Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


11 El Neolítico

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11El Neolítico

Los actuales pueblos de la Tierra somos herederos de una nueva etapa de la evolución humana, que comenzó hace 10.500 años antes del presente. Los inicios del Neolítico suelen asociarse a una disminución de las especies animales que formaron parte de nuestra dieta. Es posible que el incremento demográfico de Homo sapiens a finales del Paleolítico Superior esquilmara muchas áreas de caza y tuviéramos que idear nuevas formas de sustentarnos. Pero no es menos cierto que la caza de grandes animales pudo ser un recurso ocasional para la mayoría de las poblaciones del Pleistoceno. En cambio, la recolección de otros recursos representó, quizá, la mayor parte de nuestra despensa. Esto es lo que hoy en día podemos observar en los grupos de cazadores-recolectores de la actualidad. Así que la invención de la agricultura pudo nacer no como una necesidad acuciante, sino como el resultado de la observación de las plantas durante milenios.

LA GRAN REVOLUCIÓN ECONÓMICA Y SOCIAL

Aunque no podemos admitir que las convergencias culturales fueran la norma durante el Pleistoceno, hemos de admitir que la diáspora de Homo sapiens pudo ser fuente de innovaciones muy similares en diferentes puntos del planeta. La revolución cultural del Neolítico sucedió de manera convergente en varias regiones y en tiempos muy próximos. Bien es verdad que esta revolución tomó la delantera en el llamado Creciente Fértil o Media Luna Fértil. Esta región se localiza en el suroeste de Asia, asociada a las tierras que se encuentran entre los ríos Tigris y Éufrates (Mesopotamia), el Corredor Levantino y el curso bajo de río Nilo, ya en África. Para los europeos, esta zona fue determinante en nuestro destino.

El Neolítico comenzó muy poco después en las regiones llanas y también muy fértiles del actual estado de China, así como en la región insular de Papúa Nueva Guinea. No parece que esta revolución del suroeste de Asia tenga nada que ver con lo que sucedió en el Creciente Fértil, porque la diferencia temporal en la aparición del Neolítico en esos lugares es solo de unos pocos cientos de años. En otras palabras, las innovaciones de este nuevo período cultural sucedieron casi al mismo tiempo en el este y el oeste de Asia. Tampoco es sencillo relacionar la revolución cultural del Creciente Fértil con la que ocurrió en el centro de África, donde el Neolítico aparece hace unos siete mil años antes del presente. En aquella época, el desierto del Sahara era una barrera geográfica mayor, tanto para los humanos y sus ideas como para la mayoría de seres vivos. Con menos fundamento podemos establecer una conexión entre el Neolítico del Creciente Fértil y el Neolítico de las Américas, aunque este último sea mucho más reciente y comenzara hace no más de 5.500 años. Sin embargo, el Neolítico europeo es ciertamente deudor de la revolución del Creciente Fértil. Una vez más se repite el modelo de aculturación del extremo más occidental de Eurasia por las innovaciones procedentes del suroeste de Asia. Me pregunto, por cierto, si esta situación se repetirá en el futuro, cuando la debilidad del actual esquema europeo termine su ciclo. Es un tema digno de reflexión, considerando que la historia de la humanidad suele repetirse con mucha frecuencia.

Es difícil imaginar cómo algunas mentes brillantes del pasado se dieron cuenta de que podían escogerse las plantas a través de sus semillas y que, realizando una selección de las mejores, se obtenía alimento de manera controlada. Para ello se necesita ser un buen observador, conocer a la perfección los ciclos de la vida y disponer de agua. La agricultura esencial estaba naciendo y, con ella, la vinculación de los seres humanos a territorios concretos favorables para la producción agrícola. Comenzó entonces la deforestación del planeta, que no se ha detenido. A medida que la población aumenta, necesitamos más tierras para cultivar y conseguir alimentos para esta humanidad que, a su vez, no cesa de crecer.

El final del estilo de vida de los cazadores-recolectores estaba ya próximo. Casi lo hemos visto morir en el siglo XX. Apenas quedan un puñado de seres humanos todavía no contactados por la civilización actual. En el caso de que estos pueblos fueran incorporados al sistema, es posible que la mayoría de sus miembros perecieran en poco tiempo por la infección de docenas de enfermedades a las que la inmensa mayoría de humanos nos hemos hecho inmunes por selección natural.

El Neolítico supuso un incremento sustancial de innovaciones. La cerámica se ideó por la necesidad de conservar y transportar el excedente de las cosechas. Las viejas industrias líticas se fueron abandonando poco a poco y surgieron otros usos de la materia prima, como las hachas pulimentadas o los molinos de piedra. Las herramientas ya no solo se iban a utilizar para cortar la carne de los animales cazados o pulir sus pieles. La piedra se empezó a usar para preparar el suelo y plantar las semillas. El empleo de la madera cada vez fue mayor, especialmente para la construcción de viviendas. Las cuevas no son un recurso disponible en todas las regiones del planeta, por lo que la mayoría de nuestros ancestros han vivido al aire libre. Con la llegada del Neolítico, todos los grupos humanos tuvieron la oportunidad de disponer de un techo sobre sus cabezas.

Nos interesa conocer datos sobre el Neolítico del Creciente Fértil, porque ahí reside nuestro origen. Esta región tiene forma de media luna y comprende desde el extremo del golfo Pérsico hasta el extremo sur del Corredor Levantino, pasando por el norte del actual estado de Siria. Debido a su posición geográfica estratégica, la influencia de esta región se dejó notar en Europa, Irán y el norte de la India. Casi con seguridad, la revolución neolítica del Creciente Fértil influyó también en el norte de África, aprovechando alguno de los períodos en los que las condiciones climáticas fueron favorables para el libre tránsito por el Corredor Levantino.

La densidad demográfica de los cazadores-recolectores siempre fue muy baja, por lo que su influencia genética en Europa puede que no haya sido esencial en la diversidad de los actuales europeos. Los emigrantes que procedían del Creciente Fértil posiblemente dejaron una huella genética muy importante en la población actual de Europa. En cambio, algunos expertos consideran que la aculturación fue más importante que la llegada masiva de otros pueblos. Como veremos enseguida, gracias al estudio del ADN, la hipótesis que gana adeptos sostiene que la realidad estaría en una posición intermedia y que nuestro patrimonio genético actual es el resultado de una mezcla de nativos y emigrantes. Sea como sea, la caza fue sustituida por el cuidado de rebaños de ovejas y cabras, entre otros animales domésticos, y por el cultivo de los cereales que hoy en día vemos en nuestros campos. El Neolítico europeo es relativamente reciente en comparación con el origen de esta revolución cultural. Los primeros datos arqueológicos con evidencias del Neolítico en la península ibérica puede que no tengan más de 7.500 años antes del presente. La generalización de esta nueva cultura en toda la península sucedió hace unos siete mil años, con la introducción de herramientas y utensilios de cobre en el período Calcolítico.

En las zonas más orientales de Asia se desarrollaron dos centros independientes, que datan de hace unos ocho mil años. Uno de esos centros surgió en las regiones llanas y fértiles de China regadas por los ríos Huang He (o Amarillo) y Yangtsé; este último atraviesa por cierto la ya famosa ciudad de Wuhan. Este centro seguramente influyó en la expansión del Neolítico hacia el sudeste de Asia, que incluye las regiones donde se ubican en la actualidad países como Laos, Tailandia y Vietnam. En todas estas zonas predominó el cultivo del arroz, pero también de la soja, el mijo y el cáñamo, que han formado parte de la alimentación de los pueblos rurales durante milenios. La ganadería se basó, fundamentalmente, en la domesticación del cerdo.

En el continente americano, la revolución agrícola y la domesticación de animales data de hace unos siete mil años antes de la época actual. Los dos núcleos principales se encuentran en la región andina de América del Sur y en los territorios de América Central que hoy en día ocupan países como México, Colombia y Venezuela. Estos dos focos pudieron aparecer de manera independiente. En América Central se cultivaron el maíz, las calabazas, las judías y las patatas. Los habitantes de la región andina se interesaron por la producción de mandioca, judías, cacahuetes, patatas y pimientos. Estos datos nos sirven para recordar que muchas de las plantas cultivadas en América han tenido una enorme repercusión en la alimentación de las poblaciones europeas. Los animales domesticados en América, sin embargo, poco o nada tienen que ver con los del resto del planeta. Las alpacas, guanacos y llamas, todos ellos incluidos en el grupo de los camélidos, fueron los únicos animales que pudieron ser explotados por los nativos americanos.

Los perros son animales a los que la mayoría queremos y su domesticación nos fascina. Su papel ha sido y será extraordinario en docenas de tareas. Existen unos vínculos emocionales con los perros como no los hay con otras especies e, incluso, me atrevo a decir que esos vínculos superan a los que existen entre algunos seres humanos con otros humanos. La investigadora Pat Shipman, de la Universidad Estatal de Pensilvania, está convencida de que los perros nos han acompañado desde hace más de treinta mil años, al menos en Europa. Según Shipman, evidencias arqueológicas en enclaves europeos de Bélgica y Siberia muestran restos de cánidos en yacimientos que se formaron por la actividad de Homo sapiens. Nuestra especie habría establecido algún tipo de alianza con los cánidos para cazar de manera conjunta y compartir los alimentos. Su teoría es ciertamente muy atractiva y se podría contrastar en caso de que los restos de los cánidos aparecieran junto a los restos humanos de forma generalizada. Por el momento, las evidencias son débiles para apoyar una hipótesis tan sugerente. Pero no la debemos descartar. En yacimientos como el de Galería, en la sierra de Atapuerca, se ha comprobado que los cánidos aprovechaban los restos de carne que dejaban nuestros ancestros en los animales que capturaban hace entre doscientos mil y cuatrocientos mil años. Para llegar a esa conclusión, se estudió la superposición de las marcas de los cuchillos de piedra y las dentelladas de los cánidos. La interacción de comensalismo[96] entre cánidos y humanos, dos especies muy sociales, pudo ser muy común durante miles de años. Los cánidos pudieron aproximarse a los humanos sin perjuicio ni para ellos ni para nosotros, que no los veríamos como un peligro. Pero se trata de evidencias circunstanciales, que no demuestran una conexión intencionada entre cánidos y humanos.

Se ha analizado el genoma de hasta sesenta razas diferentes de perros domésticos y de doce grupos de lobos repartidos por todo el planeta[97]. Los resultados de ese trabajo demuestran una relación de parentesco muy estrecha entre los lobos y nuestros perros domésticos. Siempre habíamos intuido esa conclusión, pero ahora se confirma con las evidencias que nos ofrece la investigación científica. La selección artificial que hemos realizado durante varios miles de años ha sido asombrosa, por la diversidad de formas que hemos conseguido para tareas tan diferentes como controlar a otros animales domésticos o cuidar de personas con discapacidad. Además, se observó que nuestros perros tienen capacidad genética para digerir los mismos alimentos que los humanos (grasas, hidratos de carbono…), algo que no sucede con los lobos. Es por ello que los científicos que realizaron esta investigación están convencidos de que la domesticación de los cánidos llegó con la invención de la agricultura y el sedentarismo obligado de los seres humanos. Es muy posible que los cánidos salvajes se acercaran con frecuencia a los campamentos de Homo sapiens para conseguir alimentos en los vertederos, que empezaron a formarse desde el mismo momento en el que nos asentamos en lugares determinados. Aquellos especímenes con mayor capacidad para digerir los desechos de los humanos tuvieron más facilidad para llevar una vida paralela a la nuestra. Ese acercamiento se habría ido consolidando. Con un grado de confianza cada vez mayor, empezaríamos a compartir comida y territorio. Las relaciones con los cánidos se fueron estrechando poco a poco y sin demasiados problemas. Finalmente, la cuidadosa selección de los ejemplares más dóciles habría fructificado en la amistad y la compenetración que hoy en día une a las dos especies.

MIGRACIONES DESDE EL CRECIENTE FÉRTIL

La revolución neolítica trajo consigo un crecimiento demográfico muy significativo, sin duda, influido más por el incremento de la natalidad que por el descenso de la mortalidad. Seguramente, la esperanza de vida al nacimiento[98] se incrementó con respecto a la de los cazadores-recolectores, expuestos siempre a mil peligros. La longevidad también pudo aumentar, al menos en los grupos que tuvieron más fortuna con las cosechas. Pero todavía no había un sistema sanitario para prolongar la vida de las personas como el que disfrutamos hoy en día. El crecimiento demográfico supuso movimientos de individuos hacia la conquista de nuevos territorios, necesarios para alimentar a una población que, poco a poco, comenzó a crecer de manera exponencial.

La influencia de la revolución neolítica supuso el movimiento de grupos humanos y la ocupación de otros territorios. Estas migraciones en absoluto terminaron con las poblaciones originales de cazadores-recolectores, cuya presencia genética en cada región se mantuvo hasta la actualidad en mayor o menor grado. Pero la aculturación de los naturales de cada territorio fue, en cambio, muy importante. El mejor ejemplo es el lenguaje. Por ejemplo, el Creciente Fértil contribuyó a la difusión de tres familias lingüísticas: indoeuropeas, afroasiáticas y dravídicas, de las que han derivado una gran parte de las lenguas que se hablan hoy en día desde el extremo más occidental de Europa hasta la India, incluyendo la franja que incluye el norte de África y la península de Arabia. La teoría más extendida entre los expertos en lingüística ha recibido la denominación de «hipótesis de Anatolia». Esta propuesta sugiere que la familia de lenguas indoeuropeas se generó hace entre 8.000 y 9.500 años, gracias a la dispersión de los nuevos agricultores y ganaderos del Creciente Fértil desde el sur de esta península. La influencia de la cultura neolítica de esta región no solo habría llegado a toda Europa, sino que se habría extendido hasta la península del Indostán. En la actualidad existen unas 150 lenguas diferentes de origen indoeuropeo, que hablamos casi la mitad de los habitantes del planeta. Uno de los últimos trabajos sobre el surgimiento de todos estos idiomas fue publicado en 2012 por el equipo de Quentin Atkinson[99], de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, que pudo elaborar una filogenia muy completa de las diferentes familias de lenguas derivadas de aquellos movimientos de población.

La hipótesis de Anatolia no es la única propuesta para explicar el origen de la diversidad de lenguas indoeuropeas. Por ejemplo, Paul Heggerty defiende que el origen de las lenguas indoeuropeas sería unos dos mil o tres mil años más reciente y lo sitúa en las estepas que actualmente ocupan parte de Ucrania y de la Federación de Rusia[100]. Esta tesis alternativa ha recibido el nombre de «hipótesis de la estepa» y se apoya sobre todo en la idea de que las poblaciones de estas regiones domesticaron los caballos salvajes de las estepas siberianas (Equus [ferus] przewalskii) e idearon la rueda. Estas dos aportaciones facilitaron el desplazamiento de estas poblaciones y, con ello, la diseminación de su cultura.

Con independencia de la rivalidad entre teorías diferentes, tal vez complementarias, parece increíble que en tan pocos miles de años se hayan generado diferentes familias de lenguas. Algunas ya han desaparecido o se emplean en rituales litúrgicos y de forma erudita, como el latín y el sánscrito. También resulta complicado comprender cómo es posible que se hayan producido tantas diferencias de vocablos y sonidos entre las lenguas baltoeslavas, germánicas, grecoarmenias, indoiranias, celtas o románicas en un período tan breve. La evolución del lenguaje es un hecho que podemos observar incluso durante nuestra corta vida. Por ejemplo, si una persona nacida hace setenta u ochenta años en España hubiera dejado de escuchar su propia lengua durante unos cuantos decenios, le costaría mucho adaptarse al castellano que hablamos en la actualidad. En pocos años, se han introducido cientos de vocablos prestados de otras lenguas, y en particular del inglés, mientras que se han creado otros muchos como consecuencia de la evolución cultural. ¿Cuántas palabras nuevas han traído la digitalización o las redes sociales en muy poco tiempo? Además, muchas voces han ido desapareciendo del lenguaje común, aunque acertadamente sigan figurando en el diccionario de la RAE.

Las investigaciones en paleogenética ya están aportando sus resultados a estas cuestiones. Los museos europeos conservan cientos, si no miles, de esqueletos de los antiguos habitantes de nuestro continente, datados en entre algo más de diez mil años y épocas recientes. En potencia, estas colecciones representan una base de datos genéticos impresionante, que empiezan a ver la luz y que van a permitir reconstruir la historia europea durante el Neolítico. En fecha reciente se ha publicado un artículo firmado por nada menos que 120 investigadores[101] que aportaron información conservada durante años en museos, gracias a los restos óseos que se han recuperado en docenas de excavaciones. Los 225 fragmentos de esqueletos analizados tienen entre 14.000 y 2.500 años antes del presente y han aportado muestras fiables de ADN. Los yacimientos de los que proceden los restos cubren un vasto territorio desde la península de los Balcanes hasta la estepa póntica. Esta última se extiende desde el norte del mar Negro y el Cáucaso hasta la frontera entre la actual Federación Rusa y Kazajistán, al sur de los montes Urales. En estas regiones ocurrieron movimientos humanos, produciendo una mezcla muy compleja tanto biológica como cultural. Todas las poblaciones tienen una cierta relación, según demuestra el análisis del ADN. Los datos genéticos también confirman que la península de Anatolia fue el corredor natural desde el Creciente Fértil hacia el suroeste de Europa. El valle del Danubio fue entonces el lugar perfecto para el cultivo de las tierras, donde se instalaron los emigrantes y desde donde fueron ganando terreno hacia el norte de Europa. También se abrió una ruta por la costa del Mediterráneo que llegó hasta los confines del oeste de Europa. La península ibérica y Europa central recibieron esa influencia desde hace unos 7.600 años. El ADN demuestra no solo que se produjo una aculturación, sino que los genes de los nuevos colonos llegaron hasta esas tierras, hibridando con los cazadores-recolectores descendientes de épocas paleolíticas y mesolíticas. Esta fue una de las muchas migraciones de grupos humanos que colonizaron Europa durante cientos de años procedentes del suroeste de Asia. El estudio del ADN testimonia nuestra diversidad. Es posible que en algunos lugares muy concretos de Europa hayan persistido grupos del Mesolítico, pero está claro que los europeos somos el resultado de una mezcla rica y diversa, tanto desde el punto de vista biológico como cultural, de la que deberíamos sentirnos orgullosos.

En los próximos años llegarán nuevos estudios del ADN de fragmentos esqueléticos humanos. Esos restos se recuperan ahora siguiendo unos protocolos de asepsia muy rigurosa, que evitan la contaminación de los propios excavadores y permiten una mayor fiabilidad de los resultados. Las futuras investigaciones nos contarán a grandes rasgos la colonización de Europa y el origen principal de todos y cada uno de los pueblos que habitan el continente. El estudio de la diversidad de lenguas también se beneficiará de estos conocimientos. La pluralidad europea es nuestra fortaleza, pero también nuestra debilidad. Somos un continente plagado de tribus ancestrales, tenemos una historia increíble de guerras y conquistas, hablamos multitud de lenguas y sus derivadas. Todo ello no facilita precisamente la ansiada unidad.

Y EL HOMBRE CREÓ A DIOS A SU IMAGEN Y SEMEJANZA

Me pregunto cuando surgió en nuestra mente la existencia de una vida posterior a la muerte física. También me pregunto si esa idea fue exclusiva de Homo sapiens o si la compartimos con otras especies de homínidos. En el yacimiento de la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca se encontró un bifaz de características muy especiales junto a los veintinueve cadáveres allí acumulados hace cuatrocientos mil años. ¿Qué significado podía tener la presencia de aquella herramienta de piedra, a la que mis compañeros bautizaron como Excalibur, entre una treintena de cadáveres hallados en el fondo de una pequeña cavidad? Nadie puede aportar pruebas ni a favor ni en contra de la idea de que aquel bifaz tan peculiar hubiera sido arrojado para honrar a los muertos o por cualquier otro motivo que se nos pueda ocurrir. Se trata, por tanto, de una especulación. No creo que se repita un hallazgo de características similares que permita ir más allá de esa teoría. Pero no deja de ser interesante trabajar con la hipótesis de que los ancestros de los neandertales tuvieran una idea de la muerte a la medida de la complejidad de su cerebro. Los enterramientos de los neandertales y de los humanos modernos de África no son muy habituales, pero sí suficientes para postular la idea de que una vida posterior a la muerte física pudo anidar en la mente de las dos especies. Si así fue, llegamos a la misma conclusión de manera convergente. El cerebro de Homo neanderthalensis y de Homo sapiens estaban preparados para concebir nociones mucho más elaboradas, que surgirían más adelante.

Cuando las sociedades del Holoceno se establecieron en territorios bien delimitados para obtener sus recursos de manera sistemática, nuestra especie entró en una nueva dimensión. El crecimiento demográfico de determinadas regiones se produjo de manera imparable. Cierto es que los cambios en el desarrollo fueron el detonante para que los homínidos fuéramos capaces de procrear un mayor número de descendientes, como vimos en el quinto capítulo. Pero el Neolítico fue un punto de inflexión en la curva de crecimiento de la demografía humana a nivel planetario. A partir de ese momento, la curva no ha dejado de crecer. Veremos que los avances en la ciencia y en la tecnología de los últimos siglos han contribuido a que la curva se haya tornado exponencial.

Durante el Neolítico, la continuidad de las poblaciones a través de cada territorio mejoró de manera sustancial la comunicación y la socialización de cualquier innovación cultural, incluyendo, por supuesto, las tangibles y las intangibles (conceptos, creencias, ideas). Al mismo tiempo, la organización de los recursos y del territorio requirió la necesidad de normas de conducta. Sin duda, la llegada de esta nueva forma de vida a las sociedades humanas supuso el momento ideal para el desarrollo de las religiones, como una clase de cultura imprescindible para el orden moral de las sociedades de entonces. Cuando el número de individuos de una población supera un cierto número, nos encontramos con una serie de comportamientos que podríamos considerar ejemplares o reprobables de acuerdo a nuestra peculiar moralidad. En esas circunstancias, un individuo concreto es ya insuficiente para conducir el destino de una población numerosa. Los jefes de las tribus no son capaces de gobernar por sí solos. De hecho, hasta en los pequeños grupos de Pan troglodytes, el macho dominante necesita la cooperación de otros machos para mantener el orden. En la antigüedad habrían emergido diferentes modos de gobierno, algunos muy férreos y otros más participativos. Pero en todos los casos habría terminado por surgir un código de conducta para evitar acciones inadecuadas, de acuerdo a la idiosincrasia de cada población. Los individuos de esas poblaciones del Neolítico deberían cooperar entre sí para sacar adelante las cosechas, cuidar de los animales, evitando que algunos se aprovecharan del trabajo de los demás. Es más, el contacto entre diferentes poblaciones cercanas exigía la necesidad de intercambiar bienes, como hacemos en la actualidad de manera global. La escala era mucho menor, pero no distaba en absoluto de lo que hacemos hoy en día. Sin embargo, había otros parámetros que los puramente comerciales.

Pensemos por un momento en la mente de nuestros hijos pequeños. Sonreímos y disfrutamos de su inocencia cuando esperan con impaciencia la llegada mágica de unos regalos, que no suelen faltar en fechas muy concretas.

Desde que tienen edad para comprender el mundo que les rodea les inculcamos unas creencias mágicas, de las que gozamos cuando vemos que son felices. Esas creencias van desapareciendo en cuanto llega la adolescencia. Las conexiones dendríticas que mantenían esas creencias van desapareciendo, al mismo tiempo que se forman otras y los valores van cambiando. Los padres dejamos de disfrutar de esa maravillosa inocencia, pero es ley de vida. Sin embargo y de manera paradójica, la gran mayoría de personas de todas las naciones del planeta mantenemos en nuestro cerebro una infinidad de conexiones relacionadas con otras creencias, que también se forman durante la niñez por el aprendizaje que recibimos y que en la mayoría de los casos se refuerzan en la adolescencia y durante toda la vida. Me refiero, por supuesto, a las creencias religiosas. Es muy interesante comprobar cómo esas convicciones, que también tienen su punto mágico, persisten en la mayoría de nosotros y, en ocasiones, se van reforzando. Es más, esas creencias pueden alcanzar su punto álgido cuando nuestros días se acaban, porque ansiamos una vida posterior mucho más placentera. Si esa forma de conexión cerebral surgió en la mente de los neandertales y en los miembros más antiguos de nuestra especie, no solo la hemos conservado, sino que la hemos desarrollado hasta una complejidad infinita. ¿Por qué ha sucedido esto?

El biólogo evolutivo Dominic Johnson, que investiga en la Universidad de Oxford, reflexiona en su obra God is Watching You: How the Fear of God Makes Us Human[102] sobre el papel de la religión en la evolución humana. Johnson concede una enorme importancia a la religión en términos evolutivos y, sin duda, no le faltan razones. Las creencias religiosas han tenido un papel muy importante en el control de las sociedades antiguas, mucho antes de que hubiera leyes, policías y jueces. Johnson nos recuerda en su libro el mito de la espada de Damocles, del que tanto hablamos y pocos conocemos. Cuentan que en el siglo IV antes de Cristo reinaba en la ciudad siciliana de Siracusa el monarca Dionisio I. Timeo de Tauromenio describe la historia de Damocles, un personaje de la corte que soñaba con poseer el prestigio, el poder y las riquezas de su rey. Dionisio I accedió a los deseos de su súbdito y le propuso intercambiar sus papeles. Así, Damocles gozó por breve tiempo de los placeres de un rey. Pero cayó en la cuenta de que sobre él siempre pendía una afilada espada, apenas sostenida por las crines de un caballo. Damocles suplicó volver a la cómoda situación en la que vivía. Esta historia moralizante nos recuerda que sobre un rey siempre pende el peligro de una espada justiciera. Aunque tengas todo lo que desees, la vigilancia es continua y no puedes cometer errores, bajo pena de caer en desgracia.

Esta metáfora representa la realidad de las religiones, en las que existe un dios o una serie de deidades que vigilan sin descanso nuestro comportamiento. Esta creencia podría tener una vertiente adaptativa muy importante sobre las sociedades, por lo que ha sido explorada por varios sociólogos desde hace más de un siglo. Las creencias sobrenaturales tendrían la capacidad de construir sociedades cooperativas desde el punto de vista material y conllevarían un mayor éxito evolutivo que las sociedades carentes de tales creencias. No importa la religión. El cristianismo, el islamismo, el hinduismo o el budismo tienen en común la creencia en agentes sobrenaturales, incluidos los santos, antepasados, seres animistas, deidades celestiales antropomórficas, espíritus de jardín o fantasmas. Es lo mismo. Lo importante del concepto religioso es que siempre estamos vigilados por seres excepcionales. Vivimos con una espada sobre nuestras cabezas y con la posibilidad de un castigo sobrenatural. La tentación de poseer aquello que no nos corresponde es muy alta. Pero carecemos de libertad para ello. Y si sobrepasamos determinados límites morales estamos expuestos a un terrible castigo. Cualquier paso en falso puede ser letal, porque la espada caería sobre nuestra cabeza. Y lo haría por partida doble: en esta vida y en la otra. En determinadas religiones, el castigo después de la muerte es mucho más cruel e infinito en el tiempo.

Pensamos que la inocencia de nuestros hijos es encantadora. Y de hecho lo es. Pero no caemos en la cuenta de que una misma forma de complejidad cerebral persiste en nuestra mente y seguimos siendo como niños, creyentes en lo que no vemos, y deseamos con mayor anhelo que las noches mágicas estén repletas de regalos. Ansiamos una vida mucho mejor de la que tenemos y para ello hemos de cumplir todas las normas establecidas, aunque no sea tarea sencilla. La creencia en la ira de los dioses nos puede liberar de la ira de otros seres humanos, dispuestos a castigarnos si no cumplimos lo establecido.

¿Qué sucedió en el Neolítico? ¿Cómo se podían controlar las tentaciones de muchos individuos? La codicia por poseer lo que tenían los demás, la ira, la soberbia, la pereza o cualquier otra forma de comportamiento impropio según los códigos morales de cada población y en cada rincón del planeta en el que comenzaba la sobrepoblación no eran deseables. La respuesta pudo consistir en la invención de los dioses que lo ven todo y están dispuestos a castigar a quienes ignoran las normas de convivencia de aquellas sociedades primitivas y a premiar a quienes obedecen las leyes establecidas por quienes tenían la potestad para ello. Si los individuos no incumplen esas normas y están dispuestos a cooperar por el bien común de todo el grupo la paz está garantizada y, con ello, el éxito económico. Además, su sacrificio se verá recompensado en otra vida posterior. La cooperación se ha entendido por los expertos como una conducta prosocial de connotaciones positivas, porque es pacífica y altruista. Se favorece a los otros con independencia del beneficio propio. Si esa cooperación espera el beneficio propio, ¿dejaría de ser altruista? Volveré luego sobre esta idea.

En 2016 se publicó un trabajo que daba cuenta del resultado de entrevistas y cuestionarios realizados a 35.400 personas de religiones diversas[103]. El estudio pretendía comprobar si las respuestas eran o no independientes de la religión de los encuestados. La muestra incluía nativos de la isla Tanna, situada al este de Australia, y de Yasawa, en el archipiélago de Fiyi, también localizada en el océano Pacífico y al este de Australia, habitantes de Pesqueira, en Brasil, isleños de Pointe aux Piments de la isla Mauricio, situada al este de Madagascar, habitantes de la República de Tuvá, situada en Siberia y al norte de Mongolia, así como miembros de la tribu hadza de Tanzania. Resulta evidente que se trataba de una muestra de procedencia geográfica muy diversa, por lo que los encuestados manifestaron su adhesión al cristianismo, hinduismo y budismo, pero con una mezcla de sus tradiciones culturales peculiares, que incluían el animismo y el culto a sus ancestros. Las respuestas fueron siempre coincidentes. La mayoría mostraba sus preferencias hacia aquellas personas que practicaban su misma religión, aunque fueran totalmente desconocidos y vivieran en regiones alejadas. Se puso de manifiesto que las personas encuestadas tendían a confiar en quienes consideraban sus correligionarios.

Las investigaciones nos demuestran así la fuerza de la religión para unir voluntades. Es cierto que esta investigación no nos transporta de forma directa al Neolítico para conocer cómo surgieron las religiones, pero demuestra que los miembros de una misma creencia tienden a cooperar entre sí, aunque no se conozcan en persona o no tengan relaciones familiares. Esto es precisamente lo que sucedió cuando las sociedades del Neolítico fueron ampliando sus territorios. Si antes de ese período el intercambio de bienes y el emparejamiento se producía entre grupos cercanos, el crecimiento demográfico permitía que esos intercambios ocurrieran en regiones muy amplias y entre desconocidos. ¿Cómo conseguir la confianza entre individuos alejados? ¿Cómo lograr el emparejamiento de personas de otros grupos?

Para muchos expertos, la religión tuvo un papel muy relevante en el triunfo de este nuevo modo de vida. Si se crea un relato, apoyado por una serie de individuos dedicados al culto de seres sobrenaturales, protectores, pero vigilantes del cumplimiento de las normas, todo resulta más sencillo. Las religiones de la antigüedad anidaron en la mente de nuestros antepasados más recientes, quizá con el apoyo de símbolos de los que hablaré en el próximo capítulo.

En ese mundo de dioses vigilantes, que podían premiar o castigar, surgieron los rituales religiosos que se siguen practicando hoy en día. Por supuesto, en la mayoría de las confesiones esos rituales tienen un carácter simbólico, pero han evolucionado desde conductas que nos aterran. Por ejemplo, sabemos poco sobre el significado del ritual en el que se sacrificaban seres humanos. Esa liturgia, que se nos antoja espantosa, ha estado presente en numerosas culturas de los cinco continentes. Los sacrificios humanos se han asociado a la necesidad de aplacar la cólera de los dioses, a catarsis sociales o a cuestiones relacionadas con conflictos políticos. Incluso estos rituales se han combinado con canibalismo, cuando estaban asociados a la escasez de recursos. Aunque la violencia ha sido siempre consustancial a nuestra evolución, un comportamiento tan peculiar y premeditado como los sacrificios a los dioses solo apareció con el crecimiento demográfico. Muchos antropólogos y sociólogos se han interesado por una conducta que a la mayoría nos resulta reprobable, pero que hemos de admitir como parte de nuestra cultura. Aunque también se ofrecían animales domésticos y frutos a los dioses, lo que más llama la atención de los investigadores es el sacrificio de seres humanos.

Joseph Watts, de la Universidad de Auckland, y otros colaboradores de diferentes instituciones australianas, europeas y de Nueva Zelanda han realizado un estudio minucioso de la complejidad cultural de casi un centenar de grupos humanos de regiones de Australia e Indonesia, de los que existen numerosos datos etnográficos. Esta zona del planeta es extremadamente diversa, entre otras razones gracias a sus características de insularidad. Como explican los autores del estudio[104], esta vasta región del mundo constituye un verdadero laboratorio para indagar sobre la cultura de los pueblos que la han habitado en tiempos recientes. En sus investigaciones, Watts y sus colegas partieron de la denominada hipótesis del control social. Según esta, el incremento demográfico de las diferentes poblaciones de Homo sapiens derivó hacia la estratificación social y originó las diferentes formas de organización política que conocemos en la actualidad. Seguramente, las sociedades prehistóricas eran igualitarias, tanto por su reducido tamaño como por la necesidad de cooperación entre todos los miembros del grupo para lograr su supervivencia en condiciones generalmente adversas. Los clanes resultaban de la suma de grupos familiares y no solían alcanzar más allá de un centenar de miembros y en un territorio muy amplio. Esta cifra puede darnos idea del tremendo crecimiento demográfico que sucedió con la revolución del Neolítico. Los individuos ya se contaban por millares y compartían territorios mucho más reducidos. En ese nuevo escenario los recursos dejaron de ser compartidos de manera igualitaria, y poco a poco la mayoría de los pueblos iniciaron un proceso de estratificación social. En este nuevo contexto resultaba necesario mantener el estatus de los privilegiados mediante los métodos dictados por la autoridad. Como vimos en páginas anteriores, el poder político y las creencias religiosas fueron entonces de la mano para conseguir un mismo propósito. Había que perpetuar los privilegios adquiridos.

En sus investigaciones, Watts y sus colegas nos han mostrado una relación inequívoca entre los rituales con sacrificios humanos y la estratificación social. Cuanto mayor era esa estratificación, mayor era la evidencia de sacrificios humanos. Estos rituales contribuyeron primero a fomentar y luego a mantener la separación de las diferentes clases sociales. Los datos etnográficos sugieren que las víctimas de los sacrificios pertenecían a las capas sociales más bajas, incluyendo a los esclavos, mientras que los instigadores eran miembros de las clases dominantes. Los sacrificios humanos podían tener diferentes excusas, como aplacar la ira de los dioses, la celebración de acontecimientos extraordinarios tales como la muerte de reyes y personalidades relevantes o la violación de tabúes y leyes. En cualquier caso, los rituales con seres humanos contribuían a la desmoralización de quienes aspiraban a mejorar su estatus, establecían las diferencias entre las clases sociales e infundían el miedo necesario para mantener los privilegios de las élites sociales. Además, la estabilidad política quedaba garantizada.

Por último, Watts y sus colegas han sido incapaces de encontrar una relación de causa-efecto entre las diferentes religiones y los rituales con sacrificios humanos, como la historia nos ha hecho creer. Las creencias religiosas pueden haber sido una excusa, pero la realidad nos muestra la crueldad que envuelve a la codicia por el poder y el acaparamiento de los recursos. Las sociedades igualitarias dejaron de existir hace mucho tiempo, cuando iniciamos el imparable crecimiento demográfico. La parte más oscura del ser humano se manifiesta cuando tenemos que repartir recursos. Posiblemente, en aquellos primeros momentos de la revolución del Neolítico había bienes para todos, pero el igualitarismo ha resultado siempre una quimera. Ahí están los resultados científicos para mostrar nuestra realidad. La capacidad adaptativa de nuestra especie es, sin duda, extraordinaria, pero pagamos un precio muy alto para seguir dominando la biosfera. Las construcciones megalíticas que abundan en la fachada atlántica son un ejemplo muy claro de jerarquía social. Aunque siempre hay que seguir investigando sobre el significado de monumentos tan conocidos como Stonehenge, en Inglaterra, es evidente que todos ellos fueron construidos por miles de personas durante años. ¿Cómo fue posible mover esas voluntades para erigir estructuras que generalmente eran útiles para uno o unos pocos enterramientos? No me cabe duda de que la jerarquía estaba en la base de aquella cultura tan peculiar del Neolítico europeo. En la actualidad, muchas religiones están en clara regresión. Sin embargo, el papel adherente entre diferentes personas no relacionadas por lazos genéticos puede ser sustituido por preferencias políticas. Los vínculos entre personas que comparten ideas derivadas de la política también cumplen un papel extraordinario de cohesión social, a la vez que fraccionan la sociedad en grupos con ideologías distintas.

ALTRUISMO

Aunque a muchos les cueste creerlo, la religión ha funcionado desde el Neolítico con carácter adaptativo. El individuo dejó de ser importante, mientras cobraba cada vez más fuerza la idea de la población y, más tarde, del país y del territorio a los que se pertenecía. A nivel colectivo, una sociedad sujeta a un cierto control tiene ventajas adaptativas para su supervivencia y para su reproducción. En este contexto podemos debatir sobre el concepto de altruismo, un término acuñado en 1851 por el francés Auguste Comte. Desde el punto de vista de la biología evolutiva, los humanos y otras especies pueden poner en riesgo su propia supervivencia para salvaguardar la vida de los demás siempre y cuando se esté protegiendo a individuos que compartan sus propios genes. Sería una manera de preservar la continuidad de la información genética de su propia genealogía. Pero interesa hablar de otro tipo de altruismo con el que estamos más familiarizados. Durante el Neolítico fue necesario cooperar y ayudar a otros individuos no relacionados por los genes. La cooperación se basó entonces en una serie de creencias. En aquellas sociedades, el individuo altruista siempre podía esperar una recompensa por su acción, aunque no beneficiara directamente a los individuos con su misma información genética. En la actualidad, quien practica el altruismo puede perseguir la aceptación de los demás en un grupo determinado. Esa sería su recompensa. En sus investigaciones, algunos científicos aplican esta forma de proceder incluso a otras especies de animales. Por supuesto, Richard Dawkins no está de acuerdo con esta forma de entender el altruismo. En su obra El gen egoísta, publicada en 1976 (reeditada por Salvat, Barcelona, 2020), propone un reduccionismo hasta el propio ADN, en el que el individuo de cualquier especie está guiado por la necesidad de los genes de transmitirse hasta la siguiente generación. Según Dawkins, el altruismo, tal y como lo podemos comprender con nuestra capacidad intelectual, sería solo un espejismo de la evolución.

Se ha reflexionado y escrito mucho sobre el altruismo. La conducta que implica la posibilidad de ayudar a los demás sin esperar nada a cambio surge en el desarrollo del ser humano hacia los dos años de vida. Además, este comportamiento está guiado siempre por un fin. Ya he hablado de la posibilidad de obtener un beneficio a cambio, de lograr un reconocimiento del grupo, por ejemplo, cuando ofreces una dádiva ante los ojos de los demás. Pero también puede existir una necesidad imperiosa y desinteresada de ayudar en situaciones muy peculiares, ante un desastre general, una carencia de alimentos por razones diversas, etc. Si profundizamos en lo que motiva este tipo de comportamiento podemos encontrar respuestas en ciertas neuronas de nuestro cerebro. Quizá mucha gente haya oído hablar del llamado sistema de recompensa, un conjunto de procesos realizados por determinadas células nerviosas y que permite que asociemos ciertas situaciones a una sensación de placer. El altruismo nos causa un cierto bienestar. Nos sentimos bien cuando ayudamos a los demás y repetimos esa acción cuantas veces sea necesario. Aunque se me tache de reduccionista, todo es pura química y el secreto reside en la dopamina, que ya mencioné en el octavo capítulo. Este neurotransmisor, de fórmula muy compleja, está relacionado con las sensaciones placenteras y de relajación. La dopamina influye en mayor o menor medida en muchas funciones del cerebro y, en particular, en todos los procesos emocionales y cognitivos.

En definitiva, el altruismo puede obedecer a varias razones, pero lo cierto es que causa placer a quienes lo practican y es motivo de conducta recurrente. Mucho me temo que, aun en los casos más puros de altruismo, siempre existe una recompensa, aunque sea emocional. Por supuesto, no hay que quitarle ni un ápice de su valor a esta forma de proceder, aunque Richard Dawkins nos ofrezca la explicación más científica y objetiva de este comportamiento.

AUTODOMESTICACIÓN

En estos últimos años se ha puesto de moda una idea que Charles Darwin ya esbozó hace poco más de 150 años en su obra The Variation of Animals and Plants under Domestication (La variación de los animales y las plantas bajo domesticación, Los Libros de la Catarata, México, 2008). Los seres humanos nos hemos domesticado a nosotros mismos, igual que lo hemos hecho con otras especies. ¿Autodomesticación?, ¿qué significa este concepto y en qué se basan los expertos para afirmar algo tan revolucionario? Durante el Neolítico y por procedimientos de los que no tenemos constancia, ciertas especies de animales silvestres se fueron asociando con las poblaciones de nuestra especie. Esa sociedad era beneficiosa de manera mutua por algún motivo, seguramente relacionado con la nutrición. Nosotros alimentábamos y protegíamos esas especies de sus depredadores a cambio de conseguir un beneficio. A la postre, nosotros también aprovechábamos la carne de esos animales sin necesidad de correr peligro en cacerías azarosas. Durante cientos de años fuimos muy proactivos en la selección artificial de los caracteres de algunas de esas especies. En muy pocas generaciones conseguimos seleccionar y fijar determinados rasgos que nos beneficiaban. Podíamos estar interesados en lograr animales con mayor cantidad de carne, leche, huevos…, además de controlar determinados aspectos de la conducta. No sabíamos absolutamente nada sobre el ADN y la selección natural. Pero éramos tan inteligentes como lo somos ahora y podíamos razonar lo que sucedía si seleccionábamos aquellos individuos que poseían caracteres de interés, como su capacidad para la resistencia en tareas agrícolas, sus posibilidades para producir más leche, huevos, lana, etc. El cruzamiento artificial de los individuos seleccionados por nosotros mismos daba como resultado la mejora genética deseada. No conocíamos los genes, pero podíamos excluir a aquellos individuos que no eran deseables por alguna razón. En algunos casos, no nos interesó eliminar el aspecto más silvestre de ciertos animales, como los gatos, porque nos libraban de los molestos ratones que se comían nuestra cosecha. Incluso otras veces hemos intentado potenciar la agresividad de ciertos animales, como la de los miembros de la subespecie Bos primigenius taurus, necesaria para los espectáculos taurinos. En otros casos hemos buscado que la conducta de los animales domesticados sea lo más pacífica posible. Antes he hablado de los cánidos. Parece increíble que a través de cruzamientos hayamos conseguido transformar a estos animales tan majestuosos en seres deformes, muchas veces con enanismo y con aspecto extraño, simplemente por buscar formas exóticas que satisfagan nuestro capricho. Y en algunas ocasiones hemos conseguido razas agresivas que nada tienen que ver con la sociabilidad y la inteligencia de los lobos.

Como era de esperar, las investigaciones en genómica han tenido curiosidad por conocer finalmente lo que sucede en el ADN de estos animales seleccionados a través de los tiempos. Ya empieza a ser común leer artículos científicos que tratan de esta cuestión[105]. Los investigadores buscan aislar aquellos genes que pueden estar ligados a la domesticación y que, sin pretenderlo, fueron seleccionados durante el Neolítico. Obviamente, estos genes serían variantes de los originales que operaban en las especies silvestres de los que proceden. Estas variantes genéticas producirían, entre otros caracteres, la reducción del hocico, las orejas o los dientes. El tamaño del cerebro también podría empequeñecerse, consiguiendo que los animales tuvieran menos capacidades cognitivas. El comportamiento también resulta esencial y se buscaría siempre que la docilidad asociada a los individuos juveniles se mantuviera en los adultos. Esta es una forma muy común de cambio en el desarrollo, denominado neotenia, objeto de una investigación muy profunda por parte de investigadores tan reputados como el paleontólogo Stephen Jay Gould (1941-2002). Los genetistas interesados en estas cuestiones hablan del «síndrome de la domesticación», que sería compartido por muchas especies domésticas y, según ellos, también por nosotros. Bastaría comparar el cráneo de un ejemplar neandertal para darse cuenta de que somos más gráciles, nuestro cráneo es más pequeño y redondeado, carecemos de cejas óseas prominentes y nuestra cara, aplanada, posibilita que sobresalgan los huesos nasales. En definitiva, y según los autores citados, nosotros también nos habríamos autodomesticado en paralelo a las especies que conviven con nosotros. Estas comparaciones merecen que veamos los datos genéticos de soporte y una profunda reflexión.

En 2017 se publicó un artículo científico en el que figuraba una lista de hasta 41 variantes de genes con selección positiva tanto en los seres humanos como en ciertas especies domésticas[106]. Este resultado sería una evidencia para defender la hipótesis de la autodomesticación. Por supuesto, no voy a reproducir la lista de genes, con sus correspondientes siglas. Sería tedioso y aburrido. Pero no me resisto a incluir aquí las siglas del gen BAZ1B, que ha sido estudiado por Matteo Zanella y sus colegas. Y lo hago porque este gen está relacionado con la regulación temprana de nuestra cara. Las suaves facciones del rostro humano estarían relacionadas con ese gen, que nos confiere un aspecto más amable que el feroz semblante de nuestros ancestros. Si es así, la cara moderna tendría un origen mucho más reciente de lo que hemos discutido en el capítulo noveno cuando hablamos de Homo antecessor. Los expertos asumen una autodomesticación de los humanos tan reciente como la domesticación de otras especies. Hemos de recordar que nuestras facciones se conformaron definitivamente y con todos sus detalles hace más 250.000 años en África. ¿Fue entonces cuando nos domesticamos a nosotros mismos? Es evidente que, en este caso, se produce una profunda colisión entre el registro fósil y la genética. Sería la primera vez que sucede esto, por lo que me asaltan dudas razonables sobre la hipótesis de la autodomesticación.

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