Diez negritos (Ilustrado)

Diez negritos (Ilustrado)


Capítulo 6

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Capítulo 6

EL doctor soñaba.

Hacía un calor excesivo en la sala de operaciones.

Seguramente habían exagerado los grados de temperatura. El sudor cubría su cara. Sus manos húmedas sostenían torpemente el bisturí.

¡Qué aguzado estaba este instrumento!

Se podía fácilmente matar a alguien con una hoja tan afilada. En este momento mataba a un ser humano.

El cuerpo de su víctima le era indiferente. No era la gruesa mujer de la otra vez, pero sí una forma delgada a la cual no le veía la cara.

¿Por qué tenía, pues, que matarla? No se acordaba de nadie. Le falló, por lo tanto, su ciencia.

¿Y si interrogase a la enfermera?

Ésta le observaba… pero nada decía… Leía la desconfianza en sus ojos.

¿Quién era, pues, esta persona echada sobre la mesa de operaciones?

¿Y por qué le habían tapado la cara?

¡Al fin! Un joven interno quitó el pañuelo y descubrió los rasgos de la mujer.

Era Emily Brent, naturalmente, con sus ojos maliciosos. Movía los labios. ¿Qué decía?

«En plena vida pertenecemos a la muerte».

Ahora se reía.

—No, señorita; no le ponga ese pañuelo —decía a la enfermera—; tengo que darle el anestésico. ¿Dónde está la botella de éter? ¡La traje conmigo! ¿Qué ha hecho usted con ella, señorita…?

«Quite ese pañuelo, señorita, se lo ruego».

«¡Ah! Ya me lo parecía. ¡Éste es Anthony Marston! Su semblante rojo y convulso… pero no está muerto, se está mofando, os juro que se burla… sacude la mesa de operaciones… señorita, sujétele, sujétele bien».

El doctor se despertó sobresaltado. Ya era de día y el sol entraba a raudales en la habitación. Alguien, inclinado sobre él, le sacudía.

Era Rogers. Un Rogers emocionado y asustado.

—¡Doctor! ¡Doctor!

El doctor abrió los ojos, se sentó en la cama y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Es por mi mujer, doctor; no la puedo despertar, he probado todos los medios. ¡Dios mío! Debe ocurrirle algo grave, doctor…

Saltó vivamente de la cama, se puso una bata y siguió a Rogers.

Se inclinó sobre la criada, que yacía en la cama, le cogió su mano fría y levantó sus párpados. A los pocos instantes se enderezó Armstrong y lentamente se alejó de la cama.

Rogers murmuró:

—¿Ella ha…? ¿Es que…?

Armstrong hizo un signo significativo:

—¡Todo acabó!

Pensativo, examinó al hombre que tenía delante; se dirigió hacia la mesilla de noche luego hasta el tocador y finalmente volvió al lado de su mujer.

Rogers le preguntó:

—¿Ha sido… ha sido su corazón, doctor?

Armstrong dudó unos instantes, antes de hablar.

—Rogers, ¿su mujer gozaba de buena salud?

—Sufría de reumatismo.

—¿La vio últimamente algún médico?

—¿Un médico? Hace muchos años que no nos ha visto un médico ni a mi mujer ni a mí.

—Entonces, no tiene usted ningún motivo para suponer que tenía alguna enfermedad del corazón.

—No sé, doctor; no sabía nada.

—¿Ella dormía bien?

Los ojos del criado evitaron la mirada penetrante del doctor. Se retorcía las manos y murmuró.

—En realidad no dormía bien… No…

—¿Tomaba alguna poción para dormir?

Rogers pareció sorprendido.

—¿Medicina para dormir? Que yo sepa, no; estoy casi seguro.

Armstrong volvió al tocador, donde había muchos frascos, loción capilar, colonia, glicerina, pasta para los dientes…

Rogers abría los cajones de la mesa y de la cómoda, pero en ningún lado había trazos de narcóticos líquidos o en comprimidos.

Rogers recalcó:

—Ayer noche ella tomó lo que usted le había dado.

A las nueve, cuando el gong anunció el desayuno, todos los invitados estaban ya dispuestos en espera de esta llamada.

El general y Wargrave se paseaban por la terraza y sostenían una discusión sobre asuntos políticos.

Vera y Lombard habían trepado a lo alto de la isla.

Por detrás de la casa sorprendieron a Blore mirando a la costa.

—Ningún barco a la vista; desde hace un largo rato espío la llegada de esa famosa canoa.

Con el semblante sombrío, Vera hizo esta observación:

—Se pegan las sábanas, en Devon, y el día comienza muy tarde.

Lombard contemplaba el mar y dijo bruscamente:

—¿Qué piensa del tiempo?

—Lo hará bueno —respondió Blore elevando la vista hacia el cielo. Lombard silbó y añadió:

—Antes de que llegue la noche tendremos viento.

—¿Tempestad? —preguntó Blore.

Desde abajo les llegó el sonido del gong.

—Vamos a desayunar, que tengo un hambre de lobo —dijo Lombard.

Bajando la cuesta, Blore comentó con voz inquieta:

—No vuelvo de mi sorpresa… ¿Qué razón tenía ese joven Marston para suicidarse? Esta idea me ha atormentado toda la noche.

Vera iba delante de ellos; Lombard se detuvo para contestarle:

—¿Concibe otra hipótesis que la del suicidio?

—Me harán falta pruebas, un móvil lo primero. Debía de ser muy rico ese joven.

Saliendo por la puerta del salón vino a su encuentro Emily Brent.

—¿Llegó la canoa? —preguntó a Vera.

—Todavía no —respondió Vera.

Entraron en el comedor. Sobre la mesa había una inmensa fuente con jamón y huevos, té y café.

Rogers, que les había abierto la puerta, la cerró tras ellos.

—Este hombre tiene cara de estar enfermo —observó miss Brent.

—Es preciso mostrarnos indulgentes esta mañana con el servicio. Rogers ha debido encargarse sólo de la preparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. La señora Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello…

—¿Qué le pasa a la señora Rogers? —preguntó miss Brent, inquieta.

El doctor, cual si no hubiese entendido la pregunta, dijo:

—Sentémonos: los huevos se van a enfriar; después discutiremos todos los asuntos.

Se acomodaron todos, sirviéndose el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo todos, se abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se entabló una conversación frívola sobre deporte, los acontecimientos actuales en el extranjero y la reaparición de la monstruosa serpiente marina.

La comida se terminó. El doctor retiró su silla y, aclarándose la voz y dándose un aire de importancia, comenzó a decir:

—He creído preferible esperar a terminar de comer para enterarles de la nueva tragedia. La mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.

Todos se sobresaltaron.

—Pero ¡esto es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en una isla desde ayer…

—¡Hum! Es extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa de la muerte? —preguntó el juez.

Armstrong alzó los hombros en señal de ignorancia.

—Imposible darse cuenta a primera vista.

—¿Hará usted la autopsia?

—Desde luego; no puedo dar el permiso de inhumación sin esta formalidad; y además ignoro totalmente cuál era el estado de salud de esta mujer.

—Ayer parecía estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por la noche recibió una conmoción; creo que debió morir de un ataque cardíaco.

—Es cierto, el corazón le falló… —replicó el doctor—. Pero ¿qué fue lo que provocó este ataque de corazón? Ésa es la pregunta.

Una palabra se escapó de los labios de Emily Brent, dejando una sensación desagradable entre todos.

—¡Su conciencia!

Armstrong se volvió hacia ella.

—¿Qué insinúa, miss Brent?

—Todos lo oyeron; ella y su marido han sido acusados de haber matado a su antigua señora, una dama vieja —respondió.

—Entonces, ¿cree…?

—Creo que esa acusación es cierta. Ayer noche, ustedes la vieron, lo mismo que yo, cómo se desvanecía al oír la revelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo de su fechoría… ha muerto de miedo.

—Su hipótesis es aceptable, pero no se puede aceptar sin saber si esta pobre mujer era cardíaca —arguyó el doctor.

Miss Brent volvió a insistir:

—Si usted lo prefiere, llámelo castigo del cielo.

Todos se escandalizaron. Blore replicó, indignado:

—Miss Brent, usted lleva las cosas demasiado lejos.

La solterona le miró con ojos brillantes y, levantando el mentón, contestó:

—¿Ustedes creen imposible que un pecador sea castigado por la cólera divina? ¡Yo no!

El juez murmuró irónico:

—Estimada señorita: la experiencia me ha enseñado que la Providencia nos deja a nosotros, mortales, la misión de castigar a los culpables. Nuestra tarea está a veces erizada de dificultades y no es muy expeditiva.

Miss Brent alzó las espaldas con incredulidad.

—¿Qué cenó anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blore.

—Nada —respondió el doctor.

—Usted afirma que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza de té, un vaso de agua?

—Apostaría a que bebió una taza de té; es el remedio corriente de esta gente.

—Rogers sostiene que no tomó nada.

—¡Claro! Puede decir lo que quiera —replicó Blore de una manera tan rara que el doctor se le quedó mirando.

—Entonces, ¿ésta es su opinión? —preguntó Philip Lombard.

—¿Por qué no? —añadió Blore—. Anoche escuchamos todos esa acusación. No puede ser más que una broma de un loco, ¡pero quién sabe! Supongamos por un momento que sea verdad que Rogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían seguros y se felicitaban por su buena suerte.

Vera le interrumpió:

—La señora Rogers no parecía muy tranquila.

Muy enfadado por esta interrupción, Blore miró a la joven como si quisiera decirle:

«Todas son iguales», y continuó:

—Puede ser; de todas formas, ni Rogers ni su mujer se creían en peligro hasta anoche que se descubrió el enredo. ¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió el conocimiento. ¿Se fijaron ustedes en el cuidado que tuvo su marido en no dejarla cuando volvió en sí? Había algo más que solicitud conyugal. Temía que revelase sus secretos. Y he ahí donde estamos. Los dos han cometido un crimen, y ahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueve posibilidades contra diez de que la mujer se delatara; no tendría valor para seguir mintiendo hasta el final, y ello era un peligro para su marido; y éste tiene valor suficiente para callar para siempre, pero no se fía de su mujer. Si ella hablaba, él corría el riesgo de ser ahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un veneno en la taza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?

—Pero ¡si no había ninguna taza vacía en el cuarto! Me aseguré yo mismo —objetó el doctor.

—Eso es lo natural —dijo Blore—. En cuanto tomó el brebaje, el primer cuidado del marido fue llevarse la taza y el platillo comprometedores y lavarlos, seguramente.

Hubo una pausa y fue el general MacArthur el que habló después.

—Me parece imposible que un hombre pueda obrar así con su mujer.

—Cuando un hombre siente que su vida peligra, el cariño nada tiene que ver —respondió Blore.

En este momento la puerta se abrió y entró Rogers. Mirando la mesa y a los invitados les preguntó:

—¿Quieren que les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si no había bastante asado, pero nos queda muy poco pan y el de hoy todavía no lo han traído.

—¿A qué hora suele venir la canoa? —preguntó el juez.

—De siete a ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Me pregunto lo que le habrá pasado a Fred, pues si estuviera enfermo enviaría a su hermano.

—¿Qué hora es, pues? —preguntó Lombard.

—Las diez menos diez, señor.

Philip Lombard movió ligeramente la cabeza. Rogers esperó un instante.

Bruscamente, el general le dijo con voz emocionada:

—Siento muchísimo lo ocurrido con su mujer. El doctor nos lo acaba de contar.

—Ya ve, señor… se lo agradezco mucho.

Llevóse la fuente del jamón, ya vacía, y salió del comedor.

De nuevo se hizo el silencio.

Fuera, en la terraza, Philip Lombard decía:

—En cuanto a esa canoa…

Blore le miró; bajando la cabeza dijo:

—Adivino su pensamiento, mister Lombard, yo me he preguntado lo mismo; la canoa hace más de dos horas que debiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?

—¿Usted encuentra una explicación?

—No es un accidente; oiga lo que pienso. Creo que esto forma parte de la mise en scène. En este asunto todo es probable.

—Entonces, ¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.

Tras él una voz… impaciente decía:

—La canoa no vendrá.

Blore volvióse ligeramente y percibió al que acababa de proferir esta frase.

—Entonces, mi general; ¿usted también duda de que venga?

—Seguro que no vendrá; todos contamos con esa barca para abandonar la isla del Negro, pero ¿quiere saber mi opinión? Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno de nosotros saldrá de ella. Esto es el fin…, ¿me comprenden…? ¡El fin de todo!

Dudó un momento y añadió con voz extraña:

—Disfrutamos de la paz… sí, de una paz dura…. Llegar al final del viaje… no más inquietudes… la paz…

Dio media vuelta y se alejó por la terraza hacia la cuesta que conducía al mar… en la extremidad de la isla donde las rocas se despegan y a veces caían al mar. Andaba como si estuviese adormecido.

—Uno que está ya medio loco —exclamó Blore—. Creo que todos vamos a perder la cabeza.

—Me parece que usted no la pierde —rectificó Lombard.

El ex inspector se echó a reír.

—Me hacen falta muchas cosas para enloquecerme, y apuesto a que usted no sucumbirá a la demencia colectiva.

—Por ahora me encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadió Lombard.

El doctor Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí un momento indeciso. A su izquierda se encontraba Blore y Lombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo. Al cabo de un instante, el doctor se volvió hacia el juez, pero en aquel momento Rogers salía de prisa de la casa.

—Doctor, ¿podría hablarle unas palabras tan sólo?

Armstrong se volvió, y parecía sorprendido de la expresión del criado. Éste tenía la faz verdosa y temblorosas las manos. El contraste entre la reserva de antes y su emoción actual era tan chocante, que el doctor quedó estupefacto.

—Doctor —insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle. ¿Quiere usted que entremos en la casa?

Penetraron en ella.

—Pero ¿qué le pasa, Rogers? Tranquilícese usted.

—Venga por aquí, doctor.

Abrió el comedor, en el cual entró el doctor, y Rogers cerró la puerta tras de él.

—Bueno, ¿qué es lo que le pasa?

—Mire, señor; aquí pasan cosas muy raras que yo no comprendo. Usted me tratará de loco, señor, pero es necesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me lo explico.

—Bueno, ¿me quiere decir de qué se trata? No me gustan las adivinanzas.

—Se trata de las figuritas de porcelana que están encima de la mesa. Había diez; lo puedo jurar que había diez.

—Es cierto, las contamos ayer noche a la hora de la cena.

Rogers se acercó.

—Es justamente esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuando quité la mesa, no había más que nueve. Me pareció raro, pero no le di ninguna importancia. Y esta mañana, al poner los cubiertos para el desayuno… estaba tan emocionado… pero hace unos momentos que vine para retirar el servicio… Cuéntelas usted mismo, si no me cree; sólo hay ocho. ¿No es esto incomprensible, señor? ¡Solamente ocho!

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