Dinero

Dinero


II

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Di varias vueltas al apartamento. Cogí la carta. Cómo me escocían los ojos. ¿Saben ustedes una cosa? Esta era la primera vez que veía su letra, su firma, tan insegura, sus besos garabateados. ¿No era increíble? En fin, quiero decir que no somos la pareja más expresiva del mundo, pero de todos modos… Maldita sea, dos años, con algunos intermedios, ¿y ni una sola nota? Maldita sea.

Tiré la carta. Alcé la vista. ¿Conocía ella mí letra? Sí, la había visto muchas veces, en las facturas, los recibos de las tarjetas de crédito, los cheques.

Salí a las espumeantes calles. ¿Mi objetivo? Comprar champagne. A Selina le gustan las cosas con mucho atrezzo. No se puede hacer pornografía en plan barato. La pornografía y el dinero han firmado un concordato, hay que pagar la cuota sindical… ¿Conque Hotel Cymbeline, eh? Resulta que yo también me he alojado en ese tugurio, con algunas de las predecesoras de Selina, una modelo o una estilista, una Cindy o Lindy o Judy o Trudy. Se trata de un antro carísimo, un palacio de la ginebra, un tugurio de juego, atestado de yanquis y canadienses de hoja de arce, de pícaros, tortis, truhanes, traidores conyugales de fin semana. Se lo recomiendo. Yo estaba en Stratford-upon-Avon haciendo un spot de televisión para un nuevo tipo de invento precocinado de jamón y huevos, la Hamlette. Utilizamos un teatro e hicimos todo el rodaje en el escenario. Había un actor, vestido de negro, con su globo terráqueo y su calavera, al que siempre está fastidiando la loca de su mujer. Pero se libra de ella y de repente aparece una tía buena en bragas y sostenes, y cargada con una bandeja que contiene un par de Hamlettes recién salidos del horno. La tía buena le guiña el ojo, y asunto resuelto. En todos mis spots sale una tía buena en bragas y sostenes. Es algo así como mi marca de fábrica. Nadie dice que mis spots sean sutiles. Pero, amigo, con qué rapidez vendían la comida rápida.

Pasé de la luz blanca y húmeda a los prismas del Liquor Locker. Qué cantidades tan industriales de bebidas tienen en esa tienda, y todo de la más baja estofa: bañeras de jerez nigeriano, litros y más litros de oporto de Alaska. Incluso venden un producto llamado Alkohol, que suministran en garrafas de plástico sin etiquetar. El Liquor Locker debió de surgir en respuesta a la demanda de las numerosas mujeres desastradas con bolsa de plástico, de los vagabundos en general, y de los dipsómanos cojeantes que suelen rondar por el barrio. Había, en efecto, todo un muestrario de caras espantosas entre los estantes. Mientras estaba estudiando el departamento de whisky de malta, un viejo chiflado cuya presencia me fue anunciada por las esporas de su aliento con aromas a madera podrida, me asaltó de repente, como si se tratara de una salamandra provista de lenguas de fuego y sangre. ¡Horror! Me habló con voz cansina y entonación de súplica y disculpa, señalando al mismo tiempo una cicatriz reciente que le atravesaba una de sus hirvientes mejillas. Aquí no, tío, pensé; aquí no puedes pedir limosna, se presta a todo tipo de confusiones desagradables. Le hubiese dado una libra, sólo por quitármelo de encima, pero, como era de esperar, uno de los miembros del trío de dependientes se aproximó, bostezando, y dejó caer sobre el hombro de aquel desgraciado una de sus pesadas manos, dispuesto a sacarlo a la calle, que era el lugar que le correspondía. A la calle, abuelo. ¿Por qué? Porque aquí manda el dinero. Me quedé tres botellas del brebaje francés de siempre. En la caja comprobaron las cifras de mi tarjeta Vantage en el librito donde viene la lista de las que no tienen nunca fondos o han sido robadas… Luego entré en la tienda de al lado, un sitio que se llama Chequepoint o Chequeup o Chequeout, en donde una nena enjaulada te cambia los cheques por dinero en metálico, aunque suele quedarse con la mitad de la pasta a manera de comisión por este cómodo servicio. De hecho, se queda más de la mitad, o esa es la sensación que le queda a uno después de haber hecho la transacción. Cada día te cobran más. Un día de estos entraré en ese sitio, haré un cheque de cincuenta libras, se lo pasaré a la nena, esperaré un rato, y luego preguntaré:

—¡Eh! ¿Qué pasa con mi dinero?

Y la nena me contestará:

—¿Es que no sabe leer? Ahora nos lo quedamos todo.

Regresé a casa dando un rodeo, para matar el tiempo antes de su llegada, antes de que apareciese mi Selina tarada, mi Selina saldo, mi Selina abaratada por fin de temporada. Me encanta. Me apasiona. Al igual que Selina, este barrio está en carrera ascendente. En la acera de enfrente había antes un restaurante italiano de tercera generación, con manteles de hilo y camareras serias, vestidas de negro, con mucho trasero. Ahora es un antro de hamburguesas. Hay además un Burger Hutch en la esquina. Y también un Burger Shack, y un Burger Bower. Comida rápida igual a dinero rápido. Lo sé muy bien: yo he contribuido al éxito de estas cadenas. Quizás aún quede espacio comercial para algún local más de la misma ralea. Cada dos escaparates hay una boutique con ropa interior provocativa. ¿Cuántas más caben? ¿Treinta, cuarenta? Antes había aquí una librería, con la mercancía dispuesta en orden alfabético y clasificada por temas. Ya no está. Faltaba el apoyo de las fuerzas del mercado. Ahora es otra boutique, y en su escaparate se menean tres nenas bronceadas que sonríen como bobas. También había una tienda de música (flautas, guitarras, partituras). Se ha convertido ahora en un supermercado de souvenirs. Y una sala de subastas: que ahora es un videoclub. Y una charcutería judía: actualmente, un local de sauna y masajes. ¿Captan ustedes la cosa? Mi estilo avanza. Estoy satisfecho. En serio, lo estoy. Es una pena lo del restaurante —yo era un cliente fijo, y a Selina le gustaba—, pero el resto de las tiendas desaparecidas no me servía de nada, y me alegro de que haya desaparecido.

Siguiendo mi periplo demográfico, pasé al más relajado mundo de las plazas polvorientas y los hoteles viejos. Algunos de los edificios residenciales también van ascendiendo de categoría: los están acicalando, humidificando, marmoreando. Ejecutivos de publicidad, gente de dinero, recién casados con cara de pícaros vienen a vivir aquí. Hoy en día, en mi barrio no es tan raro tropezarse con algún famoso. Algún viejo actor que canta arias amargas en pubs de pequeñas callejas. Y hay una locutora de telediario a la que a veces veo cuando trata de meter a todos sus hijos en su viejo Boomerang. Todos los días comen en la Kebab House de Zilchester Gardens un entrevistador fracasado de televisión y un ex conductor de programa-concurso que actualmente está alcoholizado. Ah, sí, y además vive también por este barrio un escritor. Un amigo me lo señaló en un pub, y desde entonces lo veo siempre rondando por el Family Fun, el local de las máquinas de marcianitos, o llevando su bolsa azul con la ropa sucia a la lavandería. No creo que les paguen gran cosa a los escritores… Siempre se detiene y se me queda mirando. Tiene una expresión incómoda e incrédula, y también maliciosa, con cierto matiz conspiratorio en su torcida sonrisa. Me pone los pelos de punta. «Deja de mirarme, ¿quieres?», le grité una vez desde la acera de enfrente, y le hice un corte de mangas y levanté un puño amenazador. Él no se inmutó, y siguió mirándome. Me han dicho que ese escritor se llama Martin Amis. Jamás había oído hablar de él. ¿Conoce alguno de ustedes lo que escribe ese tipo?… Alcé la vista al cielo, con un estremecimiento: igual que siempre, no hace ni buen ni mal tiempo. A veces, cuando el cielo está así de gris —impecablemente gris, una negación absoluta de la idea de color— y varios millones de seres encorvados alzan la cabeza, resulta difícil distinguir el aire de las impurezas de nuestros ojos humanos, como si los diminutos gránulos flotantes de polvo que caen y se remontan por la atmósfera siguiendo serpenteantes caminos fuesen parte del propio elemento, como la lluvia, las esporas, las lágrimas, la contaminación. Es posible que en esos momentos el cielo no sea más que la suma de toda la porquería que habita en nuestros ojos humanos.

***

Todo listo. Vuelvo a estar en mi apartamento. He cambiado las sábanas, metido los calcetines en un baño de Coral, amontonado las tazas. Hasta yo mismo me he lavado y frotado. Pronto sonará el timbre y aparecerá Selina con sus ojos persas, su maletín de viaje, su cálida garganta, su omnisciente ropa interior, sus cicatrizadas muñecas, sus aromas de boudoir y, probablemente, los aromas de otros hombres. Sin embargo, desde los auspicios de la pornografía todo eso está bien, es correcto. Servirá. Tendría que esperar a conocerles un poco mejor a todos ustedes antes de revelar qué es lo que hago con Selina en la cama. Pero probablemente lo voy a contar. ¿A quién le importa? A mí no, desde luego. ¿Es infiel? ¿Se acuesta con otros hombres por dinero? No, mi Selina no. Simplemente, cuando me voy de aquí hace películas porno para que luego se proyecten en mi vieja cabezota. Esta noche habrá de todo. Y, la verdad, ahora que la pornografía viene hacia aquí en taxi, no estoy apenas preocupado.

Mientras se enfriaba el champagne en mi pequeña pero potente nevera, abrí una lata de cerveza y me tomé diez cápsulas de vitamina E. Soy adicto a las vitaminas, y adicto a la penicilina, y adicto a los analgésicos. Los analgésicos sí que son una porquería realmente buena… Camino de un lado para el otro del apartamento. Estoy aturdido, inquieto, desamparado. Me quedo quieto. Me siento. Puse en marcha la tele por control remoto. Tras un crujido premonitorio, el príncipe de Gales apareció en la pantalla de alquiler. Hola, príncipe, me dije a mí mismo. ¿Cuándo has regresado? El tipo ese va a casarse dentro de un par de meses. Se ha ligado a un encanto que se llama Lady Diana. Por su aspecto, yo no diría que esa chica vaya a causarle grandes problemas, al menos no serán como los que me causa mi Selina… En una serie de imágenes rápidas, el príncipe apareció jugando al polo, escalando montañas, pilotando cazas, comandando buques de guerra. Y charló junto a una chimenea con su madre, la Gran Belleza. Después, mirando directamente a la cámara, el príncipe contestó unas cuantas preguntas que trataban de su infancia y su juventud. Dijo que estaba profundamente agradecido por el hecho de que, desde muy pequeño, le hubieran enseñado a autodisciplinarse. La autodisciplina, dijo el príncipe, es esencial para cualquier tipo de vida civilizada… Amigo, también a mí me hubiera gustado que alguien me hubiese enseñado autodisciplina, cuando era joven, cuando aprendes las cosas sin enterarte ni esforzarte. Ojalá me hubieran enseñado orgullo, dignidad, y hasta un poco de francés, una vez puestos. Lo habría aprendido con la mayor facilidad. Pero jamás hubo nadie que me enseñara esa clase de cosas. He hecho cuantos esfuerzos estaban a mi alcance para aprenderlo por mi cuenta. Me paso los días tratando de aprender a autodisciplinarme. Pero las lecciones no me entran (esto de la autodisciplina no es en absoluto divertido), y al final siempre acabo yéndome a cualquier lado, a divertirme.

Sonó el timbre y me puse trabajosamente en pie, con las manos muy atareadas con el dinero de mis bolsillos.

—¿Has follado últimamente?

La velada ha llegado, por fin, a la fase para la que estaba destinada. Acabamos de regresar del Kreutzer’s, donde hemos cenado. Era una elección tradicional, convencional. El Kreutzer’s nos proporciona el escenario carísimo que necesitamos para nuestras reuniones, para nuestros juegos preparatorios y nuestras mentiras. Hemos comido una carne magnífica, un vino color sangre. Hemos tomado brandy, y pastel. Ya hemos dicho alguna que otra guarrada. Selina está animadísima, y yo, bueno, soy un gorgoteante mago de excesos caloríficos.

—Sí —dijo ella tras una pausa, y tomó un sorbo de champagne.

—¿Con quién? ¿Le conozco?

—… Sí.

—Será mejor que me lo cuentes.

—Estaba en mi habitación, arrodillada junto al alféizar, mirando el prado. Ahora está precioso. Entonces aparcó delante del hotel un coche negro, enorme. Era de oro y cromados. Se bajó uno de los cristales de las ventanillas y asomó una mano con doce anillos. Y esa mano me saludó.

—¿Cómo ibas vestida?

Iba vestida con unas mallas de cuerpo entero, negras, que se le amarraban a los muslos, y medias plateadas y zapatos dorados.

—Iba vestida con un vestidito blanco de cuando era más pequeña. Me llega sólo hasta aquí. Y todavía no me había puesto los pantis porque acababa de salir del baño y aún no me había arreglado del todo.

—¿Qué hiciste entonces?

Cruzó la habitación y se arrodilló en la cama, junto a mí. Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos, dejando al descubierto su cambiante garganta.

—Crucé la habitación y bajé las escaleras. Y entré en ese coche negro y enorme.

—¿Y qué hizo él?

La tendí en la cama, boca arriba. La malla tenía cuarenta botones negros, abrochados con ojales de hilo de seda. Ya sólo le quedaban treinta y nueve. Treinta y ocho.

—Me puso encima de él. Era como sentarse sobre un cabrestante o una boca de riego. Me apoyó las manos en los hombros, y empujó hacia abajo. Yo pensé: no conseguirá entrar. Pero era fortísimo, con unas manos pesadas como el oro, unas manos increíbles.

Dolía, pero yo estaba mojada, y el dolor era agradable. Entonces pensé: soy una polla, soy solamente una polla.

Más tarde, con su cuerpo extendido sobre el satén, junto a mí, me fumé un habano y terminé el champagne y pensé en la buena vida. En cierto modo, en cierto sentido, creo que quiero vivir una buena vida.

Pero ¿cómo se hace?

***

En el fondo, soy un tipo muy alegre. La alegría es un alivio para el dolor, dicen, y por eso supongo que soy un tipo muy alegre. Es muy frecuente que sienta un alivio para mi dolor. Pero no menos frecuente que me sobrevenga el dolor. Por eso tengo tan a menudo ese alivio del que habla la gente, toda esa felicidad.

—¿Sabes qué quiero? —dijo Roger Frift—. Quiero que te tomes las cosas con calma durante las noches que faltan hasta que nos veamos.

—¿Se puede saber qué pasa ahora?

Mejor será que añada que Roger es un precioso muchacho de veintiséis años, y un homosexual hiperactivo.

—Siempre tienes la lengua… Mira, lo que te pido no es más que un poco de buena educación. Tal como están las cosas, haces que me resulte muy desagradable.

—Nadie ha dicho que tenga que resultarte agradable. Lo haces, y listo. Joder, con lo que cobras…

—Entonces, recuéstate. Y relájate… ¡Por Dios!

Ninguno de ustedes podría relajarse si estuviera sentado en la silla eléctrica de Roger. Roger es el encargado de mi higiene bucal, el entrenador de mis encías. Cuatro veces al año introduce sus puntiagudos instrumentos, sus afilados espetones, sus punzones monstruosos en mi boca, y trepana y excava las raíces mismas de mi cabeza. Es lo que se llama control de la placa y limpieza de sarro. Lo que a mí me gustaría saber es qué coño es eso de la placa. ¿Por qué no se mete la placa de los cojones con cualquier otro individuo? Por ejemplo, nunca se mete con mi padre. Ni tampoco se metía con mi madre, hasta donde yo sé. Mi madre murió cuando yo era pequeño, pensándolo bien, y no sé gran cosa de ella… Esa muela de mi Upper West Side, la que me produjo todo aquel dolor, se calmó por fin hace unos días y, desde entonces, me ha proporcionado una gran felicidad, una tremenda felicidad. Pero ayer se puso a producirme dolor otra vez. En realidad no se me había calmado del todo: la notaba, sentía sus ronroneos, sus zumbidos, sus temblores bajo la piel: estaba planeando su regreso. Espero que Roger me la arregle ahora, que me alivie el dolor y me devuelva la felicidad. También Selina sabe hacer este truco. Me produce dolor. Me lo alivia. ¿Soy feliz? No estoy seguro. Desde luego, ahora que ella ha regresado siento un notable alivio. Como mínimo, cuando está conmigo no está con otros. Al parecer, aquella noche la desenmascaré y la expulsé, justo antes del día en que tomé el vuelo hacia Nueva York. Yo no me acuerdo de nada. Parece ser que la llamé puta, la maldije, le dije que era una furcia que sólo andaba poniendo el coño por ahí para ver si encontraba de paso una mina de oro, y luego la eché a patadas. Y, así, ella desapareció sin replicar. ¿Resulta convincente? ¿Sí o no? Yo no me acuerdo de nada. Tampoco es que hablemos mucho de eso. Sólo hablamos de dinero. Selina quiere que tengamos la cuenta del banco a nombre de los dos. ¿Qué opinan ustedes?

—Ooooh —dijo Roger, que tampoco tiene el aliento tan maravilloso, si quieren que les diga la verdad.

En estos momentos ya me había metido en la boca tres aparatos diferentes, a cual más peleón.

—¡Ay! —dije como pude—. Despacio.

—¿Sientes ahí algún tipo de molestia?

—¿Te refieres a dolor? ¿Dolor? Sí, horrores. Por eso he venido.

—Sí, es lógico. Hombre, parece que esto se mueve un poco.

Dijo lo de que se movía como si se tratara de una cosa muy reconfortante, algo así como si se hubiese tratado de movilidad social, movilidad ascendente.

—¿Quieres decir que tengo la muela suelta? —balbuceé a duras penas.

—Creo que tendría que comprobar su vitalidad. —Roger agarró el miembro del robot con el que me taladra las entrañas de la boca—. ¿Notas algo?

—¿Qué tendría que notar?

—Una presión.

—¿En la muela? No.

—¿Te molesta…? Vitalidad mínima —murmuró.

Al oír esto escupí de golpe los sprays y los hierros, y me incorporé bruscamente.

—¿Qué quieres decir con eso? Habla claro, ¿entendido? Se me mueve, y la tengo muerta, y se me va a caer. ¿Es eso?

—No me dedico a las extracciones —dijo en tono mojigato—. Tengo que hablar con Mrs. McGilchrist de ese asunto.

—Entonces, límpiamelas y calla —dije.

Roger volvió a meterme las pinzas y los tubos. Me limpió, tarareando una canción. Sus instrumentos, animados por su propia cancioncilla, estuvieron picoteándome, afinándome, dolorosamente. Luego, el acero se entretuvo inmisericordemente en el punto negro, en la manzana más conflictiva de mi Upper West Side.

—Mmm —dijo Roger, una vez terminada la limpieza. Sacó remilgadamente todos sus artilugios de mi boca y murmuró—: La deformación de la raíz ha provocado un traumatismo en la encía.

—¿Traumatismo? —Sorbí un poco de aquel líquido espumoso y escupí su cortés tono rosado—. Ahora vas mejor encaminado.

—Sí. La forma de la encía me ha parecido rarísima.

—¿Y crees que la encía podrá soportarlo? ¿Opinas que la pobre encía tiene un trauma por culpa de todo ese jaleo?

—Todavía se puede salvar la muela —dijo él.

Recogí el abrigo en la sala de espera, calurosa y adornada con flores: había dos personas, indistintas y serias, como todos los fantasmas que pueblan las salas de espera. Pagué a la niña que se pasa el día haciendo calceta en la mesita de entrada: quince libras, en metálico, y un videocasete. Sin recibo. Economía sumergida. Selina forma también parte de mi economía sumergida. No llevamos libros ni ninguna otra cosa. Ni siquiera hay ningún acuerdo entre caballeros. Ni un simple apretón de manos. Pero los dos sabemos de qué va el asunto.

—Selina —le dije, dos días después de su regreso—…, cuando me acompañaba al aeropuerto, Alec me dijo una cosa extraña.

Selina, que se estaba quitando la chaqueta, vaciló un momento.

—¿Qué pasa? ¿No me das un beso de bienvenida?

—Me dijo Alec que estabas acostándote con alguien. A menudo, a todas horas. —Tomé un sorbo de mi copa y encendí otro pitillo.

—Se trata de un aristócrata inglés —dijo Selina con ironía—. Ha logrado duplicar la fortuna de su familia en Wall Street. Sus criados pasan a recogerme en un…

—Estoy hablando en serio. Hablo de la realidad. Alec me dijo que tienes a otro tío. Alguien a quien yo conozco.

—Serás estúpido. No le hagas caso. Alec quiso ligárseme una vez.

—¿Cómo? Será hijo de puta.

—Me besó las tetas. Luego me cogió la mano y se la llevó a la polla. Después…

—Joder. ¿Dónde estabais? ¿Metidos en la cama?

—Aquí, en la cocina. Pasó a verme cuando tú habías salido.

Refresqué mi copa y, con toda la calma, le dije:

—Todo el mundo te mete mano, Selina. Hasta los camareros de los restaurantes y los tíos que se cruzan contigo por la calle.

Selina cerró los ojos y se puso a reír. Pero se volvió a serenar rápidamente y dijo:

—Pero ¿no se supone que Alec es tu gran amigo?

—Todos mis amigos te meten mano.

—No tienes ningún amigo.

—Terry te ha metido mano. Keith te ha metido mano. Hasta mi Papá te ha metido mano. Y él es de la familia…

—No le hagas ningún caso. Ya sabes que Alec te tiene muchísimos celos. Quiere destruir nuestro amor.

Esto me sorprendió: era una idea que no se me había ocurrido. Mientras abría la segunda botella de whisky, de repente me saltó esta idea: Falta otra cosa. ¿Cuál? Pero me limité a decir:

—¿Lo crees de verdad?

—¡Estás derramándolo! Demonios, tío, tómate las cosas con calma. Apenas son las seis. Mira. ¿Guardas todavía aquellos impresos que te dieron en el banco? ¿Cuánto rato llevas encerrado aquí, bebiendo sin parar?

—¿Qué impresos?

—Ya sabes cuáles. Necesito tener cierta independencia.

—Sí, claro.

—Tengo veintiocho años.

—¿Veintiocho años? Nadie lo diría.

—Gracias, cariño. Creo que no estoy pidiendo nada extraordinario. Gregory le pasa un dinero a Debby. ¿Por qué te da tanto miedo lo que te propuse? Admito que eres muy generoso en cosas pequeñas. Pero en cuanto se trata de…

—Ya, ya.

Lo malo, lo grave, es que Selina es mucho más inteligente que yo. Intenté cambiar de tema. De acuerdo con mi experiencia, y tratándose de Selina, la única forma de hacerle cambiar de tema es bajar con ella al Butcher’s Arms. Porque, ¿cómo se puede cambiar de tema cuando no hay más que un tema? Ah, bueno. La violencia. Eso cambiaría el tema, de acuerdo. Durante un rato, servirá. Pero la violencia ha dejado de ser una posibilidad a tener en cuenta. Apenas la consideré durante unos instantes. Porque me he tomado muy en serio lo del curso de autodisciplina al que me he apuntado. Muy en serio. Autodisciplina. Una vida más civilizada.

De modo que bajé de la cama, le dije que cerrase el pico, y fuimos al Butcher’s Arms.

Mientras me paso la lengua por las muelas y retuerzo el cuello tratando de encontrar algún taxi, camino a lo largo de la zona dental, paso por el estuco de las calles careadas y las plazas con sarro, verjas recién pintadas, porches estampados en relieve, clínicas caras, árabes tranquilizados, sufridores dentales aturdidos y endomingados, acompañados de esposas con abrigo de pieles y laca de Harlem, con sus niños empingorotados, los unos doloridos, los otros felices, y atravieso ese barrio bajo conocido como Oxford Street, siempre atascado por los autobuses, para bajar hacia el Soho, el apelmazado territorio del sexo y la comida y el cine, seguir por sus callejas estrechas, y llegar finalmente a ese tarro de cristal para conservas que es la firma Carburton, Linex & Self.

Hoy en día, Carburton, Linex & Self es, para mí, otra sala de espera. ¡Qué lugar! Tendrían ustedes que ver la cantidad de dinero que nos pagamos los unos a los otros, lo poco que trabajamos, y lo tontos y subnormales que somos. Tendrían ustedes que ver las facturas de gastos, los billetes de avión que andan tirados por ahí, y las tías.

C. L. & S. fue la revolución cuando, hace cinco años, creamos la empresa. Y sigue siéndolo. Hubo mucha gente que intentó imitarnos. Nadie lo logró. C. L. & S. es una agencia publicitaria que se encarga de producir ella misma sus spots para televisión. ¿Que parece fácil? Pruébenlo. Yo mismo fui, personalmente, la figura clave de todo el asunto, sobre todo gracias a mis polémicos spots televisivos de tabaco, bebidas alcohólicas, comida apestosa y revistas de desnudos. ¿Se acuerdan del jaleo que hubo durante el ardiente verano del 76? Mis anuncios, siempre nihilistas, obtuvieron premios y demandas judiciales. El de las revistas de desnudos no llegó a proyectarse nunca, excepto ante los tribunales. La publicidad que rodeó este escándalo nos permitió abrirnos paso, lanzamos hacia arriba, y nunca hemos vuelto la vista atrás. Nigel Trotts, el tío que lleva lo del dinero, y que está siempre instalado en la planta baja con una nena, una fotocopiadora y un bote de café instantáneo, es el único de nosotros que trabaja sin parar. Y Nigel es un tío que trabaja por placer.

—Nigel ha conseguido un contrato millonario de las Antillas Holandesas —me cuentan en mi despacho.

—Divino —contesto, pues qué voy a decir si no.

Parece que todos ganemos montones de dinero. Se diría que somos la fábrica de la moneda. Hasta las nenas viven como reinas. El coche nos sale gratis. Porque lo tenemos con la casa como garantía. Y la casa está hipotecada. Y la empresa paga la hipoteca, sin intereses. Ahora bien, lo verdaderamente interesante es lo siguiente: ¿cuánto tiempo puede durar todo esto? En mi caso, esa pregunta me provoca mucha ansiedad, muchísima ansiedad, a interés compuesto. Sin duda, todo ese jaleo es ilegal. No se puede manejar el dinero de esa forma, desde el punto de vista legal. Pero nosotros lo hacemos así. Somos codiciosos. Somos desvergonzados. Una vez vi a Terry Linex, ese gordo chiflado, sacar diez mil dólares en metálico para pagarse un fin de semana en Dieppe. La histerectomía de su mujer, y también la ortodoncia de su hija, las ha pagado como gastos de representación. Hasta consigue desgravar la cuenta que le pasa el barbero de su caniche por lavarlo y cortarle el pelo: gastos de seguridad, en los que Fifi aparece como perro guardián. Hemos calculado que Keith Carburton se gastó diecisiete mil libras esterlinas en comidas, según consta en su declaración de la renta del año 80, servicio e IVA non compris. Tendrían ustedes que ver las casas que tienen esos tíos en Londres, y los chalets del campo. Tendrían ustedes que ver sus coches, los Tomahawks, los Farrago, los Boomerang. Yo también me he pasado cinco años sisándole a la empresa y al Estado, pero ¿qué tengo? Un apartamento de alquiler, un Fiasco, más Selina, una mujer de precio prohibitivo. ¿Se puede saber en qué me he gastado el dinero? Lo he tirado. Sencillamente lo he tirado. Y, a pesar de todo, sigo teniendo montones de dinero.

—Le dije a mi esposa —me contó Terry Linex, aparcando sobre mi mesa la mitad de su tremendo peso—. «Cómprate todos los electrodomésticos que te dé la gana, pero no me vengas a mí cuando se te estropeen. ¿Entendido?». Y el viernes pasado, llego a casa, ¿y qué me encuentro? «Qué pasa, ¿es una película de terror?». Ahí está la nueva lavadora, y todo el suelo hecho un asco porque el cacharro ha soltado litros de una asquerosa pasta negra. «¡Corre a llamar por teléfono!», dice ella. E insiste, «Arréglalo tú». ¿Sabes qué hice?

—¿Qué hiciste?

—Les demandé. Telefoneé a Curtis & Curtis, encontré a Benson en su casa. Al cabo de diez minutos, entré otra vez en la cocina y ya estaba allí un paquistaní tendido de espaldas en el suelo, metiéndole la lengua a la lavadora por no sé qué tubos. Nada de factura. Nada de mierdas. ¿No te parece brillante? Ahora lo hago siempre así. El otro día. Llevo el coche a la revisión. Cuatrocientas libras. ¿Sabes qué hice?

—Les demandaste.

—Les demandé. Exacto. «¿Cómo prefiere pagar, señor?», me preguntó el tipo. «¿Metálico, cheque, tarjeta de crédito?». «Yo no pago. El que va a pagar es usted. Porque voy a demandarle, amigo». En cuanto dices eso se quedan pálidos. Todos. Terminé pagando treinta y seis libras. La semana pasada demandé al inspector de hacienda.

—Divino —dije.

—¿No es fantástico?

Le dije que lo era, y volví al lastimoso caos en que suele estar convertida mi mesa. Mi trabajo consiste, al parecer, en atar cabos, en resolver problemas. Los cajones de la mesa, una antigüedad carísima, están atascados de la cantidad de papeles atrasados que contienen: de aquí no sale ni una factura, y es por esta razón que llevo cinco años sin pagar ni un céntimo de impuestos. Mis compañeros creen que voy a dar el salto a negocios aun mejores. A veces me gustaría que me lo hubieran consultado antes de adquirir esa opinión. Pero ellos siguen poniendo los ojos en blanco, soltando silbidos de admiración, frotándose las manos para animarme. Me han entrevistado para Box Office, me han fotografiado para Turnover, han publicado un perfil mío en Market Forces. Mi corto de treinta y cinco minutos, Dean Street, obtuvo el año pasado el premio de la crítica en el Festival de Siena. Salgo en titulares, gano pasta a espuertas. Peter Sennet lo consiguió. Freddie Giles y Ronnie Templeton lo consiguieron. Jack Conn también. Y todos ellos viven ahora en California. Han desaparecido del mundo corriente. Tienen casa nueva, esposa nueva, bronceado nuevo, felpudo nuevo. Con sus Hyena V8 y sus fulgurantes Acapulco atraviesan las costas de moda, y se toman una dosis diaria de ADN y plasma que les mantiene en forma. Dos o tres veces al mes se van en su jet privado a pasar el fin de semana en una isla desierta, en un mundo paradisíaco, en un océano de felicidad. Todos creen que a mí también me ocurrirá todo esto, y pronto. Yo, por mi parte, no lo veo tan claro. Tengo más bien la inquietante sensación de que mi vida está en precario equilibrio. Es posible que nunca tenga que volver la vista atrás, pero también que me hunda para siempre. En serio, estoy aterrado, condenadamente aterrado. «¡Dadme el jodido dinero y ya está!», es lo único que se me ocurre gritar, a cada momento. Porque el que fracasa se queda en la calle… El pasado enero estuve en California, en Los Ángeles. Hice unos cuantos negocios interesantes, y todo parecía ir bien encaminado. Pero del lado del ocio las cosas no me fueron demasiado bien, y hasta me metí en algún mal asunto. Recuérdenme que se lo cuente cuando tenga tiempo. Es una anécdota interesante… Conocí a Fielding en el vuelo de regreso a Nueva York. Casualmente, los dos íbamos en primera.

—¿Dónde te apetece comer, John? ¿El Breadline, el Assisi’s, el Mahatma?

Terry Linex y los chicos quieren invitarme a comer. Acaba de llegar Keith Carburton, muy contento, felicitándome. Esta historia empieza a cansarme. Es como si fuese un nuevo método para darle la patada a la gente que estorba. Pero no me descuido. Después de una mañana en el despacho, necesito un poco de combustible, me he quedado casi seco. Me voy con ellos, claro, me voy, de la misma manera que me iré de aquí cuando llegue el momento, cuando dé el gran golpe. Espero que el gran golpe no me deje hecho papilla… Así pues, nos apeamos de los taxis, con nuestros abrigos de cachemir sobre los hombros. La nena con el traje de bollera y larga corbata color salmón (creo que, si quisiera, podría llevármela a la cama, pero es posible que el hecho de que ella misma insinúe esa posibilidad forme parte de su trabajo) nos acompaña amablemente a nuestra mesa. ¡Pero se equivoca, nos da una mesa mala! Antes de que Terry Linex demande al restaurante, Keith Carburton se lleva a la chica a un lado. Le oigo decirle que recuerde la cantidad de dinero que todos nosotros nos gastamos en este restaurante. La chica se ha quedado impresionada. Yo también. Poco después nos dan otra mesa (un anciano se retira con la servilleta colgada todavía del cuello), una mesa mucho mejor, redonda, más cerca de la puerta, con una botella gratis de champagne.

—Lo sentimos muchísimo, señor —dijo la chica, y Keith la tranquilizó.

—Esto ya me gusta más, qué cojones —dijo Terry para sí.

—Magnífico —dijo Keith—. Magnífico.

Bebemos el champagne. Pedimos otra botella. Una por una, las chicas van saliendo del tocador o de donde sea, y las van enviando a nuestra nueva mesa. Mitzi, la ayudante de Keith. Little Bella, la telefonista. Y la predadora Trudi, una vampiresa para todo y estratega de las relaciones públicas. (En lo que se refiere a la contratación de las tías, en C. L. & S. seguimos una política muy clara: sólo nos interesa su aspecto). Las chicas tendrán que pasarse el rato riendo y escuchando. Pueden hablar un poquito, pero sólo en la medida en que seamos nosotros los protagonistas de las historias que cuenten. La luz amortiguada de este junio de chiste se cuela por las ventanas. Por un momento hay demasiada iluminación sobre nosotros. Parecemos una pandilla de monstruos. Por un momento, todo el restaurante es un rebrillo de cola para peluquines y dentaduras manipuladas. Pero por fin empieza la diversión. Terry me tira migas de pan, y Nigel anda por el suelo haciendo su imitación del perro, olisqueando las medias de Trudi. Me fijo en la pareja madurita de la mesa de al lado. Se han retirado un poco, y meten la cabeza en el plato para no ver nada. Salpico a Terry con el champagne, tras haber agitado la botella, y canto a coro con Keith Carburton una estrofa de «Campeones, campeones». Me temo que esa pareja de al lado no disfrutará apenas de la comida. Imagino que en esta clase de locales, las parejas como la que forman esos dos debían de encontrar el ambiente tranquilo que necesitaban. Pero de eso hace algún tiempo. Hemos empezado a aparecer los de nuestra calaña. Y vamos a durar mucho. A ver quién nos echa. ¿Quieren intentarlo ustedes…? Llega la carta, a la que prestamos tanta atención como a las preguntas de un examen, y nos quedamos callados unos instantes, con el ceño fruncido y pronunciando bajito lo que llegamos a desentrañar en esa letra tan incomprensible.

Cuatro en punto. Bajo una luz pesada, inmóvil, rompeespaldas, Linex y yo nos tambaleamos en los urinarios de la planta baja. Oigo el lento crujido de la bragueta enorme de Terry, y luego el goteo de su meada contra el mármol. Otro día que termina, tan echado a perder como los anteriores.

—Joder —gruñe Terry.

—¿Cómo la tienes?

—Muy verde, todavía —dijo, bajando la vista. Tiene una voz de pito, incorpórea, de obeso enfermizo.

—¿Aún te dura lo que pillaste en Bali? ¿Qué era? ¿La gonorrea?

—¿Gonorrea? —dijo—. ¿Gonorrea? No, tío. Lo que pillé fue la peste.

Su sonrojado rostro adquirió una expresión grave.

—¿Te has acostado recientemente con la mujer de otro, John? ¿Te has follado a la hija de alguien?

—¿Cómo? —dije, y tuve que estirar el brazo para sostenerme en la pared.

—Quiero decir que… ¿Hay alguien por ahí que creas que tiene ganas de joderte vivo?

—Pues, sí —dije. Cambié el peso del brazo. Hay días en los que tengo la sensación de que hay mucha gente con ganas de joderme vivo.

—Pero joderte de verdad —concretó él—. ¿Algún asunto verdaderamente serio?

—No. ¿A qué te refieres?

—La otra noche estuve en el Fancy Rat —dijo Terry Linex—. Creo que bebimos bastante. Esa gente está chiflada. Hacen un concurso de scotch, a ver quien bebe más. Me encontré rodeado de una pandilla de zánganos. Uno de ellos dijo, «Eh, tú tienes un socio que se llama John Self, ¿no?». «¿Y qué pasa?», dije yo. «Que hay alguien que va a por él». Bueno, sabes muy bien que en un sitio como Fancy Rat se cuentan muchas mamonadas. Pero esos rumores suelen tener cierta base… ¿Quieres que trate de enterarme?

Miré el fiero rostro de Terry: peluca barata, media oreja arrancada de un mordisco, hocico de cerdo. Tiene los dientes tan desordenados como lo que queda de una botella cuando la rompes arrojándola contra el suelo. Terry es uno de los nuevos magnates, un gran improvisador, furioso y genial. Actualmente sueña con tener a su servicio un chófer minusválido: podría ponerse un cartel en el coche que le permitiría aparcar donde le diera la gana.

—Sí, hazlo.

—Encantado de serte útil —dijo—. Hay que ir con cuidado. ¿De acuerdo?

De modo que cuando regreso a casa a través de la arrugada tarde, abriéndome paso entre mis hermanos y hermanas, buscando y rehuyendo miradas, casi resulta encantador que todo ese asunto ya sea oficial.

***

—Jaque —dije.

Selina alzó la vista, indignada. Sus acerados ojos regresaron al tablero. Soltó un suspiro, y movió su alfil en una zona en absoluto relacionada con el problema.

Jaque —repetí.

—¿Y qué?

—Quiere decir que tu rey puede morir. Que puedo matarlo.

—Mátalo. Tanto trabajo para nada.

—Mira, Selina. No lo entiendes. La clave del ajedrez…

—Voy a darme un baño. Odio el ajedrez. ¿Adónde vamos a ir? No me apetece nada chino ni indio. Ni griego. Vamos a Kreutzer’s.

—Como quieras.

Dispuse de nuevo todas las piezas en el tablero.

—Tienes el pelo horrible. Tendrías que dejarme que te lo cortara.

—Ya lo sé.

Esa misma tarde había ido a que me recompusieran el peinado, por veinte libras nada menos. El marica bajito estuvo revolviéndome los rizos un buen rato, torció el gesto, y me preguntó:

—¿Cuántos años tiene?

La misma pregunta que Roger Frift. Es el corazón, el corazón. La jodida maquinita que no funciona bien. Tengo el reloj estropeado.

Entré en el dormitorio y revolví el cajón de bragas, tratando de elegir un buen modelo para cuando ella saliera del baño. Hombre, éstas son nuevas… Y éstas también. Mientras palpaba experimentaba unas mallas, noté algo sólido envuelto allá dentro. ¿Qué es eso? Caramba, un paquete de billetes usados de diez. ¡Doscientas libras! Es una necedad por parte de Selina esconder las cosas en su cajón de las bragas. Porque siempre estoy revolviéndolo. Y ella lo sabe muy bien.

Salió del baño con una toalla pequeña sujeta a la cintura. Ni siquiera parpadeó al ver el dinero, que yo había esparcido negligentemente en su lado de la cama.

—¿De dónde lo has sacado?

—¡Lo gané!

—¿Cómo?

—¡En la ruleta!

—Entonces, ¿y toda esa historia de que estabas sin un céntimo?

—¡Fue con el último billete de cinco que me quedaba! ¡Lo aposté a un número cuando ya me iba!

—No pagan más de treinta por uno. ¿Qué hay de los otro cincuenta?

—¡Fue una propina!

—¿No me dijiste que en ese hotel estuviste trabajando?

—¡Sí!

—¿De qué?

—¡De croupier!

Fruncí el ceño, e hice una pausa. Era cierto que antiguamente Selina había trabajado de croupier. Y el Cymbeline suele contratar calientapollas para que animen a los clientes. Eso también es cierto. Las visten con minifaldas y blusa transparente. Las tías parecen acercársete sólo para pedir un pitillo, pero en realidad están animando el negocio y les está prohibido acostarse con los mamones que se tragan el anzuelo. Lo sé por experiencia propia. La chica se fue sola a su cama.

—Vamos a ver. ¿Cómo puedo asegurarme de que no estuviste liada allí con algún tío?

—¡Telefonea a Tony Devonshire!

—¿Y quién es Tony Devonshire?

—¡El gerente!

—Bueno…

—¡Venga! ¡Telefonéale! Por cierto, creo haberte pedido que bajaras la bolsa de basura. Hazlo ahora, si no te importa. Mañana podríamos ir a comer al centro, y luego vamos a tu banco y resolvemos de una vez el problema. Ese dinero será para el alquiler, y aún le debo sesenta libras al ginecólogo. Sería mucho más lógico que me instalara definitivamente aquí. Anda, dámelas. Sí, ésas. Vaya, se han encogido. Casi no me entran. Yaaa está. Oh, me parece que no van muy bien con este liguero, ¿no te parece?

Me senté sobre los arrugados billetes.

—Ven para acá… —le dije.

***

Tengo que hacerle una buena revisión al Fiasco. Selina Street quiere que tengamos la cuenta del banco a nombre de los dos. Alec Llewellyn me debe dinero. Barry Self me debe dinero. Tendré que regresar a los Estados Unidos, pronto, y ganar otra montaña de dinero.

Comí con Doris Arthur. Mis insinuaciones deshonestas parecían haberle gustado. De hecho, le habían gustado tantísimo que volví a las andadas. Esta vez no fue porque hubiera bebido mucho. Fue por ella. Después de comer hablamos del guión en su habitación del hotel. Esencialmente son seis las escenas que tengo pensadas y que sé cómo quiero rodar. La tarea de Doris consiste en unirlas entre sí, enlazarlas.

—¿Sabes una cosa? —me dijo, saliendo de abajo de mí y sacando mis manos de sus muslos—. Me has devuelto las ganas de combatir. Yo creí que ya habíamos ganado, pero ahora veo que todavía tenemos que recorrer un largo camino.

Gracias a Selina, la segunda de las insinuaciones no acabó tan mal como la primera. Pero, gracias a Selina, también acabó bastante mal. Selina… Oh, sí, y además me tomé unas cuantas copas con el iluminador de la película, Kevin Skuse, y con Des Blackadder, el jefe de atrezzo. Fielding dice que tendría que darles un anticipo a esos chicos, a fin de tenerlos listos para comenzar el rodaje en otoño. Pero todavía no puedo encargarles ningún trabajo. Les noto que tienen ganas de colaborar conmigo, y sé que esperarán hasta que llegue el momento, esperar otro mes.

¿Puedo esperarlo yo? ¿Dónde está el clima de este país? ¿Dónde? Tenemos un abril de verdad, con ventiscas que huelen a flores y repentinos rayos de sol y raudas nubes amoratadas. Y también tenemos un auténtico mes de mayo, con su luz helada, el cielo revuelto, cambiante. Luego llega junio, el verano, una lluvia tan fina y amarga como la huella de un patinazo en la autopista, pero sin cielo, absolutamente desprovisto de cielo. En verano, Londres se convierte en un anciano de mal aliento. Si prestas atención puedes llegar a oír los silbidos de cansancio que emiten sus pulmones. Feo Londres. Hasta su nombre suena a agotamiento.

A veces, cuando camino por sus calles, me peleo contra el tiempo. Me las veo con uno de esos dioses del tiempo. Lo aporreo. Le doy de patadas y puñetazos. Algunas personas se quedan mirando, riendo, pero no me importa. Aunque esté rechoncho, soy capaz de pegar saltos de karate, de propinar golpes de antebrazo, siempre contra el cielo. También grito, mucho. La gente cree que me he vuelto loco, pero me da lo mismo. No pienso soportarlo. Aquí tienen a un tipo que no piensa soportar que el tiempo se ponga así.

Hace algún tiempo que Selina está empeñada en convencerme de que abra una cuenta bancaria a nombre de los dos. No tiene ninguna cuenta, y quiere tenerla. No tiene dinero, y quiere un poco. Antes había tenido una cuenta: me destrozaba el corazón ver los saldos que le mandaban. Dos libras, cuarenta y tres peniques. Una libra, setenta y un peniques. Cinco libras. Pero el banco se la cerró. Nunca tenía dinero en ella. Selina sostiene que eso de la cuenta conjunta es esencial para su dignidad y su orgullo. Yo se lo he discutido, le he dicho que ni a su dignidad ni a su orgullo les pasa nada con el sistema que hemos venido utilizando hasta ahora, un sistema con primas de productividad y demás incentivos. Según yo veo las cosas, las chicas que carecen de dinero tienen dos formas de afirmarse: o bien peleando constantemente contigo, provocándote, o mostrándose infelices hasta que te rindes. (Lo que no pueden hacer es largarse: les falta la pasta). Selina no es de las que buscan pelea, porque sabe que soy de los que pegan, o de los que pegaban (ella no sabe que me he reformado, y confío en que no lo averigüe nunca). Y no tiene paciencia suficiente para hacerse la desgraciada cada vez que me ve. Este sería un plan a largo plazo. De modo que Selina ha encontrado una tercera vía… Se pasó toda una semana sin maquillarse, llevando medias arrugadas y con carreras, y poniéndose bragas espantosas, y después se metía en la cama con la cara llena de crema facial, y con los rulos en la cabeza, y vestida con un horrible camisón. No llegué a averiguar si las relaciones sexuales habían sido tachadas del menú. Ni siquiera me entraron ganas de preguntárselo.

Sin embargo, por fin decidí abrir una cuenta conjunta en el banco. Rellené los impresos, fríamente supervisado por la vigilante Selina. Ese día Selina se metió en cama con medias negras, liguero, cinturón de satén, bolero de seda, guantes de muselina, cadenita en la cintura, y collar de oro. Debo admitir que actué como un cerdo. Al cabo de una hora y media se volvió para mirarme, con una pierna todavía colgada del cabezal de la cama, y dijo:

—Hazme lo que quieras, donde quieras.

Ahora que disfrutábamos de tanta dignidad y tanto orgullo, la situación había mejorado notablemente.

Así pues, ayer noche, a las once menos veinte, me encontraba en el Blind Pig. Mañana, América. Me encontraba pensativo, expansivo, filosófico, con tendencia a interrogarme a mí mismo, por no decir que verdaderamente cocido. Selina se había ido a ver a Helle, su amiga de la boutique. Yo tenía un regalo para ella: un talonario de cheques nuevo y reluciente. Se lo tendería, y me deleitaría viéndola sonreír. También Selina tenía un regalo para mí: unos cuantos números nuevos para la cama, una selección de ropa interior de la que Helle vende en la trastienda. De modo que, como decía, yo estaba sentado en el bar, quieto, sin respirar siquiera, como si fuese el reptil doméstico del local, cuando se sentó a mi lado ni más ni menos que el mismísimo Martin Amis, el escritor. Tenía un vaso de vino y un pitillo, y un libro de bolsillo. El libro parecía de lo más serio. Como él, en cierto sentido. Bajito, compacto, con el felpudo considerablemente largo… Las dos puertas del pub estaban abiertas a la cálida noche. Es lo acostumbrado a comienzos del verano, días turbios y noches agobiantes. Es terrible. Puede ocurrir cualquier cosa.

Yo me sentía amigo de todo el mundo, como iba diciendo, de manera que bostecé, tomé un trago de mi copa, y le susurré:

—Qué, ¿ya has vendido un millón de ejemplares?

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