Diez negritos

Diez negritos


Documento manuscrito…

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DOCUMENTO MANUSCRITO ENVIADO A SCOTLAND YARD POR EL CAPITÁN DEL BARCO «EHNA JUANA».

Tengo una naturaleza muy compleja y de una imaginación exuberante. Cuando era niño me entusiasmaban las novelas de aventuras y me apasionaba por los relatos marinos en los que un documento muy importante se introducía en una botella y se la confiaba a las olas del océano.

Este procedimiento conserva todavía a mis ojos su romanticismo y es por ello que hoy lo he adoptado. Hay una probabilidad contra ciento de que mi confesión escrita sobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzada al mar esclarezca un día el misterio de los diez cadáveres encontrados en la isla del Negro, y que éste haya permanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedo vanagloriarme?).

Desde mi infancia, me he complacido en ver morir o dar yo mismo la muerte. Yo buscaba a las avispas para destruirlas y toda clase de insectos perjudiciales en el jardín de mis padres. Sentía una cierta alegría sádica por matar…

Por otra parte, sorprendente contradicción, estoy imbuido en un muy elevado sentido de la justicia y me subleva la idea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por mi culpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.

Una mentalidad como la mía debía guiarme para escoger una profesión, y así entré en la Magistratura. Ahí mis deseos de justicia se desarrollaron y me apliqué concienzudamente al castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera y llegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer en ver a un inocente en el banquillo de los acusados. Reconozco que gracias a la habilidad y celo de los policías, la mayor parte de los acusados eran culpables de los crímenes que les imputaban.

Ése fue el caso de Edward Seton. Su actitud y sus maneras impresionaron favorablemente al jurado. Pero las pruebas recogidas en el sumario no dejaban ningún resquicio a dudar de su culpabilidad. Abusando de la confianza de una vieja, Seton la había asesinado.

Me he creado la reputación de conducir a la gente al patíbulo con alegría. Nada más falso. Constantemente me esforzaba por respetar la verdad con la exposición final que precede a las deliberaciones del jurado.

Desde hace algunos años he comprobado en mí un cambio; deseaba actuar más que juzgar… quería cometer yo mismo un crimen. Deseo comparable, quizás, al esfuerzo de un artista por exteriorizarse.

Me era necesario cometer un crimen… pero un crimen sensacional… fantástico.

Mi sentimiento innato de la justicia intervino en la elección de la víctima; un inocente no debía sufrir.

Una idea extraordinaria brotó en mi cerebro en una conversación que tuve por casualidad con un médico. Me hacía observar que muchos crímenes escapan a la justicia y quedan impunes.

Citaba como ejemplo el caso de una solterona que acababa de morir. Su cliente tenía a su servicio un matrimonio que le había dejado morir, omitiendo a conciencia el darle la medicina prescrita por él. Esos servidores, herederos de una bonita suma, se escapaban a toda persecución judicial. No obstante, el médico estaba convencido de su culpabilidad.

Esta confidencia me abrió nuevas perspectivas insospechadas. Decidí cometer no un solo crimen, sino una serie de ellos.

Una canción de cuna aprendida en mi niñez volvió a mi espíritu, la ronda de los Diez Negritos. Apenas tenía yo diez años y me sorprendió la suerte reservada a esos diez negritos, cuyo número disminuía a cada copla.

Me puse en busca de mis víctimas.

En un sanatorio donde estuve algún tiempo para operarme, una enfermera, inscrita en una sociedad contra el alcoholismo, me cuidaba. Para demostrarme los efectos perniciosos del alcohol, me citaba el caso ocurrido hace muchos años en el hospital de Londres; un médico alcoholizado había matado a una mujer que estaba operando. Yo le pregunté en qué hospital había trabajado y pude documentarme sobre el homicidio por imprudencia que había cometido el doctor Armstrong.

Una conversación entre dos oficiales retirados, en mi casino, me puso sobre la pista del general MacArthur.

Un individuo recientemente venido de las orillas del Amazonas me reveló las aventuras de un cierto Philip Lombard.

La historia puritana de Emily Brent y su desgraciada criada me la contó en la isla de Mallorca un compatriota, indignado con la solterona, por su corazón de piedra.

En cuanto al inspector Blore, cayó en mis manos cuando unos colegas discutían sobre el juicio de Landor.

Por último descubrí el caso de Vera Claythorne en una travesía que hice por el Atlántico. A una hora tardía de la noche me encontraba solo en el salón de fumar con un joven distinguido y de facciones agradables, llamado Hugo Hamilton. Parecía estar triste, y para ahogar sus penas bebía muchos licores. Hallábase en el momento de las confidencias. Sin grandes esperanzas de hacer descubrimientos sensacionales, empecé mi acostumbrado interrogatorio. La respuesta del joven me sorprendió y me acuerdo textualmente de sus palabras:

—Tiene usted razón —me dijo—. El crimen no es lo que se imagina de ordinario. Para matar a una persona no es necesario administrar arsénico o empujarle desde lo alto de un acantilado…

Se inclinó hacia mí y mirándome fijamente continuó:

—He conocido a una criminal… la he conocido muy bien… pues la quería con locura… Algunas veces pienso en ella. El lado dramático del asunto es que ella cometió el crimen más o menos por mí. Las mujeres son a veces diabólicas. Jamás hubiese creído que esa joven tan amable, cariñosa, en fin, un ángel de dulzura, era capaz de enviar un niño a bañarse, para dejarle a conciencia que se ahogara.

—¿Está usted seguro —le repliqué— que se trata de un crimen?

Hugo parecía salirse de la influencia del alcohol y me dijo:

—Absolutamente seguro. Nadie más que yo lo ha pensado. En el mismo instante en que la miré leí la verdad en sus ojos. La culpable comprendió que había visto con claridad su alma. No se dio cuenta que yo adoraba al pequeño.

Hugo se calló… pero me fue fácil reconstruir toda la tragedia.

Me hacía falta una décima víctima. La encontré en un hombre llamado Morris que, entre otras cosas, se dedicaba al tráfico de estupefacientes. Sabía que era culpable de haber iniciado en el uso de las drogas a la hija de un amigo mío. La joven murió a la edad de veintiún años.

Como consecuencia de una entrevista que tuve con un médico de Harley Street tomé la resolución de realizar mi idea. Antes he dicho que sufrí una operación y el especialista decía que una segunda sería inútil.

Comprendí que no podía curarme y que al final llegaría la muerte lenta y dolorosa. Decidí vivir intensamente hasta la hora fatal.

Me hice propietario de la isla del Negro por intermedio de Morris sin que se descubriese mi personalidad.

Según todos los datos recogidos sobre mis futuras víctimas, les tendí el anzuelo apropiado a cada una de ellas y, conforme a mis previsiones, todos desembarcaron el 8 de agosto en la isla del Negro. Yo me mezclé con ellos en calidad de invitado.

La suerte de Morris estaba ya echada de antemano.

Como sufría de indigestión le ofrecí, antes de mi salida de Londres, una píldora para que la tomase por las noches al acostarse. Le dije que le sentaría muy bien sobre los jugos gástricos. La aceptó sin ninguna desconfianza. Le conocía lo bastante para saber que no dejaría ningún documento comprometedor.

Con cuidado meticuloso preparé el orden de los crímenes entre mis invitados. Primero desaparecían los menos culpables. De esta forma los sufrimientos mentales prolongados serían reservados a los más culpables.

Anthony Marston y la señora Rogers fueron los primeros. Estaba seguro de que la mujer de Rogers había cedido bajo la influencia de su marido, el principal responsable de su crimen.

Se puede adquirir cianuro de potasa para destruir las avispas. Llevé una pequeña dosis que puse en el vaso de Marston cuando el disco del gramófono se oía.

Sería inútil añadir que durante esta ocupación observaba a mis invitados. Mi larga experiencia del tribunal me permitió afirmar, sin duda alguna, que todos tenían un crimen sobre su conciencia.

En mis recientes crisis, muy dolorosas, el médico me recetó una ligera dosis de cloral para dormir.

Había suprimido este soporífero y lo guardaba hasta que tuve una cantidad suficiente para poder matar a una persona.

Cuando Rogers trajo el coñac para su mujer, lo dejó sobre la mesa.

En esos momentos, las sospechas no habían nacido en nuestro grupo y me fue fácil echarlo en el vaso cuando pasaba al lado de la mesa.

El general MacArthur murió sin sufrimientos. Escogí el momento oportuno para irme de la terraza y deslizarme sin ruido detrás de él.

Como estaba ensimismado en sus pensamientos no me oyó llegar.

Tal como lo había previsto, registraron la isla de arriba abajo. Todos convinieron en que no éramos más que siete en la isla, lo que provocó entre ellos un ambiente de sospechas.

Según el plan trazado debía procurarme un cómplice cuando las sospechas hubiesen aparecido. Escogí al doctor Armstrong para desempeñar este papel. Todas sus sospechas se dirigían sobre Lombard y yo pretendí compartir su punto de vista. Le expuse una estratagema con el fin de coger al criminal en la trampa. Armstrong no vio con claridad mi juego.

El diez de agosto por la mañana mataba a Rogers cuándo cortaba leña para encender el fuego, golpeándole por detrás. Rebusqué en sus bolsillos y encontré la llave del comedor, que había cerrado por la noche.

Aprovechando la emoción suscitada por el encuentro del cadáver me deslicé en el cuarto de Lombard y le sustraje el revólver. Sabía que tenía uno, pues según mis instrucciones a Morris, éste debía sugerirle que llevase un arma.

Cuando el desayuno, al llenar la taza de miss Brent, eché en ella lo que quedaba del cloral. Nos fuimos del comedor todos menos la solterona. Más tarde entré de puntillas en el comedor. Emily Brent parecía inconsciente y me fue muy fácil ponerle una inyección de cianuro. El soltar la abeja me pareció pueril, pero me divirtió. Me esforzaba lo más posible por seguir las estrofas de la canción de cuna.

Después de la muerte de miss Brent, sugerí que debíamos registrarnos y así se hizo minuciosamente. Yo había ocultado en un lugar seguro el revólver y no tenía ya ni cianuro ni cloral.

Propuse en seguida al doctor poner en práctica nuestro proyecto. Se trataba solamente de simular mi muerte. A los ojos de los demás —le dije al doctor— debía pasar por la próxima víctima, lo cual haría que el asesino se alarmase y a mi me permitiría ir y venir tranquilamente para espiar al criminal desconocido.

Esta idea entusiasmó al tonto de Armstrong y fue todo preparado. Un emplaste de barro colocado en la frente, la cortina escarlata del cuarto de baño y los ovillos de lana de miss Brent eran los accesorios para la decoración. Nos iluminaríamos con velas y el doctor no dejaría acercarse a nadie.

Todo ocurrió como esperaba. Miss Claythorne dio unos gritos de pánico al contacto con la cuerda de algas. Todos se lanzaron a la escalera y yo me aproveché para tomar la actitud de un juez asesinado.

El efecto producido sobrepasó todas mis esperanzas. Armstrong desempeñó soberbiamente su papel. Me llevaron a mi cuarto y me dejaron en la cama, no cuidándose ya más de mi persona. Cada uno tuvo miedo indecible de sus compañeros.

Había dado cita al doctor fuera de la casa a las dos de la madrugada. Le llevé a lo alto de los acantilados que hay tras la casa, al abrigo de miradas indiscretas —pues las ventanas de las habitaciones daban sobre la fachada—, y desde donde veríamos si venía alguien por nuestro lado.

De repente lancé una exclamación e invité al doctor a que se acercase al borde para darse cuenta de si había una cueva más abajo. Sin desconfiar, se inclinó y no tuve más que empujarle para precipitarle al mar.

Volví a la casa y sin duda mis pisadas las oyó Blore. Entré en el cuarto de Armstrong para volver a salir y producir esta vez ruido suficiente para que me oyesen.

Una puerta se abrió y bajé la escalera. Debieron verme cuando salía. Un minuto o dos pasaron antes de que los dos hombres se lanzaran a mi captura. Di la vuelta a la casa y entré por la ventana del comedor, que había dejado abierta. Después de cerrarla rompí el cristal y subí a echarme en mi cama «para hacer el muerto».

Era fácil prever que de nuevo registrarían la casa para ver si se escondía el doctor, pero sin examinar detenidamente los cadáveres. Lo necesario para asegurarse que Armstrong no les jugaba una mala pasada al sustituirse por una de las víctimas.

Olvidaba decir que el revólver lo puse en la mesilla de noche de Lombard. Lo tuve escondido en el armario de la cocina que contenía muchas conservas, dentro de un bote de bizcochos de los que estaban debajo, pues pensaba que no iban a abrirlos todos.

La cortina, muy bien doblada, la puse debajo del tapiz persa que recubría el asiento de una de las sillas del salón y la lana en el cojín de la butaca después de haberle hecho una abertura.

Llegó entonces el momento que esperaba con más ansiedad; quedaban sólo tres personas en la isla, horrorizadas las unas de las otras y podía ocurrir lo peor… y una tenía revólver.

Los espiaba desde las ventanas de la casa y cuando vi a Blore acercarse solo, cogí el bloque de mármol dispuesto al borde de la ventana. Así acabé con Blore.

Vi cómo Vera Claythorne descargaba el revólver sobre Lombard. Estaba seguro que esa joven audaz era de la talla de Lombard para enfrentarse con él.

Inmediatamente dispuse la decoración en el cuarto de Vera y esperaba ansiosamente el resultado de esta experiencia psicológica. La tensión nerviosa producida por el homicidio que acababa de realizar, la fuerza hipnótica del ambiente y los remordimientos de su falta, ¿serian suficientes?

No me engañé. Se ahorcó delante de mis ojos, pues estaba escondido en la oscuridad del armario y seguí todos sus movimientos.

Y ahora llega el último acto del drama. Salí del escondite y quité la silla, poniéndola contra la pared.

Cogí el revólver que la joven había dejado caer en la escalera, teniendo cuidado de no borrar sus huellas digitales.

Ha terminado mi misión, voy a introducir estas páginas en una botella y confiarla al mar. ¿Por qué?

Ambicionaba cometer un crimen misterioso que dejase al autor en el anonimato.

Pero todos los artistas tienen sed de gloria. También yo siento esa necesidad de dar a conocer a mis semejantes mi astucia y mi ingenio haciendo esta confesión.

Conservo la esperanza de que el misterio de la isla del Negro continúe insoluble. Puede ser que la policía demuestre más inteligencia de la que creo. No tendría nada de extraordinario que sacasen la consecuencia que uno de los diez cadáveres no ha sido asesinado. Además, la señal que dejará en mi frente la bala del revólver, ¿no es el signo de Caín?

Me queda poco que decir. Después de haber lanzado la botella al mar subiré a mi cuarto echándome en la cama. A mis lentes está atado un cordón negro. Con todo mi peso me apoyaré en mis lentes que estarán debajo de mí… y pondré el revólver al otro lado del cordón enrollado en el puño de la puerta.

Pasará lo siguiente: Mi mano, protegida por el pañuelo, habiendo apretado el gatillo, caerá sobre mi cuerpo. El revólver lanzado por el cordón elástico saltará hasta el pasillo y el pañuelo en el suelo no despertará sospechas.

Me verán tumbado en la cama con una bala en la cabeza, lo mismo que dicen las notas de mis compañeros. Cuando descubran nuestros cadáveres será imposible determinar la hora de nuestra muerte.

Cuando se calme la marejada, vendrán en nuestro socorro. Encontrarán sobre la isla del Negro diez cadáveres y un problema indescifrable.

LAURENCE WARGRAVE

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