Diez negritos (Ilustrado)

Diez negritos (Ilustrado)


Capítulo 8

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Capítulo 8

BLORE se dejó convencer fácilmente. En seguida explicó su acuerdo y expuso sus argumentos.

—Lo que me viene usted a contar sobre las figuras de porcelana aclara un punto sobre esta historia. Desde luego, existe la locura dentro de todo esto. Me pregunto si nuestro mister Owen no tiene intención de realizar sus fechorías por mano de un tercero.

—¡Explíquese usted! —le indicó el doctor.

—Vean mi idea. Después que se oyó el gramófono, ayer noche, Marston tuvo miedo y se envenenó. Todo eso debe formar parte del plan demoníaco de U. N. Owen.

Armstrong movió la cabeza y volvió nuevamente a hablar del cianuro.

—Había omitido este detalle —dijo Blore—. Efectivamente, no es natural llevar de aquí para allá un veneno de tal categoría encima… Pero entonces, ¿cómo estaba el veneno en el vaso de Marston?

—He reflexionado mucho sobre este detalle —dijo Lombard—. Ayer noche, Marston bebió varios vasos de alcohol. Pero se pasó cierto tiempo entre el último y el anterior. En este intervalo de tiempo su vaso estaba sobre una mesa. No afirmaré nada, pero me parece habérselo visto coger de la mesita que está cerca de la ventana que estuvo abierta. Alguien pudo echar el cianuro en el vaso.

—¿Sin que ninguno lo hubiese visto? —atajó, incrédulo, Blore.

—Estábamos pensando entonces en otra cosa —dijo Lombard.

—Es cierto —añadió el doctor—. Discutimos a más no poder, cada uno absorbido en sus ideas. Evidentemente es verosímil.

—Ha debido de ocurrir en esta forma —añadió Blore—. Pongámonos a trabajar en seguida. Sin duda, será inútil el preguntarles si tienen ustedes algún revólver. Esto sería estupendo.

—Yo tengo uno —anunció Lombard, tentándose el bolsillo.

Blore abrió mucho los ojos.

—¿Y lo lleva siempre consigo? —le preguntó en un tono natural.

—Siempre, por costumbre, pues he vivido en un país donde la vida de un hombre está amenazada constantemente.

—Quiero creer que jamás ha estado en un sitio tan peligroso como esta isla, pues el loco que se oculta aquí seguramente dispondrá de un arsenal, sin hablar de un puñal o una daga.

Armstrong se sobresaltó.

—Puede ser que usted se equivoque, Blore. Ciertos maniáticos homicidas son gentes tranquilas y aparentemente inofensivas… hasta deliciosas… a veces.

—Por mi parte, doctor —observó Blore—, no alimento ninguna ilusión respecto a este particular.

Los tres hombres comenzaron su exploración por la isla.

Fue lo más sencillo. En el noroeste la costa estaba cortada a pico y en el resto de la isla no había árboles y casi nada de malezas. Los tres recorrieron la isla de la cima a la playa, registrando por orden y escrupulosamente las más pequeñas anfractuosidades de las peñas que hubieran podido ser la entrada de alguna caverna; pero su búsqueda resultó infructuosa.

Cuando bordeaban el mar, llegaron al sitio donde estaba sentado el general MacArthur contemplando el océano.

En este lugar apacible, donde las olas venían dulcemente a estrellarse, el viejo general, erguido el busto, fijaba su mirada en el horizonte.

La llegada de los tres hombres no le llamó la atención. Esta indiferencia les causó malestar.

«Esta quietud no es natural. Diríase que el viejo está inquieto», pensó Blore.

—Mi general, ha encontrado usted un rincón precioso para descansar.

El general frunció la frente, volviéndose lentamente hacia él y le contestó:

—Me queda tan poco tiempo… tan poco tiempo… Insisto para que no se me moleste.

—¡Oh! No queremos molestarle, mi general; dábamos una vuelta por la isla para ver si alguien se escondía en ella.

Frunciendo el entrecejo, el general rearguyó:

—Ustedes no me comprenden… basta ya… les ruego que se retiren.

Blore se alejó, confiando a los otros:

—Éste se está volviendo loco; no es necesario hablarle.

—¿Qué es lo que le dijo? —preguntó Lombard con curiosidad.

—Murmuró que no le quedaba mucho tiempo y que necesitaba que le dejasen tranquilo.

El doctor, alarmado, murmuró:

—A saber si ahora…

Cuando sus pesquisas terminaron estaban los tres hombres en la cima de la isla y, oteaban el horizonte. Ningún barco a la vista, y el viento refrescaba ya.

—Las barcas pesqueras no han salido hoy —dijo Lombard—. Una tempestad se prepara. Lástima que desde aquí no se vea el pueblo; podríamos al menos hacerles señales.

—¿Y si encendiéramos un gran fuego? —sugirió Blore.

—La desgracia es que todo ha debido de ser previsto —respondió Lombard.

—¿Cómo es eso?

—¿Qué sé yo? Una siniestra broma. Debemos de estar abandonados en esta isla. No se prestará atención a nuestras señales. Probablemente se ha prevenido a la gente del pueblo que se trata de una apuesta. ¡Qué historia!

—¿Usted cree que los lugareños se van a tragar este cuento? —interrogó Blore con escepticismo.

—La verdad resulta aún más inverosímil. Si les hubiesen dicho que la isla debía estar aislada hasta que su propietario desconocido, Owen, haya ejecutado tranquilamente a todos sus invitados, ¿cree usted que lo hubiesen creído?

El doctor expuso sus dudas:

—Yo mismo me pregunto por momentos si no estoy soñando. Por tanto…

Philip Lombard descubrió con una sonrisa sus blancos dientes.

—Y, por tanto…, ¡todo demuestra lo contrario, doctor!

Blore miraba al mar que rugía a sus pies.

—Nadie ha podido subir por aquí.

Armstrong bajó la cabeza.

—Evidentemente, está bien escarpado. Pero ¿dónde se oculta el individuo?

—Puede ser que haya una abertura disimulada en las rocas —apuntó Blore—. Con una barca podríamos dar la vuelta a la isla.

—Si tuviéramos una barca estaríamos camino de la costa —replicó Lombard.

—Es cierto, señor.

—En cuanto a esta parte del acantilado —dijo Lombard— no existe más que un sitio, hacia la derecha, donde puede que haya un rincón allá abajo. Si encontramos una cuerda bastante sólida me comprometo a bajar y nos aseguraremos.

—La idea no es mala —observó Blore—, aunque reflexionando me parece un tanto peligrosa. Pero voy a ver si encuentro alguna cuerda.

Con paso ligero se fue hacia la casa.

Lombard levantó los ojos hacia el cielo: las nubes comenzaban a juntarse y la fuerza del viento crecía por momentos.

—Parece usted taciturno, doctor. ¿Qué piensa?

—Me pregunto hacia qué grado de locura camina el viejo general MacArthur.

Vera sintióse toda la mañana nerviosa; rehusó la compañía de miss Brent con manifiesta repugnancia.

La solterona llevó una silla a un rincón de la casa resguardado del aire y sentóse haciendo la labor de mano.

Cada vez que Vera pensaba en ella parecía estar viendo una cara ahogada con los cabellos mezclados con algas marinas… una figura que sería bonita… muy bonita quizá… y que ahora no inspiraba piedad ni temor. Sin embargo, Emily Brent, aplacada y confiada en su virtud, seguía haciendo su labor.

En la terraza, el juez Wargrave estaba como apelotonado en una butaca de mimbre, con la cabeza hundida en el cuello.

Mirándole, Vera se imaginaba ver a un hombre joven de cabellos rubios y ojos azules asustados, sentado en el banquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus manos arrugadas, el juez se cubría con un birrete negro antes de pronunciar la sentencia de muerte.

Tras un momento de indecisión descendió con paso lento hacia el mar. Llegó a la extremidad de la isla, donde un viejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.

El general MacArthur, pues era él, se removió al acercarse Vera. Volvió la cabeza, y en sus ojos vio un destello de curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven se sobresaltó. Una idea había surgido en su mente.

«Es extraño. Diríase que él sabe…».

—¡Ah, es usted! —dijo el general.

Vera tomó asiento a su lado, en las rocas.

—¿Le gusta a usted también contemplar el mar? —le preguntó ella.

Muy suavemente afirmó con la cabeza.

—Sí, es agradable, y este rincón es bueno para esperar.

—¿Esperar? —repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?

—El final de la vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo, ¿no es cierto? Todos esperamos el final.

Extrañada, Vera le preguntó:

—¿Qué quiere usted decir?

Con voz grave, MacArthur respondió:

¡Ninguno de nosotros saldrá de esta isla! Está en el programa. ¿Por qué hacernos los ignorantes? Puede ser que usted no lo comprenda, pero lo agradable es la tranquilidad.

—¿La tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.

—Sí. Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegado a esa edad en que se piensa en la tranquilidad que se va a tener cuando se deje el peso de la vida. Un día llegará usted a sentirlo.

—Todavía no lo comprendo —le contestó Vera, con voz temblorosa.

Vera se retorcía nerviosamente los dedos, asustada por la presencia del viejo militar con ese aire de desengaño.

—A Leslie la amaba… sí, con locura —dijo el general, pensativo.

—¿Leslie era su mujer? —preguntole la joven.

—Sí, mi mujer. La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tan bonita y alegre…!

Tras un momento de silencio, continuó:

—Sí, quería mucho a Leslie; fue por esto por lo que hice aquello.

—¿Qué dice?

El general MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.

—¿Para qué negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Envié a Richmond a la muerte; esto era un crimen. ¡Bravo! ¡Un crimen…! ¡Y decir que siempre respeté la ley…! Pero en este momento no veía las cosas como hoy, y no tuve remordimientos. «Se lo ha buscado; lo tiene bien merecido». Así pensaba yo entonces… Mas luego…

—¿Qué? —inquirió Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejo y angustioso.

—No sé nada más… no sé nada… La vida se me apareció de otra forma distinta. No sé si Leslie supo la verdad… no lo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde murió y me dejó solo.

—Solo… solo… —replicó Vera. Y el eco de su voz se lo devolvían las rocas.

—Usted también será feliz cuando llegue su hora —continuó el general.

Vera se levantó y le respondió con voz seca:

—No comprendo a qué hace usted alusión.

—La comprendo, pequeña, la comprendo.

—No, mi general, usted no me comprende… No del todo.

El general volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente de la presencia de la joven, murmuró con voz cariñosa:

—Leslie…

Cuando volvía Blore de la casa llevaba una cuerda bajo el brazo; encontró a Armstrong en el mismo sitio en que lo había dejado, fija la mirada en las profundidades marinas.

—¿Dónde está Lombard? —preguntó con curiosidad.

—Ha ido a comprobar una de las hipótesis —le respondió Armstrong—. Estará aquí dentro de un minuto. Mire, Blore, estoy intranquilo.

—Todos lo estamos, me parece.

—Seguro… seguro… pero usted no me comprende. Me inquieto por el viejo general.

—¿Qué es lo que le pasa?

Con una mueca el doctor contestó:

—¿No buscamos a un loco? ¿Qué piensa usted de él?

—¿Usted le cree capaz de cometer asesinatos? —preguntó Blore, incrédulo.

—No diré tanto. No soy especialista en enfermedades mentales y no he tenido una conversación con él; ni le he podido estudiar, pues, desde ese punto de vista.

—Chochea, sí, se lo concedo del todo convencido, pero de eso a sospechar que…

—Usted tiene razón —le interrumpió—. El asesino se oculta en la isla. ¡Por ahí viene Lombard!

Ataron la cuerda con solidez a la cintura de Lombard.

—Trataré de ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacuda la cuerda bruscamente.

Durante algunos instantes los dos hombres siguieron con la vista el descenso de Lombard.

—¡Es ligero como un mono! —exclamó Blore con voz extraña.

—Ha debido hacer alpinismo —observó el médico.

—Eso diría.

Un silencio se hizo entre los dos hombres y el ex inspector de policía emitió esta opinión:

—Es un bicho raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo que pienso?

—Le escucho.

—No me inspira confianza ninguna.

—¿Por qué?

—No podría explicarlo claramente, pero le creo capaz de todo.

—Usted ya sabe la vida que ha llevado de aventuras.

—Sí. Pero apostaría a que muchas de sus aventuras no ganarían nada al ser sacadas a la luz.

Después de una pausa preguntó al médico:

—¿Por casualidad ha traído usted su revólver, doctor?

—¿Yo? Claro que no. ¿Por qué?

—¿Por qué Lombard tiene el suyo?

—Sin duda alguna por costumbre.

Blore refunfuñó.

Una violenta sacudida se sintió en la cuerda y durante unos instantes tanto Blore como el médico emplearon todas sus fuerzas para que no se soltase la cuerda. Cuando ésta quedó bien tirante, Blore observó:

—¡Hay costumbres y costumbres! Que Lombard, para ir a un país salvaje, lleve el revólver, su saco de provisiones, su infiernillo y polvos contra las pulgas no es extraño, pero esa costumbre no le haría trasladarse aquí con su equipo colonial. Eso solamente ocurre en las novelas policíacas, que las gentes guardan su revólver hasta para dormir.

Perplejo, el doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinado al borde del abismo seguía los progresos de su compañero. Lombard terminó su exploración y su cara expresaba la inutilidad de sus esfuerzos.

Pronto se remontó al pico de la roca y secándose el sudor de la frente dijo:

—Pues estamos listos. No nos queda más que examinar la casa.

Ya en ella las exploraciones fueron hechas sin dificultad. Comenzaron por las dependencias anexas, luego dirigieron su atención al interior de la morada. El metro de mister Rogers que encontraron en un cajón de la cocina les sirvió de mucho. Pero la casa no tenía ningún rincón oculto. Toda la estructura era de estilo moderno, líneas rectas, que no dejaban lugar alguno para escondrijos. Inspeccionaron primero el piso bajo, y cuando subían por la escalera para continuar en el piso de arriba, vieron por la escalera del rellano al criado Rogers que llevaba a la terraza una bandeja cargada de combinados.

—Ese sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicio impasible, como si no hubiese pasado nada —señaló Lombard.

—Rogers es la perla de los mayordomos. ¡Rindámosle este homenaje! —dijo el doctor.

—Y su mujer era una excelente cocinera. La cena de anoche…

Entraron en el primer dormitorio. Cinco minutos después se encontraron en el rellano. Nadie se ocultaba. Imposible esconderse en ninguna habitación.

—¡Vean! —anunció Blore—. He ahí una escalera.

—En efecto, debe de ser la escalera que conduce a los cuartos de los criados —respondió Armstrong.

Blore insistió:

—Habrá en los desvanes un sitio para el depósito del agua, y es lo único que nos queda por registrar.

En este momento preciso los tres hombres percibieron un ruido que parecía venir de arriba como si alguien caminase cautelosamente.

Todos lo oyeron. Armstrong cogió del brazo a Blore, y Lombard, levantando un dedo, impuso silencio.

—¡Chitón…! ¡Escuchad!

El ruido se repitió, alguien se movía con sumo tiento por arriba con paso furtivo. Armstrong murmuró en voz baja:

—Me parece que es en el cuarto donde reposa el cadáver de la señora Rogers.

—Seguro —respondió Blore—. No se podía escoger mejor escondite. ¡Quién pensaría en subir allí! Subamos sin hacer ruido.

A paso de lobo subieron sin hacer ningún ruido y se deslizaron por el pequeño pasillo, y ante la puerta de los criados escucharon. Sí, había alguien en la habitación; un débil ruido les llegó desde el interior.

—Vamos —susurró Blore.

Abrió la puerta de golpe y entró precipitadamente seguido de los otros dos.

Los tres se pararon a la vez.

¡Rogers se encontraba ante ellos con los brazos cargados de ropas!

Blore fue el primero que recobró la serenidad y dijo:

—Perdone, Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto y hemos creído que…

Rogers le interrumpió:

—Les ruego que me perdonen, señores. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes no tendrían inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay libres en el piso de abajo, en la más pequeña.

Se dirigía al doctor Armstrong, que respondió:

—Eso es natural… Instálese en la habitación, Rogers.

Rogers evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana.

—Gracias, señor.

El criado salió de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.

El doctor Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante apacible de la muerta.

El miedo había desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.

—¡Qué lástima que no tenga mis instrumentos aquí! Me hubiese gustado saber de qué veneno se trataba. Señores, terminemos pronto, pues tengo la impresión de que no encontraremos nada aquí.

Blore se agitaba como un diablo procurando abrir una especie de nicho en el desván.

—Este buen hombre se desliza como una sombra; hace sólo un par de minutos que estaba en la terraza y nadie de entre nosotros le ha visto subir las escaleras —hizo observar Blore.

—Es por lo que sin duda hemos creído que había alguien extraño en esta habitación —respondió Lombard.

Blore desapareció por una oscura puertecita en el desván.

Lombard sacó su linterna de bolsillo y le siguió.

Cinco minutos después los tres volvían, llenos de polvo y telarañas. Una profunda decepción se leía en sus semblantes.

¡No había más que ocho personas en toda la isla!

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