Dioses y mendigos

Dioses y mendigos


12 Símbolos y lenguaje

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12Símbolos y lenguaje

Un homínido avanza en solitario por la pradera mientras mira a su alrededor. Está inquieto porque su intuición le dice que corre peligro. En el barro que se formó con las últimas lluvias ha descubierto unas huellas inconfundibles. Arranca a correr tan deprisa como le permiten sus piernas. Finalmente, nuestro homínido alcanza los primeros árboles de un bosque cercano. Quizá esté a salvo entre la densa vegetación que crece a las orillas de un río caudaloso. Descubre una rama rota y que una piedra no está en su sitio. Lo sabe por la impronta que ha dejado en el suelo. También observa casi sin querer la corteza de algún árbol. Está rozada y algunos pelos se han quedado adheridos. Su experiencia le dice que algún animal está cerca. Él no había pasado por allí cuando se aventuró a buscar algo de comida fuera de su refugio. Se mueve con soltura entre la densa vegetación sin que le molesten las plantas que le enredan los pies al caminar. Mira hacia lo alto y descubre que algunos monos colobos siguen con su rutina. Eso le tranquiliza. Por fin escucha unos sonidos familiares. Su grupo está cerca. Un homínido infantil le sale al paso y lo mira con admiración. Se diría que le sonríe y eso aún le provoca mayor calma. Está a salvo. Pero aún tendrá que soportar la mirada de desaprobación de un macho de mayor tamaño, que no dice nada; pero la actitud del jefe del grupo es suficiente para nuestro homínido aventurero y todavía con poca experiencia. Sabe que se ha arriesgado y ha puesto en peligro a todo el grupo.

SEÑALES Y SÍMBOLOS

Quizá la breve historia anterior fue muy habitual en el pasado. En ese día a día de nuestros ancestros habría cientos de observaciones de fenómenos naturales, de miradas y de silencios. No es necesario que nuestros personajes digan nada. No sabemos si tenían algún tipo de lenguaje, pero se comunicaban bien entre ellos y con la propia naturaleza. Y lo hacían mediante elementos que representaban peligro, tranquilidad o la posibilidad de llenarse el estómago con un buen bocado. Nuestros antepasados podían saber mucho de lo que sucedía a su alrededor mediante señales reconocibles.

Las señales informan, representan un indicio que nos permite deducir lo que no podemos ver. Y lo mismo se puede decir de los símbolos. Si alguien hace un signo con los dedos dentro de una iglesia, un observador extraño podrá inferir que ese gesto representa la cruz y colegirá que esa persona pertenece a la religión cristiana. Por descontado, no estoy equiparando esas señales de la prehistoria con el pensamiento simbólico, tan extraordinariamente desarrollado en los miembros de nuestra especie. Siempre hemos sabido que somos nosotros quienes tenemos un cerebro capaz de crear símbolos para expresar ideas complejas y abstractas. Y así es. La capacidad para comprender y comunicarnos mediante símbolos ha alcanzado en Homo sapiens un grado extraordinario. Pero el simbolismo no apareció de la noche a la mañana ni es propiedad exclusiva de nuestras mentes brillantes y privilegiadas. Ciertamente, nosotros hemos desarrollado el simbolismo y lo hemos elevado a una categoría nunca antes conocida en el mundo animal. Pero, que yo sepa, todavía no se ha identificado el gen o grupo de genes que nos permiten idear símbolos. Todo lo que está hoy en día en nuestra mente tiene un origen en la filogenia humana. Y el reconocimiento de señales del pasado se ha transformado en un código tan importante como el propio lenguaje. Si el habitante de una gran ciudad se pasea por la sabana africana, es posible que encuentre un símbolo que le advierta del peligro de la presencia de leones sueltos. Nuestro homínido no necesitaba esa indicación para saberlo. Aunque de manera muy embrionaria y elemental, aquel homínido accedía a señales que simbolizaban peligro o tranquilidad. Hoy en día, esas marcas inundan nuestras ciudades para indicarnos que hay peligro o que nuestro hogar no está lejos. Si pudiéramos hacer una resonancia magnética funcional[107] al cerebro del homínido y al urbanita del siglo XXI, estoy convencido de que veríamos una gran actividad en las mismas regiones del encéfalo.

En efecto, los símbolos forman parte de nuestra cotidianidad y no podemos vivir sin ellos. Nos rodean por todas partes y ya resultan imprescindibles en nuestro modo de entender la vida. Estamos tan habituados a ellos que no nos paramos a reflexionar sobre su contenido y su enorme influencia en la propia existencia del ser humano. Solo tenemos que enviar un breve mensaje por nuestro teléfono móvil. Añadimos unos cuantos emoticonos y este llega a nuestros interlocutores con un significado que puede parecer muy diferente al de las palabras. Es más, podemos escribir decenas de líneas y rematarlas con un símbolo de sonrisa. Quien lea el mensaje se fijará en primer lugar en ese símbolo, que destaca sobre los demás, y su mente estará ya preparada para leer con un ánimo diferente.

Ya he hablado de la mente como un fenómeno emergente de la actividad cerebral, responsable del entendimiento, la capacidad de generar pensamientos, la creatividad y la innovación, el aprendizaje, el raciocinio, la percepción, la emoción, la memoria, la imaginación, la voluntad y otras habilidades cognitivas. Siguiendo este razonamiento, los símbolos pueden considerarse como una abstracción mental de gran complejidad. Pero no olvidemos que unas cuantas señales pudieron salvar la vida de nuestro homínido del Plioceno hace varios millones de años.

Para comprender la posibilidad de crear y entender los símbolos tenemos que recordar que somos primates visuales. Hemos retenido esa habilidad de ver el mundo en tres dimensiones gracias a que nuestros ojos están relativamente juntos en la parte anterior de la cara y sus respectivos campos de visión se solapan. Además, en la capacidad simbólica hemos de tener en cuenta nuestra peculiar capacidad para comunicarnos. Un lenguaje tan extremadamente rico en significados como el de Homo sapiens está ligado al simbolismo. Mediante los símbolos representamos en dos o tres dimensiones ideas y pensamientos de mayor o menor complejidad, que todos podemos ver y llegar a comprender. Con los símbolos nos comunicamos, vendemos nuestros productos, informamos, resolvemos ecuaciones, identificamos a los que piensan igual que nosotros o a los que lo hacen de manera diferente, etc. La variedad de símbolos parece tan inagotable como la imaginación de la mente humana. Cuando nos detenemos a escuchar el parte meteorológico ante el televisor, escuchamos con atención lo que nos explica la persona que está en el plató. Nos fijamos con rapidez en la pluralidad de símbolos de los mapas y casi somos capaces de adivinar lo que nos va a contar, e incluso predecir el tiempo que nos espera al día siguiente.

Los expertos en mercadotecnia (marketing) también son muy hábiles con el pensamiento simbólico. Hay que vender más que tus competidores, ser más eficaces en conseguir que tu producto llegue mejor a los consumidores a través de nuestros sentidos. Cuando el procedimiento utilizado para comunicar ese mensaje es visual, siempre ha de aparecer una imagen fácil de recordar, que identificará sin ambigüedades el producto que se desea vender. Por descontado, cuantas más veces veamos esa imagen mayor familiaridad tendremos con el producto. A fuerza de visualizar el símbolo que lo define, cada vez tendremos más confianza en sus valores. Nuestra mente identificará ese símbolo como propio y le guardaremos fidelidad. No hay secretos. Los empresarios invierten millones en introducir un producto en la sociedad. Cuando este ha logrado penetrar en las mentes de millones de personas, el logotipo tiene la fuerza suficiente como para rememorar las propiedades de ese producto (sabor, olor, textura, propiedades, etc.). El sonido también es fundamental. Nuestro homínido del Plioceno sabía que los gritos de los monos colobos representaban una señal de normalidad. Una melodía pegadiza se quedará en nuestra mente y cada vez que la escuchemos tendremos necesidad de consumir el producto que rememora. Eso me recuerda cierto cacao que empezó a venderse cuando yo era todavía un niño. El texto de la canción era tremendamente racista y ensalzaba las virtudes masculinas. La canción ha regresado cincuenta años después con una letra completamente diferente. Pero quienes la escuchamos entonces no la hemos olvidado. Se quedó almacenada en la memoria y ahora volvemos a pensar en las «cualidades» de ese producto, que compraremos a nuestros hijos o a nuestros nietos. Marketing puro unido al simbolismo.

La mente de Homo sapiens ha sido capaz de diseñar símbolos para unir la complejidad social que se fue construyendo a partir del Neolítico, a medida que aumentaba la demografía y se formaban grupos humanos cada vez más numerosos. Por encima del tamaño del clan, que implica la asociación de individuos relacionados por lazos genéticos, nuestra especie ha conseguido unir a millones de individuos de características dispares mediante un ideario común, que se sintetiza en un único símbolo. Así surgieron los imperios, bajo la enorme fuerza visual de una bandera, o las religiones, que cuentan con millones de seguidores. Nunca dejaré de sorprenderme de la fuerza de los símbolos. Son meras abstracciones de elementos visuales, que representan una idea con independencia de otras consideraciones sobre su forma o sus características. La simple contemplación de esos elementos activa las neuronas del sistema límbico y mueve voluntades. Cuesta imaginar la complejidad fisiológica que implica la mezcla de sentimientos emocionales compartidos por miles o millones de personas que se desatan ante determinadas situaciones simplemente con la agitación de un símbolo. También me cuesta entender qué impide procesar con racionalidad los sentimientos y emociones que llegan al sistema límbico por una situación peculiar relacionada con un símbolo determinado. Si fuéramos totalmente «racionales» no experimentaríamos tanto estrés y sufrimiento cuando nuestro equipo de toda la vida no gana un encuentro o cuando una determinada formación política pierde unas elecciones. Los clubes deportivos o los partidos políticos se identifican sin ambigüedad y con gran fuerza mediante símbolos. Casi no importa que nuestro equipo haya jugado mal o que las ideas que propone un candidato a un cargo público no sean acertadas. Lo esencial está llegando a nuestras emociones, y percibimos una notable desazón por el hecho de que nuestros símbolos no estén por encima de los de otros. Hay muy poco de racionalidad en esos procesos mentales. Y es por ello que puedo ver un embrión del pensamiento simbólico en las señales que podía interpretar nuestro homínido de la prehistoria. Sus miedos y sus alegrías llegaban a su sistema límbico y se procesaban en un neocórtex menos desarrollado que el nuestro.

Hablando de deporte, los símbolos y su significado tienen una fuerza impresionante. Nunca olvidaré las imágenes de todas las ciudades españolas cuando España ganó el campeonato del mundo de fútbol. En aquella fiesta no cabía lo racional, sino la emoción del orgullo unida por un símbolo, que por un momento arrinconó todos los sentimientos nacionalistas. Un tema para la reflexión y el estudio de los sociólogos. También es digno de meditación y de esperanza el hecho de que un determinado símbolo deportivo aúne los sentimientos y emociones de individuos de todo el planeta. Hemos asistido estos días a la cancelación de los Juegos Olímpicos de 2020. Pero en 2021 espero que todos estemos pendientes de este movimiento que nos une durante varias semanas bajo un único símbolo.

Cuando escribo estas líneas, observo que el teclado de mi ordenador está lleno de símbolos. Una vez sentado delante de la pantalla, uno me indica dónde debo pulsar para poner en marcha el ordenador. Algunas teclas contienen letras y números, que me permiten componer palabras y cantidades, otras me indican que debo separar unas frases de otras mediante comas o puntos. Otras me indican los símbolos que debo introducir cuando expreso una interrogación. La pantalla está llena de iconos, que identificamos con rapidez y que permiten decidir el tipo, el tamaño o el color de la letra. Quizá necesite uno para indicarle al procesador que deseo insertar una nota al pie de la página. Mi mente no solo está concentrada en las ideas que puedo ir vertiendo en la hoja en blanco. Otras regiones de mi cerebro están consumiendo una gran cantidad de oxígeno y de glucosa para indicarme donde están los símbolos que deseo utilizar. Y quienes lean estos párrafos en un e-book habrán hecho lo mismo, pulsando teclas con símbolos para poder visualizar el texto. Es más, quien haya optado por el libro tradicional habrá sentido que su mente se iluminaba con mayor intensidad al observar un montón de símbolos en la portada. Pero aún llegamos más lejos. Al escribir o al leer estos párrafos, la mente está viajando para imaginar con mayor o menor nitidez los pasajes o ideas que representan las letras y las palabras. La lectura no se queda en la simple visualización de los símbolos impresos, sino que se adentra en su significado y consecuencias.

ORIGEN DEL SIMBOLISMO

¿Cuándo aparecieron en la evolución humana los sentimientos y las sensaciones que despiertan los símbolos?, ¿sucedió mediante un salto brusco o se trató de un proceso progresivo?, ¿interesó solo a Homo sapiens o hubo otras especies que también se acercaron a este logro? Son quizá demasiadas preguntas y ya adelanto que no hay respuestas definitivas. La literatura sobre esta cuestión ha despertado la curiosidad de muchos especialistas en psicología, psiquiatría y paleoantropología. Cada uno desde su perspectiva trata de aportar sus conocimientos e ideas a un tema de la mayor trascendencia para el hecho de definir mejor a los seres humanos actuales. Desde mi especialidad, intentaré aportar también un pequeño grano de arena y mi propia opinión.

Como ya se ha comentado en el capítulo anterior, entre los restos esqueléticos de homínidos hallados en el yacimiento de la Sima de los Huesos apareció un bifaz de características extraordinarias que recibió el apodo de «Excalibur». Esta es la única herramienta hallada hasta el momento en un espacio de menos de quince metros cuadrados. Desde el equipo investigador de Atapuerca siempre hemos defendido la hipótesis de que este bifaz fue arrojado junto a los cadáveres. Si tuviéramos una máquina del tiempo y pudiéramos asistir a un momento como el que hemos imaginado, podríamos comprobar si en aquellos homínidos se había desarrollado una idea que se acerca a lo que hoy entendemos como pensamiento simbólico. No resulta descabellado pensar que ese bifaz se hubiera arrojado a la Sima de los Huesos con intencionalidad, tratando quizá de honrar a los muertos, aunque no parece posible contrastar esta hipótesis con todo el rigor científico. Y aunque de momento pase por ser una mera especulación, no es menos cierto que los homínidos de la Sima de los Huesos están estrechamente relacionados con los neandertales. Y aquellos humanos, tan parecidos a nosotros en sus costumbres ancestrales, enterraban ocasionalmente a los muertos.

El ritual de la muerte es realmente un misterio de la mente. Estas ceremonias nos ayudan a pasar el amargo trance que supone el fallecimiento de un ser querido. Los rituales nos consuelan y nos permiten aceptar el mismo hecho de la muerte, que nos provoca impotencia y desesperación hasta que la resiliencia es capaz de aminorar el sufrimiento. Y cuando existen creencias en el «más allá» se establecen unas relaciones diferentes entre los finados y sus seres queridos, que se quedan por un tiempo en la parte terrenal del mundo imaginado. Es por ello que detrás de una hipótesis tan aventurada como la que plantea el hallazgo de Excalibur existen unas implicaciones muy difíciles de digerir por la comunidad científica. Pero los neandertales enterraron a sus muertos y esa es una realidad y una historia apasionante. Cuando en los inicios del siglo XX se descubrió el primer enterramiento atribuído a los neandertales en el yacimiento de La Chapelle-aux-Saints, en Francia, estos humanos empezaron a ser estudiados de una manera diferente. Transcurrió mucho tiempo hasta que, a mediados del siglo XX, el arqueólogo Ralph Solecki encontró los restos de una decena de esqueletos neandertales en el yacimiento de la cueva de Shanidar, en Irak, cuya antigüedad se ha cifrado en unos setenta mil años. Todos los indicios apuntaban a que estos humanos habían sido enterrados de manera intencionada. Un nuevo esqueleto descubierto recientemente en este yacimiento ha reforzado la hipótesis de que algunos grupos de neandertales cuidaban de sus enfermos y los inhumaban. Lo que hay detrás de ese ritual ha quedado tan enterrado como los propios esqueletos. Pero podemos inferir que nuestros primos hermanos se habían adentrado en un mundo paralelo al nuestro, en el que el pensamiento simbólico formaba parte de su vida y de su conducta.

Ignoro si los neandertales habrían alcanzado el mismo grado de complejidad, caso de haber sido ellos y no nosotros los únicos supervivientes de la filogenia humana. Los miembros de nuestra especie realizamos figuras geométricas hace más de setenta mil años, según se puede comprobar en uno de los niveles estratigráficos del yacimiento de Blombos, en Sudáfrica. De una época similar son los yacimientos de Qafzeh y Skhul, situados en el Corredor Levantino. Estos yacimientos, que contienen fósiles muy antiguos de Homo sapiens, han proporcionado numerosas conchas marinas de dos especies del género Nassarius. Estos gasterópodos tienen perforaciones realizadas con suma precisión y su tamaño es insuficiente como para que los consideremos parte del alimento habitual de los humanos de aquella época. La distancia de algunos de estos yacimientos a la costa puede superar los doscientos kilómetros. Es evidente que se trata de objetos transportados de manera intencionada, seguramente con fines decorativos y, en cualquier caso, tendrían un significado simbólico.

También comenzamos a pintar en las paredes de las cuevas con una maestría extraordinaria. El significado de estas obras de arte de la antigüedad se puede inferir, pero solo lo podríamos saber a ciencia cierta si tuviéramos la inmensa suerte de viajar al pasado y conversar con los artistas del Paleolítico. Muchas de las representaciones pictóricas tratan de ser hiperrealistas y nos recuerdan sin ambigüedad el sujeto representado en la obra de arte. Otras son más complejas o sencillamente nos lo parecen porque, en apariencia, no tienen la maestría de los pintores de las cuevas de Lascaux o Altamira. Las manos grabadas en las paredes mediante una técnica relativamente sencilla recuerdan más a un juego que a otra cosa. ¿O eran quizá la manera de marcar el territorio? El color de muchas pinturas pudo representar un signo de identidad de los grupos, como sucede ahora con las banderas o las camisetas de los equipos deportivos.

Figura 15. Existen evidencias que demuestran la habilidad de Homo sapiens para representar figuras realistas en las paredes de las cuevas desde hace más de 40.000 años.

 

Se ha especulado mucho sobre la antigüedad de las pinturas encontradas en las cuevas de La Pasiega (Cantabria), Maltravieso (Cáceres) y Ardales (Málaga). Las tres cuevas se conocen desde hace muchos años y forman parte de itinerarios turísticos y visitas organizadas. En 2018, la revista Science publicó un artículo en el que se describían pinturas muy sencillas halladas en las paredes de estas cavidades[108]. Las capas de calcita que cubrían estas pinturas se dataron mediante el método de uranio-torio y la investigación ofreció un resultado sorprendente: 65.000 años. Los neandertales eran quienes habitaban la península ibérica en ese momento. ¿Pudieron ser ellos los que realizaron pintadas en las paredes de aquellas cuevas? Si los resultados son correctos, es evidente que así fue. Para entender el método de datación empleado imaginemos el agua cargada de carbonato cálcico y una cierta cantidad de uranio que se escurre por las paredes de las cuevas vadosas. En este tipo de cavidades, por las que ya no circulan corrientes de agua, la humedad sigue siendo elevada. El agua de lluvia se filtra en el interior, disolviendo la caliza y produciendo estalactitas y estalagmitas, suelos de caliza y delgadas capas de carbonato en sus paredes. Los isótopos del uranio disueltos en el agua sufren alteraciones constantes con el tiempo y, finalmente, se transforman en otras formas isotópicas del uranio. Las antiguas pinturas de las paredes quedaron en muchos casos cubiertas por una fina película de carbonato cálcico, que contenía los restos del uranio transformado por los años. Si hay suerte, el uranio contenido en el agua será suficiente como para obtener fechas consistentes. Las dataciones obtenidas en esas películas de carbonato son siempre más recientes que las propias pinturas.

Algunos colegas han criticado este trabajo. Sucede siempre que se publica un artículo revolucionario. Habrá que encontrar más evidencias para rechazar la hipótesis que sostiene capacidades pictóricas en los neandertales o, por el contrario, para mantenerla viva. Además, no se trata de la única prueba para proponer que los neandertales realizaron actividades fuera de lo esperado para unos cazadores-recolectores preocupados únicamente por su subsistencia. Las dientes y huesos de zorro perforados hallados en la cueva de Renne, en Francia, nos explican que aquellos objetos fueron juntados para formar un collar hace 42.000 años. Las conchas perforadas y teñidas de ocre encontradas en los yacimientos de las cuevas Antón y los Aviones, en Murcia, también nos hablan de que los neandertales tenían tiempo para el ocio y que lo dedicaban a modificar elementos naturales como lo hacemos nosotros. No me olvido de las plumas de aves recogidas en la cueva de Fumane, en Italia. Este yacimiento tiene unos 44.000 años de antigüedad y en él se han recuperado plumas de quebrantahuesos, buitres negros, águilas reales, halcones y otras rapaces. Las plumas se obtenían raspando los huesos de las extremidades, donde han quedado marcas de las herramientas de los neandertales. Cabe la posibilidad de que estos humanos se alimentaran de estas aves. ¿Quizá solo las desplumaban para comérselas? Pero ¿y si las utilizaban para adornar su cuerpo? Al fin y al cabo, el alimento nunca faltaba. La hipótesis de que las plumas se empleaban como ornamento corporal ha cobrado fuerza con un hallazgo similar en uno de los yacimientos de Gibraltar. Mientras esta hipótesis se mantenga firme, tenemos vía libre para imaginar a los neandertales adornados con plumas y collares, tal vez para advertir a los clanes vecinos de que disponían de un territorio inviolable o para cualquier otra cosa que se nos ocurra.

No quiero olvidarme de un extraño y sorprendente hallazgo que ha dado lugar a debates apasionantes. En 1955 se encontró en el yacimiento de Divje Babe I (Eslovenia) un trozo de fémur de un oso juvenil con cuatro perforaciones alineadas. Por su aspecto, cualquiera diría que se trata de un instrumento musical. Los arqueólogos Ivan Turk y Janez Dirjec, que condujeron las excavaciones en este lugar entre 1990 y 1995, siempre expresaron sus dudas de que este artefacto hubiera sido realizado por un ser humano con intencionalidad artística. Según estos investigadores, las cuatro perforaciones alineadas estarían relacionadas con la mordedura de algún animal. No puede extrañar que estos investigadores tuvieran muchas vacilaciones, puesto que el objeto procede del octavo nivel estratigráfico, que data de hace entre 54.000 y 58.000 años; es decir, tendría que haber sido fabricado por los neandertales. En 1995, la comunidad científica no estaba todavía preparada para admitir que los neandertales tuvieran habilidades artísticas. En 1997, Ivan Turk se atrevió por primera vez a plantear que aquel hueso podría haber sido perforado de manera intencionada por un ser humano. A ese trabajo siguieron nuevos estudios de Turk y otros colegas, que admitían de manera clara que los neandertales pudieron haber fabricado un instrumento para producir sonidos musicales. Además, se han realizado perforaciones experimentales en huesos de oso fresco con utensilios similares a los hallados en el yacimiento. La reconstrucción de este objeto de manera experimental ha demostrado que era posible obtener sonidos musicales con un supuesto instrumento como el encontrado en la cueva de Divje Babe I. Por descontado, este hallazgo y sus conclusiones han recibido docenas de críticas y sospecho que pocos arqueólogos están dispuestos a admitir que los neandertales tenían habilidades musicales. ¿Representan todos estos elementos el inicio de un pensamiento simbólico? Mi colega arqueólogo y buen amigo Eudald Carbonell siempre me cuenta que estos hallazgos pueden ser la punta de iceberg de algo nuevo. Cuando los encontramos de manera generalizada quiere decir que se han socializado y que están presentes en toda la población. Podemos plantear que los neandertales estaban en el camino de perfeccionar una mente con capacidad simbólica que no llegó a cuajar porque se extinguieron antes de que ello sucediera.

Si ciertamente los neandertales estaban en la buena dirección para formalizar el simbolismo, queda una pregunta en el aire. Entonces, ¿estuvieron dos especies diferentes en el trance de conseguir una misma habilidad de la mente de manera independiente y casi al mismo tiempo? Podemos pensar en tres posibles respuestas. En primer lugar, el pensamiento simbólico sucedió en las dos especies de manera convergente. Una segunda posibilidad es que las dos heredaran esa capacidad de su ancestro común, que vivió hace nada menos que unos ochocientos mil años. Puede que sea muy atrevido retroceder tan atrás en el tiempo. Por último, el contacto entre los neandertales y los humanos modernos durante ochenta mil años en el Corredor Levantino pudo facilitar que las dos especies compartieran las mismas ideas y las llevaran consigo hacia otros lugares.

Un hallazgo de enorme interés para entender el pensamiento simbólico de nuestra especie apareció en 1939 en la cueva de Hohlenstein-Stadel. Se trataba de una estatuilla de cerca de treinta centímetros de altura trabajada en el esmalte del colmillo de un mamut y asociada a la tecnología auriñaciense[109]. Esta verdadera obra de arte tiene forma humana y cabeza de león. Su cronología se estimó en 32.000 años, por lo que está claro que fueron miembros de nuestra especie quienes la realizaron. Aunque la estatuilla se olvidó en algún cajón por la debacle de la segunda guerra mundial, su redescubrimiento en la década de 1990 ha vuelto a poner este hallazgo en un primer plano. Además, no es el único «hombre-león» encontrado en yacimientos de la misma zona. Es evidente que esa pequeña escultura no representa la realidad, como las pinturas hiperrealistas, sino que la mente del artista está configurando un símbolo. Tal vez quiso unir la fuerza del león con la inteligencia humana para crear un ser invencible. El original del hombre-león de Stadel puede verse en el Museo de Ulm, en Alemania. La lista de yacimientos del Paleolítico Superior con grabados sin aparente sentido que llegaron a continuación sería interminable. Esos hallazgos testimonian el resultado de un proceso que empezó hace muchos años, pero que a la postre nos ha llevado a ver el mundo de una manera diferente.

Por último, parece interesante saber cómo evoluciona nuestra mente en relación con el pensamiento simbólico a medida que vamos creciendo. Es evidente que los niños más pequeños no tienen esa capacidad. Según el biólogo Jean W. F. Piaget (1896-1980), el simbolismo empieza a desarrollarse hacia los dieciocho meses de vida posnatal y termina su primera fase hacia los siete años. Esa edad coincide, por cierto, con el final de la niñez. Los niños más pequeños observan el mundo desde su propia perspectiva egocéntrica. Poco a poco van emergiendo de su mundo íntimo, al mismo tiempo que se produce la evolución natural de la madurez de su mente. Puesto que somos primates sociales, los niños no tardan demasiado en interaccionar con otros niños y niñas en el juego diario. En esa fase, nuestra mente entra en una dimensión diferente. Es entonces cuando podemos asociar propiedades distintas a los objetos, que podrían llegar a representar esos símbolos que los adultos reconocemos con facilidad. Los niños tienen que realizar un doble proceso cognitivo, puesto que tienen que identificar lo que están viendo y representar en su mente la relación entre el objeto y lo que simboliza. Desde el punto de vista evolutivo, sería interesante encontrar un paralelismo entre la capacidad a la que llegaron nuestros ancestros y asociar sus habilidades con la de la evolución de la mente durante el desarrollo humano. Para ello contamos con el registro arqueológico, que tiene muchas limitaciones y no siempre es fácil de interpretar. Este ámbito ya se conoce con el nombre de arqueología cognitiva y tendrá mucho que aportar en el futuro. Cabe la posibilidad de que nuestros ancestros no tuvieran ocasión de pasar por las mismas etapas cognitivas que nosotros. Nuestra infancia se prolonga con una larga niñez, en la que la mente tiene tiempo de conectar un sinfín de dendritas. En tiempos remotos, las conexiones se producirían con más celeridad, en un tiempo mucho más corto y con el objetivo fundamental de preservar la vida. Si fue así, podríamos proponer que la mente de los adultos de nuestros antepasados de hace medio millón de años, por dar una cifra aleatoria, se quedaba anclada en una fase similar a la de los niños de siete u ocho años de la especie Homo sapiens. Si fue así, podríamos casi afirmar que el notable pensamiento simbólico es una exclusividad de nuestra especie.

Figura 16. Recreación de la estatuilla de hombre-león descubierta en 1939 en la cueva de Hohlenstein-Stadel (sur de Alemania). Fue esculpida en marfil de mamut, su altura es de 29,6 centímetros y su antigüedad se ha estimado en unos 32.000 años BP (Paleolítico Superior, cultura Aurignaciense).

 

Llegados a este punto del debate, vuelvo a recordar a nuestro homínido temerario buscando comida más allá de los límites permitidos por su grupo. El pensamiento simbólico habría surgido como un embrión que se desarrolló durante milenios, hasta que solo una especie ha sido capaz de lograrlo en su plenitud. Y los neandertales estuvieron solo a unos pocos miles de años de conseguirlo. Quizá nunca los sabremos, ¿o sí? No despreciemos nunca las posibilidades del progreso de la ciencia.

Antes de finalizar esta sección es interesante dedicar unas líneas al gran maestro Charles Darwin para comprobar que la innovación de usar los emoticonos tiene su origen en el siglo XIX. En 1872, diez años antes de su fallecimiento, publicó un libro sobre las emociones: The Expression of the Emotions in Man and Animals (La expresión de las emociones, Laetoli, Pamplona, 2009). A Darwin le interesaba este aspecto desde su época de estudiante. Sir Charles Bell (1774-1842), anatomista, cirujano y teólogo, defendía en la década de 1820 que las expresiones y sus músculos asociados eran una obra divina, destinada a manifestar nuestros sentimientos. Darwin no estaba de acuerdo con aquellas ideas. Durante su viaje en el Beagle tomó buena nota de las expresiones de todos los seres humanos con los que tuvo relación. Todas ellas eran similares ante el miedo, la alegría o la sorpresa, con pequeñas variaciones basadas en la diversidad cultural. Pero Darwin fue más allá. Observó a decenas de animales, tanto a los domésticos como a los recluidos en zoológicos, además de examinar cientos de fotografías e ilustraciones. Lo más interesante es que muchos de los mamíferos que pudo estudiar tenían expresiones no muy diferentes a la humana.

Acertadamente, Darwin dedujo que esas expresiones espontáneas no podían obedecer al intelecto que caracteriza a los seres humanos y abordó la cuestión desde su punto de vista de científico naturalista con el ingrediente —cómo no— de la evolución. Siendo vertebrados sociales, nuestras emociones representan una manera eficaz de comunicación. Darwin desterró los argumentos filosóficos y religiosos, que habían sido puntales en el debate sobre las expresiones humanas, y se quedó solo con la idea de que las expresiones son una compleja manifestación motora coordinada con los estados emocionales de nuestra mente. Aunque parezca mentira, Darwin llegó a vender más de cinco mil ejemplares de aquel libro, que resulta una cifra impresionante para la época.

En la actualidad, ya se han listado hasta 66 tipos de gestos en los chimpancés que permiten la comunicación de diferentes estados de ánimo, sin necesidad de emitir sonidos. Exactamente como lo hacemos nosotros. Y lo más probable es que la mayoría de esas expresiones gestuales tengan un origen común.

LENGUAJE

La idea de afirmar que el lenguaje es un rasgo exclusivo de los seres humanos es muy tentadora. Los simios antropoideos pueden tener muchas similitudes con nosotros, como ya hemos visto y seguiremos insistiendo en el próximo capítulo, pero son incapaces de hablar. Y posiblemente nuestros ancestros tampoco habrían podido comunicarse con un lenguaje articulado y representado por símbolos reconocibles. En el lenguaje articulado se forman sílabas, palabras, oraciones o frases que permiten comunicar ideas y conceptos a otros seres humanos. Se trata del sistema de comunicación más complejo que existe entre los seres vivos, por lo que nos sentimos legítimamente orgullosos y diferentes. Si la hipótesis de que el lenguaje es exclusivo de Homo sapiens es correcta, deberíamos encontrar evidencias contrarias a la posibilidad de que otras especies se hubieran comunicado con un sistema similar. Esta sería la forma más científica de actuar. Por supuesto, sabemos que el lenguaje humano es común a todos nosotros, pero es tanto más complejo cuanta más cantidad y calidad de información debamos transmitir. No es lo mismo hablar de estrategias de caza y de la posibilidad de encontrar recursos para recolectar que explicar una lección de biología molecular en el aula de cualquier universidad. Pero la esencia es la misma y los humanos que hablamos de cuestiones tan dispares también compartimos la misma información genética.

Las especies de primates que viven en zonas de bosques cerrados pueden comunicarse entre ellos mediante sonidos que la vegetación se encarga de amplificar. Las ondas sonoras rebotan y se transmiten sin extinguirse durante largas distancias. Si un grupo de bonobos encuentra frutos en una zona de la selva, sus gritos atraerán la atención de otros congéneres que se hallen muy alejados de ellos. La potencia acústica del grito de un chimpancé o de cualquier otra especie de primate es muy notable, porque la longitud de onda del sonido es baja. Si a eso añadimos la reflexión del sonido al chocar contra el obstáculo que representan las hojas de la vegetación, tendremos un efecto similar a lo que sucede en un auditorio preparado y estudiado para que la voz de la fuente llegue con nitidez a todos los que se encuentran escuchando un concierto o una representación teatral. Parece magia, pero solo es física acústica. Cuando dejamos la protección de los bosques y realizamos la mayor parte de nuestras actividades al aire libre, nos quedamos sin ese auditorio natural. Podíamos gritar con enorme potencia, pero las ondas sonoras se terminaban por disipar en muy pocos metros. Lo sabemos bien cuando nos desgañitamos para hacernos entender por alguien que se encuentra a cierta distancia al aire libre, sin muros que repitan el sonido mediante el eco. Se pueden llegar a escuchar nuestros gritos, pero el mensaje se distorsiona y no se comprende. Somos incapaces de codificar en nuestro cerebro la información que nos quieren hacer llegar y no comprendemos su significado. Todo es mucho más complejo que un simple grito peculiar de aviso de peligro, alimento a la vista, etc. Así que no nos queda más remedio que acercarnos al receptor para decodificar la información y comprenderla. El origen de un lenguaje como el que disponemos en la actualidad puede ser muy antiguo. Hemos hablado de símbolos, de ideas, de conceptos complejos. Es evidente que en el pasado solo deberíamos transmitir mensajes muy sencillos, que no necesitaban en absoluto de la complejidad de nuestro lenguaje articulado. Pero la comunicación en la corta distancia pudo nacer, sencillamente, porque las circunstancias ambientales cambiaron.

Algunos paleoantropólogos del siglo pasado, como Phillip Tobias o Ralph Holloway intentaron demostrar que otras especies también podían hablar. La tarea no era sencilla, porque las partes anatómicas que nos permiten emitir sonidos articulados no se conservan en el registro fósil. Para empezar, deberíamos tener la oportunidad de estudiar las áreas del cerebro implicadas en la producción y comprensión del lenguaje. El médico francés Paul Pierre Broca (1824-1880) describió en 1864 un área del neocórtex, que lleva su nombre, cuando estudiaba pacientes afásicos con dificultades para expresarse de manera correcta y poco fluida. La afasia tiene una etiología diversa y puede ser causada tanto por un traumatismo como por un accidente cerebrovascular, una infección o la degeneración de una zona particular del cerebro. El área de Broca se localiza en la tercera circunvolución frontal, muy cerca de la corteza motora. Su función primordial en el lenguaje consiste en coordinar todas aquellas regiones anatómicas implicadas en el habla. Pero además de ser capaces de poder pronunciar las palabras tenemos que comprenderlas. El neurólogo y psiquiatra alemán Carl Wernicke (1848-1905) describió en 1874 otro problema del lenguaje, que denominó síndrome afásico o afasia sensorial, en el que los pacientes podían hablar, pero no comprendían las palabras que escuchaban. Ese problema residía en otra zona del cerebro, que Wernicke logró identificar. Esta área se localiza en el lóbulo temporal del neocórtex, está notablemente conectada con el área de Broca y su papel fundamental consiste en decodificar los estímulos que recibe el cerebro cuando escuchamos a otra persona. Es evidente que gracias a la conectividad de esta región somos capaces de entender varias lenguas, si las aprendemos antes de que la capacidad de conexión sináptica disminuya con la edad.

Como cabía esperar, las dos áreas se encuentran bien desarrolladas en Homo sapiens, produciendo sendas protuberancias en el encéfalo, que quedan impresas en la superficie interna del hueso del cráneo. Si otras especies de homínidos presentan estas marcas en sus cráneos fosilizados, se puede inferir que las áreas de Broca y Wernicke también estaban desarrolladas y propiciaban un lenguaje similar al nuestro. Así lo vio el gran anatomista Phillip Tobias en la superficie interna del cráneo de especímenes de Homo habilis. Asimismo, Tobias comprobó que los simios antropoideos carecían de esas marcas. La posibilidad de que la especie Homo habilis pudiese expresarse como nosotros fue un tema muy controvertido durante algunos años, pero nunca llegó a ser aceptado de manera general por la comunidad científica. Las evidencias son pobres y circunstanciales. Si no tenemos un cerebro para realizar cortes anatómicos, resulta prácticamente imposible llegar a una conclusión firme. Además, el área de Broca tiene otras funciones, como la de posibilitar la fabricación de herramientas. Podemos deducir que esta área se desarrolló en Homo habilis por una necesidad diferente a la de expresarse con palabras. Si el cerebro de esta especie experimentó un incremento relativo con respecto al tamaño corporal, es evidente que todo el necórtex y sus regiones específicas aumentaron su volumen. La encefalización de Homo habilis habría favorecido la expansión de las áreas de Broca y Wernicke y con ello una mayor capacidad, bien para fabricar herramientas, bien para disponer de un lenguaje rudimentario, o para ambas cosas. Pero muy posiblemente no todo consiste en aumentar el tamaño del cerebro. Si así fuera, no tendríamos reparos en admitir que los miembros de Homo erectus o de Homo neanderthalensis hablaban como nosotros. No tendríamos necesidad de buscar más argumentos.

Las investigaciones sobre la capacidad de hablar de nuestros antepasados lo han intentado por todos los medios y con gran ingenio. El hueso hioides, por ejemplo, tiene una morfología muy particular en Homo sapiens. Situado en la parte anterior del cuello, su forma de herradura tiene la función de proporcionar inserción a los músculos de la lengua y la faringe. Esa forma es muy diferente en los simios antropoideos. En estos primates, el hueso hioides tiene mayor tamaño y su forma recuerda a la de una caja que, por cierto, alberga los sacos laríngeos. Podríamos estudiar la forma de este hueso en otras especies humanas y comprobar si se parecen más al nuestro o al de los simios. Pero nos encontramos con la cruda realidad de que este hueso es uno de los que peor se conserva en el registro fósil. En la actualidad se conoce la exigua cifra de cinco ejemplares. Uno de ellos corresponde a la especie Australopithecus afarensis, dos hioides se atribuyen a los neandertales y dos se han encontrado en la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca. El ejemplar de Australopithecus no se diferencia del que poseen los chimpancés, mientras que los otros cuatro tienen la forma en herradura, característica de los humanos actuales. ¿Problema resuelto? Algunos expertos opinan que sí, pero otros son mucho más cautelosos, como mi compañero de proyecto Ignacio Martínez Mendizábal, experto en lenguaje y audición, que ya cuenta con un equipo excelente trabajando en un proyecto pionero.

La riqueza del registro fósil de la Sima de los Huesos permitió a Ignacio Martínez debatir en la arena de los grandes especialistas acerca del lenguaje de nuestros ancestros. Por ejemplo, el tamaño y la forma de todo el cráneo permiten reconstruir la caja de resonancia de los sonidos emitidos. Se podría conocer la forma de la boca, de las fosas nasales o de los senos óseos, donde resuenan y modulan los sonidos. Desde hace años los expertos han medido variables como la longitud y la flexión de la base del cráneo o la distancia entre varios puntos del cráneo con la esperanza de reconstruir la forma de la caja de resonancia de los diferentes homínidos. Una investigación muy particular ha consistido en estimar el tamaño y la forma de las vías aéreas superiores, formadas por la cavidad oral y la faringe. En los humanos adultos actuales estos elementos anatómicos poseen una longitud muy similar. La cavidad oral y la faringe de Homo sapiens tienen dimensiones adecuadas para actuar como aparato fonador. La faringe se beneficia del descenso de la laringe a partir de los dos años, cuando empezamos a pronunciar nuestras primeras palabras. El descenso de la laringe puede tener complicaciones, porque hemos de alternar la salida de aire a través de la tráquea con la deglución de alimentos. Disponemos de un mecanismo a todas luces imperfecto, porque tendemos a atragantarnos cuando queremos hablar y comer al mismo tiempo. O quizá lo hacemos mal. En cualquier caso, los expertos tratan de desentrañar mediante la medición de variables en los cráneos fósiles si compartimos con otras especies las mismas dimensiones de las áreas superiores. Y las respuestas siempre son contradictorias. No hay forma de ponerse de acuerdo, porque los resultados son dispares. Mediante este tipo de estudios seguimos sin saber si los neandertales, por ejemplo, disponían o no de una caja de resonancia adecuada, por más que el tamaño de su cerebro y de las áreas de Broca y Wernicke inviten a pensar que podían tener algún tipo de lenguaje.

También se ha intentado abordar esta cuestión desde el punto de vista de la genética, un ámbito que seguramente aún tiene mucho que aportar. Hemos de recordar que el ADN más antiguo recuperado hasta el momento tiene unos cuatrocientos mil años, y parece difícil encontrar evidencias genéticas en fósiles de más antigüedad. Esta línea de trabajo también tiene sus limitaciones. En 2001, supimos que el gen FOXP2 tiene relación con el lenguaje. Las personas que solo poseen una única copia operativa de este gen tienen problemas relacionados con el aprendizaje del habla y con los movimientos musculares que se ejercitan con el lenguaje. Incluso estos individuos tienen dificultades con la expresividad y con la escritura. Las investigaciones de los genetistas sugieren que la región del ADN donde se ubica el gen FOXP2 ha experimentado, al menos, dos mutaciones desde la separación de la filogenia humana y la de los chimpancés, lo que representaría una tasa de cambio acelerada[110]. Por ese motivo, hemos de suponer que esas modificaciones fueron impulsadas por una selección positiva. Si esta hipótesis es correcta, podríamos pensar que la transmisión de señales mediante algún tipo de lenguaje muy atávico sustituyó muy pronto a la comunicación por medio de los gritos que emiten los chimpancés en su medio natural. El gen FOXP2, a su vez, codifica para un factor de transcripción[111] que regula la expresión de otros genes y, en definitiva, crea una cascada de acontecimientos genéticos que interesan a diferentes funciones. Esta expresión genética actúa en diferentes regiones del cuerpo estriado del sistema límbico. Las regiones dorsomedial y dorsolateral del cuerpo estriado regulan funciones relacionadas con el aprendizaje declarativo y el procedimental. El aprendizaje o conocimiento declarativo permite el almacenamiento de información de hechos, conceptos e ideas en la memoria a largo plazo y que se retienen de forma consciente para su uso cotidiano. Las reglas del lenguaje, por ejemplo, forman parte de este conocimiento declarativo. Todos aprendemos las letras del alfabeto, las sílabas, la ortografía, los tiempos de los verbos, etc. Por su parte, el aprendizaje procedimental también permite el almacenamiento de memoria a largo plazo. Se relaciona, por tanto, con la información que podremos utilizar a diario, pero, en este caso, de manera inconsciente y casi automática. Los dos tipos de conocimiento parecen estar ligados al lenguaje. Hablamos de manera habitual, casi sin detenernos a pensar si lo estamos haciendo, siguiendo unas reglas establecidas. En 2006, se localizó una variante del gen FOXP2 en el ADN de los neandertales del yacimiento de la cueva de El Sidrón, en Asturias[112]. Esta variante es similar a la nuestra, por lo que la genómica está abriendo claramente la posibilidad de que los neandertales también fueran capaces de expresarse mediante algún tipo de lenguaje. No obstante, debe quedar claro que las investigaciones en este ámbito están en sus inicios. Queda mucho para averiguar cómo funciona la expresión de todos los genes relacionados con el FOXP2. No debemos quedarnos solo con la idea de que la presencia de determinadas variantes de este gen fue condición suficiente para que una especie determinada tuviera un lenguaje como el nuestro.

No olvidaré la conversación en la que mi compañero de proyecto Ignacio Martínez me comentó su hartazgo al tratar de desentrañar los secretos del lenguaje de los homínidos estudiando su aparato fonador. Los resultados para reconstruir esta región anatómica resultaban contradictorios y los especialistas no se ponían de acuerdo. Así que Ignacio decidió tomar un camino diferente: ¿Por qué no estudiar la otra parte del proceso? En el lenguaje existe una parte emisora y otra receptora, ambas estrechamente relacionadas. Si se puede averiguar cómo escuchamos tal vez estemos dando un paso en la dirección adecuada. La conservación tan extraordinaria de los fósiles de la Sima de los Huesos de Atapuerca había permitido obtener los huesecillos del oído medio en, al menos, un par de individuos. Ahí estaban, dentro del hueso temporal, perfectamente conservados y listos para ser estudiados. En 2003, ya se habían desarrollado las técnicas de tomografía computarizada y se podían obtener imágenes mucho más precisas que las que se habían conseguido con las radiografías convencionales. Y, lo más importante, no había distorsiones en las imágenes virtuales reconstruidas a partir de cientos de radiografías seriadas[113]. Si se podían medir las variables adecuadas de los huesecillos del oído interno, martillo, yunque y estribo, que conectan el tímpano con la cóclea o caracol a través de la ventana oval, tal vez se lograría reconstruir modelos auditivos. En el caracol se encuentra el órgano de Corti, que percibe las ondas sonoras para que las procese el cerebro. Esa cadena de huesecillos no es exactamente igual en los chimpancés que en nuestra especie. Las dimensiones de estos huesecillos modulan en buena parte la información que llegará al órgano de Corti. En particular, con los cálculos oportunos, se puede obtener el ancho de banda por la que circula la información acústica. La oportuna colaboración con ingenieros especializados permitió a Ignacio Martínez estimar el ancho de banda del oído de los dos individuos de la Sima de los Huesos. Como siempre comenta Ignacio con su ingenio característico, pudo hacerse una audiometría a dos personas que habían muerto hace mucho tiempo. Imagino que algunos lectores habrán tenido que realizarse una audiometría de manera preventiva, por lo que este asunto les resultará familiar.

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