Despertar

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Capítulo 26

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Durante la mayor parte del día, tanto Derek como Tori se mantuvieron apartados de mí, como si portase un virus que no quisiesen coger. Tampoco vi mucho a Simon. Se fue con Derek a la biblioteca, todavía intentando encontrar a su padre y a Andrew. Tori los acompañó. Yo me quedé en el adorable, frío y húmedo callejón que Derek había escogido para mí. Simon me dejó con una revista de cine, algo para comer, un cepillo y jabón, y prometió que me llevarían a un cuarto de baño después de oscurecer.

* * *

Era media tarde cuando oí pasos retumbando callejón abajo y me apresuré a levantarme para saludar a Simon. Puede que Derek fuese más grande, pero era Simon quien hacía todo el ruido. Derek sólo era escandaloso cuando… —Derek dobló la esquina, echando chispas—…, cuando se cabreaba.

Tenía un periódico enrollado, agitándolo hacia mí como a un cachorro que se hubiese meado en la alfombra.

—Chloe mala —dije entre dientes.

—¿Cómo?

Había olvidado su oído biónico.

—Chloe mala —repetí haciendo un gesto hacia el periódico enrollado y bajé la mano—. Acaba ya.

—¿Crees que es divertido?

—No, creo que llega a cansar.

Desenrolló el periódico. En la esquina inferior de la primera plana había un titular, VISTA CHICA DESAPARECIDA, con una foto mía. Me salté el resumen de la noticia y fui al interior.

Había sucedido anoche, cuando Derek había estado berreándome después de mi roce con las chicas callejeras. Puede que las ventanas a nuestro alrededor estuviesen oscuras, pero una mujer había estado mirando desde un apartamento por encima de la tienda, atraída por la voz de Derek. Ella había visto a «una chica de cabello rubio pálido con mechas rojas» sufrir los gritos de «un hombre corpulento y de cabello oscuro». Así que entonces la policía especulaba con que podría no tratarse de un caso de fuga sino de una víctima de secuestro.

—¿Y bien? —dijo Derek.

Doblé el periódico con cuidado, y la mirada baja.

—Supongo que no deberías haberme chillado en público.

—¿Cómo?

—Eso fue lo que llamó su atención. Tú berreándome.

—No, lo que le llamó la atención fue tu pelo. Si hubieses mantenido la capucha puesta, como te dije…

—Por supuesto. Mi grandísima culpa. Después de que casi me rajaran la cara, ¿cómo iba a olvidar que mi asaltante me bajó la capucha de un tirón? Chloe mala.

—¿Te parece un chiste?

Levanté la mirada hacia él.

—No, no es un chiste. Es un problema serio. El chiste es éste —hice un gesto señalándonos a ambos—. Has estado refunfuñando todo el día, rumiando…

—¿Rumiando?

—Picándome para que la fastidiase y tú pudieras lanzar otra pulla, tu pasatiempo preferido. No podías limitarte a venir y decir tranquilamente que tenemos un problema que necesitamos discutir. ¿Dónde está lo divertido en eso?

—¿Crees que disfruto…?

—No tengo ni idea de qué puedes disfrutar, si es que disfrutas de algo. Pero sí sé lo que te gustaría. A mí fuera.

—¿Cómo?

—Ya he cumplido con mi propósito. He sacado a Simon de la Residencia Lyle. Claro, tú estarías dispuesto a realizar un triste esfuerzo para encontrarme, si eso parece bueno para Simon…

—¿Triste?

—Apareces horas después. Dejas una nota oculta. Vuelves una vez al día. Sí, triste.

—No, pregunta a Simon. Estaba preocupado…

—Estoy segura de que lo simulaste bien. Pero, por desgracia, te encontré y, peor aún, me presenté con Tori a remolque y con una recompensa por mi cabeza. Así que es hora de poner en marcha el plan de emergencia. Hacerme sentir tan mal y rechazada que me largue.

—Yo nunca…

—No, tú no —lo miré a los ojos—. Porque no me voy a largar, Derek. Si tenerme cerca es un inconveniente tan grande, entonces al menos ten las agallas de decirme que me pierda.

Pasé a su lado, empujándolo, y me alejé.

* * *

No fui muy lejos. Me di de bruces con Simon y Tori, y Derek nos alcanzó. Después siguió a lo suyo; no con echarme, eso todavía tenía que trabajarlo. Pero este nuevo planteamiento le había concedido toda la munición que necesitaba para convencer a Simon de que era el momento de ir a casa del amigo de su padre. El autobús salía a las cuatro. Aunque, primero, la fugitiva del medio millón de dólares tenía que disfrazarse.

Derek me llevó a un baño del parque que yo había visto desde la azotea. El edificio estaba cerrado por la temporada baja, pero rompió los cerrojos con facilidad y me llevó al interior. Se aseguró de que el agua no estuviese cortada y después, con un golpe, posó una caja de tinte capilar sobre el lavabo.

—Vas a librarte de eso —dijo, señalando mi pelo.

—Podría llevar mi capucha puesta…

—Ya se ha intentado.

Salió fuera.

Me esforcé por ver con aquella mota de luz que se colaba a través de una fila de finos cristales astrosos. Resultaba difícil leer las instrucciones, pero parecía similar al rojo que había usado, así que apliqué el mismo sistema. No sabía decir qué color había elegido Derek. Parecía negro, pero también lo había parecido el rojo; por tanto, eso no decía mucho. No pensé demasiado en el asunto hasta que aclaré el tinte, me miré en el espejo y…

Mi pelo era negro.

Corrí a la puerta y la dejé entreabierta para tener mejor iluminación. Después me volví hacia el espejo.

Negro. No un negro lacio y brillante como el pelo deTori, sino un negro mate.

Hasta entonces no es que me hubiese sentido encantada con mi último corte de pelo. Había convertido mi corte liso, largo hasta los hombros y cortado a capas que había resultado ralo y de orfanato. Con todo, lo peor que podía haber dicho de él es que me hacía «mona»; cosa que ninguna chica de quince años quiere que le llamen. Aunque en negro no era mono. Es que parecía que me había cortado el pelo en casa, y con la podadora.

Nunca vestía de negro porque absorbería cualquier rastro de color que hubiese en mi pálida piel. Lo que veía allí entonces era algo que borraba mi rostro aún más que una camiseta negra.

Parecía una gótica. Una gótica enferma, blanca y ojerosa.

Parecía muerta.

Parecía un nigromante. Como en esas truculentas imágenes de ellos que hay en la Red.

Las lágrimas me saltaron a los ojos. Las detuve parpadeando, cogí algunos pañuelos y, con torpeza, comencé a intentar poner el resto de tinte en mis pálidas cejas, rogando para que eso marcase alguna diferencia. Por el espejo, vi a Tori entrar. Se detuvo.

—¡Ay, Dios mío!

Habría sido mejor si se hubiese reído. Su mirada, primero de horror y después de algo parecido a la pena, decía que era tan malo como yo pensaba.

—Le dije a Derek que me dejase escoger el color —señaló—. Se lo dije.

—¿Qué hay? —saludó Simon—. ¿Todos presentables?

Terminó de abrir la puerta de un empujón, me vio y bizqueó.

—Ha sido cosa de Derek —dijo Tori—. Él…

—No, por favor —corté yo—. No más peleas.

Simon aún le lanzó un vistazo por encima del hombro cuando Derek empujó abriendo la puerta.

—¿Qué? —preguntó. Me miró—. ¿Eh?

Tori se apresuró a sacarme por la puerta, empujando a los chicos para rebasarlos con un «gilipollas» susurrado a Derek.

—Al menos ahora sabes que jamás volverás a teñirte de negro —dijo mientras caminábamos—. Hace un par de años dejé que una amiga tiñese el mío de rubio. Casi me quedaba igual de mal. Mi pelo parecía paja y…

Y así Tori y yo establecimos lazos afectivos sobre aterradoras historias de pelos. Dejamos a un lado nuestras diferencias, y durante el tiempo que estuvimos en el autobús nos estuvimos pintando las uñas la una a la otra.

O no.

Tori sí intentaba animarme. Para ella, mi situación parecía inspirar más compasión que el tener a un tipo muerto subiéndome por la espalda. Pero cuanto más cerca estábamos de la estación de autobuses, más se hundía su humor, materializándose en una discusión acerca de asuntos financieros; cuánto dinero teníamos, cuánto costarían los billetes, si debería volver a emplear mi tarjeta de crédito…

La utilicé en un cajero automático que encontramos. Derek supuso que estaría bien; era bueno que ellos nos creyesen aún en Búfalo cuando íbamos a marcharnos. De todos modos, no esperaba que mi tarjeta de crédito funcionase. Pero lo hizo. Supongo que tenía sentido. Puede que el banco o la policía le hubiese dicho a mi padre que bloquease la cuenta, pero él no cortaría mi única fuente de dinero, y menos si pensaba que eso podría devolverme a casa.

Eso, por supuesto, me hacía pensar en él, en lo muy preocupado que debía de estar y en lo que debía de estar pasando. Quería con toda mi alma contactar con él, pero sabía que no podía. Así que lo único que podía hacer era pensar en él, también en tía Lauren, y sentirme fatal por todo.

Me concentré en mis compañeros para quitarme de la cabeza los pensamientos acerca de mi familia. Sabía que a Tori la reconcomía no tener dinero. Por eso había intentado darle un par de cientos. Fue un error. Arremetió contra mí y cuando llegamos a la estación de autobuses ya volvíamos a no hablarnos.

Simon y Tori compraron los billetes. Me pregunté si no levantarían ninguna sospecha, al ser dos menores sin compañía comprando billetes de ida a Nueva York, pero nadie les preguntó nada. Supuse que, sencillamente, podíamos viajar solos. Éramos lo bastante mayores para hacerlo.

No es que yo hubiese viajado sola. Ni siquiera en un autobús urbano. Eso me hizo pensar acerca de con quién viajaba normalmente… Con tía Lauren y mi padre. Al intentar dejar de preocuparme por ellos, sólo pude pensar en alguien más a quien estaba dejando atrás: Liz.

Liz dijo que podía encontrarme, pero estoy segura de que se refería «en Búfalo». ¿Durante cuánto tiempo me buscaría? ¿Podía invocarla sin aquella sudadera verde con capucha, la suya…, a cientos de kilómetros de distancia? Debería de intentarlo con mucha fuerza, y eso no era prudente.

Quizá se hubiese ido a la Otra Vida. Eso, probablemente, era algo bueno. Pero, ante la idea de no volver a verla, mi humor se hundió aún más que el de Tori hasta la hora de llegada del autocar, un vehículo tan negro como el nuevo color de mi cabello.

Simon se había ido a coger unos refrescos para el viaje. Tori ya se encontraba fuera de la puerta de embarque. Mientras forcejeaba para colocar mi mochila, Derek la agarró y se la echó al hombro, lo cual hubiese sido muy amable si no supiese que sólo estaba apurándome.

—Deja de enfurruñarte —dijo caminando a mi lado—. Sólo es pelo.

—Eso no es… —me callé. ¿Para qué molestarse?

Simon trotó para unirse a nosotros en la fila de pasajeros. Me tendió un Dr. Pepper.

—¿Estás bien?

—Pensaba en mi padre y Liz. Me gustaría haberles dicho que nos íbamos.

Derek se inclinó hasta mi oído.

—Sonríe, ¿vale? —susurró—. Parece que te están secuestrando, y hay gente mirando.

Lancé un vistazo alrededor. Nadie nos prestaba atención. Simon rebasó a su hermano empujándolo con el hombro y susurrando:

—Déjalo ya.

Me señaló el primer asiento libre.

—¿Ése está bien?

Asentí y entré.

—Atrás hay más sitio —dijo Derek—. Aquí no podemos sentarnos todos juntos.

—No, no podemos —replicó Simon colocándose a mi lado.

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