Diez negritos (Ilustrado)

Diez negritos (Ilustrado)


Capítulo 3

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Capítulo 3

LA cena estaba terminada.

Los platos habían sido excelentes, los vinos exquisitos, Rogers había servido la mesa admirablemente.

Todos estaban de buen humor y las lenguas empezaban a desatarse. El juez Wargrave, dulcificado por el delicioso vino de oporto, era espiritual e irónico; el doctor Armstrong y Tony Marston le escuchaban con placer.

Miss Brent hablaba con el general MacArthur; habían encontrado amigos comunes. Vera Claythorne le sometía a mister Davis cuestiones pertinentes al África del Sur, tema que mister Davis conocía a fondo.

Lombard seguía esta conversación. Una o dos veces levantó los ojos bruscamente y sus párpados se encogieron. De vez en cuando miraba discretamente alrededor de la mesa y estudiaba a los otros comensales.

De repente Marston exclamó:

—Son raras estas estatuillas, ¿verdad?

En el centro de la mesa redonda, sobre una bandeja de cristal estaban colocadas unas figurillas de porcelana.

—Negros —dijo Tony—. La isla del Negro. De ahí es de donde viene la idea, supongo.

Vera se inclinó hacia delante.

—En efecto, es divertido. ¿Cuántos son? ¿Diez?

—Sí… hay diez.

Vera exclamó:

—Son graciosos. Son los diez negritos de la canción de cuna; en mi cuarto está en un cuadro, suspendido sobre la chimenea.

—En mi cuarto también —dijo Lombard.

—En el mío también.

—Y en el mío.

Todo el mundo hizo coro.

—La idea no es vulgar —dijo Vera.

El juez Wargrave gruñó:

—Decid mejor es infantil.

Después se sirvió oporto.

Emily Brent lanzó una mirada a Vera, que respondió con una inclinación de cabeza y las dos se levantaron. Hasta el salón con las ventanas abiertas que daban sobre la terraza, les llegaba el ruido de las olas rompiendo en las rocas.

—Me encanta escuchar el murmullo del mar —indicó Emily Brent.

—A mí me horroriza —contestó Vera con voz seca.

Miss Brent le miró sorprendida. Vera enrojeció y añadió conteniendo su emoción:

—No será agradable estar aquí un día de tempestad.

—La casa debe de estar cerrada durante el invierno —dijo miss Brent—. Los criados rehusarán quedarse aquí.

Vera murmuró:

—No importa la época; debe ser difícil encontrar personas que quieran vivir en una isla.

Emily Brent hizo esta reflexión:

—Mistress Oliver puede sentirse contenta de haber encontrado este matrimonio de servidores; la mujer es una excelente cocinera.

«Es fantástico la forma con que estas solteronas equivocan los nombres», pensó Vera.

Y añadió con voz clara y lenta:

—Tiene suerte mistress Owen, verdaderamente.

Emily Brent sacó de su bolso una labor de punto y en el momento que cogía las agujas se detuvo y preguntó a su compañera:

—¿Owen? ¿Ha dicho usted Owen?

—Sí.

—En mi vida había oído ese nombre.

Vera dedujo.

—Pero bueno…

No pudo terminar la frase. La puerta se abrió dando paso a los hombres; les seguía Rogers trayendo el café en una bandeja.

El magistrado se sentó al lado de miss Brent y Armstrong al lado de Vera. Tony se dirigió hacia la ventana que seguía abierta. Blore examinaba con asombro una estatuilla de bronce, preguntándose cándidamente si esas formas angulosas representaban el cuerpo de una mujer.

El general MacArthur, de espaldas a la chimenea, se atusaba su corto bigote blanco, la cena había sido espléndida y regocijábase de haber aceptado la invitación. Lombard hojeaba el Punch, puesto con otros periódicos en una mesita cerca de la pared. El criado sirvió el café, negro, fuerte, ardiendo.

En resumen, todos los invitados estaban encantados de la vida, después de la copiosa y exquisita cena. Las agujas del reloj señalaban las nueve y veinte. En el salón reinaba un silencio… un silencio de confortable beatitud.

En medio de este silencio se oyó una voz… inesperada, sobrenatural:

«Señoras y caballeros. Silencio por favor».

Todos se sobresaltaron, se observaron unos a otros y escudriñaron las paredes. ¿Quién había hablado?

La voz continuó alta y clara:

«Os acuso de los siguientes crímenes:

»Edward George Armstrong, usted causó la muerte a Luisa Mary Glees el 14 de marzo de 1925.

»Emily Caroline Brent, es responsable de la muerte de Beatryz Taylor el 5 de noviembre de 1931.

»John Gordon MacArthur, usted envió a la muerte con la mayor sangre fría al amante de su mujer, Arthur Richmond, el 4 de enero de 1917.

»William Henry Blore: es usted causante de la muerte de James Stephen Landor el 10 de octubre de 1928.

»Vera Elisabeth Claythorne, el 11 de agosto de 1933 mató usted a Cyril Oglive Hamilton.

»Philip Lombard, en el mes de febrero de 1932 llevó a la muerte a veintiún hombres miembros de una tribu de África Oriental.

»Anthony James Marston, el 14 de noviembre último mató a John y Lucy Combes.

«Thomas Rogers y Ethel Rogers, el 6 de mayo de 1929 dejaron morir a Jennifer Brady.

»Lawrence John Wargrave, el 10 de junio de 1934 condujo a la muerte a Edward Seton.

»Acusados: ¿Tienen ustedes algo que alegar en su defensa?».

La voz acusadora se calló.

Después de un instante de silencio absoluto se oyó el ruido de una vajilla; a Rogers se le cayó de las manos la bandeja con el servicio del café. En este mismo momento les llegó del vestíbulo un grito y el ruido de una caída.

 

Lombard fue el primero en levantarse y corrió hacia la puerta, al abrirla se encontró con mistress Rogers tendida en el suelo.

Lombard llamó a Marston en su ayuda. Entre los dos levantaron a la mujer y la llevaron al salón.

El doctor intervino, auxilió a los que traían a la sirvienta para tenderla en el sofá y se inclinó para examinarla.

—No es nada —anunció—. Un simple desvanecimiento; volverá en sí de un instante a otro.

—Vaya a buscar coñac, Rogers —dijo mister Lombard.

El criado, con el semblante lívido y temblorosas las manos, salió rápidamente de la estancia.

Vera gritó:

—¿Quién hablaba? ¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado…

El general MacArthur balbució:

—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta?

Sus manos temblaban, sus espaldas se doblaron y de repente pareció envejecer diez años.

Blore secóse el sudor de la cara con el pañuelo. Sólo el juez Wargrave y miss Brent quedaron impasibles en apariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily Brent tenía los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba su actitud acostumbrada, con la cabeza gacha. Con una mano se rascaba suavemente la oreja. Sólo sus ojos se movían. Su mirada, perpleja y brillante de inteligencia husmeaba todos los rincones del salón.

Viendo al doctor ocupado con la mujer desvanecida, Lombard tomó la iniciativa de responder a las preguntas formuladas por Vera y el general.

—Esa voz parecía venir desde la habitación en que estamos.

Pero ¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego ninguno de nosotros! —exclamó Vera.

Lo mismo que el juez, Lombard recorría con la mirada todos los rincones de la habitación. Su mirada se posó en el ventanal y movió la cabeza dudando. De repente sus ojos brillaron y con paso rápido se dirigió hacia una puerta cercana a la chimenea que daba a la estancia contigua.

Abrió la puerta bruscamente y lanzó una viva exclamación:

—Esta vez lo encontré.

Los demás se unieron inmediatamente, sólo miss Brent se quedó sentada en la butaca.

En aquella habitación había una mesa arrimada a la pared que daba a la sala. Sobre la mesa había un gramófono de un modelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro. Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeros casi imperceptibles horadados en el tabique.

Volvió a colocar el gramófono en su sitio; fijó la aguja sobre el disco e inmediatamente escucharon de nuevo:

«Os acuso de los crímenes siguientes».

—¡Pare, pare! ¡Esto es horrible! —exclamó Vera.

Lombard obedeció y Armstrong dio un suspiro de satisfacción añadiendo:

—Han querido gastarnos una broma. ¡He ahí todo!

La voz del juez murmuró:

—¿Cree usted que se trata de una broma?

El médico le miró fijamente.

—¿Qué quiere usted que sea?

El magistrado, pellizcándose los labios, declaró:

—En estos momentos no estoy, en absoluto, en disposición de opinar.

—Olvida un detalle —intervino Anthony Marston—. ¿Quién ha puesto el gramófono en marcha?

—En efecto. Me parece que una indagación se impone para esclarecer este punto —murmuró agriamente Wargrave.

Se fue hacia el salón y todos le siguieron.

Rogers entraba con un vaso de coñac. Miss Brent estaba inclinada sobre la cocinera que se quejaba.

Hábilmente, Rogers se interpuso entre las dos mujeres.

—Permítame, señorita, decirle una palabra… Ethel… Ethel… no te atormentes, no es nada serio…, ¿me comprendes…? Anímate un poco.

La criada respiraba con dificultad. Sus ojos fijos y asustados recorrieron todas las caras. La voz de su marido se hacía cada vez más fuerte:

—Anda, Ethel, no te excites.

—Se encontrará mejor dentro de poco; sólo se trata de una broma —le dijo el doctor amablemente, en animoso tono.

—¿Me he desmayado, doctor?

—Sí, mistress Rogers.

—Era esa voz… esa horrible voz… Como si fuera la de un juez.

De nuevo su cara se puso verdosa y sus ojos parpadearon.

El doctor pidió vivamente:

—¿Dónde está el coñac?

Rogers había puesto el vaso encima de una mesita, se lo dio al doctor que se inclinó sobre la criada.

—Tenga, beba esto.

Bebió un sorbo y tosió. El alcohol le sentó muy bien; los colores reaparecieron en su semblante.

—Me siento mejor ahora —dijo la enferma—. Esto me ha impresionado mucho.

Su marido la interrumpió:

—Lo creo; a mí también. Dejé caer la bandeja. Son infames mentiras… Me gustaría saber…

Fue interrumpido por una tos… una tosecilla seca, pero que le cortó la palabra. Miró al juez que, en el tono de antes, volvió a toser.

—¿Quién ha puesto ese disco en el gramófono? ¿Ha sido usted, Rogers? —interrogó el juez.

Rogers protestó.

—No sabía de qué se trataba señor; juro que lo ignoraba. Si hubiese sabido lo que decía no lo hubiera puesto, se lo aseguro.

El juez profirió con voz brusca:

—Quiero creerle, pero, sin embargo, me gustaría que me proporcionara algunas explicaciones, Rogers.

El criado se secó el sudor de la frente con un pañuelo y declaró con franqueza:

—No he hecho más que obedecer órdenes.

—¿Qué ordenes?

El juez Wargrave insistió:

—Esclareceremos un poco esto. ¿Qué órdenes le ha dado exactamente mister Owen?

—Me dijo que pusiera un disco en el gramófono, que este disco lo encontraría en el cajón y mi mujer pondría el gramófono en marcha cuando yo sirviese el café en el salón.

—Esta historia me parece extraordinaria —murmuró el juez.

—Es cierto, señor, lo juro. No me pareció raro porque el disco llevaba una etiqueta y yo creía que era música como los demás.

Wargrave miró a Lombard, preguntándole:

—¿Había una etiqueta en ese disco?

Lombard asintió con la cabeza y rio burlonamente descubriendo sus dientes blancos y puntiagudos.

—Es exacto, señor, ese disco lleva el título: El canto del cisne.

El general MacArthur estalló colérico:

—Todo esto es grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué idea han tenido al lanzar acusaciones tan monstruosas contra nosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen o quien sea.

Miss Brent le interrumpió:

—Pero ¿quién es ese señor? He aquí la cuestión —dijo con aire indignado.

El juez meditó. Expresóse con la autoridad que le había conferido una vida entera pasada en los tribunales.

—Ante todo interesa esclarecer este detalle. Rogers, llévese a su mujer a su habitación y que se acueste. Luego, vuelva en seguida.

—Bien, señor.

—Espere que le ayude, Rogers —añadió el doctor.

Apoyada en los dos hombres, mistress Rogers salió vacilante de la estancia.

Cuando hubieron salido, Tony Marston dijo:

—No sé si opinará lo mismo que yo, pero voy a beber una copita de licor.

—Yo también —añadió Lombard.

—Voy a ver si descubro por ahí algunas botellas —dijo Tony alejándose.

Unos instantes después, ya estaba de vuelta.

—Ya las tengo, las descubrí en una bandeja cerca de la puerta, nos estaban esperando.

Las puso delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. El juez y el general se hicieron servir un buen whisky. Todos necesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió un vaso de agua.

El doctor reapareció en el salón.

—Está mucho mejor. Le he dado un sedante para que descanse. ¿Están ustedes bebiendo? Les imitaré muy gustoso.

Los hombres llenaron por segunda vez sus vasos.

Unos minutos después volvió Rogers.

El juez se encargó de continuar el interrogatorio.

Pronto el salón se transformó en un tribunal improvisado.

—Veamos, Rogers: queremos conocer algo de esa historia. ¿Quién es mister Owen? —preguntó el magistrado.

—Pues el propietario de la isla, señor.

—Sí. Ya lo sé. Pero ¿sabe algo de él?

Rogers bajó la cabeza.

—No puedo decirle nada en absoluto, pues no lo he visto jamás.

Un movimiento de sorpresa se produjo en todos.

El general MacArthur preguntó a su vez:

—¿No le ha visto jamás? ¿Qué cuento es éste?

—Mi mujer y yo estamos aquí sólo desde hace unos días. Fuimos contratados por mediación de una agencia de colocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la que nos escribió.

Blore aprobó con la cabeza.

—Es una agencia antigua —dijo.

—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.

—¿La carta que nos escribieron? No, señor; no la he conservado.

—Continúe su historia. Dice que fueron contratados por carta…

—Si, y se nos fijaba el día que teníamos que venir. Aquí todo estaba en orden, había provisiones en abundancia y nos gustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el polvo.

—¿Y después?

—Nada, señor; recibimos instrucciones, por carta, de preparar las habitaciones para recibir a los invitados, y ayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owen diciéndonos que no podía venir y que cumpliéramos con nuestro deber lo mejor posible en su ausencia. Nos daba órdenes para la cena y nos pedía que pusiéramos el disco a la hora del café.

—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.

—Sí, señor; la llevo encima.

Sacó la carta del bolsillo y el juez se la cogió de las manos.

—¡Hum! Tiene el timbrado del Ritz y está escrita a máquina.

—¿Me permite verla? —le dijo Blore, que estaba a su lado.

La cogió de manos del juez y la recorrió con la vista. Luego murmuró:

—Es una máquina Corona nueva, y sin ningún defecto; papel comercial ordinario. No estamos más adelantados que antes. Podrían sacarse huellas digitales, pero me parece que no encontraríamos ninguna.

Wargrave le miró con atención creciente.

Marston, de pie, al lado de mister Blore, miraba por encima de su espalda y señaló:

—Nuestro anfitrión tiene unos nombres muy extraños: Ulik Norman Owen. Se llena la boca uno al decirlo.

El viejo magistrado se sobresaltó:

—Le estoy muy reconocido, mister Marston; acaba de llamar mi atención sobre un punto bastante sugestivo.

Miró a su alrededor y alargando el cuello como una tortuga enfadada, añadió:

—Creo que el momento es propicio para reunir todas las informaciones que poseemos. Me parece que cada uno deberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietario de esta casa.

Hubo un momento de silencio y, un tanto malhumorado continuó:

—Aquí somos todos invitados. A mi juicio sería utilísimo que cada uno de nosotros explicase exactamente a título de qué se encuentra aquí.

Al cabo de un instante, Emily Brent tomó la palabra muy decidida.

—Hay en todo esto algo misterioso. Yo he recibido una carta cuya firma era casi imposible descifrar. Parecía proceder de una amiga que tuve hace dos o tres años en una playa. He creído leer Ogden y Oliver. Ahora bien, conozco a una señora Ogden y otra mistress Oliver, pero puedo afirmar con toda seguridad que jamás he conocido una mistress Owen.

—¿Tiene usted esa carta, miss Brent? —preguntó el juez.

Subió a su cuarto y volvió con ella en las manos a los pocos minutos.

Después de haberla leído, el juez indicó:

—Comienzo a comprender… ¿Y usted, miss Claythorne?

Vera explicó cómo había sido contratada en calidad de secretaria de mister Owen.

—¿Y usted, mister Marston? —dijo en seguida Wargrave.

—Recibí un telegrama de uno de mis amigos, Badger Berkeley —respondió Anthony—. De momento quedé sorprendido, pues creía que ese sinvergüenza se encontraba en Noruega. Me decía que viniese aquí en seguida.

El juez inclinó la cabeza y añadió:

—Doctor Armstrong, ¿qué tiene que decirnos?

—Yo vine aquí a título profesional.

—Bien. ¿Y no tiene usted ninguna relación con la familia Owen?

—No, sólo el nombre de uno de mis colegas era simplemente citado en la carta.

—Desde luego esto prestaba más verosimilitud —añadió el magistrado—. ¿No le daba a usted tiempo a entrevistarse con su colega?

—No. No me fue posible.

Lombard, que examinaba la carta de Blore desde hacía un momento, dijo de repente:

—Escuche, acaba de ocurrírseme una idea.

Wargrave levantó la mano.

—Espere un minuto.

—Pero si…

—Vayamos por orden, mister Lombard. En este momento estamos aclarando las causas que motivaron nuestra asistencia aquí. ¿General MacArthur?

Atusándose siempre el bigotito, el viejo militar murmuró:

—Recibí una carta… de ese mister Owen… me hablaba de los viejos camaradas míos que podía encontrar aquí… Y me pedía sus excusas al hacerme la invitación de esta forma. No he guardado la carta.

Wargrave llamó:

—¿Mister Lombard?

El cerebro de Lombard no había estado inactivo. ¿Debía hablar con toda franqueza? Tomó una decisión.

—La misma historia que los demás. La invitación hace alusión a unos amigos comunes y he caído en la trampa. Por desgracia rompí la carta.

Wargrave se volvió hacia mister Blore y mirándole fijamente añadió:

—Acabamos de pasar por una prueba muy desagradable. Una voz que parecía venir de ultratumba nos ha llamado a todos por nuestros nombres y ha hecho acusaciones precisas contra nosotros de las cuales ya hablaremos después. Ahora lo que interesa es un detalle menos importante. Entre los nombres citados oímos el de William Henry Blore. Pero entre nosotros nadie se llama así. En cambio, el de Davis no ha sido mencionado. ¿Qué dice a esto, mister Davis?

—¿Por qué ocultarlo por más tiempo? Yo no me llamo Davis.

—Entonces, ¿usted es William Henry Blore?

—Sí.

—Permítame decirle una palabra —añadió Lombard—. Mister Blore: no sólo se ha presentado usted con un nombre falso, sino que además le he sorprendido mintiendo. Usted pretendía que venía de Natal. Conozco muy bien África del Sur y puedo jurar que no puso allí jamás los pies.

Todas las miradas convergieron sobre Blore… Miradas cargadas de cólera y desconfianza. Marston se abalanzó sobre él con los puños crispados.

—¡Ahora, dígame quién es, sinvergüenza!

Blore se echó hacia atrás, apretando sus mandíbulas, y contestó:

—Ustedes se equivocan. Tengo mis papeles y puedo enseñárselos. He pertenecido a la policía y dirijo actualmente una agencia de detectives en Plymouth y fui requerido para venir aquí por mister Owen.

Adjunta en su carta había una gran cantidad de dinero para mis gastos y me daba las instrucciones que debía seguir. Debía mezclarme con los invitados (me envió una lista) y vigilar sus hechos y gestos.

—¿Y qué razón le daba?

Blore contestó con amargura:

—Las joyas de mistress Owen. Me pregunto, ahora, si existe el tal mister Owen.

El juez repuso:

—Las conclusiones me parecen lógicas. ¡Ulik Norman Owen! En la carta dirigida a miss Brent el apellido era ilegible, pero el nombre se podía leer: Una Nancy O., es decir, siempre U. N. Owen. Con un poco de imaginación y fantasía se podría reconstruir la palabra inglesa «Unknown», es decir, desconocido.

—¡Pero esto es fantástico, es una locura! —exclamó Vera.

El juez repuso:

—Tiene usted razón, miss Vera. Estoy seguro de que hemos sido invitados por un loco, probablemente un loco… un maniático del crimen.

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