Despertar

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Ve a casa.

Gira a la izquierda y Ada le grita justo cuando desaparece de su vista.

Ahora que sabe que va camino de casa, Ada se permite aminorar un poco el paso, pero cuando llega a la ferretería mira a la izquierda y la calle está vacía. Su hijo ha desaparecido. Y un viejo camina hacia ella avanzando despacio, con un bóxer olisqueando el suelo a sus pies.

–Perdone. –Ada se acerca y le agarra del brazo–. ¿Ha visto a alguien por aquí?

–¿Cómo dice?

–Si ha visto a alguien. A un chico. ¿Un joven?

El anciano, que parece asustado, niega con la cabeza.

–No, hija, a nadie.

Le suelta, se apoya en la pared a recuperar el resuello.

–¿Te encuentras bien?

–Sí. –Ada asiente–. Estoy bien.

Se incorpora y sigue a toda prisa rumbo a la calle que bordea el parque, con la cabeza a mil por hora. Entonces cae en la cuenta y está a punto de llorar de alivio, porque comprende que habrá corrido; al ver dónde estaba, al ver lo cerca que estaba, habrá corrido el último tramo antes de llegar a casa. Y Ada también quiere echar a correr, pero se obliga a caminar; no quiere convertirse en un caso clínico cuando lo encuentre sin aliento, incapaz de articular palabra. Aun así, al llegar a la puerta de la cocina tiembla tanto que necesita ambas manos para girar la llave.

Dentro de casa todo está como lo dejó. El rodillo en el rincón, el ambiente cargado, caliente y con olor a sopa, la colada en la pantalla frente a la chimenea y colgando del tendedero del techo.

–Michael –lo llama, amortiguada la voz por la humedad. Luego más fuerte–: ¿Michael? ¿Estás en casa?

Ada levanta las sábanas húmedas. Mira detrás de las sillas del salón. Se planta en lo alto de las escaleras de la bodega y lo llama en la oscuridad mohosa.

Arriba, el dormitorio que comparte con Jack está vacío. Sale al descansillo y espera frente al cuarto de Michael con el corazón acelerado. Solo silencio. Un silencio pesado. Denso. Abre la puerta con la cadera.

La habitación está vacía.

Hacía meses que no entraba. Le cuesta respirar. Levanta la manta, solo encuentra una sábana sin usar. Se pone a cuatro patas y se queda mirando el aire vacío de debajo de la cama. Ya solo le queda el armario del rincón. Cuando lo abre, huele a madera, a falta de uso. Dentro no hay nada. Nada salvo dos perchas vacías y una cajita de cartón, atada con cordón. Una caja atada para que nadie la abra con prisas; una caja que lleva años sin abrirse.

 

* * *

 

Evelyn relega a Reginald Yates al fondo de su memoria y trabaja a ritmo constante, cada hombre significa un papel nuevo, cada queja se anota y se archiva en el formulario del color correspondiente. A las once menos cuarto toca la campanilla y cierra la puerta para hacer un descanso. Los hombres de fuera gruñen. Pero hoy no se está tan mal. Después del frío inicial, el día se ha templado, algo impropio de la estación; el sol lleva colándose por la ventana del despacho toda la mañana, caldeando la habitación. Le iría bien tomar el aire. Evelyn coge la chaqueta y el tabaco y sale al patio trasero, pequeño y sucio, se apoya en la pared y mira al cielo. Todavía le duele el cuello de dormir en el tren la noche anterior. Se lo estira a un lado y a otro con la mano.

–¿Te importa si te acompaño?

Al girarse ve a Robin en el umbral.

–No sabía que fumaras.

–No fumo. Me apetece un poco de aire fresco. –Con una sonrisa añade–: Si no te molesto.

Ella se encoge de hombros.

«Un poco de aire fresco Un comentario propio de Robin.

Se coloca junto a ella en la pared.

–¿Y cómo anda la tropa?

Evelyn enciende un cigarrillo, expulsa el humo, se encoge de hombros.

–Como siempre.

Sigue una pequeña pausa antes de que Robin hable.

–He tenido un caso interesante.

–¿Sí?

–Alguien que conocí antes de la guerra.

–¿Sí? –Evelyn le mira–. ¿Y eso?

–Escalábamos juntos.

–¿Escalar? ¿El qué?

–Montañas. –Le dedica una sonrisa breve, compungida–. Nos conocimos en Gales. En el hostal de Pen-y-Pass.

Evelyn da una calada.

–Suena precioso.

Robin no capta la sorna del comentario o decide obviarla.

–Sí, muy bonito. Estuvimos en 1912. Y volvimos al año siguiente. De día escalábamos y por la noche bebíamos y charlábamos. Daba la impresión de que todo era posible. –Tiene la vista clavada al frente, como si el pasado estuviera allí, flotando delante de él, en lugar del tosco patio y la pared negra de hollín–. Ha perdido una pierna. Como yo.

Evelyn mira a Robin, le presta atención por primera vez. No es feo. Mucha gente le consideraría guapo. Tiene buena planta, un cuerpo fornido y una cara agradable. Es la clase de hombre perfecto para coronar picos de montaña. Pero hay algo más: la salud, la amabilidad. Solo pensar en él la agota. Evelyn mira la hora.

–¿Hora de volver? –Robin parece decepcionado.

–Sí.

Apaga el cigarrillo en la pared y pasa por delante de Robin, camino de su mesa.

 

* * *

 

La caja de cartón está a su lado, en la manta. Pero Ada no la ha tocado. Tiene las manos en el regazo. Pero le tiemblan y le zumba la cabeza como si tuviera un enjambre de abejas atrapado dentro.

¿Por qué ha vuelto a verle? ¿Por qué ahora?

¿Es ella? ¿Lo evoca? ¿Le juega malas pasadas a su mente?

No. Es el chico aquel, balbuciente y distante.

Que la busca.

Correteando como un cangrejo por el suelo.

Ada levanta la cabeza. La habitación está vacía, los únicos restos que quedan de su hijo son leves diferencias de color, las sombras de la pasta con la que Michael colgaba las fotografías de fútbol en la pared. Ada las toca, repasa el borde con los dedos.

«Venga, pregúntame los jugadores, mamá.»

La cara de su hijo de doce años concentrándose, sentado en la cocina tras volver del colegio, con el uniforme, con la puerta abierta al jardín y la tarde estival fuera.

Parker,

Jonas,

McFadden,

Scott.

Clapton Orient. Los O.

Jack comenzó a llevarlo a los partidos cuando tenía seis años, cogido de la mano de su padre, y ya ninguno de los dos se perdió ningún encuentro, al menos que ella recuerde, hasta que suspendieron la liga en 1915. Para entonces todo el primer equipo se había alistado. Su foto apareció en primera plana del periódico, sonriendo uniformados. Fue el año de Kitchener, con su imagen empapelándolo todo: omnibuses, tranvías, camionetas, acusándote con el dedo desde cada rincón. ¡EL PAÍS TE NECESITA! Dondequiera que te pusieras, te sostenía la mirada. Culpable. Te hacía sentir culpable. Ada solía preguntarse cómo diantre lo conseguían.

En el último partido de la temporada, todos los jugadores dieron una vuelta al estadio y luego desfilaron por High Road para pavonearse. Ada fue a verlos como todo el mundo, con Michael delante de ella, saludando y gritando hasta enronquecer y sin parar de vitorear.

Al día siguiente Jack se lo encontró en la oficina de reclutamiento, haciendo cola para alistarse. Lo sacó de la fila arrastrándole de la oreja y lo acompañó todo el camino hasta casa. Michael echaba chispas. No entendía por qué le obligaban a quedarse en casa cuando tenía ocasión de luchar junto a sus héroes.

Las peleas que tuvieron después…

Una vez que Michael se fue hecho una furia de casa, Ada se acercó a Jack, que estaba de pie junto al fregadero, mirando hacia fuera. Le tocó en el brazo y él dio un respingo como si le hubiera quemado.

–¿Qué?

–Tal vez deberíamos dejarle ir. La guerra terminará pronto.

Jack se volvió a mirarla.

–Te crees todo lo que te cuentan, ¿eh? ¿Que la guerra acabará enseguida? ¿Gracias a los valientes de Kitchener?

El desdén de Jack la impresionó. Porque Ada se lo creía. Ese verano flotaba por todas partes una sensación creciente de optimismo, de esperanza.

Estaban todos en instrucción: Parker, Jonas, McFadden, Scott y el resto de los Clapton O; Joe White, Sam Lacock y Arthur Gillies de su calle, chicos con los que Michael se había criado, solo un poco mayores que él. Ellos y otro millón de jóvenes estaban haciendo la instrucción, convirtiéndose en los soldados que ganarían la guerra. El país entero esperó todo ese espléndido verano adelantado de 1916, esperó a que estuvieran preparados, como si todos aguantaran la respiración.

Los cañonazos comenzaron la última semana de junio. Ada los notaba desde su cocina, en Hackney, una especie de explosión sorda, apenas audible, día y noche durante una semana. Luego pararon. A las siete en punto de la mañana del primero de julio. Salió a la calle de casitas de ladrillo, al repentino silencio de una mañana de pleno verano con el sol ya alto. Había más mujeres en la calle. Ivy White estaba allí. Cruzó la calle para reunirse con Ada.

–Ha comenzado, ¿verdad?

Agarró a Ada de las manos con las suyas mojadas y resbaladizas. Cubiertas de espuma de jabón.

–Ahora irán para allá, ¿no? Es el final de la guerra.

Pero no fue el final. Jack tenía razón. Era el comienzo de algo nuevo y terrible. La prensa publicaba las listas de las bajas, más largas cada día. Joe, el hijo de Ivy, desapareció en combate, se le suponía muerto. Ada la veía a veces, al acabar el día, de pie en la ventana delantera, oteando la calle, como si Joe fuera a aparecer silbando de vuelta a casa.

Hasta Kitchener murió. Se ahogó rumbo a Rusia. Lo hundió una mina alemana.

Hacia el final de ese mes de julio Ada volvió a casa y se encontró a Michael sentado a la mesa de la cocina, con el diario abierto y la cabeza entre las manos.

–¿Qué ocurre? ¿Pasa algo?

Él la miró, pálido, le pasó bruscamente el periódico y salió.

Al principio Ada no encontró lo que Michael estaba leyendo. Luego vio la fotografía: «Soldado William Jonas, Clapton Orient». El pelo negro aplastado con una elegante raya en medio, su rostro joven y serio por encima del cuello en pico del uniforme. El periódico decía que había muerto en una trinchera junto con el sargento McFadden. Acompañaba a la fotografía una lista de su historial futbolístico: «Delantero centro, 73 partidos jugados, 23 goles». Fuera se oía una pelota pateada con furia contra la pared.

Ada salió con el periódico en el puño.

–Mira. Mírame.

Michael siguió pateando la pelota.

–¿No te alegras de estar aquí? –Su voz sonaba aguda, descontrolada. Le daba igual–. ¿No te alegras de que tu padre te obligara a volver a casa? ¿De estar a salvo? Podrías haber sido tú.

Michael paró la pelota con el pie y se giró.

–¿A salvo? –le espetó su hijo–. Nada está a salvo. Eso no existe. Para nadie, ya no.

Ada entró en casa, se sentó y descansó las manos temblorosas en el regazo.

Michael tenía razón.

Y entonces supo que había llegado la hora. Que había llegado la hora para todos ellos. Era como la Biblia, como las historias que recordaba de la infancia, como si hubieran dado la orden de matar a todos los niños.

Llegó el otoño y los días comenzaron a acortarse y empezó el servicio obligatorio. A ella le dio por rezar, algo que no había hecho desde hacía años. Rezaba de forma egoísta, frenética, por ella, por Michael, por que la guerra no entrara en su casa. No sabía a quién rezaba, no sabía quién era más poderoso: un Dios distante que quizá escuchara o quizá no, la guerra insaciable gruñendo tras los barrotes o Kitchener, con la cara descolorida medio tapada por anuncios de Ovaltine y tabaco, pero con el dedo todavía apuntando, todavía acusando desde el más allá.

Michael cumplió años el 20 de febrero. El aviso de reclutamiento llegó la primera semana de marzo de 1917.

La noche antes de que partiera para Francia, cuando ya había concluido la instrucción y estaba en casa al final de una semana de permiso, Ada llamó a la puerta de su habitación. Estaba terminando de hacer las maletas, el talego y el sobretodo esperaban en el recibidor. Tenía la mochila abierta en el suelo y repartidos a su alrededor como un abanico los diversos elementos del equipo. Ada rodeó el semicírculo perfecto que había formado su hijo. Cepillo de dientes, jabón y toallita, dos cordones de recambio para las botas, lata de campaña, tenedor y cuchara. La ventana estaba abierta y un pálido sol invadía la habitación. Él la miró, bizqueando por culpa de la luz.

–¿Me pasas revista, mamá?

–Tal vez.

Michael se sentó sobre los talones.

–Menudo brigada estás hecha.

Ella se agachó a su lado y recogió el pequeño costurero, le dio vueltas.

–¿Te enseñan a coser?

–Lo mínimo.

Volvió a dejarlo en el suelo, se levantó y se sentó en la cama a contemplar a su hijo. Parecía más fuerte que cuando partió para recibir instrucción militar. Las formas blandas, cambiantes de la juventud comenzaban a asentarse, emergían las líneas del hombre que sería. Ada observó cómo doblaba y agachaba la cabeza, su espalda larga y estrecha, la piel bronceada moviéndose por encima del hueso superior de la columna. Le colgaba algo del cuello.

–¿Qué es eso? –preguntó, señalando.

Él la miró, y luego siguió la dirección de su mirada.

–Mi identificación.

–¿Me la enseñas?

Se la desprendió de la pechera de la camisa, se levantó y se acercó.

–Aquí está mi nombre –explicó, señalando el disco de fibra marrón–. Esto es el regimiento. Y mi número.

Ella se quedó mirando el número. Seis dígitos. El pulso en la vena de su hijo, marcando el ritmo. Su hijo.

–¿Te encuentras bien, mamá?

–De fábula. –Asintió, volviendo a engancharle la identificación, abrochándole la camisa.

Se fue por la mañana, antes de que el sol alcanzara su cénit. Se habían ofrecido a acompañarle a la estación, pero Michael no quiso. No discutieron. Se quedaron juntos en la puerta y le vieron echarse el petate al hombro y luego se despidieron de su curiosa silueta excesivamente cargada, con el casco golpeándole la nuca. Se giró una vez, al final de la calle, y alzó el brazo bajo la luminosa mañana antes de perderse de vista.

 

 

Un tren pasa por la vía férrea y los cristales de las ventanas traquetean en los marcos.

Ada alarga una mano y se sube la caja a las rodillas. Intenta deshacer el nudo, pero se resiste, está tan apretado que tendrá que cortarlo con algo. Titubea un instante, pero es un titubeo breve, antes de bajar a la cocina a por un cuchillo.

 

* * *

 

–Buenas tardes, cielo. –Graham, el portero, saluda a Hettie con el brazo sano–. ¿Qué tal está mi bailarina favorita? ¿Hoy tienes turno doble?

–Mucho me temo que sí.

Se inclina hacia el cuchitril donde Graham se sienta junto a la puerta con el calefactor encendido. Huele raro, a lana caliente y pipa. Graham es un fijo del Palais. Un musculoso obrero londinense con acento a juego que trabajaba en el ferrocarril antes de la guerra y con anécdotas para dar y vender. Cuentan que puedes echarte horas en ese cuchitril y al salir parpadeando a la luz haber envejecido diez años, abandonada ya la juventud.

«Uno de los últimos que llamaron.»

«No querían a vejestorios como yo.»

«Pero es un orgullo haberlo perdido al final.»

«¡A dos días del armisticio!»

«Lo vi agitándose en el suelo. La mano todavía se movía.»

«¡Supe que era el mío por el tatuaje de la muñeca!»

–No sabes cuánto lo siento –dice Graham.

–Necesito el dinero. –Hettie se encoge de hombros.

–Como todos. Espera un momento. –Se lleva la mano al bolsillo y saca una lata, la abre y extrae una pastilla–. Ten. –Le pasa el alijo, una pastilla de menta Nelson, de color rojo amarronado–. Te dará fuerzas. –Guiña un ojo–. A nosotros nos mantenían durante horas. Durante las marchas. Por toda Francia.

Es lo que dice siempre.

–Gracias –contesta Hettie, guardándosela en el bolsillo del cárdigan–. Para luego.

Es lo que hace siempre. Es una costumbre de los dos.

¿Sospecha Graham que solo guarda las pastillitas pegajosas para tirarlas a la papelera del vestuario?

Pero es un ritual, y Hettie supone que les ayuda a sentirse bien.

–No sé cómo aguantáis –dice Graham, meneando la cabeza–. Bailáis durante horas. De verdad que no me lo explico.

Hettie se encoge de hombros, como diciendo: «¿Qué remedio?» Luego se ajusta la chaqueta y echa a andar por el largo pasillo sin calefacción que termina en el vestidor iluminado por fluorescentes.

Las chicas se giran al verla entrar e intercambian saludos mientras Hettie cuelga la bolsa de pana. Las que ya se han cambiado están sentadas, charlando, fumando cigarrillos pese a los carteles de PROHIBIDO FUMAR que cuelgan de las paredes.

El gélido vestuario del Palais es una de las dudosas ventajas del trabajo. Aunque no es lo que una se espera viendo los guardarropías de fuera, que están todos engalanados con papel pintado chino rebosante de aves y pagodas. Las paredes de dentro solo tienen una capa de pintura, y de un verde deprimente. Algunas chicas han garabateado su nombre en el enlucido, que empieza a desconcharse. Hay incluso una graciosilla que ha escrito un poema a la altura de las rodillas:

 

Con el viejo Grayson, cuidado,

que si te has retrasado,

te llevará detrás

y te dará por donde estás.

 

Cuando Hettie empezó tuvieron que explicárselo: se rumorea que Grayson, el encargado de labios finos cuya intransigencia con los retrasos es legendaria, vive con otro hombre por Acton Town. Los chicos juran y perjuran que les lanza miraditas.

Hettie se quita el cárdigan, la blusa y la falda, las cuelga y saca el vestido de baile, tiritando al pensar en el frío que va a pasar. Sin la presión de los cuerpos que llenan el Palais a finales de semana, la inmensa pista de baile será una nevera. La dirección no permite que las chicas lleven prendas de abrigo, así que se inventan todos los trucos que pueden, se cosen capas extras por debajo de los vestidos o se ponen dos pares de medias, pero nada funciona un lunes por la tarde de invierno; la única esperanza es que te contraten y no parar de bailar para no estar sentada demasiado rato.

–¡Hola, Hettie!

–¿Entrasteis? ¿Lo visteis? ¿Fuisteis al Dalton’s el sábado por la noche?

Se vuelve y descubre que detrás se ha formado un corro de chicas expectantes; animales hambrientos, esperando las sobras.

–Sí.

–De modo que existe.

–Sí, es de verdad. Pero está muy escondido, no dirías nunca dónde está.

Las chicas parecen exhalar al unísono y Hettie casi nota su respiración posándose sobre ella, recubriéndola de envidia. Piensa en hablarles de los bailarines, del modo en que la gente se movía como si nada importara, pero no es algo fácil de explicar.

–¿Y los músicos? ¿Eran tan buenos como los Dixies?

–Eran alucinantes.

–¿Y el chico de Di? ¿Cómo es?

–Un encanto. Y rico.

Las chicas suspiran, se dispersan, vuelven a los espejos, a los polvos y el tabaco, a darse los últimos retoques al maquillaje y al peinado. Hettie saca los zapatos de baile de la bolsa y se sienta para atárselos, arropada por una inusual sensación de satisfacción. Para variar es la envidia de todas. Puede que no esté bien, pero sienta genial.

Di entra corriendo en el último momento, poniendo caras, se quita el abrigo y se viste a la velocidad del rayo, justo cuando se abre la puerta y asoma la cabeza de Grayson.

–Es la hora, señoritas. –Da una palmada–. A la pista. –Mete la cabeza en la sala y olisquea exageradamente–. Y como os pille fumando, os descuento una semana del sueldo.

Las chicas salen al gélido pasillo, Hettie y Di las últimas, mientras los chicos salen del vestuario de enfrente. Son doce, todos de traje, listos para el turno de la tarde.

La mezcla habitual de sentimientos compite en Hettie mientras los bailarines cruzan las enormes puertas dobles que dan a la pista. No cabe duda de que el Palais es espectacular: todo es chino, la pista entera está cubierta por la reproducción del tejado de una pagoda, alrededor cuelgan cristales tintados y paneles lacados que representan escenas chinas y altas columnas negras soportan el techo, todo él decorado con deslumbrante caligrafía dorada. En mitad de la pista se eleva una montaña en miniatura, con una fuente corriendo por sus laderas, y bajo una de sus dos réplicas de templos, la banda calienta.

La primera vez que vio el Palais fue cuando se presentó a la selección un frío día de enero. Todavía estaba parcialmente acordonado y las sierras y los martillos acompañaban de fondo al piano machacón mientras Grayson instruía a los esperanzados bailarines frente a una mujer de expresión severa, que ladraba órdenes y que eligió a ochenta hombres y mujeres entre quinientos a lo largo del día.

Incluso entonces, aún por acabar, oliendo a virutas y serrín, se intuía que sería un sitio especial.

Se anunció en toda la prensa local:

 

¡PALAIS DE DANSE! ¡LA COMIDILLA DE LONDRES!

¡El salón de baile más grande y lujoso de Europa!

Dos bandas de jazz.

Profesores de ambos sexos.

Traje de etiqueta opcional.

 

Hettie solía recortar los anuncios y dejarlos en la mesa de la cocina para que los leyera su madre.

El primer fin de semana fueron seis mil personas, y al salir a la pista de baile aquel primer día, viéndolo en todo su esplendor, realmente le pareció un palacio. Pero Hettie no tardó en darse cuenta de que tanto esplendor no estaba enfocado al personal. Iba todo dirigido a los clientes, a los que pagaban dos con seis. A Hettie, Di y el resto de los bailarines les esperaba el Corral. Igual que hoy.

Entran en fila, chicos a un lado, chicas al otro, cabizbajos mientras Grayson pasa revista en busca de chaquetas de punto, pañuelos, hombros caídos, cigarrillos de contrabando o agujas de tejer con las que matar el tiempo durante los bailes en los que no te contratan. Los barre con la mirada: «General Grayson», le llaman los chicos, en particular los que estuvieron en Francia.

 

Doce chicos y doce chicas por turno.

Veinte bailes por la tarde (3-6) y veinticinco por la noche (8-12).

Seis peniques el baile.

 

–¡Qué frío hace esta noche! –susurra Di cuando Grayson pasa por su lado.

Grayson se detiene. Da la vuelta lentamente y Di se mira las manos. Pero no hay tiempo para reprimendas porque las puertas se abren y los clientes entran en masa; a cientos, incluso un lunes por la noche, pisoteando el suelo de tarima flotante.

Los músicos comienzan algo torpes y las primeras parejas salen a la pista. Siempre tocan un vals al principio de la noche. Hettie observa la triste escena con las manos en las axilas para calentarse. Si alguien se toma alguna vez la molestia de acudir al Palais de etiqueta, desde luego no es los lunes, la pista es una mancha marrón, negra y gris de hombres en traje de calle y mujeres vestidas, mayoritariamente, con blusa y falda.

Una matrona muy tiesa envuelta en un traje chaqueta de lana está cruzando la pista con paso decidido, directa al corral masculino. Di da un codazo a Hettie y se ríe. «Mírala.» Al otro lado del pasillo, Simon Randall se endereza, se escupe a escondidas en la mano y se alisa el peinado. La mujer se para delante de él y le tiende tímidamente un tíquet. Simon lo acepta con una sonrisita y se levanta. Contratado. Simon es uno de los hombres con más éxito, lo contrata la misma mujer dos veces a la semana por once chelines cada baile. Propinas aparte.

El gentío se ha dispersado, unos se han sentado a las mesas y otros piden bebidas en las pequeñas cabinas repartidas alrededor de la pista. La inmensa sala va llenándose, la pista está cada vez más concurrida, la banda suena mejor y la tarde comienza a tomar forma. Hettie se fija en un hombre alto que avanza despacio entre la gente del otro lado de la pista y se endereza, se inclina hacia delante, con el corazón desbocado; se parece a él, al hombre del Dalton’s: Ed.

«¿El Palais? Fui una vez.»

Se agarra a la baranda. ¿Vendría a buscarla?

El hombre entra en la pista de baile y ella se inclina todavía más para verle mejor, casi está levantada, pero en cuanto se aproxima ve que no es él. Este hombre, salvo por la altura, no se parece en nada a él; este tiene los andares arrastrados y vacilantes de los que usan prótesis. Se ve a kilómetros. Tienes que andarte con ojo; te pisotean y ni se enteran.

–¿Qué pasa? –susurra Di.

–Nada. –Hettie, enfadada, niega con la cabeza.

Pero ha llamado la atención del hombre, que se abre paso por la pista. Hettie reconoce su actitud: un poco indecisos, silbando entre dientes sin ganas, como fingiendo no saber cómo funciona la cosa.

–Buenas –la saluda, con las manos en los bolsillos.

–Buenas tardes.

–¿Cuánto cuesta la fantochada esta?

–Seis peniques.

–¿Seis peniques? –El hombre parece ofendido, sube un poco el tono–. Pero acabo de pagar dos con seis por entrar.

–Si no quiere pagar, venga acompañado –interviene Di.

El hombre se pone rojo como un tomate.

Al instante Hettie se siente fatal. Se le parte el corazón: por él, por ella, por todo el maldito tinglado.

–Los tíquets se compran allí –le informa con amabilidad, señalando a la cabina de su izquierda–. Lo siguiente es un foxtrot.

El hombre traga saliva.

–Vuelvo enseguida, ¿sí?

La pregunta es agresiva, reta a Hettie a que le responda que no.

–Sí. –Hettie le sonríe–. Por favor.

El hombre se aleja con paso torpe, como si se hubiera chocado con todo lo que podía romper y su dignidad y él mismo hubieran acabado por los suelos.

Di resopla.

–Lo vas a pasar de miedo.

–A ti no te hace falta. –Hettie la mira de frente–. Yo necesito el dinero. No tengo un amigo que me compre cosas.

Di abre la boca, sorprendida.

–¿A ti qué te ha dado? ¿Te has levantado con el pie izquierdo?

Hettie se encoge de hombros. No sabe por qué, pero hoy está molesta con Di. Con el Palais. Con todo. El hombre vuelve con el tíquet en la mano. Hettie lo acepta, se lo guarda en el bolsito y deja que la ayude a salir por la portezuela metálica. Y cuando le sonríe no es mero paripé porque, la verdad, sabe Dios qué les empuja, a cualquiera de ellos, a ir solos al Palais.

Hettie levanta los brazos, abre las manos.

Funciona así: te contratan y bailas. Si eres amable con ellos y les gusta cómo te mueves, te piden otro baile, que significa seis peniques más, y ya está. La dirección se queda la mitad, de modo que sale a cuenta ser amable.

Las manos del hombre están húmedas cuando la atrae hacia él. Huele a sudor y a sótanos y a ropa que convendría lavar. No podría parecerse menos al hombre del Dalton’s.

Ya son dos.

La banda empieza a tocar y ellos se adentran en la pista.

 

* * *

 

A las tres la cola casi ha terminado, solo quedan cinco o seis hombres. Evelyn se recuesta en la silla, reprime un bostezo. El primero de la fila la está mirando, dubitativo, moviéndose muy levemente de un lado al otro, como si el suelo se balanceara bajo sus pies.

Neurosis de guerra.

Soldado raso.

–Adelante –dice Evelyn–. Siéntese.

Se sienta en la punta de la silla.

–¿Nombre?

–Rowan.

Evelyn destapa la pluma.

–¿Apellido?

–Hind.

El nombre es tan bonito que deja de escribir. «Hind»: dorado y natural. Evelyn levanta la vista y se descubre mirando con más atención de la habitual, buscando en su rostro una belleza a juego con el nombre. Pero no es guapo: demasiado menudo para el traje, brazo izquierdo en un mugriento cabestrillo, el aspecto de viejo marchito de quienes han llevado una vida al límite. De uno de esos que se alistó por el rancho.

–¿Rango?

–Soldado raso, señorita.

La pluma garabatea el papel. El sol vespertino le calienta la mejilla. Con suerte, para cuando termine todavía quedará luz para volver a casa cruzando el parque.

–¿En qué puedo ayudarle, señor Hind?

–Pasaba por aquí. Y entonces yo… yo…

Evelyn se recuesta. Está acostumbrada: tartamudean, balbucean. Puede ser paciente si se lo propone; puede ser amable. Rowan Hind baja la mirada y se calla un momento. Luego habla:

–Su dedo –dice al verlo.

–¿Sí?

–¿Qué le pasó? –Sus ojos pálidos la miran.

Tiene una curiosa capacidad de persuasión, desarma; Evelyn decide contarle la verdad.

–Fue en una fábrica.

–¿Durante la guerra?

Evelyn asiente.

–¿De municiones?

–Sí.

–Lo imaginaba. –Parece complacido–. Una canaria, ¿verdad? Todavía tiene la cara un poco amarillenta.

–¿Sí?

–¿Le dolió? Tiene que haberle hecho daño.

Evelyn se mira el vacío donde solía tener un dedo y el resto de la mano se cierra en un acto reflejo de protección.

–Sí. Aunque al principio no.

Al principio se rió. Menuda sorpresa: un dedo. Su dedo. Hasta hacía un segundo estaba unido al resto de la mano. El momento extraño, extenso, previo a que la sangre le empapara el delantal, la cara. Recuerda girarse hacia la mujer que trabajaba a su izquierda y ver que también ella tenía la cara ensangrentada. Luego se volvió hacia la máquina, que seguía troquelando, con su dedo dentro, con el tendón blanco aplastado como goma de pegar. Recuerda que alguien gritó. Luego todo se volvió negro. Cuando volvió en sí, estaba vendada y en una ambulancia rumbo al hospital.

Enfrente, el señor Hind asiente.

–Yo también lo he visto. He visto a hombres que perdían un brazo o una pierna, y durante los primeros segundos no sabían ni dónde tenían la cabeza. Si fuera usted soldado –se inclina en gesto cómplice– recibiría una pensión vitalicia.

–Sí. –Evelyn sonríe a su pesar–. En fin.

El hombre de detrás de Rowan remueve los pies.

–¿Tiene alguna queja? ¿Por eso ha venido?

El hombre se lo piensa.

–No –responde–. No es eso.

Evelyn espera a que continúe, pero él se limita a seguir sentado mirándose las manos.

–¿Tiene empleo?

–Trabajo. –Alza la vista–. De vendedor. Sí.

–¿Y cómo le va?

Se lleva el pulgar a la boca y se muerde un pellejo de junto a la uña.

–Es horrible.

Por supuesto que lo es. ¿Le gusta a la gente que llame usted a sus puertas? ¿Señor vendedor ambulante? ¿Pequeño señor Hind?

–Pero tampoco es eso. Es otra cosa.

–¿Sí?

–Quiero localizar a mi regimiento. Quiero encontrar a mi capitán. No sabía por dónde empezar… Y pasaba por aquí y he visto el cartel. Estuve en el 17.º Middlesex durante la guerra, luchando con los hombres de Camden.

–Comprendo. –Coge un trozo de papel de la mesa y busca la pluma. No es su trabajo, pero siempre podría ir al Registro con el pase de empleados. Tiene que poder saltarse alguna regla de vez en cuando–. No creo que sea complicado. Siempre y cuando, claro está, el hombre siga vivo. Anotaré primero su dirección. –Desenrosca el tapón de la pluma.

–Vivo en el número once de la calle Grafton, en Poplar. –Se inclina hacia ella para verla apuntar.

–¿Y su regimiento?

–17.º Middlesex.

Evelyn lo anota.

–¿En qué años sirvió?

–Desde 1916 hasta 1917.

–¿Y en 1917 le dieron la baja por invalidez?

–Sí.

–¿Y dónde lo hirieron?

Duda.

–En el brazo.

–Ya veo. –Espera a que se explique–. ¿No puede moverlo?

–No.

De nuevo, el hombre no añade nada más. Evelyn siente un atisbo de irritación.

–¿Y su capitán?

–¿Sí?

–¿Cómo se llamaba su capitán?

Se le crispa la cara.

–Montfort.

Al principio Evelyn cree que lo ha entendido mal.

–Capitán Montfort. –El hombre se inclina a la espera de que Evelyn lo anote.

Ella mira la pluma que sostiene en la mano, presionando el papel. La tinta corre por los minúsculos valles y depresiones de color gris veteado. Levanta la punta del papel.

–¿Capitán Montfort?

Él asiente.

–Pues lo siento. –Se endereza–. Me temo que no puedo ayudarle.

–¿Qué? ¿Por qué?

–Aquí solo nos ocupamos de las pensiones. Pensiones y subsidios. No somos una oficina de desaparecidos. –Coge una ficha de un montón, la gira por la cara en blanco, saca un librito de cuero, lo abre y copia una dirección. Lo hace todo con sumo cuidado, muy despacio, tratando de mantener firme la pluma–. Le recomiendo que contacte directamente con el ejército. Le anoto aquí toda la información.

Él mira el trozo de papel que le tiende como si las letras pertenecieran a un alfabeto extranjero.

–Pero –dice, y la mira– me acaba de decir que podía ayudarme.

–Lo siento. Estaba equivocada.

Él la observa sin disimulo. Evelyn cree que sabe que le está mintiendo. Le sostiene la mirada. Él comienza a sacudir la cabeza.

–¿Señor Hind?

Las sacudidas se intensifican, se transmiten al cuerpo hasta que termina moviéndose como un muñeco de una caja sorpresa y contorsiona la cara en una mueca horrible. Pero Evelyn ya ha presenciado ataques similares. Por espantosos que sean, lo único que puedes hacer es esperar. Se clava las uñas en las palmas de las manos y mira para otro lado, al suelo de moqueta marrón y sucia.

–¿Estás bien?

Levanta la vista y ve a Robin justo delante de ella, con la mano en el hombro de Rowan. Por un segundo cree que se lo dice a ella. Luego: «Calma, calma». Habla en voz baja, como si tranquilizara a un animal, acariciando despacio la espalda del otro hombre, más menudo. Al lado de Rowan parece enorme, firme como un roble.

–Ya está. Tranquilo. Ya está.

Poco a poco las sacudidas remiten y Rowan recupera el control, resuella. Robin se aparta un poco para dejarle espacio y crea un triángulo entre Rowan, Evelyn y él. Se mete las manos en los bolsillos.

–¿Estás bien, amigo?

Rowan asiente, con la vista clavada en el suelo.

–Sí, señor. Perdone, señor.

–No te disculpes –dice Robin en voz baja. Mira a Evelyn–. ¿Todo bien?

–Estamos bien –contesta ella, tajante–. Gracias.

–Pues muy bien.

Le lanza una mirada y regresa a su mesa. Evelyn le ve alejarse mientras le hierve la sangre; todos lo intentan, antes o después. Decirle lo que tiene que hacer. Lo odia. Lleva dos años aquí; es la empleada de más antigüedad. Se gira y ve que Rowan la está mirando.

–Usted –dice Rowan. Habla despacio, como si tuviera que empujar las palabras por algo más espeso que el aire–. Se le parece muchísimo.

–¿A quién me parezco?

–Al hombre. Al hombre a quien quiero ver.

–Bueno –responde, acercándole el papel por encima de la mesa–. Aquí podrán decirle si… si el hombre que busca está vivo.

 

* * *

 

Cargan el ataúd en la ambulancia militar número 63638. Al lado: seis barriles de tierra, de seis campos de batalla distintos, en total, cien sacos. La ambulancia arranca rumbo al norte por la carretera larga y recta que conduce a la costa. La acompaña una escolta militar: dos coches delante y uno detrás. Cuatro soldados viajan en silencio en cada vehículo, con las gorras en las rodillas.

Aquí, aunque todavía son visibles los estragos de la guerra, la tierra se parece más al campo que en Somme, más al sur. Aquí están comenzando a regresar a las granjas algunos indicios de vida. Aquí, incluso después de todo lo ocurrido, los campos siguen pareciendo campos, tierra donde todavía podría crecer algo.

El convoy pasa junto a un granjero con su arado. El granjero mira a la escolta y la vieja ambulancia rayada. Regresó a la granja el año pasado. Le hirieron en Verdún y perdió un ojo, y lo mandaron de vuelta a casa, secretamente aliviado. Un ojo no parecía un precio demasiado caro por su vida. Pero dejó la granja para instalarse con su suegro en Borgoña tras el avance alemán de 1918, después de que los alemanes aceleraran la ofensiva primaveral y le requisaran la granja, la bodega y las tierras. Después se lo bebieron todo, mataron a las gallinas y se las comieron, aturdidos ante tanta abundancia, chicos que habían estado muriéndose de hambre tras la línea de combate. Se emborracharon tanto que despertaron al granjero, a su mujer y a sus hijos con sus gritos mientras daban tumbos desnudos por el patio, tapándose las vergüenzas con el casco, entre botellas de vino vacías tiradas por el suelo. El granjero supo entonces que se había terminado. Que los alemanes estaban acabados. Que aquellos chicos hambrientos y borrachos habían detenido el avance.

Son algunas de las imágenes que le acompañan de la guerra. Ahora solo quiere que le dejen en paz. Quiere terminar de arar sin tocar ningún resto de artillería que haya quedado por ahí. Conoce a muchos granjeros que han perdido alguna pierna, o algo peor, tratando de sacar partido de sus tierras.

Se pregunta brevemente quién irá en el coche que se acerca: ¿quizá un dignatario extranjero? Pero no le dedica mucho tiempo a la idea. Reanuda el trabajo, encorvado contra la llovizna, contra el cielo gris, pensando en cenar frente al fuego, sentado al lado de su mujer.

 

* * *

 

Con un único movimiento limpio y fiero, Ada corta los nudos y el cordel cae al suelo levantando una nubecilla que parece humo.

Arriba de todo están las cartas que Michael les escribió a Jack y a ella, dos montones gruesos, atado cada uno de ellos con otro trozo de cordel anudado.

Las saca y las deja en la cama. Todavía no.

Debajo hay una colección menor de postales sueltas. Una es la fotografía de una iglesia. «Albert», dice en la esquina inferior derecha. En lo alto del campanario hay una estatua de una mujer con un bebé, la mujer lo sostiene con los brazos estirados, el bebé pende en el vacío. Al dorso, en la letra de su hijo:

 

La mujer es la Virgen María. Lleva inclinada un par de años. Dicen que cuando se caiga, terminará la guerra. ¡Reza para que se caiga cuando vayamos ganando, mamá!

 

Fue la primera postal que mandó, recién llegado a Francia, en 1917, y desde el día que la recibió, Ada la tuvo clavada con chinchetas en la pared de la cocina. Pero la inquietaba; algo en aquella mujer colgando en el aire, aferrando desesperadamente a su hijo, le recordaba a ella.

Tenía el mismo mapa en la pared que todos sus conocidos; lo habían regalado con el Daily Mail y la ciudad de Albert aparecía justo en el centro de la zona británica, marcada en rojo. La rodeó con un círculo. Al menos así se lo podía imaginar en alguna parte, podía mirar la iglesia, ver algo que él también había visto. Además el nombre sonaba perfecto en inglés; Albert, fácil de pronunciar, no como el resto de nombres del mapa: Ypres, Thiepval, Poperinghe. Ada no tenía ni la más remota idea de cómo se pronunciaban.

Revuelve el contenido de la caja. Caen más postales por debajo de la primera: una fotografía de un río y su ribera y gente de picnic vestida de verano. «El Somme», indica abajo. En el dorso de la postal, Michael ha escrito: «¡Ya no se parece en nada a esto!». Ada se acuerda de lo que hizo cuando esa postal llegó a su puerta: examinó las caras de la ribera, y le alivió comprobar que los franceses no eran tan distintos de ellos.

La última fotografía muestra una calle adoquinada. Hay algo enganchado por detrás. Ada lo despega con cuidado: es una fotografía de Michael. Ahora se acuerda: se la mandó junto con la que tiene enmarcada en el salón de abajo, no mucho después de llegar. Debieron de sacarlas con escasos segundos de diferencia y en el mismo fotógrafo, porque se ve el mismo fondo en las dos, una pared pintada. Pero Michael no sonríe; no se le ven los ojos y los bordes están borrosos, de modo que cuestan distinguir dónde acaba la pared y comienza el uniforme. Ada sabe que su hijo debió de moverse cuando se cerró el obturador y por eso la fotografía salió como salió, pero aun así no le gusta. Le parece que Michael ya está entrando en un futuro donde no existe.

Debajo encuentra tres cartulinas más pequeñas de color marrón claro. Estas postales no están ilustradas y en las tres pone lo mismo, impreso y alineado a la izquierda:

 

 

Las dos primeras son de junio de 1917, cuando Michael entró en combate por primera vez. Recuerda que no recibieron carta durante más de una semana y luego llegaron esas postales, una al día siguiente de la otra, con todas las frases tachadas menos una: «Estoy bien».

Cuánto la había aliviado recibirlas pese a lo poco que decían.

Cuando por fin publicaron la lista de bajas de su compañía, Ada se abalanzó sobre el periódico y repasó la lista con el dedo, buscando frenéticamente su nombre entre los heridos y los fallecidos. No estaba. Con todo, tuvieron que esperar otra semana para recibir una carta normal. Entretanto leyó e intentó comprender lo que implicaba lo que leía: cincuenta supervivientes de doscientos hombres.

Y entonces supo que lo que había visto su hijo, fuera lo que fuese, lo había llevado a un lugar fuera del alcance de su madre.

En la caja queda otra tarjeta postal de campaña. Con fecha del 14 de septiembre de 1917. Llegó tras dos semanas de silencio. Dos semanas durante las cuales Ada le escribió cuatro veces. Dos semanas durante las cuales, cada mañana cuando llegaba el correo, salía corriendo al recibidor; durante las que Jack entraba en la cocina todas las noches, estrujando el gorro entre las manos, fingiendo que no miraba si había una carta apoyada en la tetera para él. También esta postal dice lo mismo:

 

Estoy bien.

 

Fue la última vez que tuvieron noticias de él: el 14 de septiembre de 1917.

Revisaron la prensa, pero esta vez no se mencionaba a su compañía. Los diarios no hablaban de ninguna acción en la que pudiera haber participado, no contenían ninguna pista.

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