Diez negritos (Ilustrado)

Diez negritos (Ilustrado)


Capítulo 9

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Capítulo 9

LOMBARD se expresó lentamente:

—Bueno, estamos fastidiados del todo. Hemos levantado el andamiaje con todos los requisitos de un acuciante drama de supersticiones y fantasías y todo ello a causa de la coincidencia de dos defunciones.

—Por lo tanto, orientemos nuestro razonamiento. Soy médico y pretendo conocer a los suicidas. Marston no era de los que se matan voluntariamente —repuso Armstrong con voz grave.

—¿No podría haber sido un accidente? —preguntó Lombard.

—¡Extraño accidente! —respondió Blore, y añadió—: En cuanto a la mujer…

—¿La señora Rogers?

—Sí, su muerte parece debida a una causa accidental.

—¡Accidental! ¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.

Blore parecía no saber cómo responder a esa pregunta; su cara, de ordinario sonrosada, se coloreó aún más, y murmuró:

—Veamos, doctor, usted le administró una droga.

—¿Una droga? Explíquese usted.

—Ayer noche usted mismo dijo que le había dado algo para dormir.

—¡Ah! ¡Sí! Fue un inofensivo soporífero.

—¿Qué era?

—Le hice tomar una dosis muy suave de veronal. Una preparación nada peligrosa.

—Dígame, ¿no es posible que le haya dado una dosis más fuerte de ese producto? —insistió Blore.

Furioso, el doctor protestó:

—¿Qué insinúa usted?

Blore no se amedrentó:

—¿No es posible que usted haya cometido un error? Esa clase de accidente puede pasarle a cualquiera.

—No he cometido ningún error —añadió el doctor—. Su insinuación roza lo grotesco.

Rojo de cólera, Armstrong continuó:

—Acúseme en seguida de haber dado expresamente a esa desgraciada una dosis excesiva de veronal.

Lombard intervino para calmarles:

—Vamos, señores, un poco de calma. No comencemos por acusarnos unos a otros.

Blore replicó en tono mesurado:

—Busco solamente saber si el doctor se ha equivocado.

—Un médico no puede permitirse el lujo de equivocarse, amigo mío —respondió Armstrong, descubriendo sus dientes en una sonrisa forzada.

—No sería la primera vez que haya usted cometido una equivocación, si creemos lo dicho por el disco del gramófono —insistió Blore, pensando sus palabras.

Armstrong palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blore:

—¿Qué significa esta actitud agresiva? Estamos todos en la misma situación y debemos ayudarnos mutuamente, pues… también podríamos preguntarle algo a usted sobre este asunto de perjurio.

Blore, adelantándose con los puños crispados, replicó:

—Déjeme tranquilo con esa historia; no son más que mentiras. Me gustaría conocer ciertos detalles acerca de usted.

—¿De mí?

—Sí, quisiera que usted me dijese por qué lleva un revólver, cuando viene usted sólo a título de invitado.

—Es usted muy curioso, Blore.

—Estoy en mi derecho.

—Blore, usted no es tan tonto como parece.

—Puede ser; pero respóndame respecto a ese revólver.

Lombard sonrió.

—Lo he traído porque esperaba caer en una cueva de sinvergüenzas.

—No era eso lo que usted nos decía anoche; ayer nos engañó usted.

—En cierto sentido, sí —asintió Lombard.

—Pues díganos la verdad ahora.

—Bueno; he dejado creer que estaba invitado en esta isla como los demás. No es cierto. La realidad es que un pequeño judío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por venir aquí y tener abiertos los ojos para lo que pudiera pasar. Me dijo que yo estaba reputado como hombre de recursos en las situaciones difíciles.

—¿Y bien? —insistió Blore.

—¡Ah! Eso es todo —respondió Lombard en tono sarcástico.

—Seguramente le habría dicho algo más que eso —añadió Armstrong.

—No, no pude sacarle nada más. Era cosa de tomarlo o dejarlo, me dijo, y como yo estaba sin un céntimo, acepté.

Con aire de incredulidad, Blore preguntó:

—¿Por qué no nos lo dijo usted ayer noche?

Lombard hizo un movimiento de hombros muy elocuente:

—¿Cómo podía saber yo, querido amigo, si el incidente del gramófono era precisamente por lo que me habían hecho venir aquí? Me hice el inocente y les conté una historia que no me comprometía para nada.

—Ahora —dijo el doctor, con sonrisa maliciosa—, ¿supongo que verá usted las cosas bajo otro aspecto completamente diferente?

La cara de Lombard se ensombreció.

—Sí; ahora creo que estoy como todos ustedes; las cien guineas ofrecidas eran el anzuelo que me tendió mister Owen para atraerme a la ratonera.

Hizo una pausa y continuó:

—Pues juraría que todos estamos cogidos en la misma celda. ¡La muerte de la señora Rogers! ¡La de Tony! ¡La desaparición de los negritos en la mesa del comedor! Sí, la mano de mister Owen se ve en todo esto. ¿Pero dónde demonios se esconde ese Owen?

Abajo el sonido solemne del batintín llamó a los invitados para comer.

Rogers estaba en la puerta del comedor. Cuando los tres hombres bajaban las escaleras se dirigió hacia ellos y les dijo con voz inquieta:

—Espero que la comida será de su agrado. Hay jamón y lengua fría y he cocido algunas patatas; también, además, hay queso, biscuits y frutas en conserva.

—Esa minuta me parece muy aceptable.

—¿Tienen entonces muchos víveres de reserva? —preguntó Armstrong.

—Una gran cantidad, señor… sobre todo en conservas. La despensa está repleta; esta precaución es indispensable en una isla que puede quedar aislada de la costa por tiempo indefinido.

—Exacto —aprobó Lombard.

Seguidamente los tres individuos entraron al comedor.

—Es una lástima que Fred Narracott no haya venido esta mañana. ¡Qué mala suerte!

—Sí, una verdadera mala suerte —terminó Lombard.

Miss Brent entró en el comedor. Se le había escapado el ovillo de lana y lo iba recogiendo cuidadosamente. Sentándose a la mesa, indicó:

—El tiempo cambia, se ha levantado el viento y las olas están embravecidas.

A su vez el juez Wargrave hizo su entrada con paso lento y mesurado. Bajo sus espesas cejas sus ojos lanzaban centelleantes miradas a los demás invitados. Tras una pausa, les dijo:

—Vuestra mañana ha sido completa.

En su voz se notaba la ironía.

Vera Claythorne hizo su aparición de golpe, parecía sofocada.

—Supongo que no me esperaban —se apresuró a decir a manera de excusa—. ¿Llego retrasada?

—No es usted la última, pues el general no ha venido todavía —respondió miss Brent.

Rogers, dirigiéndose a ésta, preguntó:

—Señorita, ¿hay que servir en seguida o quieren esperar?

—El general MacArthur está sentado en una roca contemplando el mar —respondió Vera—. Desde ese sitio dudo mucho de que haya oído el batintín. En todo caso… no está hoy muy normal.

—Corro a anunciarle que la comida está servida —se apresuró a decir Rogers.

El doctor se levantó precipitadamente.

—Voy yo; ustedes pueden empezar.

Salió de la habitación y detrás de él se oyó la voz de Rogers.

—Señorita, ¿quiere usted lengua o jamón?

Los cinco invitados, sentados alrededor de la mesa, no sabían qué decirse.

Fuera, las ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa, suspiró.

—La tempestad se acerca.

Blore añadió, para mantener la conversación:

—En el tren de Plymouth me encontré con un viejo que no cesaba de decirme que iba a estallar una fuerte tempestad. Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar predicen el tiempo.

Rogers fue quitando los platos de la mesa. Bruscamente, con la vajilla en las manos, se detuvo y dijo con voz angustiada:

—Oigo correr a alguien.

Efectivamente, todos oyeron un ruido precipitado de pasos en la terraza. En este mismo momento todos adivinaron instintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieron hacia la puerta. El doctor Armstrong apareció sin aliento.

—El general MacArthur… —balbució.

—¿Muerto?

La pregunta escapó de los labios de Vera.

—Sí, ha muerto —confirmó.

Hubo un silencio… un largo silencio. Las siete personas reunidas en la habitación se miraban, incapaces de pronunciar una sola palabra.

La tempestad estalló cuando transportaban el cuerpo del viejo general al interior de la casa.

Los invitados esperaron en el vestíbulo.

En aquel momento la lluvia caía a raudales y el viento soplaba con fuerza. Mientras Blore y Armstrong subían las escaleras con el cuerpo del general, Vera penetró en el desierto comedor.

Estaba tal como lo habían dejado; los entremeses permanecían intactos sobre la mesa. Vera se dirigió hacia ella y en este momento Rogers entró despacito.

Sobresaltándose al ver a la joven y, mirándola fijamente balbució:

—Miss… venía a ver…

—Usted tiene razón, Rogers. Véalo usted mismo: No quedan más que siete.

El cadáver yacía sobre la cama. Después de un breve examen, el doctor abandonó el dormitorio y bajó a reunirse con los demás. Los encontró reunidos en el salón.

Miss Brent se entretenía con su labor. Vera, de pie cerca de la ventana, miraba la lluvia caer a raudales. Blore estaba sentado. Lombard se paseaba nervioso por la habitación.

En el fondo de la estancia estaba con los ojos cerrados, instalado en un butacón, el juez Wargrave.

A la entrada del doctor pareció despertar y preguntó:

—¿Y qué, doctor?

Muy pálido, Armstrong respondió:

—No se trata de una crisis cardíaca ni de nada por el estilo. MacArthur fue golpeado con un martillo o algo parecido en la cabeza.

Hubo un ligero murmullo, pero la voz del juez Wargrave lo extinguió:

—¿Ha encontrado el instrumento del crimen?

—No.

—Pero usted parece estar muy seguro de lo que dice.

—Segurísimo.

—Ahora sabemos exactamente dónde estamos —declaró, calmado, el juez.

No había lugar a duda: el juez tomaba el mando de la situación. Durante la mañana permaneció inmóvil en el butacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad. Pero ahora asumía la dirección del asunto con toda la autoridad que le confería la práctica de sus largos años de magistrado.

Esclareciéndose la voz, tomó la palabra:

—Esta mañana, sentado en la terraza, les observé a ustedes. Sus intenciones no me dejaron duda alguna. Han registrado la isla en busca y captura de un asesino desconocido.

—Es cierto —respondió Lombard.

El juez continuó:

—Ustedes están de acuerdo conmigo referente a la muerte de Marston y de la señora Rogers; no fueron accidentales y tampoco pueden considerarse como suicidios. ¿Se han formado ustedes alguna idea sobre las intenciones que tuvo mister Owen al traernos aquí?

—Es un loco, un desequilibrado —estalló Blore con rabia.

—Es evidente, pero eso no cambia en nada la consecuencia de sus actos, nuestros esfuerzos deben dirigirse hacia el mismo final. Salvar nuestras vidas.

—Le aseguro que no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—. ¡Nadie!

El juez, acariciándose la barbilla, dijo suavemente:

—Nadie en el sentido que usted lo entiende. Yo mismo, esta mañana, saqué la misma conclusión y hubiera podido anticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo, estoy convencido que mister Owen, por darle el nombre que él ha escogido, se encuentra en la isla, lo juraría por mi vida. Este hombre ha decidido castigar a ciertos individuos por faltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de otros medios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creo que mister Owen es uno de nosotros.

—¡Oh, no! ¡No!

Vera pronunció estas palabras con voz débil, como si gimiese. El juez se volvió hacia ella con mirada penetrante.

—Miss Vera, no tenemos más remedio que rendirnos a la evidencia de los hechos. El tiempo apremia y todos corremos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y no sabemos quién. De las diez personas que desembarcaron en la isla, tres han desaparecido: Anthony Marston, la señora Rogers y el general MacArthur; sólo quedamos siete y uno de nosotros es el falso negrito.

Hizo otra pausa y pasó la mirada a su alrededor.

—Creo que todos ustedes comparten mi idea.

—Es fantástico…, pero quizá usted tenga razón —añadió el doctor.

—No hay duda alguna —dijo Blore—; y si quieren escucharme puedo sugerir una buena idea.

Con gesto rápido el juez le atajó:

—Nos ocuparemos de esto más tarde, pues ahora sólo me interesa saber que todos estamos de acuerdo sobre este primer punto.

Emily Brent, que continuaba su labor, dijo:

—Su razonamiento me parece lógico. Sí, uno de nosotros está poseído del demonio.

—¡Me niego a creerlo! —protestó Vera.

—¿Y usted, Lombard? —preguntó Wargrave.

—Yo lo creo también.

Satisfecho, el juez hizo un signo con la cabeza y añadió:

—Ahora escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar, ¿sospecha usted de alguien en particular? Mister Blore, creo que tenía usted algo que decirnos.

Blore respiraba con dificultad y al fin pudo decir:

—Lombard tiene un revólver. Ayer noche no nos dijo la verdad y él mismo lo reconoce.

Lombard sonrió desdeñosamente.

—Creo prudente explicarme una vez más.

Lo hizo en términos breves y concisos.

—¿Qué prueba tiene usted que darnos? —preguntó Blore—. Nada corrobora su historia.

—Estamos todos en un mismo caso, no podemos confiar más que en nuestra palabra. Nadie de entre nosotros parece darse cuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay alguien entre nosotros a quien podamos eliminar por los testimonios que poseemos?

El doctor Armstrong se apresuró a decir:

—Soy un médico conocido, y la idea de que yo pudiese ser objeto de una sospecha…

Con un gesto de la mano el juez frenó al orador, declarando con voz agria:

—Yo también soy un personaje conocido, pero eso nada prueba. En todos los tiempos ha habido médicos que perdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos y también —añadió dirigiéndose a Blore—, ¡policías!

—Sea lo que fuere —intervino Lombard—, creo que las señoras quedan libres de nuestras sospechas.

El juez enarcó las cejas, y elevando su voz, tan conocida en tribunales, dijo:

—Debo deducir, según usted, que las mujeres están exentas de locura homicida.

—Evidentemente no, pero parece imposible que…

Se calló, pues Wargrave se dirigía al médico.

—Doctor, según usted, ¿una mujer tiene la fuerza física suficiente para dar el golpe que ha matado al pobre MacArthur?

El médico respondió con calma:

—Perfectamente, si emplease el instrumento necesario, un mazo o un martillo.

—¿Y eso no exigiría un esfuerzo extraordinario por su parte?

—Ninguno.

El juez Wargrave torció su cuello de tortuga y continuó:

—Las otras dos muertes resultaron por la absorción de un veneno, y en esto no hay discusión posible; ese acto pudo ser realizado por una persona sin necesidad de emplear el más mínimo esfuerzo físico.

Vera exclamó con cólera:

—¡Pero usted está loco!

Lentamente, el juez volvió los ojos hacia ella y la envolvió con su mirada fría e impasible de hombre acostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Este juez me observa como un objeto de experimentación y —la idea vino de repente con gran sorpresa suya— a este hombre no le soy simpática».

Muy dueño de sus palabras, el magistrado le aconsejó:

—Querida jovencita, le ruego que trate de dominar sus sentimientos. Yo no acuso —e inclinándose hacia miss Brent—; espero, miss Brent, que usted no se habrá ofendido por mi insistencia al considerarnos a todos igualmente sospechosos.

Miss Brent no levantó la cabeza de su labor. Y con un tono glacial respondió:

—La idea de que pudiese ser acusada de la muerte de uno de mis semejantes, y con mayor motivo si son tres, parecerá grotesca a los que conozcan mi carácter. Pero comprendo la situación: siéndonos extraños los unos a los otros, nadie puede dejar de ser sospechoso, ya que ninguno puede presentar pruebas de su inocencia. Como acabo de decir, entre nosotros hay un monstruo.

—Así, todos estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremos la averiguación sin exceptuar a nadie y no tendremos en cuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada uno de nosotros.

—¿Y en cuanto a Rogers? —preguntó Lombard.

—¿Qué? —exclamó el juez sin mirarle.

—Según mi opinión, Rogers debiera de ser tachado de la lista —replicó Lombard.

—¿Y por qué? Explíquese.

—Lo primero es que no tiene la inteligencia para realizar tales hechos y por otra parte su mujer fue una de las víctimas.

Una vez más centellearon los ojos del juez.

—En mis tiempos he visto muchos hombres llevados ante el tribunal bajo la acusación de asesinato de sus mujeres y con las pruebas aportadas han sido reconocidos culpables.

—No busco contradecirle a usted —dijo Blore—. Que un hombre asesine a su mujer entra en la esfera de las posibilidades; es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en el caso de Rogers; hasta admitiría que la hubiese matado por temor a que ella lo denunciase o por haberle cobrado aversión y hasta quizá por querer contraer segundas nupcias con alguna jovencita; pero no veo en él al enigmático mister Owen que se toma la justicia por su mano y comienza por suprimir a su esposa por un crimen que ha cometido en complicidad.

El juez Wargrave le observó.

—Usted se basa sobre lo que hemos oído para formarse de él una opinión, pero ignoramos si Rogers y su mujer realizaron verdaderamente la muerte de su señora. Puede ser que la acusación fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en la misma situación que todos nosotros. El terror que ayer noche demostró la mujer de Rogers podría ser causado al darse cuenta del desarreglo mental de su marido.

—Piense usted como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno de nosotros y no hagamos excepción alguna; nos atenemos a su parecer.

—Repito que no haré ninguna excepción; no se ha de tener en cuenta la moralidad ni el nivel social de nadie; por ahora lo que importa es examinar el caso de cada uno según los hechos. En otros términos: ¿hay entre nosotros una o varias personas que no hubiesen podido materialmente administrar el cianuro a Marston o una fuerte dosis de soporíferos a la señora Rogers y golpear sañudamente al general?

—Esto está bien hablado —exclamó Blore—. Vayamos al fondo del asunto. En cuanto a la muerte del joven Marston es muy difícil descubrir al culpable; hemos supuesto que alguien desde la terraza, por la ventana abierta echó en el vaso, que estaba en la mesa, el veneno. Pero también es cierto que uno de los que estábamos en el salón hubiera podido hacerlo. No recuerdo exactamente si Rogers estaba en la habitación en esos momentos, pero los demás sí que estábamos presentes.

Después de un silencio continuó:

—Ocupémonos ahora de la muerte de la mujer de Rogers. En este caso los dos principales sospechosos son el marido y el médico; tanto el uno como el otro reúnen todas las probabilidades.

Armstrong se levantó tembloroso.

—¡Protesto de esa insinuación! Juro haber administrado tan sólo la dosis necesaria para que descansara

 

—¡Doctor!

La voz del juez invitando al doctor a que no continuase sirvió para interrumpirle, mas continuó:

—Su indignación me parece natural, pero admito, sin embargo, que nosotros debemos tomar en consideración todos los aspectos que los hechos presentan. Usted o Rogers son los que tuvieron más facilidad de hacerlo. Ahora consideremos la posición de los otros invitados. ¿Qué posibilidad teníamos Blore, miss Brent, miss Vera, Lombard y yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno ser inocente? No lo creo.

Vera exclamó furiosa:

—No me encontraba cerca de la mujer, ustedes fueron testigos.

El juez Wargrave reflexionó un instante.

—Por lo que recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco, les ruego que me rectifiquen. Marston y usted, Lombard, dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino a examinarla. Mandó a Rogers en busca del coñac, y entonces nos inquietamos por saber de dónde provenía la voz acusadora y nos dirigimos todos a la habitación contigua, a excepción de miss Brent, que permaneció sola con la mujer desvanecida.

Los colores aparecieron en la cara de miss Brent, la cual dejó su labor y declaró:

—¡Es monstruoso eso!

El juez, implacable, continuó:

—Cuando volvimos a esta habitación, usted, miss Brent, estaba inclinada sobre la mujer.

Emily Brent replicó:

—¿La piedad es, pues, un crimen a sus ojos?

—Yo me ajusto a los hechos. En ese momento Rogers regresaba con el coñac que podía haber envenenado antes. El vasito con el licor le fue dado a la enferma y poco después, entre el doctor y Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrong un sedante.

—Eso es lo que pasó —confirmó Blore—. El juez, Lombard, miss Vera y yo estamos a salvo de toda sospecha.

Estas palabras las había dicho con fuerza y aire triunfante, pero el juez le miró fijamente y murmuró:

—¡Ah! ¿Usted lo cree así? Debemos tener en cuenta cualquier eventualidad.

—No lo comprendo —respondió Blore, sorprendido.

Wargrave se explicó de esta forma:

—Arriba, en su habitación, la señora Rogers estaba en su cama. El sedante administrado por el doctor comienza a producir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna, supongamos que en este instante alguien ha llegado trayendo digamos un comprimido o una poción diciéndole: «El doctor quiere que se tome usted este medicamento». ¿Dudan ustedes que ella no se lo hubiese tomado sin reflexionar?

Hubo un silencio. Blore movía los pies y en su frente aparecían gotas de sudor. Lombard tomó la palabra:

—No puedo aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sino unas horas después de que mistress Rogers fue conducida a su dormitorio. En seguida acaeció la muerte fulminante de Marston.

—Alguien pudo salir —le interrumpió el juez— de su habitación más tarde…

—Pero ¡si entonces estaba Rogers en la habitación con su mujer! —observó Lombard.

—No —dijo el doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa y arreglar el comedor. No importa quién pudo entonces introducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.

—Veamos —observó Emily Brent—; esa mujer estaba adormecida por efecto de la droga que usted le dio a beber.

—Sí, con toda probabilidad, pero no lo afirmaría, pues si no se le ha prescrito al paciente, jamás se sabe la reacción que produce un medicamento. Depende del temperamento del paciente el que un soporífero surta el efecto en más o menos tiempo.

—Usted nos dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.

De nuevo la cara de Armstrong enrojeció de cólera. Una vez más la voz fría del magistrado detuvo las protestas del médico.

—Las recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólo interesan los hechos. Cada uno reconoce voluntariamente que alguno de entre nosotros pudo subir a la habitación; cierto que esta hipótesis tiene un valor relativo, yo lo reconozco. La aparición de miss Brent o miss Vera cerca de la enferma no habría ocasionado sorpresas, mientras que si Blore, Lombard o yo nos hubiésemos presentado, nuestra visita parecería insólita, pero no habría provocado ninguna sospecha en la mujer.

—¿Adónde nos conduce todo esto? —preguntó Blore.

El juez Wargrave se acarició los labios y con gesto frío e impasible declaró:

—Vamos a examinar el tercer crimen y establecer el hecho de que nadie de entre nosotros puede estar enteramente exento de sospecha.

Hizo una pausa, carraspeó y siguió diciendo:

—Llegamos ahora a la muerte del general, ocurrida esta mañana. Ruego a los que de entre nosotros sean capaces de suministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo dar ninguna coartada posible, pues toda la mañana he estado sentado en la terraza meditando. He pasado revista a todos los extraños acontecimientos que han ocurrido en la isla desde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que sonó el batintín para comer, pero me imagino que hubo muchos momentos en que nadie me hubiese visto bajar hasta el mar, asesinar al general y volver a ocupar mi sitio en la butaca. Les aseguro que no me he ausentado de la terraza, pero ustedes no tienen más que mi palabra; por lo tanto, eso no es suficiente y son necesarias pruebas.

—Me encontraba con el doctor y Lombard, los dos pueden testimoniarlo —dijo Blore.

—Usted ha vuelto a la casa para buscar una cuerda —precisó Armstrong.

—Perfectamente, no he hecho nada más que ir y venir; usted lo sabe de sobra.

—Usted ha estado demasiado… lejos.

—¿Qué demonios insinúa usted, doctor?

—Solamente digo que ha tardado en volver —repitió Armstrong.

—¡Claro! He tenido que buscarla, pues no se echa las manos encima a un rollo de cuerda cuando no se sabe dónde está.

Wargrave intervino.

—Durante la ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieron juntos, señores Armstrong y Lombard?

—Buscaba el sitio mejor para poder enviar señales heliográficas a la costa —respondió sonriendo Lombard—. Me ausenté un minuto o dos.

—Es exacto —declaró el doctor, afirmando con un movimiento de cabeza—. No ha tenido tiempo suficiente para realizar un asesinato, puedo jurarlo.

—¿Alguno de ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.

—No, claro que no.

—Además yo no lo llevaba.

—Un minuto o dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave.

Volvió la cabeza hacia miss Brent, que continuaba con el cuerpo erguido y su labor en la falda.

—Miss Brent, ¿qué hizo usted esta mañana?

—En compañía de miss Claythorne he subido a la cima de la isla y después me he sentado en la terraza a tomar el sol.

—No recuerdo haberla visto —recalcó Wargrave.

—No es extraño, pues me encontraba al amparo del viento, en el rincón del este, junto a la casa.

—¿Y ha estado usted allí hasta la hora de la comida?

—Sí, señor.

—Ahora, a su vez, miss Claythorne —continuó el viejo magistrado—, hable usted.

—Esta mañana me he paseado, en efecto, con miss Brent. Después he estado dando una vuelta por la isla y me he sentado al lado del general para charlar un rato.

—¿Qué hora sería en aquel momento? —la interrumpió el juez.

Por primera vez la respuesta de Vera fue evasiva.

—No sé con certeza. Seguramente una hora antes de la comida o un poco más.

—¿Era antes o después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blore.

—Lo ignoro. De todas maneras le encontré muy raro.

—¿En qué sentido lo juzga raro? —insistió Wargrave.

Vera respondió en voz baja y temblorosa:

—Me dijo que íbamos a morir todos… y que él esperaba su fin. Me asustó…

El juez admitió con un movimiento de cabeza y preguntole:

—Y después, ¿qué hizo?

—Volví a la casa y antes del almuerzo salí de nuevo y estuve detrás de la finca. Todo el día me he sentido muy nerviosa.

—No queda más que Rogers por preguntar, aunque dudo que la declaración pueda añadir algo más a lo que ya conocemos.

Rogers, convocado ante este tribunal improvisado, no tenía gran cosa que decir. Toda la mañana había trabajado en el arreglo de la casa y en preparar la comida.

Antes de ésta, llevó los combinados a la terraza y después subió a su habitación para recoger sus ropas personales y trasladarlas a otra habitación. En toda la mañana no había mirado por las ventanas y por tanto no sabía nada que pudiese esclarecer el misterio de la muerte del general. En todo caso él juraba que al poner los cubiertos había visto los ocho negritos de porcelana sobre la mesa del comedor.

Cuando el criado terminó de declarar se produjo un silencio.

Luego el juez Wargrave carraspeó y Lombard murmuró al oído de Vera:

—Ahora verá cómo el juez va a resumir nuestras declaraciones.

—Hemos hecho, con toda nuestra competencia, la encuesta de las circunstancias que envuelven las tres muertes que nos ocupan. Hay muchas probabilidades contra ciertas personas, pero no podemos, sin embargo, declarar de forma fehaciente a los demás inocentes en toda complicidad. Reitero mi afirmación de que existe un asesino peligroso y probablemente loco entre las siete personas aquí reunidas. Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único que podemos hacer es tomar las medidas necesarias para ponernos en comunicación con la costa y pedir auxilio. Si el socorro tardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar, debemos tomar toda clase de medidas para asegurar nuestras vidas. Yo les estaré muy agradecido si me exponen las ideas que les sugieran estas cuestiones. Entretanto, recomiendo a cada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea del asesino ha sido muy fácil, dado que sus víctimas estaban confiadas. De ahora en adelante el deber nos ordena sospechar los unos de los otros. Un hombre advertido vale por dos. Les prevengo para que no se expongan a ningún riesgo y se guarden de los peligros. Es todo lo que tengo que decirles por el momento.

Lombard murmuró irónico:

—Se levanta la sesión.

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