Dinero

Dinero


VII

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—Maldita sea, Slick, ¿por qué eres tan poco romántico? Lo que ocurre es que se abre el techo y, colgada de una cuerda de seda, desciende una princesa de piel aceitunada. Se abre de piernas.

¿Entiendes la cosa? Tú estableces la conexión, digamos que un centímetro o dos. Y entonces aparece un forzudo, uno de esos japoneses que practican el sumo, agarra la pierna de la tía, y con todas sus fuerzas la hace girar como una peonza.

—¡Joder!

—Mil dólares la vez. Lo pondremos en la cuenta de gastos de representación. Pasatiempos. Quedará muy bien. ¿Qué me dices? Podríamos pasar por allí ahora mismo.

—No está nada mal, pero me parece que yo paso.

—Si prefieres las negras, hay un local en Madison. Etiopía. Pues bien, entras y entonces…

—No me lo cuentes. Además, esta noche tengo una cita.

—¿Ah sí? ¿La conozco?

—Pues sí. No…, no la conoces.

***

Es posible que se hayan fijado ustedes en que, aparte de algún que otro desliz, cada vez uso menos palabrotas. Y sigo luchando además en otros frentes. Todas mis adicciones aguardan ahora en el pasillo de la muerte: palabrotas, peleas, pegar a las mujeres, fumar, beber, comida rápida, pornografía, apuestas y pajas: las tengo a todas acobardadas en un rincón, esperando a que les llegue a cada una el momento de dar el último y largo paseo. Ya saben ustedes por qué. Estoy cambiando… Dejar de decir palabrotas es, por supuesto, lo más fácil. No me ha costado nada. Tampoco echo de menos lo de pelearme ni lo de pegar a las mujeres. En cuanto a lo de fumar, bueno, cada vez que enciendo un pitillo me pregunto: ¿Necesitas en realidad este pitillo? Hasta ahora, la respuesta ha sido siempre: , pero apenas si acabo de empezar. Del mismo modo, quienes bebemos mucho no lo tenemos fácil para dejar de beber de repente. Dejar de beber que va a ser un problema, me lo huelo. Comida rápida: la táctica en esto consiste en que me conformo con una sola comida al día, excepto en esos días especiales en los que estoy muy hambriento. El juego nunca me ha creado muchos problemas cuando me vengo a este lado, cuando estoy en Nueva York. No encuentro en donde jugar. Seguro que hay garitos de juego, pero soy incapaz de encontrarlos. En cuanto al asunto de las pajas: toda mi vida he estado preguntando a unos y a otros, y mi conclusión es la siguiente: todo el mundo se hace pajas. Las chicas. Los curas. Yo. Usted. (Sí, usted, y ¿cuántos años tiene? A ver, tíos. Y tú, hermana. Venga, ya ha llegado el momento de retirarse). Yo voy a dejarlo. ¿Y ustedes? En mi caso se trata de un proyecto a largo plazo, lo admito, pero de momento he proscrito todas esas ayudas visuales que suelo utilizar. Es como ganar la mitad de la batalla. Sin pornografía, no le veo la gracia a eso de hacerse una paja. Pero, en cierto sentido, tengo una gran confianza. En serio, oigan. Estoy casi seguro de que puedo echar al váter toda la mierda que envuelve mi vida, y luego tirar de la cadena. Dejé las palabrotas sin apenas esfuerzo, ¿no? Además, ¿de qué sirven esas malas costumbres? De verdad, ¿para qué sirven? Sí, soy capaz de hacerlo. De hecho, incluso estoy convencido de que no sería tan difícil. Lo único malo es —y ahí está quizá la raíz de mis problemas—, lo único malo es que no tengo con quien echar un polvo.

Con la sensación de encontrarme en plena forma y capaz de trabajar sistemáticamente, acepté el consejo de mi productor y comencé los ensayos por parejas de actores: Lorne y Butch, Spunk y Caduta, Butch y Spunk, ya me entienden. En términos humanos, trabajé de ese modo. Bueno, al principio, antes de que yo mismo lo fastidiase todo. Caduta y Spunk: no estuvo mal. Butch y Lorne: mal: Lorne y Caduta: muy mal. Spunk y Butch: horriblemente mal. Butch y Caduta: pésimo, espantoso, fatal. Pero los enfrentamientos más graves, los peores de largo, fueron los que hubo entre Lorne y Spunk. Las damas, como mínimo, utilizaron sus propias tácticas femeninas. Como mínimo no fueron violentas. Pero en el caso de Spunk y Lorne tuve que hacer de médico mental y de lameculos y de árbitro de la contienda, todo al mismo tiempo… Debido a la insistencia de Lorne, acordamos vernos para la primera sesión en el ático que Guyland tiene en la calle Ochenta y cinco. Intentábamos ensayar la escena en la que Spunk le dice a Lorne que sabe lo de la Amante, y que piensa decírselo a la Madre a no ser que Lorne acceda a hacer el negocio de la heroína. Spunk se quedó sentado, mirando a Lorne, y leyó sus frases con una expresión de tremendo desprecio. Lorne le oyó hablar, y luego se volvió hacia mí y me dijo:

—John, no pienso aguantar toda esa mierda. ¿Crees que voy a aguantársela a él, nada menos que a él? ¿En mi propia casa?

Spunk trató de defenderse, hablando entre dientes, con la excusa de que esta escena se le hacía muy cuesta arriba, porque siempre había odiado a su propio padre. Lorne replicó afirmando que él siempre había odiado a su hijo (un contable de mediana edad, según supe más tarde). Luego, Lorne acusó a Spunk de estar tratando de robarle su película. Spunk acusó a su vez a Lorne de tratar de convertir Dinero sucio en un simple medio de autopromoción. En mi opinión, Spunk metió aquí la pata hasta el fondo. Joder, pensé, con un guión así no hay modo de promocionar a Lorne. Lorne dijo que él era más fuerte que Spunk. Y más alto. Spunk invitó a Lorne a que lo demostrara.

—Ya lo ves, John —dijo Lorne, volviéndose hacia mí—. Ese punk se dedica a amenazarme en mi propia casa. ¿Lo ves? ¿Tengo o no razón?

Lo que vi fue que habría que dejarlo para otro día, y llevar el choque a algún territorio neutral, por ejemplo a nuestros locales de Tenderloin. Pero entonces surgió el problema del transporte.

Fielding dijo enseguida que había Autocrats para todas las estrellas. Se lo dije a Lorne, el cual me contestó que si Spunk tenía un Autocrat a su disposición, él, Lorne, sólo se conformaría con un Jefferson Succes. Se lo dije a Spunk, y éste replicó en son de burla que tenía intención de ir a trabajar haciendo jogging, pues tal era su costumbre. Volví a hablar con Lorne, quien me dijo que por lo que a él se refería, pensaba ir a trabajar nadando, esprintando o saltando vallas si fuese necesario, para más tarde revelar, como quien no quiere la cosa, que se conformaría con que pasara a recogerle un Tigerfish o incluso un Mañana de dos puertas. Finalmente quedamos en que iría en Autocrat, pero el arreglo tenía truco. Yo debía ir en persona a buscarle, y hacer con él todo el trayecto de ochenta manzanas, de un extremo a otro de la ciudad. Y así lo hicimos: durante todo el recorrido sólo hablaba Lorne. Pronto descubrí que no hay modo de soportar una tortura así cuando, encima, estás con resaca. Era estrictamente imposible. Lo probé varias veces, y en cada nueva oportunidad pude comprobar que no, que no había modo.

El primer día, después de permanecer atascados y sin avanzar ni un palmo en Lexington Avenue durante toda una hora, el conductor cruzó hacia Central Park para probar suerte en las avenidas sin ley que quedan en el West Side. Cuando Line se fijó en todo aquel verdor, o en la ausencia de cemento (a estas alturas ya habíamos atravesado la mitad del parque), se quedó a mitad de la frase que estaba balbuciendo y elevó un tembloroso puño.

—¿Algún problema, Lorne? —le pregunté.

Pero Lorne no se movió ni dijo nada.

—¿Algún problema, Lorne? —volví a preguntar.

Salgamos cuanto antes —dijo, muy tenso.

Cuando por fin atravesamos completamente el parque, Lorne recobró el habla.

—No hay que cruzar nunca el parque —dijo, muy mohíno—. Jamás de los jamases. Díselo al conductor. Esta vez hemos tenido suerte, pero Lorne Guyland no permitirá nunca más que le metas en el parque. Jamás.

Le pregunté por qué.

—Es peligroso —me dijo, más tranquilo.

—Ah, claro —le dije, y seguimos nuestro camino.

Pero en los locales de Tenderloin las cosas funcionaron como un sueño, como una conspiración. La clave del asunto radicaba en una cosa sencillísima que por fin logré comprender. Cada una de las estrellas sólo quería una cosa: permanecer el día entero sentada y escuchando alabanzas sin fin, todas esas rapsodias ególatras que Martin había metido en el guión. Y, bueno, yo no podía hacer lo que esperaban de mí, pero sí podía ofrecerles otra cosa. De hecho, me pareció recordar que Martin me había aconsejado que utilizara esa técnica. De modo que empezaba las jornadas diciendo:

—Eh, Spunk. ¿Por qué no ensayas otra vez ese largo discurso tuyo sobre Lorne?

Y, más tarde:

—Lorne, ¿qué te parecería repasar de nuevo ese monólogo tuyo sobre Spunk?

De modo que mientras una de las estrellas borboteaba sus efusiones, la otra dormitaba tratando de no escuchar al rival. Pasados unos días comencé por este procedimiento todas las jornadas de trabajo, y también lo probé con las chicas, con idéntico éxito. Ablandados y tranquilizados con esos glutinosos ejercicios declamatorios, los actores y actrices se entregaban con placer a los breves y duros diálogos que les daban la oportunidad de expresar los verdaderos sentimientos que tenían los unos hacia los otros. Estos sentimientos ya estaban, a estas alturas, en el peor nivel posible de putrefacción, pero ése era justamente el tono del guión. Los resultados comenzaban a ser bastante buenos, especialmente entre los hombres. Dinero sucio iba a ser una película francamente extraña. Díganme ustedes, si no, ¿cuándo han visto últimamente una película en la que todas las estrellas parezcan borrosas y perplejas, desenfrenadas y débiles? Lo que yo estaba consiguiendo era auténtico realismo. Cada vez era más limitado el respeto que sentía por Martin Amis.

Hubo problemas, naturalmente, pues al fin y al cabo estábamos en la capital mundial de los problemas. Esta mañana, por ejemplo, al llegar a casa de Lorne me lo he encontrado desnudo y deprimido, en la cama.

—Jamás le había visto tan mal —me ha dicho Thursday, que a la luz de las candilejas diurnas parecía quince años mayor que por las noches—. Ni siquiera se ha querido tomar el zumo de fruta.

También, según pude comprobar, el gran Bruno estaba muy deprimido. Telefoneé a Fielding, y le pedí que fuera a entretener a Spunk. Luego entré en esa habitación de burdel que Lorne tiene por dormitorio. Estaba, como iba diciendo, desnudo, en la oscuridad de las cortinas corridas, mirando ciegamente a la pared. Al cabo de un par de horas logré que me explicara lo que le ocurría.

—Sincérate conmigo, Lorne —le había dicho yo—. Venga. Soy tu amigo. Soy tu más apasionado admirador.

—Pues, mira, John. Lo que pasa es lo siguiente. Nadie lo sabe, John. Absolutamente nadie. Nadie lo adivinaría, aunque estuviera dándole vueltas un millón de años. ¡Pero es verdad! La cuestión es, John, y sé que no vas a creértelo, la cuestión es, John, que soy un hombre muy inseguro. Soy un hombre profundamente ignorante, John. No sé nada de nada. Y eso hace que me sienta muy inseguro.

Ay, pobre mamón, pensé. ¿Dónde estaría Lorne si no ganase treinta mil pavos diarios? Lo sé muy bien. Estaría llorando a la salida de los teatros de Broadway, pidiendo limosna. Le puse la mano sobre el hombro. De repente se me había ocurrido lo que tenía que decirle.

—Santo Dios, Lorne. Si tú te sientes inseguro, ¿qué será de nosotros, de los pobres mortales?

Alzó la vista y me miró con parpadeante incertidumbre, pero al instante se despejó su expresión, como si fuese un niño.

—John… —dijo, soltando el aire por la nariz—. Vamos a hacer esa película.

Después de eludir Central Park, el Autocrat se quedó atascado en una calle secundaria de la zona de los teatros. Lorne se puso a contarme la historia de sus éxitos de Broadway, del amor que sentía por las tablas, y qué sé yo cuántas mamonadas más, hasta que de repente nos llamó la atención un leve y persistente ratatat-tat, el golpeteo de una moneda contra el cristal. Como si fuese Sombra, Lorne se acurrucó contra una esquina.

—No pasa nada —le dije yo.

En un taxi vecino se encontraba Doris Arthur, que nos sonreía. Lorne se enderezó y recobró la compostura. Luego se asomó por la ventanilla y vio a aquella chica tan guapa que estaba mirándole. Forzó una sonrisa, le echó un beso con la mano, le dijo adiós con un ademán y se volvió con gratitud hacia mí mientras ella me miraba fijamente a los ojos. Para mí fue horrible. Su mirada había sido amenazadora, despectiva. Su taxi avanzó y nos dejó atrás, y todavía alcancé a ver cómo Doris se pasaba la lengua por los labios, en un gesto de inanidad o de burla, de sumisión consciente a cierto ramalazo de locura familiar. Mi corazón se encogió y mi cuero cabelludo humeó. ¿Por qué? Llevaba tres días sin probar las bebidas fuertes. Dejar las bebidas fuertes es una decisión inocua si la acompañas de la ingestión de enormes cantidades de cerveza, jerez, oporto y vino, y si además eres capaz de soportar resacas de las peores. Creo que en ese momento yo estaba padeciendo una resaca de las peores. Minutos más tarde bajábamos por la Novena Avenida, no lejos de la casa de Martina, y me sentí…, cómo decirlo, alimentado por su proximidad. Dios mío, era como agarrar una manzana y darle un buen mordisco con unos fuertes dientes rústicos. Ahora la llamo desde el trabajo, todos los días. Bueno, charlamos mucho, sobre un montón de cosas. Esta noche salgo con ella. Voy a la ópera. Sí, yo. Iremos a ver Otelo. Tengo muchísimas ganas de ir. Será la primera vez que vaya a la ópera. ¿Creen ustedes que podría acabar resultando justo el tipo de espectáculo que me va? Martina hace que me sienta fuerte. ¿Por qué hace Doris que me sienta débil? A veces tengo esa misma sensación cuando leo Dinero. He estado leyendo Dinero, y hojeando algunos de los otros libros que me dio Martina. Einstein. Ese tipo sí que tiene mérito. Contemplar el mundo y captar la conspiración, comprender sus secretos. Y lo mismo Darwin, Freud, Marx: qué astutas deducciones hicieron. Pero también leo novelas. He leído El cazador oculto, una novela de primera, si quieren saber ustedes mi opinión, escrita con fuerza y con elegancia. En cuanto a Hitler, la verdad, estoy consternado. Me resulta absolutamente increíble. Fíjense hasta donde llegó su violencia. Y yo que creía ser un tipo agresivo. Joder, Alemania: debían de estar todos borrachos allá por los años treinta y cuarenta, no entiendo cómo permitieron que tuviera tanto poder un desdichado loco de esa categoría. Estoy consternado. Me parece increíble. ¿Es verdad que todo eso ocurrió?

***

En cuanto a lo de la ópera, bueno, al parecer se trataba de una función de gala con fines benéficos, todo un acontecimiento, de modo que decidí alquilar un smoking. Fielding me indicó las señas de una tienda de Lexington Avenue, y, en cuanto terminé el ensayo con Lorne y Caduta, tomé un taxi y me fui hacia la parte alta dispuesto a encontrar un traje de mi talla.

—No hay, señor —dijo aquel viejo extra en tono de amable decepción, después de su decimoquinta visita al almacén.

—¿Cómo dice?

—Que para esta noche no hay ninguno de su talla. Imposible.

Controlé mi furia y me lancé calle abajo, a otra tienda del ramo, y luego a otra. Y a otra.

Joder, pensé, y esto es Nueva York, recristo, la capital de las calorías, Gordilandia, la ciudad en la que los fatigordos tamaño tonel pueden pasear por la calle tranquilamente sin que nadie se fije, sin que nadie vuelva la cabeza ni se burle de ellos. Contemplen a esa negra de traje pantalón color beige, del que sobresalen los bordes de su ropa interior como gruesas cuerdas que atan el enorme paquete. Observen a esos Globos Andantes que caminan sudorosos en este horrible calor. Van tan tranquilos por el mundo. A nadie le importa su aspecto. En Londres habría disturbios, revoluciones de hilaridad, en cuanto cualquiera de esas montañas de sebo pisara la calle. Pero aquí, en el gran revoltillo, la simple rareza no hace gracia. De ahí el problema que crea el sentido del humor. Si alguno de ustedes tiene sentido del humor y pasea por Nueva York, se pasará todo el resto de su vida partiéndose de risa. En fin, a lo que iba: terminé en un deprimente tienducho llamado Altos, Anchos y Guapos, o Fuertes y Poderosos, o (seamos sinceros) Alquiler de Tiendas de Campaña, situado al borde mismo de Harlem, y salí de allí provisto de un traje que logré finalmente encontrar en medio de la ropa para postes telegráficos y piernas largas, revientapantalones y pesos pesados de cara atomatada. Llegué a Bank Street hecho un mar de sudor, quemado por el calor, y con unas espantosas ganar de mear. También Martina pareció desconcertada, y, sin darme tiempo a que me enterase de lo que estaba ocurriendo, bajamos en el ascensor, tomamos un taxi y subimos otra vez río arriba. Íbamos a llegar tarde. Martina, vestida con un traje color carboncillo y adornada con un collar de perlas de una sola vuelta, evitó mi mirada y estuvo hablando secamente, y de forma muy poco convincente, acerca de lo peligroso que resultaba perderse los dúos de amor del primer acto. No había hecho ningún comentario acerca de mi vestuario de gala —la chaqueta de árbitro, la gorda pajarita, la faja rosa de la que me había encaprichado, las relucientes polainas—, de modo que di por supuesto que mi aspecto no desentonaba. Tuvimos la suerte de encontrarnos con toda una procesión de semáforos verdes suspendidos sobre las calles, y luego salimos del taxi al sprint. En los vestíbulos y salas interiores, como si se tratara de patios de colegio recién abandonados, no encontramos más presencia que la de numerosos timbres, y una chica nerviosa que nos exigió silencio y nos mandó hacia el patio de butacas. Nos habíamos perdido la obertura, pero bajamos por el pasillo central justo cuando comenzaban a separarse las aguas del rojo mar del telón.

La ópera es una de esas cosas que se toman su tiempo, ¿no les parece? Dura lo suyo, lo suyo de verdad. O, al menos, ésa es mi opinión acerca de Otelo. Me pareció entender que habría una segunda parte una vez concluida la primera, y la primera se tomaba las cosas de forma espantosamente lenta. El otro aspecto sorprendente de Otelo es…, bueno, que la letra no está en inglés. Yo confiaba en que de un momento a otro se pondrían serios y empezarían a cantar en plan normal. Qué va: lo hacían en español o italiano o griego, lo que fuera. Tal vez, pensé, tal vez esto sea una fiesta exótica o algo así, para hispanos o portorriqueños. Pero el público me pareció completamente ajeno a todo batiburrillo racial. Quiero decir que esos tipos con barbas de búfalo y abundante cabello, esas tías de metro ochenta con mandíbula cortada a tomahawk y bronceado venusino, bueno: son simplemente americanos. Inquieto, torcí el cuello en busca de un colega que también llevara smoking. Las señoras se habían arreglado un poco, sin duda, pero los tíos iban con uniforme de oficina. Sí, me había equivocado de medio a medio. Sin la menor duda. No era de extrañar, maldita sea, que Martina me mirase tan mal. De repente me cruzó la cabeza una idea: con mi aspecto, hubiese desentonado menos en el escenario que en la platea.

Por fortuna, debía de haber visto la película, o el serial televisivo, de Otelo, pues a pesar del endiablado idioma, la versión musical de la historia seguía una trama que yo conocía bien. Lo del idioma seguía siendo un problema, pero pude seguir la acción sin excesivas dificultades. Hay un general de centelleante espada que, en los viejos tiempos de la antigüedad, toma una posición en una isla, llevando consigo a una tía en plan Lady-Di, que es su novia. Pero luego, ella empieza a tontear con un lugarteniente, un tipo amante de la diversión con el que simpaticé enseguida. La vieja historia de siempre. Ella intenta hacerle un número de ésos de tipo enrevesadamente sutil a su marido; ya saben, eso de andar todo el día haciendo propaganda de su amante y cantando sus alabanzas. Pero un compinche de Otelo ha husmeado la pista y, con la esperanza de obtener a cambio algún beneficio, le va con el soplo al jefe. Pero el muy merluzo de Otelo no puede o no quiere creer lo que le cuentan. Una situación típica. Bueno, el amor es ciego, pensé, y cambié de posición en la butaca.

A fuer de sincero, todo esto estaba lejos de ocupar el centro del escenario en mis pensamientos. Era una noche selvática del joven verano de Nueva York, y el sistema de refrigeración del teatro no era capaz de detener la invasión procedente del exterior. Empecé a notar que mi americana de alquiler desprendía un aroma impresionante. O, mejor dicho, más que un único aroma, toda una antología de olores mortales, la pista de los centenares de gordos sudorosos que se la habían puesto antes que yo, y que volverían a usarla en cuanto yo la devolviese. ¿Soplaba el viento hacia la gente que ocupaba los asientos situados a mi espalda? Hasta la misma Martina frunció el entrecejo y olisqueó vacilante. Cada vez que me movía, la americana seleccionaba, estremecida, una nueva variante olfativa. O me estaba entrando una paranoia nasal, o esa americana tenía de todo: ceniceros llenos, soperas derramadas, butacas usadas de locales de porno, goteos de usuarios de revistas de desnudos, burbujeos alcohólicos. No cabía la menor duda. Aquella prenda había vivido lo suyo sobre los anchos hombros de una pandilla de tipos muy gordos y muy enfermos. Me rasqué la nariz. Joder. Otro malicioso pedo emergió de mi sobaco derecho. Martina olisqueó el aire, se agitó en su butaca. Será mejor que no me mueva bruscamente, pensé, y traté de quedarme quieto, envarado y como en trance.

El destino me había proporcionado otro motivo para evitar toda clase de meneos. Mi necesidad de echar una meada —muy intensa hacía una hora, cuando, mientras bajaba con el taxi a casa de Martina, ensayaba mentalmente una agradecida y copiosa sesión en el lavabo de su casa— había ido agravándose para convertirse en una fuente de agónicos dolores. Tenía la sensación de aguantar sobre mi regazo una bala de cañón al rojo vivo. Estudié la posibilidad de salir disparado hacia el váter, por supuesto, pero no era, evidentemente, el tipo de comportamiento que sería bien visto en un sitio así. Esto no es el cine, pensé. La gente que va a la ópera no usa los váteres, ni siquiera cuando están en su casa. Y, de todos modos, hubiera bastado que me levantase vestido de aquella guisa para que todo el teatro se me cayera encima. Retorcí mi cara y removí mis bajos tratando de aliviar al máximo la tensión de mi vejiga. Los olores aprovecharon la agitación para propagarse otra vez. Otelo aulló como un crío por lo del pañuelo que había perdido. Martina olisqueó el aire una vez más, se movió inquieta. Quizá pensaba que Otelo estaba pasando un mal momento. Pero lo que no sabía era todo el daño que Otelo me estaba haciendo a mí, los tormentos que me hacía pasar, el super sufrimiento que padecía la caldera hirviendo que estaba sentada a su lado.

Como un diluvio, el telón cayó sobre el escenario. La platea se regocijó de la circunstancia. Con paso tembloroso, seguí a Martina hasta el final de la fila, y luego pasillo arriba. Cuando salimos al vestíbulo, vi un indicador que parecía señalar la situación de los lavabos, y salí disparado, rompiendo así la negra puerta de mi dolor. ¡Ay! ¡Sólo para minusválidos! Había un cochecito eléctrico aparcado en la puerta, y un encargado vestido de blanco que me lanzó una mirada santurronamente asesina. Tropezando, di media vuelta y divisé a Martina, que permanecía sentada, no muy lejos de allí, en un sofá sin respaldo, llorando a mares mientras rebuscaba en el interior de su bolso. Ojalá la gente no se empeñara en hacer cosas en el momento de llorar. Ya duele bastante llorar, y lo otro no hace sino complicar las cosas. Corrí hacia ella. Será por el pobre Otelo, pensé, y le dije:

—No es real, sabes. Sólo fingen. Joder, ¿qué pasa?

Le ofrecí mi mano, ella la tomó y la apretó contra su mejilla.

Necesitaba ese contacto humano.

—No te vayas. Por favor. No te vayas —dijo—. Escúchame.

***

Martina lo sabía todo. Sabía mucho más que yo. Pero ¿acaso no sabe todo el mundo mucho más que yo? Ustedes, por ejemplo.

Y ya saben, por supuesto, cómo son estas cosas cuando por fin les das riendas suelta, suelen salir desordenadamente, y lo normal es que uno no se encuentre en el estado más adecuado para escuchar con atención. Permanecí sentado junto a ella, con ambas rodillas subiendo y bajando a la velocidad de un taladro callejero, mordiéndome los labios, escuchando. Deslumbrante y frío, Ossie había regresado de Londres esa misma tarde. Hubo un enfrentamiento: Martina lo sabía; de hecho, estaba enterada desde hacía dos años. Las mujeres lo captan. Lo huelen. Selina, la niña, la trampa. Él lo confesó todo. Ossie estaba furioso, furioso y perplejo y fastidiado. Estuvo a punto de pegarle, el hijo de puta. Estuvo a punto de pegar a Martina. Ooh, si alguna vez… Martina me dijo que toda su vida había deseado tener niños, desde que ella misma era una niña. Ossie no quería hijos, pero había hecho lo posible, lo había puesto todo de su parte. En fin, que lo había probado. Se habían pasado probándolo los últimos cinco años. Se habían pasado horas cogidos de la mano en salas de espera de clínicas especializadas. Habían seguido cursos sobre cómo utilizar ciertas drogas capaces de obrar milagros. Ossie se había corrido en tubos de ensayo y andado de un lado a otro de la casa con un termómetro puesto en el culo. Nada, ningún resultado. Incompatibilidad… Y todo el dinero era de Martina. Todo, siempre. Ossie contribuía con el sueldo que le proporcionaba su talento, lo cual era sin duda mucho dinero. Pues, al fin y al cabo, ¿quién se dedicaría hoy en día a pasarse todo el día comprando y vendiendo dinero, si no fuera por dinero? Pero Ossie no tenía pasta de verdad, en esas cantidades ingentes que permanecen inalterables por mucho que despilfarres. De modo que Martina le había dado la patada. Aquella misma tarde. No hay nada tan capaz de liberar a las mujeres como el dinero… Con su mano apoyada todavía en la mía (y mientras los primeros terrícolas abandonaban el bar para regresar a las butacas), Martina me dio las gracias por ser amigo suyo. Estaba agradecida de lo que ella calificó de desinteresada atención por mi parte. Elogió mi varonil silencio acerca de la participación de Selina en aquel embrollo. Dijo que tenía la sensación de poder decirme todo aquello (y ahora sonaron los primeros timbres y zumbidos, y trajes y vestidos pasaron velozmente ante nuestras narices), porque, dijo, había comprendido, viéndome sentado allí, que también yo estaba conmovido, porque yo también sabía lo que era el dolor de quien ha sufrido una decepción, porque yo también conocía el silencio de quienes padecen… ¿Qué les parece? Un ser humano, auténticamente humano. Bajé la vista, miré sus uñas y vi lo mordisqueadas que las llevaba. El dolor había llegado hasta las puntas de sus dedos, sin que yo me diera cuenta, sin que en realidad yo me hubiese fijado.

—Martina —dije—. Dulce amor…

—Va a empezar.

—Tengo que ir al váter.

—No queda tiempo. Anda, vete. Corre.

—¿Adónde?

—Allí.

—No lo puedo usar. Es para minusválidos.

—Da igual. Ve.

Emergí el cabo de un par de minutos, y salimos volando hacia nuestras butacas.

—¿Ya te sientes mejor? —me preguntó mientras nos sentábamos—. Estás como destrozado.

—No, me encuentro bien —dije. Pero no era cierto.

Estaba destrozado. No había conseguido quitarme la maldita faja. Joder, qué mala idea había sido lo de la faja rosa. Bajo la mirada burlona del encargado, pegué un resbalón y me pasé el rato retorciéndome sin éxito. Al final lo único que conseguí fue tensar más aún el nudo corredizo que me apretaba endiabladamente la tripa. Oí que Martina me llamaba desde el pasillo, y, deteniéndome sólo un instante para secarme las lágrimas con una toalla, salí.

El telón se abrió y volvió a comenzar la vieja historia.

El dolor tiene mucha paciencia, pero incluso el dolor llega a veces a sentirse aburrido y siente deseos de cambiar. Hasta el dolor acaba sintiéndose fastidiado, y entonces le vienen ganas de encontrar alguna variación. No siempre quiere el dolor aguantar ahí, doliendo todo el rato. Al cabo de una hora aproximadamente, había conseguido introducirme en algo así como una imparcialidad provocada por autohipnosis, cierta ingravidez que me recordó lejanamente los atascados sentimientos de rabia budista que experimento a veces cuando tomo conciencia de (o cuando alguien me comunica) algún nuevo fallo del Fiasco. Pero soy capaz de encajar los chistes, pensé, incluso cuando el chiste es mi vida, cuando el chiste soy yo. A menudo tengo la sensación de que doy risa. Carcajadas. Pero el chiste se está agotando, incluso ese chiste que soy yo empieza a perder su gracia, como todo lo demás. Cuando vi que mi vida comenzaba a adquirir forma, volumen, yo fui el primero en partirme de risa. Qué ingenioso, pensé. Las formas y volúmenes de la vida parecen ridículos, hasta que llega el momento en que te da la sensación de que son trampas, maldiciones, limitaciones humanas. Es posible que todos seamos tullidos, o minusválidos. Yo lo soy. He sido derrotado por la vida. No fui rival para ella. Soy un tullido en conjunto y pieza por pieza. Tengo problemas de calvicie, problemas de encías, problemas de todo. El corazón no me marcha bien. No sé nada. Soy débil, fatuo, frágil. Necesito una nueva dimensión. Estoy harto de hacer papeles de una sola frase… y entonces, cuando el rollo del escenario se acercó un poco más a su conclusión, cuando a base de técnicas de kung-fu logré al fin arrinconar a mi dolor contra la pared del sometimiento (oh, este tripón de torpe tormento) oí la voz de la mujer pidiendo perdón, sola, la mujer que confiesa ser culpable de todos los peligros y adicciones que son consecuencia de su naturaleza corporal. «¿Otelo?»… «Sí…». Ah, perdónala, joder. Hay tías, hay personas, que tienen una doble vida. Con una sola no les basta. ¡Necesitan dos! Dale una buena paliza, tío, dale una buena lección, divorciate de ella, pero no, pero no… No soporto verlo. Él agarra ahora la almohada. ¡Una tragedia, una mierda de tragedia! No la mates, la culpa sólo la tiene su naturaleza, pensé, y tal fue la efusión de mis emociones que la necesidad de mear volvió a despertarse, y el resto del espectáculo se redujo para mí a simple lluvia ácida.

***

—¿Me acompañas hasta el ascensor? —preguntó Martina.

—Pues, claro que sí.

Martina subió taconeando los peldaños y atravesó todo el vestíbulo. Yo iba siguiéndola, tan tranquilo. Me sentía…, bueno, de nada serviría negarlo, me sentía dolorosamente feliz. Durante la última media docena de subidas y bajadas de telón le había contado a Martina cuál era mi problema y, en un momento de hilarante confidencialidad, me ayudó a desprenderme de mi faja rosa para luego soltarme en el primer meódromo que encontramos. La meada en sí era pálida e inocente. No fue de un rubí encendido ni de un negro arterial, como yo me había temido. Atravesamos la calzada y nos sentamos en el cavernoso bar de un hotel, nos reímos de mi ropa, y hablamos con franqueza conmovedora de Selina y Ossie, Ossie y Selina. Más tarde, despreciamos los taxis que pasaban junto a nosotros y anduvimos toda la parte baja de la Octava Avenida, dejando atrás la calle Veintitrés y Chelsea sin una sola punzada de dolor.

—¿Te veré mañana? —le pregunté.

Llegó el ascensor y se abrieron sus puertas de acordeón.

—Sí, pero ¿qué se supone que tengo que hacer contigo?

—Nada.

Su sonrisa fue divertida o indulgente o simplemente amistosa, pero también cálida, abierta, rica. Avancé perezosamente. Ella retrocedió un paso para meterse en el ascensor. Se detuvo un momento, aguardó. Y, cuando vi que su cara mostraba un repentino terror, lo primero que pensé fue: Su reacción es exagerada, sin duda. No soy tan horrible. Pero entonces noté un duro pecho contra mi espalda, y oí la sacudida con la que se cerraban las puertas: éramos, así pues, tres pasajeros los que ascendíamos en aquel vehículo. Me volví con cautela. Un chico negro, muy alto, de la edad de Félix, no, algo mayor, más alto, tembloroso, y con una navaja de ancha hoja en sus manos, una navaja de un palmo o más.

Ah, así es como suele ocurrir. Porque ocurre. Aquí estamos todos, y está ocurriendo. ¿Y ahora qué? La navaja, afilada: cosa seria. Lo único serio.

—Vale, chico —dije. Era mi turno—. ¿Tienes algún problema?

—Cállate —dijo Martina.

—El piso. El piso, el piso.

—El séptimo —dijo Martina—. El último.

El chico pulsó el botón de un manotazo. El ascensor experimentó una sacudida. Paró. Luego siguió subiendo.

—Dinero —dijo Martina Twain—. Quieres dinero. Te lo daré. Llevo encima setenta dólares. Llévatelos. Llévatelos. Puedes llevártelos.

Y le ofreció el bolso, sosteniéndolo por la correa. Alzó abierta la palma de la otra mano. Sin trampas. Toma, estaba diciéndole, te lo ofrezco todo. El ascensor siguió abriéndose camino hacia arriba, suavemente.

—Dale todo tu dinero —me dijo Martina—. Ahora.

—¿Por qué?

Dáselo.

Su cara mostraba ahora orgullo o ira, y en sus ojos se reflejaba, con toda su dureza, su firme voluntad habitual. Fue fea durante unos momentos esa cara, y supe que no me quedaba otro remedio que desafiarla.

—Espera un momento —dije—. Ni siquiera nos lo ha pedido, todavía.

El ascensor se detuvo y el chico abrió la puerta de un tirón. Obedeciendo a un ademán de la navaja, Martina se encaminó a la puerta del apartamento.

—Ahí dentro no hay nada. Acepta nuestro dinero, por favor. Te lo prometo, te juro que no haremos nada. Toma nuestro dinero y vete.

Joder, pensé, la beneficencia de la culpa. La gente se lleva muy bien con su dinero, pero en cuanto aparece alguien que está verdaderamente necesitado, a todos se les ocurren de repente todas esas nuevas y magníficas ideas acerca de la redistribución de la riqueza.

—Abre —dijo el chico cuando llegamos a la puerta.

Con un sonoro sollozo, Martina comenzó a rebuscar entre las llaves de su llavero. Bien, pensé. Era una puerta con multitud de cerrojos. Para que no entre nadie. Me volví. ¿Y ahora? No sabíamos qué pasaría. Probablemente, el chico tampoco lo sabía, todavía no. Permanecía tenso, temblorosamente presto, los nervios a punto, y su jodida navaja arrancando reflejos a la luz del rellano. Sí, todo temblaba. Martina seguía haciéndose un lío con las llaves. Del interior del apartamento salió un ladrido de ansiedad, un agudo gemido. El chico se puso tenso, pero no podía ponerse más tenso de lo que ya estaba. Y cuando sus ojos se desviaron lateralmente hacia la puerta pensé: A la mierda, y descargué toda la fuerza de mi gordo puño contra el metal de su mandíbula.

Durante diez segundos no pasó nada. El chico permaneció en su lugar, mirándome, incrédulo, desolado. ¡Vaya!, pensé. Ya no me queda ni sombra de la potencia de antaño. Pegarle había sido una de las peores ocurrencias de mi vida. Ahora hará lo que le dé la gana con Martina, sí, después de arreglarme la cara con su navaja. Sin embargo, tras este entreacto, tras esta lenta y vejada tregua, el chico cayó de lado hacia la pared, y también yo salté hacia allí, estaba preparado para el viaje, y le propiné otro puñetazo en el corazón. Agachó la cabeza, sin soltar aún la temblorosa navaja. Yo había retrocedido un poco, pero volví a asaltarle utilizando todo mi peso en la acometida; alcé mi gruesa rodilla de cerdo y se la incrusté en plena cara.

Cuando estás peleando, siempre tratas de explicarle de la forma más clara posible a tu adversario que el que está perdiendo es él. Al igual que en todos los deportes, es esencial mantenerse con la moral bien alta, tener la actitud más adecuada: pero tanto la moral como la actitud son precarias. Pueden desvanacerse en medio segundo, por ejemplo, en el instante en el que, bruscamente, tu nariz deja de apuntar hacia adelante para señalar hacia el interior de tu cráneo. Harían falta semanas y hasta meses para recuperar la moral después de eso, para volver a sentirte con ganas de pelear, pero tienes que conseguir este resultado en el otro medio segundo. Y, para entonces, un par de sucios dedos ya se te han clavado en los ojos, y una granuda frente se aproxima como un ladrillo a tus dientes.

De manera que, tras el rodillazo en la cara, le di un puñetazo en los huevos, y después un testarazo contra el labio superior. Sonó un doble ruido seco, y el chico se deslizó limpiamente hasta el suelo. Yo seguía maniobrando, con el piloto automático en marcha, dispuesto a rematar la faena. Otra cosa importante de las peleas —que es, de hecho, uno de los factores que salvan a las peleas de la condena eterna— es que, si consigues dar con los huesos del contrario en el suelo, puedes estar seguro de que podrás zurrarle a gusto, tomándote todo el tiempo necesario y con la mayor delectación. Y ya le había propinado un par de patadas exploratorias cuando, de repente, noté un golpe en el hombro y un tirón en el felpudo. Oh, no, otra pelea no, pensé, me di la vuelta, y la miré.

—Ya basta.

Bajé la vista, jadeando, recobrando el equilibrio. El chico estaba sin duda fuera de combate, perdida la navaja, unidas las temblorosas puntas de sus zapatillas deportivas.

—Vale —dije—. Llamaré a la poli.

—Han estado a punto de matarnos. Por tu culpa.

—¿Cómo?

Me quedé mirándola fijamente. Martina pretendía controlar la situación. Suponía que la fuerza de su personalidad sería suficiente para manejarla. No había sido necesaria mi vandálica intervención, en absoluto.

—¿Conque sí, eh? —dije—. ¿No ha sido él el culpable?

—Si les das el dinero, se van.

—¿No te has enterado? Hoy en día no les basta con el dinero. Buscan venganza. No es suficiente con pagarles para que se vayan. Se quedan lo que les das y luego te rajan.

En este momento el chico se movió un poco y trató de ponerse en pie. En actitud reflexiva, giré sobre mis talones y, sin pensarlo, le di una patada en el culo.

—Eres un bastardo violento, eso es lo que eres.

—Sí, y tú una jodida mojigata.

¿Mojigata yo?

—Luego discutimos eso. Ahora, llama a la policía. Venga.

Abrió la puerta con su tintineante manojo de llaves. Yo me apoyé con ambas palmas en la pared… Los ojos del chico estaban abiertos. No tenía la navaja muy lejos, pero este pícaro ya no volvería a las andadas. No era ningún peleón. Por esta noche se le habían acabado las ganas.

—¿Estás solo? —le pregunté. Él asintió tristemente, y lo mismo hice yo. La adrenalina o combustible utilizado en la pelea se me estaba solidificando, y notaba todo mi peso tirando de mis huesos hacia abajo. A mi edad todavía puedes ganar una pelea, incluso puedes ganarla con facilidad, pero siempre por los pelos… Estuve un momento mirándole, observando su cara derrotada, llorosa. Era demasiado joven y blando para esta especialidad laboral. Pensándolo bien, me sorprendió que hubiese tenido los cojones de tratar de robarnos. No parecía suficientemente andrajoso ni tirado como para intentar una cosa así. Aunque tal vez Martina y yo tampoco le pareciésemos gran cosa: una chica alta y de hombros delgados, sí, y su amigo, bueno, Fofete el Payaso. Me desanudé la pajarita. En este momento salió brincando al pasillo el pequeño Sombra. Me dijo hola y, moviendo la cabeza como una marioneta, inspeccionó al amigo que estaba tendido en el suelo. Tras estudiar las diversas posibilidades, decidió darle un lametazo en la boca. Pareció que esto fuera lo último que podía soportar el chico, otra humillación en una noche especialmente humillante.

Martina salió. Se inclinó sobre el chico en la elegante postura que utilizan las mujeres para mirar los cochecitos de niños de sus conocidas.

—¿Te encuentras bien? ¿Se encuentra bien?

—Sí. ¿Han dicho cuánto tardarían?

—Es viernes.

Martina y yo miramos hacia abajo, y él miró hacia arriba. Cambié el peso de pierna, y en el gesto de miedo que hizo el chico pude comprobar que estaba lejos de poseer una dentadura perfecta de negro. Los negros de Nueva York también tienen problemas, pero no suelen ir a resolverlos al dentista. En fin, un chico poco afortunado. Lo mismo que esas chicas, gordas pero sin tetas. Una desgracia. Malísima suerte.

—Déjenme ir.

Esto me hizo reír.

—Nada de nada, amigo. Mira, tío, hace unos minutos me estabas amenazando con un cuchillo. El coche patrulla viene para acá, ¿y pretendes ahora…? Pero ¿qué te has creído, que soy un estúpido liberal? Mira qué pinta tienes. Esta noche no irás a ninguna parte, amigo. ¿No te parece increíble? —pregunté, volviéndome hacia Martina.

***

Es cierto lo que dice la gente: un asalto a mano armada en Nueva York es un asunto muy feo. Hay mucho riesgo. Te juegas la salud, tienes que soportar un montón de molestias, y siempre acabas liado con los agentes de la ley. Y puede salirte caro. Encima.

Me costó Dios y ayuda poner en pie al muchacho. Luego me lo cargué a la espalda y me fui con él hasta el ascensor. Cuando bajábamos, el ascensor se detuvo a mitad de camino, y una señora con un perrito de aguas completó el fantasmal pasaje del vehículo. Creo que la anciana no se enteró de nada. Probablemente, si te enteras de todo no llegas a viejo, al menos en Nueva York. De modo que lo que hay que hacer es permanecer quieto, y poner cara de caniche. Cuando avanzábamos cojeando, de tres en fondo, por el vestíbulo, oímos los gritos de la sirena, y le dije a Martina:

—Que quede claro. Si ya están ahí cuando salgamos a la acera, le doy una patada en el culo y se lo entrego. ¿De acuerdo?

Martina se asomó a la acera, escrutó los murmullos callejeros. Yo también salí, cargado con mi gorgoteante compañero de fatigas. En la Séptima Avenida el gentío aún estaba arremolinándose en torno a las madrigueras de los noctámbulos y los refugios pornográficos. Un par de galgos que caminaban sobre sus altas patas, excitados por su gran juerga en el caluroso Manhattan nocturno, cruzaron delante de nosotros, tirando con fuerza de su anciano auriga. Miré a la derecha, miré a la izquierda, miré enfrente. Y qué diablos vi si no la mujer, esa de pelo jengibre, apoyada en una farola, con un pitillo alzado, en una actitud de desafío y reproche, como siempre.

Me libré del peso de aquel mamón, y dije:

—Vale, ya te puedes largar. Corre como el diablo…

Pero, se lo aseguro, aquel chico había hecho un atraco de más esa noche. En serio, no tenía futuro, ni el más mínimo futuro en el juego de la ley y el orden.

—Ayúdale.

—Ya lo intento. —Si logramos llevarle hasta la Octava Avenida, pensé, podría tumbarse en un portal o en un charco, y nadie se fijará en él—. Ayúdame.

Un desvencijado taxi pasaba ahora por la calle, lentamente. Nos observaba, como un dragón con librea a cuadros, cautelosos los ojos amarillos a causa de la ancianidad. Martina saltó a por él, y yo la seguí, tratando de vencerla en mi carrera de tres piernas, viendo que el taxi desaceleraba todavía más su marcha, hasta que se detuvo. El obeso taxista negro nos lanzó una mirada de hombre experimentado.

—¿Le acepta? —preguntó Martina, en tono confidencial.

—¿Está mareado?

—No, no le pasa nada —dije yo—. Le daré un billete de veinte. Llévele… —Al soltarle un poco para coger la cartera, el chico se desplomó.

—No me interesa —dijo el taxista. Pero no se fue. De hecho, me pareció que estaba a punto de quedarse dormido sobre el volante. Ese taxi que conducía era como su casa. Por su aspecto, se hubiera dicho que llevaba clavado en ese asiento veinte años por lo menos.

—Doblo la oferta —dije.

—Le he dicho que no me interesa.

—Es su hermano, joder. Es uno de los suyos.

—Y a mí qué.

—Bien —le dije a Martina—, ya le aceptará la poli. Se lo llevarán gratis. Estoy harto del asunto.

Nuevas sirenas avanzaban hacia nosotros, a dos o tres bocacalles de distancia. Vi las luces giratorias que barrían el espacio en Christopher Street. El taxista intervino entonces:

—Parece que tienen ustedes muchas ganas de que alguien se lo lleve. Primero avisan a la policía, y luego cambian de opinión. Me parece que voy a quedarme por aquí, y van a tener que dar ustedes bastantes explicaciones.

Mi instinto, llegados a este punto, me inducía a salir corriendo de allí. Pero el taxista, con un experimentado movimiento en marcha atrás de su codo, abrió la puerta de atrás y me dirigió una sonrisa somnolienta.

—En cuanto a usted —dijo—, por regla general le digo a la gente que se guarde su pasta. Pero a usted le cobraré cincuenta. Y veinte para mi hermano, en cuanto le meta en el asiento de atrás. Es mi precio.

Martina y yo acabamos pagando a escote. Ella quería pagarlo todo, pero yo también, por alguna extraña razón, quizá genética. Al fin y al cabo, ella me había invitado a ver Otelo. Y Martina es rica, lo recuerdan ustedes, ¿no? A mitad de la escalera de la fachada tomé a Martina del brazo. La cabeza de jengibre seguía vigilándome. Enmarcada por las hojas y la luz de la farola, acercó una cerilla a otro pitillo, con el velo parcialmente levantado, cerrados los hombros hacia adelante. Ahora, ahí en medio de la calle, no parece tan loca, pensé. Se diría que controla su propia rareza.

—¿Ves a esa mujer de ahí? —dije—. Me sigue. Me sigue por la noche.

—No es una mujer —dijo Martina.

—¿Eh?

—Mírale las manos. Y los tobillos, los hombros.

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