Diablo

Diablo


Capítulo 20

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El tiempo se quebró. Durante un cristalino momento pendió sobre ellos, trémulo, impregnado de sensaciones. Mirándose fijamente, permanecieron abrazados e inmóviles; por fin, ella cerró los párpados. Con el corazón desbocado, escuchó y sintió las palpitaciones de Diablo en lo más profundo de su ser y experimentó la fuerza que la había invadido, aceptando en silencio el poder que la había enredado en sus hilos. Diablo había cerrado los ojos, sacudido por la ternura que así lo aceptaba, que ya lo retenía con tal fuerza que nunca más podría desasirse.

Entonces, sus cuerpos se movieron en perfecta comunión y sus espíritus volaron más allá de la voluntad o el pensamiento. No se apresuraron; los dos eran expertos en saborear a fondo cada paso del largo camino que llevaba a las puertas del paraíso. Juntos, las cruzaron a la vez.

—Bajo ninguna circunstancia debe dejarse a solas a su alteza.

Diablo acompañó la orden con una penetrante mirada dirigida por igual a los tres sirvientes alineados delante de él en la biblioteca.

Los tres —Webster, tieso como un palo y con una expresión más impasible que nunca; la señora Hull, rígida también y con una mueca de preocupación, y Sligo, con la cara aún más pesarosa que antes— lo miraron sin entender.

A regañadientes. Diablo añadió:

—Excepto en nuestros aposentos.

Era allí donde Honoria se encontraba en aquel momento y donde, si había que guiarse por la experiencia, seguiría varias horas más. Dormía profundamente cuando él la había dejado, después de que ambos hubiesen saciado plenamente sus sentidos. Esa vez el amor le había dejado a Diablo una sensación de vulnerabilidad como no había experimentado nunca. Pero ella estaba a salvo en sus aposentos, custodiada por el corpulento criado apostado a su puerta.

—Cuando me ausente de la casa, Webster, no permitirás la entrada a nadie, excepto a mis tías y a Veleta. Si llega algún visitante, su alteza está indispuesta. No vamos a recibir a nadie en el futuro inmediato, hasta que este asunto quede resuelto.

—Así se hará, señoría.

—Tú y la señora Hull os aseguraréis de que nadie tenga oportunidad de manipular la comida o las demás provisiones. Y, por cierto —clavó la mirada en el mayordomo—, ¿has comprobado el resto del brandy?

—Sí, su alteza. El resto de la botella no estaba contaminado. —Webster se puso más tieso incluso—. Puedo asegurar a su alteza que no llené el frasco con licor envenenado.

Diablo mantuvo la mirada fija en el criado.

—Estoy seguro de ello. Supongo que no habremos contratado a nadie nuevo últimamente, ¿verdad?

Webster se relajó un poco.

—No, su alteza. Como de costumbre, trajimos a unos ayudantes más de nuestros conocidos de Somersham, gente que ya está familiarizada con los usos de esta casa. No había extraños entre el personal, milord. —Webster fijó la mirada en un punto por encima de la cabeza de Diablo y continuó—: En resumidas cuentas, ningún miembro del servicio estuvo ausente de su deber el tiempo suficiente para poder acceder a los aposentos ducales y volver sin que se notase. Creo que debemos sospechar, más bien, que el veneno lo introdujo algún invitado que conocía la ubicación de las habitaciones de su alteza.

—En efecto. —A Diablo ya se le había ocurrido pensarlo. Eso y mucho más. Dirigió la mirada a Sligo—. Tú acompañarás a su alteza allá donde vaya. Si decide dar un paseo en público, te colocas a su lado, no detrás de ella. Debes protegerla con tu propia vida —insistió mirándolo fijamente.

Sligo asintió; le debía varias veces la vida a Diablo y no vio nada extraño en su petición.

—Me aseguraré de que nadie se acerque a ella. Pero… —frunció entrecejo—, si yo estoy con la duquesa, ¿quién irá con vos?

—Me he enfrentado a la muerte otras veces, descuida.

—Si puedo sugeriros, su alteza… —intervino Webster—. Un lacayo, por lo menos…

—No. —El monosílabo cortó cualquier protesta. Diablo miró a sus sirvientes con severidad—. Soy más que capaz de protegerme. —Su tono los desafiaba a contradecirle; naturalmente, ninguno lo hizo. Con un gesto de la cabeza, los despachó.

Mientras salían por la puerta. Diablo se puso en pie. La señora Hull se rezagó un momento y se volvió para mirar a Diablo con gesto de preocupación. Él arqueó una ceja, resignado.

—Ya sabes que no eres realmente invencible…

Diablo torció los labios en una mueca irónica.

—Lo sé, Hully, lo sé. Pero, por el amor de Dios, no se lo digas a su alteza.

Un poco más tranquila al ver que aceptaba su trato familiar y la llamaba por el nombre que usaba cuando era niño, la señora Hull se sorbió la nariz.

—¡Como si tuviera intención de hacerlo! Tú ocúpate de descubrir quién ha podido tener tan malos sentimientos como para poner veneno en el brandy. Deja en nuestras manos el cuidado de su alteza.

Diablo la vio marcharse y se preguntó si alguno de los tres tenía idea de cuánto estaba confiándoles. Les había dicho la verdad: había plantado cara a la muerte en muchas ocasiones. Lo que no era capaz de afrontar era la perspectiva de que muriese Honoria.

—Deposito mi confianza en vosotros para prevenir que le suceda ningún daño a su alteza… —Sin dejar de pasearse por delante de las ventanas de la sala matinal, Honoria pasó revista a los tres sirvientes alineados—. Supongo que ya os ha hablado del incidente de anoche, ¿no?

Webster, la señora Hull y Sligo asintieron; el mayordomo actuó de portavoz:

—Su alteza nos ha dado instrucciones para que no se repita el incidente, señora.

—De eso estoy segura.

Diablo había dejado la casa antes de que ella despertara, momento que él se había ocupado de retrasar. La había tenido despierta hasta la madrugada. Nunca lo había visto tan insaciable. Cuando la había despertado al amanecer, Honoria se había aplicado con entusiasmo a complacer su deseo voraz mientras pensaba, con la escasa lucidez que era capaz de conservar en esos instantes, que la razón de que se mostrara tan ávido de vida era la toma de conciencia, largo tiempo aplazada, de su condición de mortal.

Había previsto hablar con él sobre el desconcertante incidente del veneno mientras desayunaban y, al final, se había perdido el desayuno.

—No tengo intención de contradecir ninguna de las órdenes de su alteza. Debe cumplirse lo que haya establecido. Sin embargo… —Hizo una pausa y estudió los tres rostros—. ¿Me equivoco si supongo que no ha dado órdenes para su propia protección?

—Se lo sugerimos, señora —respondió Webster con una mueca—; por desgracia, su alteza vetó la idea.

—En redondo —corroboró Sligo. Su tono dejaba claro lo que pensaba de tal decisión.

La señora Hull apretó los labios hasta convertirlos en una línea.

—Siempre ha sido extraordinariamente terco.

—Muy cierto. —Por el modo en que los tres la miraban, Honoria se dio cuenta de que sólo tenía que dar la orden. Sin embargo, la situación era algo delicada; en conciencia, no podía contradecir a su marido. Miró a Webster—. ¿Cuál fue la sugerencia que su alteza rechazó?

—Le sugerí que llevara un lacayo como protección, señora.

Honoria arqueó las cejas.

—Tenemos otros hombres a nuestro servicio; por qué no ellos, alguien que no fuese un lacayo.

Webster pestañeó una sola vez.

—Ciertamente, señora. Desde camareros a pinches de cocina.

—Y también están los mozos de cuadra —añadió Sligo.

Honoria asintió y los miró a los ojos, uno a uno.

—Muy bien. Para mi tranquilidad, aseguraos de estar siempre en situación de decirme dónde se encuentra su alteza en todo momento, cuando se halle ausente de la casa. Sin embargo, no debe hacerse nada contrario a sus deseos expresos. Confío en que ha quedado claro.

—Así es, señora. —Webster hizo una reverencia—. Estoy seguro de que su alteza esperará de nosotros que hagamos todo lo posible para aliviaros de cualquier zozobra.

—Precisamente. ¿Tenéis, pues, idea de dónde está ahora?

Webster y la señora Hull negaron con la cabeza. Sligo miró el techo, se balanceó ligeramente adelante y atrás y dijo:

—Creo que el capitán está con el señor Veleta. —Bajó la cabeza y miró a Honoria—. En su alojamiento de Jermyn Street, señora.

Cuando Honoria, como los otros dos, lo miró inquisitiva, Sligo abrió los ojos como platos.

—Un chico de los establos ha tenido que salir hacia allí con un mensaje, señora —explicó.

—Entiendo. —Por primera vez desde que oliera a almendras amargas, Honoria sintió una pizca de alivio. Tenía aliados—. ¿Crees que ese mozo andará todavía con el recado cuando su alteza se despida de su primo?

—Es muy probable, señora —asintió Sligo.

Honoria asintió también, resuelta y enérgica.

—Tenéis vuestras órdenes, tanto de su alteza como mías. Estoy segura de que las cumpliréis con diligencia.

Sligo asintió con la cabeza.

La señora Hull hizo una reverencia.

Webster se inclinó, ceremonioso.

—Su alteza puede confiar en nosotros.

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