Dinero

Dinero


I

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I

Cuando mi taxi salió del FDR Drive, a la altura de las primeras Hundred, un Tomahawk con la suspensión baja, rebosante de jóvenes negros, salió como un tiburón de una calle lateral y se cruzó justo por delante mismo de nuestra proa. Nosotros nos escoramos, y nos dimos contra un repliegue o arruga afilada: acompañado de un estampido semejante al disparo de un rifle, el techo del taxi se hundió y me dio en plena cabeza. En realidad no me hacía falta nada de eso, se lo aseguro, porque de todos modos la cabeza y la cara, la espalda y el corazón, ya me dolían constantemente, y porque aún estaba borracho y enloquecido y desesperado tras el viaje en avión.

—Joder —dije.

—Eso —dijo el taxista desde el otro lado del tronchado plástico de separación—. Su puta madre.

Mi taxista era cuarentón, flaco, más bien calvo. El poco pelo que le quedaba le caía, largo y húmedo, sobre el cuello y los hombros. No otra cosa son, para el pasajero, todos los taxistas de ciudad: cuellos locos, pelambres locas. Este cuello loco estaba explosivamente picado de granos y pecas, y poseía un resto de virulencia adolescente en el vivo bermellón de las orejas. Se quedó tumbado en su rincón, con las manos inertes sobre el volante.

—Bastarían unos cien tíos, cien tíos como yo —dijo, disparando su voz hacia atrás—, para echar de esta ciudad a todos los negratas y demás gamberros.

Yo le escuchaba, desde mi asiento. Debido a esa reciente enfermedad a la que ha bautizado con el nombre de tinnitus,[2] desde hace unas semanas mis oídos oyen cosas, cosas no estrictamente auditivas. Despegues de reactores, roturas de cristales, hielo machacado. Ocurre casi siempre por la mañana, pero también a otras horas. Me ha ocurrido, por ejemplo, en el avión, o eso creo.

—¿Cómo? —grité—. ¿Cien tíos? No son muchos.

—Podríamos lograrlo. Provistos de los tiros adecuados, lo lograríamos.

—¿Tiros?

—Sí, tiros. Automáticos. Del cincuenta y seis.

Me recosté en el respaldo y me froté la cabeza. Me había pasado dos horas de Inmigración, maldita sea. Soy un antigenio para las colas. Ya saben cómo va la cosa. Jojojo, pienso cuando, a empujones y codazos, me coloco al final de la cola más corta. Pero la cola más corta es la más corta de las colas debido a un interesante motivo. Todos los que están delante de mí son venusinos, pterodáctilos, hombres y mujeres procedentes de un flujo temporal alternativo. Todos y cada uno de ellos han de ser viviseccionados e inspeccionados por el nada sonriente monstruo de ciento veinte kilos que aguarda en su cubículo iluminado.

—¿Negocios o placer? —me preguntó finalmente ese tipo.

—Espero que sólo negocios —le dije, y hablaba en serio.

Con los negocios no suelo tener problemas. Es el placer lo que me mete en todos estos carísimos líos… Después, media hora en la aduana, y otra media hasta que tomé este taxi; sí, y luego todo ese serpentear demencial, todos esos regateos del taxi por las calles. He conducido por Nueva York. Cinco manzanas bastan para dejarte reducido al llanto y la náusea, de tanta barbarie. De modo que, ¿qué pasa con la pandilla de mamones que se ganan la vida conduciendo taxis? Que lo pruebe el que se atreva.

—¿Y por qué tendrían que hacer ustedes una cosa así? —le dije.

—¿Eh?

—Lo de matar a todos los negratas y demás gamberros.

—Porque creen que todos los taxistas —dijo, y alzó una mano destrozada del volante— somos unos mierdas.

Suspiré y me incliné hacia adelante.

—¿Sabe una cosa? —le dije—. Es usted un mierda. Hasta ahora pensaba que eso no era más que una palabrota. Usted es el primer auténtico mierda con el que he tropezado.

Nos enfrentamos. Alzándose en su asiento, el taxista se volvió poco a poco hacia mí. Tenía la cara mucho más horrible, sabrosa, mucho más útil de cuanto hubiera podido imaginarme: una cara de percebe, algo femenina, con ojos brillantes y labios gazmoños, como si hubiese otra cara, la cara real, debajo de esa máscara de piel.

—Vale, tío. Bájese del taxi. ¡He dicho que se baje del jodido taxi!

—Bueno, bueno —dije, empujando la maleta a través del asiento.

—Veintidós dólares —dijo él—. Lo que marca el taxímetro.

—No pienso darle ni cinco —dije—. So mierda.

Sin variar el ángulo de su mirada, metió la mano bajo el salpicadero y tiró de una palanca especial. Las cuatro puertas quedaron cerradas con un ruido de metal engrasado.

—Óigame bien, cacho cabrón —comenzó—. Estamos en el cruce de la Noventa y nueve y la Segunda. El dinero. Deme el dinero.

Dijo que me llevaría veinte manzanas más allá y que me echaría de un puntapié, en medio de la negrada. Dijo que para cuando los negros acabaran conmigo, yo habría quedado reducido a un montón de pelo y dientes.

Llevaba algunos billetes de mi último viaje. Le di uno de veinte dólares a través del plástico roto. El taxista liberó las puertas y salí. No había nada más que decir.

***

De modo que ahora me encuentro aquí, con mi maleta, golpeado por la luz, en una isla de lluvia. A mi espalda hay una tremenda masa de agua, y el corsé industrial del FDR Drive… Ya deben de ser cerca de las ocho, pero el sollozante aliento del día esconde aún su brillo, un brillo de cloaca, muy desdichado: con lluvia y goteras. Al otro lado de la sucia calle, tres críos negros haraganean en el portal de una tienda de bebidas alcohólicas. Pero yo soy mayor, fuerte, una madre temible, y los críos parecen estar demasiado deprimidos para venir a buscarme las cosquillas. Desafiante, echó un buen trago de mi whisky libre de impuestos. Y eso que hace horas que fue medianoche, mi límite para la bebida. Dios, cómo detesto esta película. Y eso que apenas está empezando.

Busqué un taxi, pero no se presentó ninguno. Me encontraba en la Primera; no, en la Segunda, la Primera está en la parte alta de la ciudad. Todos los taxis debían de estar desviándose hacia el otro lado, para tomar la Segunda y Lexington. Llevo medio minuto en Nueva York y ya empiezo a caminar, el largo recorrido por la Noventa y nueve hacia abajo.

Hace un mes no hubiera hecho una cosa así. Entonces no lo hubiera hecho. Entonces trataba de eludir los líos. Ahora, sólo espero. Las cosas me sobrevienen. En serio. Aparecen y ocurren. Me quedo mirando, esperando… Dicen que la inflación está limpiando la ciudad. La gente de pasta se está arremangando la camisa y barriendo la inmundicia. Pero aquí siguen pasando cosas. Bajas del avión, miras a tu alrededor, aspiras profundamente…, y cuando vuelves en ti te encuentras en calzoncillos, en algún lugar al sur del Soho, o en una camilla con bandeja de plata y una chapa en el pecho y un tipo que te dice, Buenos días, caballero. Qué tal se encuentra hoy. Serán quince mil dólares… Aquí siguen ocurriendo cosas, y alguna cosa espera a que yo llegue para ocurrirme. Lo sé. Recientemente, mi vida es como un chiste de los que te hielan la sangre. Recientemente, mi vida ha comenzado a adquirir forma. Hay algo que me espera. Yo espero. Pronto, esa cosa dejará de esperar, el día menos pensado. Pueden ocurrir cosas espantosas en cualquier momento. Esto es lo más espantoso.

El miedo pisa fuerte en este planeta. El miedo manda y ordena y domina. El miedo nos tiene bien cogidos a todos los que vivimos aquí abajo. Es cierto, tío. Tía, no te engañes a ti misma… Cualquier día avanzaré un paso y me daré de bruces contra el miedo. Y pienso seguir andando. Alguien tiene que hacerlo. Seguiré andando y diré. Vale ya, joder. Esto se acabó. Llevas demasiado tiempo empujándonos a todos. Te has tropezado con un tipo que no traga. Se acabó. Aparta. Los matones, según he oído decir, son en el fondo unos cobardes. El miedo es un matón, pero algo me dice que el miedo no es ningún cagado. El miedo, me temo, es en realidad increíblemente valiente. El miedo me llevará hasta la puerta, me empujará a un callejón, entre vacías cajas de embalaje y cubos de basura, y me enseñará quién manda aquí… Quizá pierda un par de dientes, no sé, o tal vez me rompa el brazo, ¡o me dejará un ojo jodido! El miedo podría ponerse como un loco furioso, son cosas que he visto ocurrir, convertirse en destrucción pura para la que nada importa. Quizá yo necesite algún apoyo, alguna herramienta, algún ecualizador. Pensándolo bien, quizá será mejor que deje al miedo en paz. Puestos a pelear, soy valiente o implacable o indiferente o injusto. Pero el miedo me asusta de verdad. Pelea como nadie, y de todos modos estoy muy asustado.

Caminé una manzana en dirección oeste, luego torcí hacia el sur. En la Noventa y nueve paré a un taxi que estaba detenido junto al semáforo. Abrí la puerta y metí la maleta dentro. El taxista se volvió: nuestras miradas se encontraron, horrible.

—Al Ashbery —le dije, por segunda vez—. En la Cuarenta y cinco.

Me llevó al hotel. Le di al tipo los dos dólares que le debía, y dos más. El dinero cambió de manos de manera elocuente.

—Gracias, amigo —dijo él.

—De nada —dije—. Gracias a usted.

***

Estoy sentado en la cama de mi habitación del hotel. La habitación está bien, muy bien. Ni una queja, en absoluto. Vale más de lo que cuesta.

El dolor de mi cara se ha partido en dos, pero duele lo mismo que antes. Ahora me ha salido una hinchazón inequívoca en la mandíbula, en mi Upper West Side. Se trata de un jodido absceso o algo parecido, quizá algún rollo del nervio o un truco de la encía. Qué leches, supongo que tendré que ir al dentista. Que mi dentista se prepare para un buen susto. Está condenada dentadura, esta dentadura inglesa es, digo yo, tan buena como la del cadáver norteamericano medio. En fin, eso es al menos lo que me va a costar. Aquí hay que largar mucha pasta por todo, como decía antes. Tienes que decirte, antes de venir, que el cielo es el límite. La gente de la calle, toda la panda de extras y actores de reparto, cobran lo suyo para seguir ahí. Las ambulancias de esta ciudad también llevan taxímetro, relojes que marcan la cuenta: así es la ciudad en donde me he metido. Me fijo en otro dolor que acaba de abrir la tienda en las colinas de mis ojos. Hola, muy buenas.

Bebo whisky libre de impuestos en el vaso de la dentadura postiza, y mantengo el oído atento, por si oigo cosas. Lo peor son las mañanas. Esta mañana ha sido la peor de la historia. He oído fugas de ordenadores, jam sessions japonesas, dubiduás. ¿Qué se propone mi cabeza? Ojalá supiera qué planes trama para mí. Quiero telefonear a Selina ahora mismo y darle un pedazo de lo que pienso. Allí son la una de la madrugada. Pero aquí también son la una de la madrugada, al menos en mi cabeza. Y Selina, tal como tengo la cabeza, sería justo el contrincante adecuado… Ahora he de enfrentarme a una nueva noche. No quiero tener que enfrentarme a una nueva noche. Ya he tenido que hacerlo una vez, en Inglaterra y en el avión. No me hace ninguna falta otra noche. Alec Llewellyn me debe dinero. Selina Street me debe dinero. Barry Self me debe dinero. Compruebo que, afuera, la noche ha caído rápidamente. Bien, tranquilo. Las luces, ahí arriba, en el cielo nublado, no parece que estén fijas ni sean estables.

Refrescado después de un breve apagón, me puse en pie y fui al otro cuarto. El espejo me miró, sin dejarse impresionar en absoluto, mientras yo llevaba a cabo toda una serie de replanteamientos mentales bajo la luz brillante del baño desprovisto de ventanas. Me lavé los dientes, me peiné el felpudo, me recorté las uñas, me froté los ojos, hice gárgaras, me duché, me afeité y me cambié de ropa, y pese a todo seguí teniendo un aspecto fatal. Joder, qué gordo estoy últimamente. Lo juro, cuando voy a la bañera o el váter, me escandalizo de mí mismo. Me desplomo sobre la taza como un pedazo de cañería, como el serpentín de la caldera de un maltrecho vagabundo. ¿Cómo ha ocurrido? No puede ser sólo por todo el alcohol y la porquería de comida rápida que he ingerido. No, seguro que hace tiempo me marcaron para que acabara así. Papá no está gordo. Mi madre tampoco lo estaba. ¿Qué pasa aquí? ¿Se resuelve este problema con dinero? Necesito que me reparen y arreglen todo el cuerpo, que me lo cambien. Mi cuerpo necesita una inyección de capital. Con la máxima urgencia.

Selina, mi Selina, Selina Street… Hoy ha habido alguien. Alguien me ha contado hoy uno de sus horribles secretos. Todavía no quiero comentarlo. Lo contaré luego. Antes de hacerlo quiero salir, beber un poco más y cansarme muchísimo más.

***

Las puertas batientes se separaron y entré tambaleándome en los brillos y maderas del vestíbulo. Impasibles, como soldados en sus trincheras, unos cuantos hombres permanecieron en sus puestos.

Dejé de un palmetazo la llave en el mostrador, y saludé con la cabeza. Iba tan cocido que me sentía incapaz de averiguar si ellos podían ver lo cocido que iba. ¿Les daba igual? Yo iba tan cocido que me daba igual. Avancé hacia la salida con zancadas perrunas y hombros encorvados.

—¿Mr. Self?

—Yo soy —dije—. Diga.

—Verá. Han llamado esta tarde preguntando por usted, ¿Caduta Massi? ¿Es posible que sea Caduta Massi, la…?

—Esa es. ¿Ha dejado algún recado?

—No, señor. Ninguno.

—Bien. Gracias.

—Mmhm.

De modo que me encaminé hacia el sur, por Broadway. ¿A qué viene esa mierda de mmhm? Anduve a grandes zancadas por entre duendes comehombres de aliento subterráneo. Oí el mellado aullido de las sirenas, los silbatos de ciclistas y patinadores, gocarters y windsurfers. Vi el amontonamiento de coches y taxis, empujándose con sus claxons. Noté toda la reserva, la democracia, la cursiva, que flotaban en el aire. Son gente decidida a ser ella misma, pase lo que pase, aunque dé vergüenza. Expulsado de la cola de apresurados y vagos, de mirones y haraganes, un altísimo rubio despampanante se debatía al borde de la acera, denunciando el tránsito. Tenía el pelo de ese color amarillo especialmente enloquecido que recuerda a las tortillas, un felpudo de tortilla. Mientras boxeaba con su propia sombra, balbucía cosas contra no sé qué fraude, no sé qué traición o redundancia o desahucio.

—¡Ese dinero es mío y lo quiero ahora! —gritaba—. ¡Quiero mi dinero y lo quiero ahora mismo!

Esta ciudad está llena de tipos de esos, tíos y tías que gritan y rezongan y se quejan de su mala suerte, todas las horas del día y de la noche. Leí en no sé qué revista que son enfermos crónicos salidos de los manicomios municipales. Les echaron a la calle hace diez años, cuando comenzaron a flaquear las finanzas del ayuntamiento… Ahora viene un buen chiste, un chiste mundial, que suena a dinero. Un árabe se cierra la bragueta en el corral de las ovejas, deja que su mirada satisfecha recorra el desierto, y dice: «Eh, Basim, busquemos petróleo». Al cabo de diez años un blanco altísimo y rubio agita los brazos en Broadway, ante las miradas de todo el mundo.

Vi un bar topless en la Cuarenta y cuatro. ¿Han entrado ustedes alguna vez en uno de esos antros? Siempre supuse que serían algo así como un club de estudiantes pijos servido por camareras semidesnudas. Pues no lo son. No hay más que un puñado de nenas en bragas que bailan en una rampa situada detrás de la barra: tú te sientas y te tomas tus copas, y ellas, por su cuenta, menean el culo. Pedí los whiskies en serio, a tres dólares y medio la ronda, e hice enjuagues con el líquido por mi Upper West Side. También me apliqué el vaso frío a mi dolorida mejilla. Ayuda, o lo parece. Resulta un consuelo.

Había tres chicas trabajando en la rampa, separadas, con un espejo detrás de ellas. La chica que bailaba en plan topless para mi recreo, y para el de la figura mojigata y hermafrodítica que estaba sentada un par de taburetes más allá, a mi derecha, era bajita y tímida y con aspecto de cachorro. Bien, vamos a echarle una buena ojeada. Bajo los focos, parecía tener la piel muy pálida, y con aspecto enfermizo junto a los ojos, como si tuviese propensión a las erupciones, a las alergias. Unos pechos grandes y lamentables, con arrugas, y un alerón de carne fofa sobre el borde superior de las bragas, que eran de color azul marino, de gimnasio. Sí, la parte superior de sus pechos estaba suavemente almenada, y era más blanca incluso que el resto de su piel. Esas marcas a los veinte o diecinueve años: aquí hay algo que anda mal, la forma delata fatiga, muestra los errores, a una edad muy temprana. Esa pobrecita mía lo sabe. Su vulgar rostro varonil trataba de ponerse la sonrisa estandarizada del hechizado orgullo que hubiese debido sentir por su cuerpo, pero sólo mostraba turbación: por el cuerpo, no por lo otro. Si quieren que les dé mi más ponderada opinión, esa nena carecía por completo de futuro en el negocio de las go-go. De todos modos, era mi nena, al menos durante la siguiente media hora. Sus dos rivales, situadas en puntos más alejados de la rampa, eran más de mi estilo, pero cada vez que me volvía hacia ellas la cara empezaba a latirme de dolor, avisándome. Además, tenía que pensar en mi nena, no debía ofenderla. Estoy contigo, tía, no te preocupes. Tú sí que vales. De vez en cuando, ella me dirigía una sonrisa. Una sonrisa absolutamente desamparada, vacilante. Sí, una sonrisa avergonzada.

—¿Otro scotch? —dijo la matrona que estaba detrás de la barra, una vieja dama de pelo encerado y voz rasposa. El body-stocking o tutú que vestía era de un poco amistoso tono pardo mate o caramelo. Delataba hernias y fajas ortopédicas.

—Sí —le dije, y comencé a filmar otro pitillo. A no ser que les informe de lo contrario, siempre estoy fumando un pitillo.

Me cuidé un rato la mejilla con el vaso. Hablé entre dientes y me cagué en todo. Cuando volví a levantar la vista mi nena se había ido. En su lugar estaba serpenteando una mexicana de metro ochenta, boca de oreja a oreja, grandes pechos aceitosos, y en el vientre un matojo de pelo negro que se le metía como un reguero de pólvora en la afilada cartuchera blanca de sus bragas. Me acordé de Selina. Y esas bragas mostraban unos profundos conocimientos de la tecnología de la cama. Bailaba como un sueño polucionado, pecaminoso e inane. Su sonrisa, atestada de dientes, se dirigía a todas partes y a ninguna. La cara, el cuerpo, el movimiento, todo en ella era aplomo, seguridad en su actuación, en su arte, en su pornografía.

—¿Quiere invitar a Dawn a una copa?

Giré la cabeza. La vieja dama de la barra señalaba vagamente hacia el taburete que estaba a mi lado, en donde, efectivamente, se había sentado Dawn, mi nena, envuelta ahora en un batín de lana.

—Y bien, ¿qué toma Dawn? —pregunté.

—¡Champagne! —Un vaso chato que parecía contener glucosa on the rocks cayó bruscamente delante de mí—. ¡Seis dólares!

—¡Seis dólares! —Dejé otro billete de veinte en la barra húmeda.

—Disculpa —dijo Dawn, con un respingo. Tenía acento pueblerino—. Esta es la parte del trabajo que menos me gusta. No está bien.

—Tranquila.

—¿Cómo te llamas?

—John —dije.

—¿A qué te dedicas, John?

Ah, entiendo… Una conversación. Menudo negocio. A cinco palmos de mi nariz, tengo un milagro desnudo que culea como una diosa, pero pago una pasta por charlar con Dawn, envuelta en su batín.

—A la pornografía —dije—. Estoy metido hasta aquí en el porno.

—Ah, qué interesante.

—¿Otro scotch? —La vieja furcia metida en su malla terapéutica, se interpuso entre los dos con el cambio.

—Por qué no —dije.

—¿Quiere invitar a Dawn a otra copa?

—La leche. Bueno, sí. Póngasela.

—¿Eres inglés, John? —me preguntó mi nena, demostrando así una gran intuición, como si este detalle explicara un montón de cosas.

—Si quieres que te diga la verdad, Dawn, medio americano y medio dormido. Acabo de bajarme del avión, ya sabes.

—Yo también. Bueno, del autocar. Ayer mismo bajé del autocar.

—¿De dónde venías, Dawn?

—De Nueva Jersey.

—¿En serio? ¿De qué parte de Nueva Jersey? Yo me crié…

—¿Otro scotch?

Noté que mis hombros cedían. Me volví lentamente.

—¿Cuánto cuesta —dije— tenerla alejada de mí durante diez minutos? Diga una cifra, ¿cuánto?

Dije eso y mucho más. Ella se negó a ceder. Aquella vieja dama tenía una larga experiencia. Me volví del todo hacia ella, para que me viera toda la cara, y es una cara capaz de tumbarlas, ancha y gris, marcada por la arqueología juvenil y las comidas baratas y el dinero del narcotraficante, una cara de serpiente gorda, en la que se notan todas las señales de los pecados que ha cometido. Durante unos segundos ella se limitó a mirarme también de frente, con toda la cara y una mirada fría en sus ojos, mucho más duros que los míos, oh sí, mucho más. Apoyando sus puños pequeños en la barra, se inclinó hacia mí y dijo:

¡Leroy!

Al instante se calló la música. Varios perfiles pecosos se giraron hacia mí. Con las manos en jarra, más vieja en el silencio, quietos ahora sus pechos, la bailarina mulata me miró con curtido desprecio.

—He venido a ver qué encuentro. —Esta era Dawn—. Siento verdadero interés por la pornografía.

—No es verdad. No te interesa —dije yo. Y tampoco la pornografía siente el menor interés por ti—. Vale, Leroy, tranquilízate. No hay ningún problema, amigo. Ya me voy. Aquí está el dinero. Dawn, cuídate.

Me deslicé del taburete, pero mis pies no encontraron el equilibrio. El taburete giró sobre su base, como una moneda. Les dije adiós con la mano a las mujeres que se habían quedado mirándome —qué miráis— y tomé la diagonal que me llevaba hacia la salida.

***

Afuera ofrecían de todo. Chaperos, duchas con ayudante incluida, jodiendas en directo, todo un emporio erizado de electricidad estática, un negocio abierto-a-todas-horas-del-día. Pero yo no tenía intención de comprar nada, al menos esta noche. Regresé al hotel sin incidentes. No pasó nada. Nunca pasa nada, pero pasará. La puerta giratoria me empujó al interior del vestíbulo, y el empleado de la recepción se agitó en su estacada.

—Eh, oiga —dijo—. Mientras usted estaba fuera le ha llamado Mr. Lorne Guyland.

Me ofreció mojigatamente mi llave.

—¿Es posible que fuese Lorne Guyland, el famoso…?

—Yo no diría tanto —dije, o quizá sólo lo pensé. El ascensor me chupó en dirección al cielo. Aún me dolía horrores la cara. En mi habitación, cogí la botella y me hundí en la cama. Mientras esperaba que llegasen los ruidos, pensé en viajar a través del tiempo y del espacio, y en Selina… Sí, ahora ya puedo dar algunos datos sobre esta cuestión. Quizá me sienta incluso un poco mejor cuando lo haya contado, cuanto lo saque afuera.

Hoy mismo, hace unas horas —¿hoy? Dios mío, pero si parece que haya ocurrido en mi infancia—.

Alee Llewellyn me llevó al aeropuerto de Heathrow al volante de mi potente Fiasco. Se quedará el coche mientras yo esté fuera. El muy embustero. Yo flotaba en alcohol y Serafim, por lo del vuelo. Volar me da miedo. Aterrizar, también. No dijimos casi nada. Alee me debe dinero… Hicimos cola para comprar un billete standby. Yo confiaba en que el vuelo estuviera completo. No lo estaba. El tikitik del ordenador cantó el número de mi asiento.

—Pero mejor será que se dé prisa —dijo la chica.

Alee corrió conmigo hasta el control de pasaportes. Me revolvió el felpudo y me empujó hacia adelante.

—Eh, John —me gritó desde el otro lado de la valla—. ¡Eh, drogota!

Tenía a su lado a un anciano diciendo adiós, pero no había nadie a quien decírselo.

—¿Qué?

—Acércate.

Me sonrió. Jadeando, me aproximé.

—¿Qué?

—Selina. Está jodiendo con otro… Y mucho, todo el día.

—Serás embustero.

Me parece que llegué a dirigirle un cansado puñetazo al rostro. Alec siempre juega a bromas como ésta.

—Me ha parecido que era mejor que lo supieras —dijo, haciéndose el ofendido. Sonrió—. Por detrás, con una pierna en alto, poniéndose ella encima. En todas las posiciones.

—¿Ah sí? ¿Con quién? Falso. ¿Por qué diablos tienes que…? ¿Quién, quién, quién?

Pero no ha querido decírmelo. Sólo que hacía mucho tiempo que las cosas estaban así, y que era con alguien a quien yo conocía perfectamente bien.

Contigo —dije, y me di media vuelta y salí corriendo…

Ya está. No me siento mejor. No me siento nada mejor. Ahora me doy la vuelta en la cama, trato de dormir. Londres estará despertando ahora. Y Selina también. Vuelve a sonar en mi nuca ese burbujeo o silbido o siseo de siempre, modulándose poco a poco, buscando su escala.

***

Joder, hay veces en que me despierto como un gato atropellado.

¿Conocen ustedes los aspectos más estoicos de la bebida, del pasarse mucho con la bebida? Tremendo. Durísimo. Nada fácil. Joder, pero si no quería hacerme ningún daño a mí mismo. Sólo pretendía pasar un buen rato.

La enfermedad a la que doy cobijo, y que se llama tinnitus —más segura y más infalible que cualquier despertador—, me tenía en pie a las nueve en punto. El tinnitus me llamó con notable exasperación, como si llevase horas tratando de despertarme. Dejé que mi hinchada lengua se fuera a comprobar el estado de la inflamación que tengo en el Upper West Side. Más o menos igual, aunque algo más blanda. Mi garganta me informó de que, además, la resaca me estaba afectando esa zona. El primer pitillo encendería la mecha que haría estallar el polvorín, el arsenal de mi pecho. De todos modos, después de rebuscarme en los bolsillos, lo encendí.

Al cabo de cien minutos salí de ese desastre en cueros, convertido en un cocodrilo pálido y arrepentido que lamentaba de verdad el barato alcohol y toda la porquería que había ingerido la noche anterior. Rodé en la cama hasta ponerme boca arriba, y comenzaba a desanudarme y desabrocharme la camisa, cuando sonó el teléfono.

—¿John? Lorne Guyland.

—¡Lorne! —dije. La leche, menudo graznido—. ¿Qué tal estás?

—Bien —dijo—. Estoy bien, John. ¿Y tú?

—Magnífico, magnífico.

—Muy bien, John. ¿John?

—¿Lorne?

—Me preocupan ciertas cosas, John.

—Cuéntamelas, Lorne.

—No soy ningún anciano, John.

—Ya lo sé, Lorne.

—Estoy en forma. Mejor que nunca.

—Me alegro, Lorne.

—Por eso no me gusta que digas que soy un anciano, John.

—Pero, si no lo digo, Lorne.

—Vale, pero lo insinúas, implícitamente, John, y es, bueno, es lo mismo que si lo dijeras. En mi texto. Y también dices implícitamente que tengo muy poca actividad sexual y que no soy capaz de satisfacer a las mujeres. Y eso no es cierto, John.

—Estoy seguro de que no lo es, Lorne.

—Entonces, ¿por qué lo insinúas? Me parece, John, que tendríamos que vernos para hablar de todo esto. Detesto comentar cosas así por teléfono.

—Naturalmente. ¿Cuándo?

—Soy una persona muy atareada, John.

—Lo cual me merece todos los respetos, Lorne.

—No esperes que lo deje todo así, por las buenas, y sólo para reunirme contigo, John.

—Claro que no, Lorne.

—Vivo una vida completísima, John. Completa y activa. Superactiva, John. A las seis en punto ya estoy en el gimnasio. Cuando termino mi programa, hago judo con mi profesor. Por las tardes les doy a las pesas. Y cuando estoy en casa, bueno, golf, tenis, esquí náutico, buceo, squash y polo. Sabes, John, a veces salgo simplemente a la playa y me pongo a correr como un chiquillo. Las chicas, esas tías que tengo en casa, me riñen cuando regreso tarde de correr, como si fuese un mocoso. Y luego me paso la mitad de la noche jodiendo. Ayer mismo…

Y siguió así, lo juro ante Dios, durante una hora y media. Al cabo de un rato me quedé callado. Lo cual careció de efectos. De modo que me quedé escuchándole, sentado, fumando y pasándomelo realmente mal.

Cuando aquello terminó, di un trago de scotch, me sequé las lágrimas con un klínex, y llamé al número del servicio de habitaciones. Pedí café. Quiero decir que, a veces, hay que tomarse las cosas con calma.

—¿Cómo lo quiere? —preguntó una voz recelosa.

Le expliqué que con leche y azúcar.

—¿Son grandes las cafeteras?

—Para dos tazas —dijo él.

—Súbame cuatro.

—Ahora mismo.

Me tendí en la cama provisto de mi arrugada agenda, que más bien parece un abanico. Anoté a lápiz, en una hoja en blanco, todos los sitios en donde esa nómada de Selina podía encontrarse en esos momentos. Selina ronda mucho por ahí. Me pregunté, interesado, cuánto iban a costarme todas esas conferencias.

Me desnudé y llené la bañera. Luego llegó el impecable camarero con mi bandeja. Salí, firmé la cuenta y le di un dólar al chico. Era un chico con buena pinta, de paso y sonrisa agradablemente agitados. Frunció inocentemente el ceño y olisqueó el aire.

Bastaba con que me echase una mirada, a mí, al cenicero, a la botella, a las cuatro cafeteras, a mi cara y a mis partes, como una piedra debajo de la faja blanca de la toalla, bastaba con eso para comprender que me había cargado de carburante pesado.

Hay un perro atado en la columna de ventilación que se encuentra junto a mi cuarto. Un gran ladrador, que suelta resonantes ladridos. Me pasé un buen rato escuchándole mientras Lorne hablaba por teléfono. Sus ataques de furia ladradora, que se repiten cada treinta minutos, reverberan como una monstruosa señal de alarma en las paredes del hueco que recorre el edificio de arriba abajo. Ese perro necesita soltar esa furia subterránea. Tiene grandes responsabilidades: ladra como si guardase las puertas del infierno. Tiene unos pulmones insondables, siente una tremenda furia de perro del infierno. Necesita esos pulmones, aunque, ¿para qué? Para que no entre nadie. Para que no se escape nadie.

***

Mejor será que cuente la verdad sobre Selina, y que lo haga pronto. ¿Qué estoy dejando que me haga esa perra cachonda?

Al igual que muchas otras tías (según creo), y sobre todo las de tipo pequeño, flexible, nervioso, ágil, y listas como el diablo para la cama, Selina vive su vida en constante temor de asaltos y violaciones. El mundo la ha violado con frecuencia en el pasado, y está convencida de que le quedan ganas de repetir. Tendida junto a mí en la cama, o recostada a mi lado en los largos y ansiosos viajes en mi Fiasco, o sentada frente a mí en las prolongadas heces de los banquetes, Selina me ha refrescado frecuentemente contándome historias de insultos y violaciones padecidas por ella durante su infancia y su adolescencia: un sicópata de aliento almizclado que le ofrecía tofes en el parque; las investigaciones en el armario de las escobas de sudorosos párkings; las portentosas sombras que emergen en callejones nocturnos; de todo, incluidos los fotógrafos narcisistas y los atrezzistas priápicos que andaban a la caza de su cuerpo mientras ella trabajaba; y, últimamente, los ceñudos punks, los gamberros a la salida del fútbol, así como abusones de parada de autobús y demás gentuza que se ha pasado la vida pellizcándole el culo o metiéndole mano a las tetas, y, en general, lanzándose por las buenas a hacer lo que tenían ganas de hacer… Debe de ser agotador saber que la mitad de los habitantes del planeta pueden hacerte lo que les dé la gana.

Y debe de ser especialmente duro para una chica como Selina, cuyo aspecto, tras muchas horas ante el espejo, es un frágil equilibrio entre la niña remilgada y el putón verbenero. Sus gustos son, además, propios de gente con pasta, y prometen una tecnología de burdel combinada con ropa interior carísima. He ido en pos de Selina, por ejemplo, cuando va de compras, y la he visto adelantarse, con sus tejanos serrados a medio muslo y una camisa desteñida con lejía, o con una faldita con volantes que apenas roza el comienzo de sus magníficos muslos, o con una segunda piel semitransparente, se diría que un condón, o con un uniforme abreviado de colegiala… Los tíos se estremecen y miran, se estremecen y miran. Dan media vuelta y se esconden un poco. Cierran los ojos y se agarran el paquete. Y a veces, cuando me ven corriendo detrás de ella, y pasándole la mano por su delgada y musculosa cintura, me miran como diciendo: a ver si lo arreglas, tío. No permitas que ande por el mundo así. Joder, el responsable eres tú, ¿no?

Le he comentado a Selina lo de su aspecto. Le he informado de las estrechas relaciones que hay entre las violaciones y su vestuario veraniego. Ella se ríe. Se sonroja, complacida. Y yo tengo que seguir peleándome en defensa de su honor en las fiestas y los bares. Le meten mano, le dicen cosas, le sugieren procacidades, y ahí aparezco yo otra vez, alzando mis cicatrizados puños. Le digo que estas cosas le pasan porque anda por ahí como si fuera una revista de tías en pelotas. También eso le hace mucha gracia. No la entiendo. A veces creo que Selina se quedaría plantada en plena carretera, con uno de esos camiones monstruosos lanzado contra ella a toda velocidad, y que, a condición de que el conductor no le quitara ojo de las tetas, no se apartaría ni un milímetro.

Además de tener miedo de las violaciones, a Selina le asustan las ratas, las arañas, los perros, las setas, el cáncer, la mastectomía, las jarras de cerveza con el borde partido, los cuentos de fantasmas, las visiones, los portentos, las echadoras de cartas, las secciones de astrología, el mar, los incendios, las inundaciones, los tordos, la pobreza, los relámpagos, los embarazos ectópicos, la herrumbre, los hospitales, conducir coches, nadar, ir en avión y envejecer. Al igual que su gordo y paliducho amante, jamás lee libros. Tampoco tiene ya empleo, ni dinero. Tiene veintinueve o treinta y un años, o tal vez treinta y tres. Está tardando mucho en despedirse de todo eso, y lo sabe. Tiene que dar el paso, y sabe que tiene que darlo pronto.

No me creo a Alec, no por fuerza, pero seguro que no me creeré a Selina. Según mi experiencia, con las tías siempre pasa lo mismo: nunca se sabe. Nunca. Aunque les pilles con las manos en la masa —dobladas en tres en mitad de un salto mortal, por ejemplo, y rozando con los dientes la punta del capullo de tu mejor amigo—, nunca se sabe. La tía lo negará, indignada. Y hasta se creerá lo que dice. Sostendrá el capullo ahí, como un micro, y te dirá que no es cierto.

Hace más de un año que le soy fiel a Selina Street, maldita sea. Es cierto. Intento no serlo, pero nunca me sale bien. No encuentro a nadie con quien serle infiel. No quieren lo que les ofrezco. Lo que quieren es sinceridad y compromiso y simpatía y confianza y todas esas otras cosas de las que parezco estar tan desprovisto. Ya hace tiempo que han superado lo de irse a la cama con un tío por el polvo y nada más. También Selina lo ha superado, hace muchísimo tiempo. Es cierto que todo el mundo sabía que aceptaba siempre, pero ahora tiene que pensar en la seguridad de su futuro. Tiene que pensar en el dinero. Ah, Selina, anda. Di que no es cierto.

***

Me pegué una buena sudada y un buen mareo aquella mañana con lo del teléfono. Ensordecido de cafeína, me había convertido en un simple robot al rojo, en un manojo de nervios con jet-lag, desconcierto horario y resaca. El teléfono resultó ser de anticuario, con el viejo sistema de la esfera. Y tenía los dedos tan doloridos y mordisqueados que cada uno de los botones de la camisa me pareció una gota de plomo fundido… A mitad de la sesión tuve que ponerme a marcar con el meñique de la izquierda.

—Número de habitación, por favor —dijo la telefonista, cada vez, con su voz mecánica.

—Soy yo otra vez —le decía yo cada vez—. Habitación 101. Soy yo.

Probé primero el número de mi casa, y luego llamé varias veces más allí. Selina tiene llaves propias. Siempre está entrando y saliendo… Hablé con Mandy y Debby, sus fantasmales compañeras de apartamento. Llamé a la oficina donde trabajaba antes. A su escuela de danza. Incluso a su ginecólogo. Nadie sabía dónde estaba. Siguiendo una ruta paralela, peiné las ondas en busca de Alec Llewellyn. Hablé con su esposa. Hablé con tres de sus amiguitas. Hablé con su funcionario de libertad condicional. Nada. No es fácil soportar una idea así estando a casi cinco mil kilómetros de casa.

El perro ladró. Tuve la sensación de que mi cara, entre las gordas y rojas orejas, era pequeña y desorientada. Me tumbé un rato, mirando fijamente al teléfono. Este sostuvo mi mirada unos segundos, y luego sonó. De modo que, naturalmente, pensé, es ella, y me lancé a descolgarlo.

—¿Sí?

—¿John Self? Soy Caduta Massi.

—Por fin —dije—. Caduta, es un honor.

—Me alegro de hablar contigo, John. Pero, antes de que nos conozcamos personalmente, quisiera aclarar unas cuantas cosas.

—¿Como cuál, Caduta?

—Por ejemplo, ¿cuántos hijos crees tú que debería tener?

—Bueno, yo diría que uno.

—No, John.

—¿Más?

—Muchos más.

—¿Cuántos, más o menos? —dije yo.

—Creo que debería tener muchos hijos, John.

—Ah, pues muy bien. Claro. Por qué no. Digamos que dos o tres más, ¿te parece?

—Ya veremos —dijo Caduta Massi—. Me alegro de que seas tolerante en esta cuestión, John. Gracias.

—Nada, nada.

—Otra cosa. Creo que debería tener madre, una señora de pelo blanco y vestido negro. Pero eso no es tan importante.

—También de acuerdo.

—Una cosa más. ¿Te parece que debería cambiarme de nombre?

—¿Para qué, Caduta?

—Aún no lo sé. Pero un nombre que fuese algo más apropiado.

—Lo que tú digas, Caduta… Veámonos.

Después de esta conversación pedí que me subieran una bandeja con cócteles y canapés. El mismo botones negro de antes cruzó ágilmente la habitación con las bandejas de plata posadas sobre las tensas puntas de sus dedos. No tenía nada más pequeño, de modo que le di un billete de cinco dólares. Él miró las bebidas, y me miró a mí.

—Tómate uno —le dije, y cogí uno de los vasos.

Él negó con la cabeza, contuvo una sonrisa, desvió su móvil rostro.

—¿Qué pasa? —le dije fríamente, y bebí—. ¿Demasiado temprano para ti?

—¿Estuvo usted de fiesta ayer noche? —me preguntó. Era incapaz de mantener la misma expresión en su rostro durante más de dos segundos.

—¿Cómo te llamas?

—Félix.

—Pues no, Félix —dije—. Me las arreglé solo.

—¿… Va ahora a una fiesta?

—Sí, pero otra vez solo. Maldita sea. Si te contara mis problemas, no te los creerías. No vivo con el mismo reloj que tú, Félix. En el mío, hace horas que terminó el almuerzo.

Alzó su redondo mentón e hizo un severo gesto de asentimiento.

—Con mirarle una vez —dijo—, me basta para saber que beberá hasta reventar.

Ese día no intenté nada más. Me tomé las bebidas y me comí esa porquería. Me afeité. Me la casqué, estructurando la operación sobre lo acontecido la última noche que pasé con Selina. O eso al menos intenté. No recordaba gran cosa de lo que hicimos, y encima hubo todo aquel montón de tíos que entraban y salían de la habitación todo el rato… Y, así, yo y mis doloridas muelas sufrimos unas horas de televisión: confuso, murmurando como un fantasma jubilado, trasnochado de tanto hechizar a la gente, me pasé el tiempo viendo programas deportivos, seriales, anuncios, noticiarios, el otro mundo. Lo mejor fue un programa de variedades presentado por un veterano del mundo del espectáculo, un tipo que, cuando yo no era más que un crío, ya llevaba tiempo cayendo por la pendiente. Es asombroso que esa gente ande todavía por ahí, no sólo ganándose el jornal con lo mismo, sino, lo que es más asombroso, aún con vida. Ya no los fabrican así. Aunque, no, seamos exactos: sólo ahora, en 1981, los fabrican así. Antes no podían, les faltaba la tecnología necesaria. Por Jesucristo, seguro que a ese viejo mamarracho le han saturado y recosido en un laboratorio de cosmética y reparaciones generales. El fulgor de escalopa, que se le nota en el puente de la nariz, producto de la habilidad del cirujano, sólo puede parangonarse con el brillo macabro de su capullo con volantes y fruncidos. Sus lentes de contacto arden con un verde atigrado. Y el bronceado: parece que le hayan dado una mano de pintura. Está tremendo, fresco y sonrosado. El felpudo estilo latino que corona su testa debe de sudar vitaminas. Sus orejas postizas tienen un aspecto suculento, crujiente. Cuando gane todo el dinero que voy a ganar, y me largue a California para que me hagan ese trasplante de cuerpo que me tengo prometido a mí mismo, mencionaré el nombre de este viejo ojos verdes y les diré a los médicos, antes de quedarme dormido, Así. Justo así quiero quedar. Un cuerpo como ése… Pero este viejo androide presenta a una serie de tipos más viejales incluso, tan frescos y deslumbrantemente metálicos como él, toda una pandilla de coristas que se llaman cosas como Mr. Music and Entertainment en Persona. Alto ahí. Estoy seguro de que uno de ellos murió hace más de veinte años. Pensándolo bien, todo este programa tiene el aire suspendido y la textura mórbida de una película reciclada, el mismo fulgor que un sarao de pompas fúnebres: tan insensible, tan en trance, tan reluciente como un cadáver. Cambié de canal y permanecí sentado, frotándome la cara dolorida. En la pantalla salió un paisaje lunar con los cráteres repletos de coches fenecidos, montañas de detritos aporreados al ritmo del tinnitus, la nueva acrópolis de los dioses americanos. Telefoneé, y no encontré respuesta en ningún sitio.

Pasó el tiempo y llegó la hora de irse. Me introduje en mi traje y me aparté el pelo de la cara. Esa tarde llamé una vez más. Fue una llamada rara, curiosa. Más tarde contaré lo que pasó. Un gilipollas. Nada importante.

¿Dónde está Selina Street? ¿Dónde? Ella sabe dónde estoy yo. Tiene mi número apuntado en la pared de la cocina. ¿Qué hace? ¿Cómo se gana la pasta? Un castigo, eso es. Estoy recibiendo un castigo.

Sólo pido una cosa. Soy comprensivo. Maduro. Y no pido nada del otro mundo. Quiero regresar a Londres, encontrarla, y estar solo con ella, con mi Selina; con ella, aunque no sea a solas, maldita sea, basta con que sea cerca de ella, lo suficientemente cerca como para oler su piel, para ver el moteado retículo limón de sus ojos, la moldeada forma de sus hábiles labios. Sólo unos pocos y preciosos segundos. El tiempo necesario para darle un puñetazo, fuerte y limpio. Es todo lo que pido.

***

De manera que ahora tengo que irme a la parte alta de la ciudad para encontrarme con Fielding Goodney en el Hotel Carraway: Fielding, mi financiero, mi contacto, mi amigo. Por él estoy aquí. Por mí está él aquí. Vamos a ganar juntos montañas de dinero. Ganar montañas de dinero no es tan difícil, no sé si lo saben. La gente suele sobreestimar las dificultades. Ganar montañas de dinero es fácil. Ya lo verán.

Bajé la escalera y salí a la calle. Arriba, luminosidad oceánica: las nubes habían sido trazadas, contra el achatado cielo azul, por una mano poseedora de una presteza y una seguridad impresionantes. Qué talento. Me gusta el cielo, y a menudo me pregunto dónde estaría yo sin él. Lo sé: estaría en Inglaterra, el país en donde estamos desprovistos de cielo. Gracias a cierta chiripa fisiológica —gracias a que los venenos y la química corporal llegaron a un pacto en su habitación llena de humo— me sentía en forma, me sentía bien. Manhattan vibraba en su ozono primaveral, acicalándose en preparación para los fuegos de julio y la revolución del calor de agosto. Vayamos caminando, pensé, y comencé la travesía de la ciudad.

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