del cerebro de los adultos se podía averiguar con notable aproximación y confianza el volumen del cerebro de los neonatos de nuestros ancestros. En el registro fósil hay un número razonable de cráneos de individuos adultos de varias especies, en los que se puede estimar el tamaño del cerebro. Los datos se introdujeron en el algoritmo y se calculó el volumen que pudo tener el cerebro de los neonatos de algunas especies de Australopithecus, Paranthropus y Homo. Los australopitecos recién nacidos tendrían un cerebro de unos 180 centímetros cúbicos, en promedio, con un rango de entre 158 a 205 centímetros cúbicos para el 95 % de confianza. En Homo habilis encontraríamos neonatos con un cerebro de entre 198 y 257 centímetros cúbicos y un valor promedio de 225 centímetros cúbicos. El cerebro de los recién nacidos de Homo erectus tendría unos 270 centímetros cúbicos y un rango de entre 237 y 310 centímetros cúbicos, con ese grado del 95 % de confianza.

Esta información supuso un gran avance. El siguiente paso consistió en medir el canal del parto de nuestros antepasados sin especulaciones y cálculos realizados a ciegas. El problema es que se conservan muy pocas pelvis fósiles. Hagamos un breve repaso al registro fósil y veamos qué tenemos. Las únicas pelvis de australopitecos son Sts 14 (Australopithecus africanus) y A.L. 288-1 (Australopithecus afarensis). Están incompletas, pero tienen la ventaja de que muy probablemente pertenecieron a individuos femeninos. A estos dos especímenes hemos de sumar la pelvis de Gona (Etiopía), con aproximadamente 1,2 millones de años de antigüedad, la pelvis 1 de la Sima de los Huesos de Atapuerca (430.000 años), la pelvis incompleta de Jinniushan (China), que se podría datar de hace 260.000 años, y las pelvis razonablemente bien conservadas de neandertales, en yacimientos como los de Kebara y Tabun (ambos en Israel). Con este registro tan pobre, y considerando que alguno de estos ejemplares es claramente masculino (pelvis 1 de Atapuerca), resulta difícil seguir avanzando. Pero la ciencia no se detiene y las investigaciones no se hicieron esperar.

En 2008 se describió en la revista Science una pelvis maravillosamente conservada, supuestamente femenina, procedente del yacimiento de Gona[36]. Su antigüedad se estimó entre 0,9 y 1,4 millones de años. Los autores del estudio concluyeron entonces que el canal del parto de aquella pelvis era espacioso y que seguramente habría permitido un alumbramiento más sencillo que en la actualidad y sin rotación. Sin embargo, las investigaciones de DeSilva y Lesnik se publicaron justo ese mismo año y una comparación precisa entre el tamaño del cerebro de Homo ergaster y el canal del parto de la pelvis de Gona se ha quedado para más adelante. Se trata de una pelvis muy pequeña para lo que cabía esperar en esa época, aunque la entrada del estrecho superior parece más apropiada para un parto sin rotación[37]. Por el momento, no se han realizado estudios para comparar las dimensiones del canal del parto de la pelvis de ese yacimiento de Etiopía con las posibles estimaciones del tamaño de los recién nacidos de los homínidos africanos de aquel período. Seguíamos sin una respuesta clara. Pero el debate con los datos de otros ejemplares no se hizo esperar.

En 2009 comenzaron las discusiones con la pelvis neandertal Tabun C1, de la que se realizó una increíble reconstrucción digital[38]. Esta pelvis se obtuvo en uno de los yacimientos de Monte Carmelo[39], en el estado de Israel, y de cronología todavía no bien determinada. El individuo Tabun C1 se asignó a una hembra, por lo que la investigación tenía mucho sentido e interés. La pelvis de los hombres y de las mujeres puede distinguirse bien, en buena parte gracias a la morfología del canal del parto. Este es precisamente el dato que interesa conocer de las pelvis de nuestros ancestros. Los autores del estudio concluyeron que la forma de ese canal en Tabun C1 era algo diferente al nuestro y que los fetos de los neandertales no tendrían que realizar una rotación para realizar el primer viaje de su vida. Parecía que nuestros debates de hace muchos años se inclinaban hacia la lógica de esperar muchos menos problemas en el parto de nuestros antepasados.

Pero esa lógica se nos vino abajo muy poco después, cuando en 2016 se consiguió reconstruir de manera virtual la pelvis Sts 65[40], asignada a la especie Australopithecus africanus y recuperada del Miembro 4[41] del yacimiento sudafricano de Sterkfontein. Los investigadores que trabajaron con este ejemplar observaron la forma del íleon y el pubis de Sts 65 y llegaron a la conclusión de que esta pelvis pudo pertenecer a una hembra. Obviamente, la pelvis Sts 65 es pequeña, como corresponde a un homínido que no superaba los 120 centímetros de estatura.

Cuando se estimaron las dimensiones del canal del parto de Sts 65 se llegó a la sorprendente conclusión de que en esta especie también pudo existir la misma desproporción céfalo-pélvica que tenemos nosotros. El parto en Australopithecus africanus no habría sido tan sencillo como habíamos imaginado. ¿Un parto con rotación hace tres millones de años? Parece imposible, pero los datos están ahí. Es lógico pensar que las especies de Australopithecus hubieran dado a luz con más facilidad que en épocas recientes, con sociedades más desarrolladas. Pero puede que no fuera así. Cada nueva pelvis fósil será una fuente de información fundamental para seguir debatiendo sobre un tema en el que no podemos pronunciarnos solo con el estudio de un par de ejemplares.

El notable incremento del cerebro de las especies más antiguas del género Homo también nos da motivos para la reflexión. Los adultos de las especies Homo habilis y Homo rudolfensis tenían un cerebro significativamente más grande que el de los australopitecos. Es por ello que DeSilva y Lesnik han calculado que los recién nacidos de estas especies tenían un cerebro de más de 200 centímetros cúbicos. Sin embargo, algunos datos del esqueleto poscraneal de algunos ejemplares de Homo habilis, como OH 62, sugieren que esta especie se caracterizaba por un tamaño corporal quizá tan reducido como el de los australopitecos. Si la pelvis de estas especies tenía un tamaño acorde con el del resto del cuerpo, ¿cómo podían dar a luz a crías con un cerebro más grande? Demasiadas cuestiones pendientes y pocos fósiles. Así no es posible llegar a conclusiones robustas. Es evidente que aún queda mucho trabajo por delante en un tema tan apasionante.

A la espera de nuevas investigaciones, tiendo a pensar que el bipedismo nos pasó factura desde su inicio. La forma de la pelvis cambió hace más de seis millones de años y, por tanto, el canal del parto también se modificó. Y puesto que ahora conocemos el tamaño aproximado de la cabeza de aquellos homínidos del Plioceno, deberíamos tomar muy en serio la idea de que los problemas obstétricos sucedieron desde hace mucho tiempo. Y si ciertamente los hubo, es evidente que nuestra forma de caminar hubo de tener alguna ventaja importante. De no ser así, seguiríamos siendo cuadrúpedos y evitaríamos las complicaciones del parto. Y, por descontado, hemos de asumir que los grupos tuvieron una enorme cohesión social, sin la que hubiera sido imposible dar a luz durante más tiempo del que hubiera sido razonable en aquellas condiciones adversas.

TAMAÑO DEL CUERPO Y ENCEFALIZACIÓN

Ahora ya sabemos que existe una relación entre el bipedismo, la forma de la pelvis y el cerebro. Este órgano ha experimentado cambios importantes durante nuestra evolución que están íntimamente ligados a nuestra forma de desplazarnos, a la morfología del esqueleto, pero también al crecimiento y al desarrollo, a la dieta y a la cultura, como ya he tenido ocasión de esbozar en páginas anteriores. Las claves fundamentales de nuestra evolución pueden entenderse como un todo. Cada suceso importante ha podido despertar al siguiente, como eslabones necesarios de una cadena evolutiva que nos ha llevado al momento presente.

Resulta evidente que el tamaño de nuestro cerebro es un rasgo distintivo con respecto a otros mamíferos, incluidos los demás primates. En páginas anteriores comentaba la importancia de este órgano, que podemos medir considerando sus demandas energéticas. Así que trataremos de conocerlo un poco mejor, porque nuestro futuro reside precisamente en las decisiones que podamos tomar empleando las funciones cognitivas que hemos desarrollado en estos últimos siete millones de años. En primer lugar, conviene relativizar el tamaño del cerebro con respecto a la masa corporal, un tema complejo en el que no quiero insistir demasiado. Pero tampoco quiero dejar de mencionarlo, porque no es un tema menor. Algunas especies tanto de vertebrados como de invertebrados disponen de un complejo neuronal de gran tamaño en relación a su masa corporal, en algunos casos aproximándose o incluso superando a los miembros de nuestra especie. La proporción entre el tamaño del cuerpo y del cerebro, en bruto, es idéntica en ratones y humanos. Pero quiero pensar que somos más inteligentes que los ratones. Los elefantes o los delfines son animales de gran capacidad intelectual, pero la proporción entre el tamaño de su cuerpo y el de su cerebro es mucho menor que en Homo sapiens. Su cerebro es más grande que el nuestro, pero también su envergadura corporal es mucho mayor. Para mantener las funciones vitales de un cuerpo de notables dimensiones se necesita un cerebro muy grande. Así de simple. Estas breves explicaciones son necesarias para comprender que la inteligencia no se puede medir solo pesando cuerpos y cerebros.

El cerebro de las especies del género Homo fue incrementando su volumen. Y lo hizo tanto en África como en Eurasia de manera independiente. Así pues, parece que la selección natural actuó en casi todos los casos elevando el tamaño absoluto del encéfalo. Pero, cuidado, como dije antes también hay que tener en consideración el tamaño relativo de este órgano con respecto al tamaño corporal. Por ejemplo, en la especie Homo erectus el cerebro superó los mil centímetros cúbicos, pero también el cuerpo de los miembros de esta especie estaba aumentando de tamaño. Así que debemos tener cuidado al valorar la importancia de la gran dimensión del cerebro de algunas especies del género Homo.

En este ensayo científico no quiero entrar en el debate sobre la forma de medir la inteligencia de una especie en función del tamaño de su cerebro y de su cuerpo, de las correcciones necesarias y de los algoritmos utilizados. Aunque quienes tengan curiosidad sobre estas cuestiones pueden encontrar literatura apropiada y comprobar que no existe consenso. Por ese motivo, me quedo solo en el primer paso que dieron los expertos esperando encontrar una forma de medir la inteligencia. Para ello, emplearon el cociente de encefalización, EQ, que se define como la relación entre la masa cerebral observada y la esperada para un cierto tamaño corporal. Mediante la toma de datos de numerosas especies, H. J. Jerison propuso a finales de la década de 1960 una fórmula para medir la encefalización en los mamíferos que no se acepta de manera universal, pero nos aproxima a resolver la cuestión: EQ = peso del cerebro/0,12 × (peso del cuerpo)2/3. Si se emplea esta fórmula para todos los mamíferos, se observa que la relación entre el tamaño del cuerpo y el tamaño del cerebro no es lineal. Los diferentes órdenes de mamíferos se comportan de manera diferente. Aunque se empleen factores de corrección la ecuación no funciona de manera idéntica para todos ellos. Así que el problema tiene una mayor complejidad, que no se puede resolver con una fórmula tan sencilla.

Sin entrar en más detalles, vuelvo sobre el cerebro de Homo erectus. Ya anticipo que el tamaño no es tan importante como pueda parecernos en un principio. Los miembros de esta especie se extendieron por buena parte de Eurasia. Para algunos especialistas, sus primos africanos se incluyen en la especie Homo ergaster, puesto que presentan rasgos distintivos en el cráneo y en los dientes. Tampoco quiero entrar en esta polémica, que es muy estéril y aporta poco a la evolución humana. Como veremos enseguida, mientras que los miembros de Homo ergaster fueron innovadores en tecnología, sus primos de Eurasia no prosperaron demasiado en este aspecto. Así que insistiré de manera reiterada en la escasa correlación entre tamaño cerebral e inteligencia, sin olvidar que las presiones del medio ambiente tienen un papel primordial en esta cuestión. Hay varios ejemplos en evolución humana y hablaré de todos ellos.

Con todas las precauciones expresadas en párrafos anteriores, hemos de reconocer que nuestro cerebro es grande, tanto en términos absolutos como relativos. Nuestro cociente de encefalización es el más alto registrado en todas las especies de mamíferos. Los valores estimados están en el orden de entre 7,4 y 7,8. Le sigue el dato de los delfines, que llega a 5,3, mientras que en los chimpancés se han estimado valores entre 2,2 y 2,5; y de 1,4 en los gorilas. Además, hemos de introducir ya el concepto de complejidad cerebral, que presumiblemente es considerable en Homo sapiens. Es por ello que podemos estar tentados de asumir que nuestra humanidad reside precisamente en el cerebro. Su complejidad nos confiere una serie de habilidades cognitivas exclusivas. ¿Es eso correcto? En términos hipotéticos, podríamos haber sobrepasado unos límites determinados y adquirido capacidades inexistentes en otras especies. Durante la primera mitad del siglo XX se acuñó el término «rubicón cerebral[42]» para distinguir las especies de la filogenia humana en función del volumen de su cerebro. La idea es interesante, pero pronto quedó obsoleta por el hecho de que la variabilidad de ese rasgo es muy amplia. El volumen cerebral de las especies «humanas» reconocidas tiene un amplio grado de solapamiento. En Homo sapiens se ha estimado un rango de entre 975 y 1.500 centímetros cúbicos, en el que encajan sin problema especímenes de Homo erectus, Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis y, quizá, de otras especies en las que todavía no se ha estimado con precisión.

Desechamos, pues, la idea de que el tamaño es lo que más importa y nos quedamos con la hipótesis de la trascendencia de la complejidad y de otros aspectos que veremos más adelante. Es posible que esa característica nos eleve de categoría y podamos ser calificados de singulares y exclusivos. Una idea sumamente atrayente. Nuestra «humanidad» residiría precisamente en pertenecer a un club único entre los primates, en el que tener un cerebro muy complejo sería la seña de identidad para cruzar el umbral de la puerta de un lugar privilegiado. Las especies de homínidos que nos han precedido podrían quedar fuera de ese club, aunque no tengamos posibilidad de comprobar esa hipótesis. Pero la tremenda capacidad cultural y tecnológica es un hecho demasiado atractivo como para ser ignorado. El binomio complejidad cerebral-complejidad cultural sería lo que nos distinguiría de las demás especies vivas y fósiles y permitiría autodefinirnos como seres humanos frente a los seres no-humanos. Tan sencillo como eso.

EL TAMAÑO DEL CEREBRO EN EL FUTURO

No quiero cerrar este capítulo sin responder a una pregunta que suscita la curiosidad de muchas personas. Puesto que somos inteligentes y diferentes a otras especies por el hecho de tener un cerebro grande, se asume que este órgano evolucionará hacia un tamaño mayor. Para empezar, solo si cambiamos de manera significativa y nos transformamos en una especie distinta el cerebro podría experimentar cambios de volumen, que nadie puede anticipar. Pero eso puede suceder o no. Y si lo hace tendrán que transcurrir muchos miles de años y muchas generaciones. Nuestra evolución continúa, pero lo hace de manera imperceptible incluso para que pueda ser detectada dentro de mucho tiempo. Así que seguiremos siendo muy similares a como somos en la actualidad durante muchas generaciones. Dicho lo anterior, voy a razonar un poco la respuesta antes de pronunciarme.

En primer lugar, el cerebro es un órgano muy caro desde el punto de vista energético. Ya lo expliqué al comenzar este capítulo. Los adultos dedicamos entre el veinte y el veinticinco por ciento de la energía de nuestro metabolismo basal solo para mantenerlo activo cuando estamos en reposo. Cuando escribo estas líneas tengo mis neuronas encendidas como un árbol de Navidad, consumiendo mucho oxígeno y gran cantidad de glucosa. Aunque permanezca sentado delante del ordenador durante varias horas, acabaré por tener apetito. Habré consumido energía para que mi corazón siga latiendo o para que mis pulmones reciban oxígeno y lo distribuyan. Todas las células de mi cuerpo están activas y gastando energía. Pero el cerebro exige más que ningún otro órgano. Si este fuese todavía más grande, el coste de mantenimiento se dispararía y la factura sería de infarto. Y lo digo en sentido literal, porque el corazón ya no podría seguir trabajando por falta de energía. Así que tiene poco sentido aumentar el gasto sin comprometer el funcionamiento de otras partes del cuerpo. Por ejemplo, en 1995, Leslie Aiello y Peter Wheeler propusieron que nuestra adaptación a consumir más proteínas de origen animal eliminó parte del gasto que requiere el crecimiento, desarrollo y mantenimiento de un sistema digestivo de gran longitud, preparado para el procesamiento de alimentos vegetales. La energía sobrante se la quedaría el cerebro. Esta hipótesis sigue vigente, pero se considera que el ahorro es insuficiente y algunos estudios recientes ya lo han demostrado. Luego lo veremos.

Para seguir razonando la respuesta tengo que volver a los resultados que obtuvieron DeSilva y Lesnik en 2008. Si nuestro cerebro aumenta de tamaño cuando somos adultos, también lo tendría que hacer el de los fetos a término. ¿Podríamos nacer en esas circunstancias? Ciertamente solo podríamos hacerlo si la pelvis de la madre incrementa su tamaño para que el canal del parto tenga la suficiente holgura. Esa circunstancia cambiaría la forma del cuerpo de los seres humanos de una manera que no acierto a imaginar. ¿Sería viable y estable desde el punto de vista biomecánico un cuerpo tan extraño? No tengo respuesta, pero lo que es seguro es que ya no seríamos la misma especie.

Por último, pensemos en los neandertales. Su cerebro era algo más grande que el nuestro. Los datos disponibles en un buen número de especímenes arrojan un promedio superior al de Homo sapiens. El hecho de que ellos ya no estén aquí y nosotros ocupemos todo el planeta con un cerebro más pequeño es motivo para la reflexión. Los neandertales se extendieron por buena parte de Eurasia, llegando a latitudes elevadas. La última gran glaciación fue muy severa y dejó aislados a muchos grupos de esta especie. No solo tenían más necesidades energéticas que nosotros por tener un cerebro más grande y un cuerpo más robusto, sino que tuvieron que procrear en áreas reducidas. Todo ello les pasó factura. Su patrimonio genético se debilitó debido a la endogamia y no fueron capaces de conseguir recursos suficientes para superar la profunda crisis a la que se vieron sometidos. Pienso que nosotros solo les dimos el empujón final. Nuestra especie tenía un cerebro más pequeño y, por ello, menos necesidades energéticas. Nuestro cuerpo se había aligerado y consumía menos. Ellos eran como un todoterreno de gran cilindrada, y nosotros, vehículos ligeros, ágiles en medios urbanos y de poco consumo. Por todo ello, pienso que la respuesta al dilema que encabeza esta sección es un no rotundo. Después de 250.000 años de evolución nuestro cerebro ha permanecido con un volumen similar. No hay razones para pensar que en las próximas generaciones nuestro neocórtex cerebral incremente su tamaño. Nuestras capacidades cognitivas son suficientes para seguir sobreviviendo como especie, especialmente si las estimulamos para que desarrollen todo su potencial.

Añadiré un dato curioso y muy interesante. Se ha debatido mucho sobre los restos obtenidos en el yacimiento de Liang Bua, en la isla de Flores. En 2004, la revista Nature dio a conocer los primeros y sorprendentes hallazgos de una supuesta especie de enanos aislados en el extremo más occidental del archipiélago de Indonesia, en la última isla que nunca llegó a estar unida al territorio de Sonda[43] cuando descendía el nivel del mar durante las glaciaciones. Las especies vertebradas que habitaron esta isla evolucionaron en un verdadero laboratorio natural. El aislamiento prolongado en territorios reducidos puede provocar el aumento de tamaño, como sucedió en Flores con una especie de lagarto gigante. Mientras, otras especies tienden al enanismo. La ausencia de depredadores y la limitación de alimento llevó a los elefantes del género Stegodon de la isla de Flores a reducir drásticamente su tamaño. ¿Sucedió lo mismo con los humanos? El esqueleto LB1 mostraba un enanismo muy acusado, que también afectó al cráneo y, por tanto, al cerebro, que apenas superaba los 400 centímetros cúbicos. Los investigadores que realizaron el hallazgo nombraron una nueva especie, Homo floresiensis, cuyo origen y evolución eran totalmente desconocidos. La antigüedad de aquel esqueleto y de otros restos se ha podido cifrar entre cien mil y sesenta mil años. Una década más tarde, en 2014, se localizaron herramientas y varios restos humanos en Mata Menge, otro yacimiento de la isla de Flores. En este caso, la antigüedad llegaba hasta los setecientos mil años. Las herramientas de Mata Menge son muy similares a las de Liang Bua, por lo que la hipótesis más parsimoniosa establece una relación entre los dos yacimientos.

Varios expertos han propuesto alternativas a la especie Homo floresiensis. Según esos expertos, los arqueólogos habrían encontrado restos de humanos de nuestra especie con enanismo patológico. Han corrido ríos de tinta sobre esta cuestión, que quizá pueda interesar a muchos lectores. Las publicaciones se han sucedido y podría escribirse un libro solo con este asunto. Pero no me quiero desviar de mis objetivos y me quedo con los resultados del yacimiento de Mata Menge, que apoyan la idea del enanismo fisiológico de una especie de mayor tamaño en el confinamiento de una isla durante miles de años. Si es así, es muy posible que miembros de la especie Homo erectus llegaran hasta la isla de Flores y quedaran aislados durante milenios. Su evolución natural en un ambiente donde los recursos eran limitados les condujo hacia el enanismo, como sucedió con los elefantes. Como dije antes, la isla de Flores habría sido un laboratorio natural donde los resultados de la evolución pudieron ser espectaculares y podrían haber sucedido durante un número razonable de generaciones forzados por circunstancias excepcionales. A pesar de que el cerebro de los humanos de Flores se redujo a la mitad, siguieron fabricando herramientas con la misma tecnología durante un largo período de tiempo. No fueron capaces de realizar innovaciones tecnológicas, pero la reducción del tamaño del cerebro no fue obstáculo para seguir con el mismo grado de conocimiento. Quizá es una prueba adicional de que el tamaño del cerebro no es tan importante como podemos creer.

La ausencia de ADN en los restos de Liang Bua y Mata Menge, debido a la humedad y las altas temperaturas de aquellas regiones, ha sido un hándicap importante para intentar situar a estos homínidos en la filogenia humana. De haberse preservado, el material genético habría ayudado a resolver el enigma de los humanos de Flores. Confiemos en la posibilidad de encontrar proteínas en los dientes, que podrían ayudar a conocer la filogenia de estos pequeños humanos, como ha sucedido con la especie Homo antecessor. La ciencia tratará de encontrar explicaciones razonables a uno de los hallazgos más sorprendentes de las dos últimas décadas. Mientras, las leyendas sobre hombres y mujeres enanos escondidos en las selvas de las islas de Indonesia seguirán en el imaginario colectivo.

ALTRICIALIDAD

Adolf Portmann (1897-1982) nació en la ciudad suiza de Basilea y fue un verdadero erudito en conocimientos relacionados con la biología y la filosofía. Tenía un gran interés por la zoología y dedicó mucho tiempo a estudiar antropología. Esos conocimientos le llevaron a comparar el desarrollo de muchas especies de mamíferos. Observó con sagacidad que las crías de estos animales tardan un cierto tiempo en valerse por sí mismas. Nacen en un estado de inmadurez evidente y durante un cierto tiempo necesitan la protección de sus progenitores, que les enseñan la forma de evitar a los depredadores y a sus enemigos naturales. Sin embargo, antes de cumplir el primer año, las crías ya están preparadas para afrontar la vida por sus propios medios. Estas especies se caracterizan por tener lo que técnicamente se llama «altricialidad primaria». La situación opuesta sucede en las especies «precociales», que poco después de su nacimiento ya están en disposición de enfrentarse a los retos de su medio ambiente. En los simios antropoideos la altricialidad primaria se demora más que en otras especies. Las crías necesitan algo más de tiempo para madurar y ser independientes.

Portmann estudió algo que todos podemos observar en la vida diaria: nuestros hijos e hijas dependen de sus progenitores durante muchos años. En sus libros publicados entre 1968 y 1969, Portmann acuñó la denominación de «altricialidad secundaria» para referirse a nuestra marcada inmadurez en el momento del nacimiento, una exclusividad no observada en ninguna otra especie de mamífero. ¿Qué nos aporta un rasgo tan peculiar? Es muy evidente que al nacer nuestro cerebro carece de la madurez de otras especies, y tendremos que esperar años hasta conseguir la capacidad suficiente para enfrentarnos a la realidad sin la ayuda de los mayores. De manera paradójica, el cerebro del neonato se está acercando con rapidez a los 400 centímetros cúbicos. Tal vez deberíamos esperar durante un año más en el útero de nuestra madre para nacer en un estado de madurez neuromotriz razonable. Pero cuando cumplimos un año de vida, nuestro cerebro ya duplica su volumen. En esas circunstancias es imposible que podamos atravesar el túnel del canal del parto. Portmann propuso entonces su hipótesis del dilema obstétrico: realizar la primera aventura de nuestra vida con una madurez muy limitada o no nacer por falta de espacio para atravesar el canal del parto. Hemos de nacer sí o sí, aunque los progenitores y el grupo social que nos acoge tenga que dispensarnos una atención extraordinaria durante muchos años.

En 2012, Holly Dunsworth, profesora de antropología de la Universidad de Rhode Island, en Estados Unidos, lideró una idea alternativa al dilema obstétrico. Dunsworth defendía la que denominó «hipótesis metabólica». Según esta idea, la señal para el inicio del alumbramiento no la propone el canal del parto, sino que está gobernada por el balance hormonal entre el metabolismo de la madre y el del feto. Los seres humanos tenemos una tasa metabólica basal, condicionada precisamente por la cantidad de energía que necesita el cerebro. Para que entendamos mejor la idea, voy a poner un ejemplo muy sencillo. En situaciones extremas podemos multiplicar el gasto energético hasta por cuatro o por cinco veces el valor de la tasa basal. Esto puede suceder durante breve lapsos de tiempo. Como aficionado y practicante del deporte de la bicicleta, se me ocurre pensar en un ciclista que sube un puerto de primera categoría a ritmo infernal con la idea de ganar la etapa. Su corazón late a 190 pulsaciones por minuto para llevar oxígeno a cada célula de los músculos que está utilizando. Su mente se nubla, porque el oxígeno no llega en cantidad suficiente a las neuronas. Está a casi 2.500 metros de altitud y la presión atmosférica impide que su sangre se oxigene con la misma eficacia. La proporción de oxígeno en la atmósfera es la misma que a nivel del mar, pero la presión atmosférica es mayor y la cantidad de moléculas de O2 es menor en el mismo volumen de aire. No puede conseguir tanto oxígeno como necesita en ese momento. Nuestro ciclista solo piensa en ganar, cueste lo que cueste. Llegará exhausto después de un esfuerzo supremo. Pero si ese esfuerzo dura mucho tiempo, el corredor puede llegar al colapso. Una madre gestante llega a valores de hasta 2,5 veces su tasa metabólica basal. Pero el tiempo dedicado a este esfuerzo es continuado, especialmente durante el último mes de gestación. La madre necesita energía para mantener su propio cuerpo y su actividad normal, a lo que sumaremos el desarrollo del feto y de los tejidos que lo soportan, como la placenta. No olvidemos que el cerebro del feto está creciendo a gran velocidad. Llegado un momento, la madre ya es incapaz de gastar más energía y es entonces cuando, según Holly Dunsworth, se produciría la señal hormonal para el parto. La lactancia seguirá siendo una exigencia energética muy importante para la madre, pero el gasto total para sacar adelante a la cría se repartiría en el tiempo, sin necesidad de llegar a valores extremos.

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