Depravando a Livia 11

Depravando a Livia 11

@RelatosEroticosDRK


11. ROCES PERVERSOS

La casona de Víctor Elizondo estaba detrás de un pequeño lago artificial y delante de las imponentes faldas de una montaña colosal, cuyos árboles tenían las copas húmedas y verdosas que magnificaban la construcción.

Joaco avanzó hacia el aparcadero tras pasar los filtros de seguridad que le hicieron cuatro guardias de la entrada. Y yo respiré hondo, molesta, agitada y nerviosa.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó Valentino ayudándome a salir del auto.

—Creo que sí —dije, esforzándome por bloquear el resentimiento que traía por dentro.

La noche refrescaba, y lo único que rogué a Dios fue que al menos la residencia tuviera calefacción o una chimenea cerca de donde quiera que fuésemos a permanecer que calentara la gélida atmósfera.

Con ese minivestido, las oleadas glaciales se filtraban a mis muslos y mi entrepierna. El invierno estaba llegando, y la frialdad de mi pecho ya no sólo se debía a la estación del año, sino a mi furia.

—Te noto tensa —murmuró mi jefe cuando avanzamos hacia las escaleras de mármol que nos llevaban a aquella gran casona de arquitectura vanguardista.

—Es por el vino —me excusé.

Sentí las plomizas pisadas de Joaco que venía detrás de nosotros cuidándonos los flancos: serio, respetuoso y expectante, como siempre.

—El vino te desinhibe, no te tensa, Aldama.

—A lo mejor conmigo no funciona igual.

—Bueno. Yo sé lo que sí funciona contigo. Vamos a ver. —Mientras caminábamos hurgó en su bolsillo hasta sacar una carpeta repleta de pequeñas pegatinas de colores y sabores—. ¿Quieres una de mango?

—Sí, por favor, me vendría bien —dije, eligiendo una pegatina que, por el color, debía ser de mango.

—Perfecto —sonrió complacido—. Cuando le quites el plástico protector, te recomiendo que pongas la pegatina debajo de tu lengua. Las glándulas salivales harán que… el efecto placebo actúe más rápido y haga efecto en pocos minutos.

Así lo hice, esperando los resultados esperados.

Al llegar a una enorme puerta de cristal, Valentino me soltó del brazo para ir adelante y llamar a los Elizondo, que hacía rato que deberían de haber llegado. En su ausencia advertí una poderosa presencia en mis espaldas que me asustó momentáneamente. Era Joaco, quien, a manera de secreto, se aproximó a mi oreja y me susurró:

«Por su propia seguridad, señorita Aldama, le ruego que no beba nada de lo que le ofrezcan.»

No tuve tiempo de responderle, pues apenas comprendí. El atractivo escolta rubio (cuyo color de voz me había arrobado) avanzó hacia su jefe como si no me hubiera dicho nada. Y, a partir de ahí, procuró evitarme.

El gran vestíbulo era enorme, con grandes muros de cristal que daban a exteriores y luces neón que los iluminaban a placer. Nada más entrar, Víctor Elizondo me cogió de la mano y me condujo hacia un amplio salón que hacía las veces de su bar personal, donde ya había botellas abiertas y diversas copas servidas.

Apenas miré hacia la barra de bebidas y me encontré con dos hermosas y espectaculares chicas morenas, jóvenes, altas y coquetas, vestidas con sexys uniformes de sirvientas (negro con blanco) que apenas cubrían sus partes nobles, me dio un vuelco el corazón.

Las chicas bailaban al ritmo del reguetón, con movimientos de caderas sensuales y con candentes perreos que ejecutaban con estilo mientras preparaban algunas cubas. De no ser porque sus exuberantes cuerpos eran bastante estéticos y rígidos para considerarse naturales, no habría descubierto que se trataban de scorts que habían ido a esa casa para amenizar la velada a los caballeros. Cabe destacar que las chicas no eran cualquier clase de scort, sino de las de San Pedro, de las caras, mujeres prestadoras de servicios que no son tan accesibles para todos.

Me pregunté por las manías o motivaciones que podrían haber llevado a unos chicos tan guapísimos y con dinero como los Elizondo, para contratar a un par de scort, cuando podrían tener a cualquier chica que quisieran a su alcance con sólo pedirlo.

Deduje que las habían contratado para sentir dominio sobre ellas: para saberse sus dueños, y hacerlas sentir inferiores, unas simples prestadoras de servicios que serían capaces de hacer o dejarse hacer cosas que una chica normal no accedería por mucho que les gustara a cambio de una buena pasta.

Aunque también era probable que las hubiesen contratado por el simple morbo de pagar a prostitutas y tratarlas como tal.

Me dio mucha vergüenza que aquellos hombres me mezclaran con esas dos mujeres y nos igualaran. Y, no se me malentienda, que yo siempre fui respetuosa de cualquier oficio. Lo que no me gustaba es que me pusieran en una situación tan burda como esa. ¿No les daba un poco de pena o un poco de pudor exponerme a tal vulgaridad? Por si fuera poco, no tenía idea de cómo debía comportarme o reaccionar en un ambiente tan soez y obsceno como ese.

¿Qué pretendían al llevarme allí? ¿Sólo brindar antes de la firma? ¿Comprobar el poder que tenían sobre las mujeres? ¡¿Hacerme partícipe de sus correrías?! Por Dios.

Me sentía incomodísima, y para colmo la mirada inquisitiva de Joaco que no dejaba de encontrarse con la mía de cuando en cuando que me hacía sentir peor.

—¿Una cuba, Livia? —me preguntó Víctor acercándose a las prostitutas y agarrándoles las nalgas a cada una de ellas sin pudor—. Porque puedo llamarte Livia, ¿verdad?

—Claro, sí. —respondí casi de mala manera.

—¿El «claro, sí» se refiere a que «claro, sí» quieres una cuba, «o claro, sí» puedo llamarte Livia?

—Las dos cosas—respondió Valentino por mí, convirtiéndose una vez más en el dueño de mi voluntad.

¡Atrevido!

Me senté en un sofá negro contiguo a una chimenea, y miré hacia donde estaban las dos chicas contoneándose entre ellas. Con asombro, sumé uno más uno y me di cuenta que ellas no serían suficientes para atender a los cuatro sementales hambrientos que aguardaban en aquella casona, a menos que cada cual hubiese sido contratada para abastecer a dos.

A no ser que me tuvieran contemplada para ser partícipe de algunos de sus planes perversos.

En la primera ronda no me mostré tan efusiva. En la segunda comencé percibir las miradas de advertencia de Joaco, lo que ocasionó que me costara beberme el tequila a la primera. En la tercera nos pasamos a una sala que estaba en el centro del salón, y en la cuarta todo se comenzó a desmadrar. Los Elizondo y Valentino frotaban sus paquetes en las nalgas de las chicas, ejecutando bailes que parecían más actos de apareamiento que a otra cosa.

Los celos de ver a mi jefe entregándose a esas dos prostitutas mientras yo estaba relegada en la sala de estar, y la rabia de que Jorge me hubiese dejado en ridículo ante La Sede entera, me obligaron a tomarme una quinta cuba.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó Valentino sentándose a mi lado, con aliento alcohólico.

—Sí, no te preocupes —le solté con frialdad—. Ya te habrías podido quedar con aquellas chicas, que se ve que te la estabas pasando fabuloso.

Le vi una sonrisa siniestra.

—¿Estás celosa?

—Eso quisieras —respondí con desdén—. Yo sólo digo que si estás mejor con ellas, pues quédate allá.

—No puedo hacerlo, para evitar desilusionar a mis amigos —me comentó, bebiendo un trago de mi propia coba.

—¿Desilusionarlos por qué? —quise saber.

—Es que ellos piensan que tú y yo tenemos algo.

—¿Algo como qué? —pregunté dubitativa.

—No sé. Piensan que somos como amigos íntimos y esas cosas.

—¿Amigos íntimos?

—De esos que tienen sexo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Y por qué lo piensan?

—Por cómo te miro, creo dijeron hace un rato.

—¿Y cómo me miras?

—No lo sé, tú sabrás. Igual no les hago caso, dicen puras tonterías.

—Sí, ya lo creo.

Cuando los Elizondo se cansaron de estrujar las nalgas de las chicas y de besarlas, volvieron a los asientos. Allí descubrí que la pelinegra se llamaba Bríttany y la pelirroja Penélope «dos nombres de putas» le había oído decir tan misógino comentario a Andrés.

—¿Qué tal si jugamos a la botella? —preguntó de pronto la pelirroja, y tuve ciertas dudas sobre si ella había sido la de la idea o la habían mandado.

—Ya no somos unos críos —dijo Joaco, que permanecía sentado en uno de los extremos sin beber ni hacer nada.

Valentino lo miró como si quisiera tragárselo de un bocado y le dijo:

—A ver, mi querido Joaco, dado que a ti nadie te ha invitado a jugar, ¿por qué no vas a mi auto a ver si ya puso la marrana?

Ese era el eufemismo más diplomático en nuestra región para decirle a una persona que se largara de ahí. Joaquín se puso de pie, rojo como un tomate tras la vergüenza que le acababa de hacer pasar Valentino, y, mirándome desde donde estaba, como si quisiese refrendarme su pedimento de no beber más, asintió con la cabeza y se retiró.

—No tenías por qué ser tan grosero —le susurré a Valentino ante la mirada atónita de Bríttany, que dijo:

—Es una pena que hayas corrido a ese rubito, con lo buenazo que está.

Pero Andrés, el menor de los Elizondo, comentó:

—Yo tengo polla para ti y para tu amiguita a más no poder. Conmigo no pasarás hambre, mamacita.

Todos se echaron a reír, como si quisieran quitarle hierro al asunto.

—¿Entonces jugamos o no? —insistió la pelirroja, mientras se sentaba en las piernas de Víctor, el líder de los Elizondo y se restregaba sobre su paquete como si lo quisiese aplastar.

Yo miré hacia otro lado, entre otras cosas porque me incomodó ver cómo Víctor le metía mano a la falda de la chica, mientras besaba uno a uno sus desnudos brazos. También esperaba que con mi gesto entendieran mi respuesta negativa sin decirla en voz alta.

—Al parecer nuestra guapa ejecutiva no está muy bien convencida —comentó Víctor, poniéndome a prueba. Al mirarlo, con desafío, vi su lengua deslizándose ahora en el dorso de la pelirroja, en tanto ésta se removía encima del tipo, sintiendo las caricias de su otra mano dentro de su entrepierna, con una expresión de estarlo disfrutando.

Suspiré avergonzada y me pregunté si esa misma expresión de golfa lanzada había puesto yo la noche del Ferrari.

—Perdónenla, es que Aldama es bastante inocentona y es muy pudorosa para estos juegos —se burló Valentino, dejándome en vergüenza.

—Es una lástima —terció Ricardo—, con lo lista que se ve y lo divertido que habría sido que también jugara con nosotros.

—Es lista, pero aún no ha madurado en ciertas cosas —continuó mi jefe, mirándome como si yo fuese una pobre idiota que no sabía nada de la vida—, apenas la estoy enseñando a librar verdaderas batallas, fuera de la burbuja en donde siempre ha estado.

La pelinegra se acercó a Valentino, que lo tenía a mi lado, y también se sentó sobre sus piernas, preguntándome con burlón:

—¿Puedo?

—¿A mí qué me preguntas? —le dije con un desdén excesivo que me dejó como una celosa.

Y la muy zorra le plantó un beso a mi jefe, que más que un beso parecía querérselo comer. El otro sinvergüenza respondió a la pelinegra apoderándose de sus piernas y estrujándola en mi delante. Escuché los jadeos de ambos, y pude ver a hurtadillas cómo sus lenguas se chasqueaban y escurrían saliva por sus comisuras mientras se devoraban.

Todos aplaudieron la gesta, mientras yo ardía de cólera por dentro.

—Bueno, ya que la inocentona no quiere jugar —comentó Andrés—, juguemos los valientes.

—No se burlen de la niña —se rio la pelirroja, la tal Penélope—, que no tiene nada de malo que tenga gustos tan puritanos… aunque con ese vestidito, podría pensar que es una de nosotras.

¿Me acababa de decir prostituta? ¡Estúpida!

Bríttany, la que le comía la boca a Valentino mientras éste le metía mano, dejó de besarlo para echarse a reír. Luego añadió:

—Si fuera una de nosotras, Penélope, tendría el mundo a sus pies. Con ese cuerpo, ufff. Es una lástima que sea tan infantil.

Carraspeé, sintiéndome cada vez más humillada. ¡Y Valentino que no me defendía!

—Ya, ya —dijo él, como si hubiera leído mi mente—, déjenla en paz, que es una tontería. Ella es así de santita y ya está, no la molesten.

—¿En serio eres tan puritana…? —me preguntó Bríttany, metiendo mano al pecho de mi jefe, desprendiéndole los botones de su camisa.

—Por favor —continuó él con su tono burlón—, no la inquieten, ella… es inexperta. No sabe nada de estas cosas.

Y harta de que me trataran como una imbécil, y que un par de niñatas me siguieran ridiculizando, exclamé:

—¿Podrían dejar de hablar de mí como si no estuviera presente? —estallé.

—Tranquila, preciosa —se disculpó Valentino mientras el resto contenía las carcajadas—, yo sólo estoy diciendo la verdad, que eres muy infantil, para no comprometerte en juegos de adultos.

Juro que no sé por qué lo hice, pero lo hice.

¿Era una droga? ¿Estaba volviéndome loca? ¿Qué carajos me estaba sucediendo?

—Saquen la maldita botella y juguemos.

Todos estallaron en vítores. Cuando menos acordé, habíamos subido a la segunda planta de la casa, a un salón donde había ciertos juegos de mesa. Nosotros nos pusimos en una mesa redonda que estaba en el centro de la estancia de muros blancos y piso de madera, mientras Víctor sacaba de un cajón, algunas bolsitas de cocaína que puso en la superficie. Al verlas me dio un vuelco el corazón.

—La primera ronda del juego será básica —comentó, poniendo una botella de tequila sobre la mesa—. Al que señale la punta de la botella, esnifa primero.

A todos les pareció bomba la idea y comenzaron las rondas. Víctor giró la botella y la punta fue señalando a cada uno de nosotros como si de una maldición se tratara, ninguno repetía más de una vez. De los seis presentes, yo fui la cuarta en esnifar. Pusieron la raya en el centro de la mesa y yo me doblé sobre la mesa para aspirarla como una profesional, aplastando mi pecho sobre la superficie y quedándome el culo hacia afuera. Acomodé bien mi nariz para que la esnifada me saliese como toda una experta y así evitar más humillaciones de toda esa parvada de insolentes. Cuando lo hice, Valentino, que estaba a mi lado izquierdo, me dio un cachetazo en las nalgas de felicitación que provocó la carcajada de todos.

Me sentí avergonzada cuando me incorporé, esperando no estornudar ni sentir esa horrible sensación de asfixia que me atacó la última vez.

Además de evitar más burlas de los presentes, yo accedí a esnifar esa raya porque esperaba sentir esa paz, relajación y éxtasis de la noche del Ferrari, que me hiciera bloquear toda esa rabia y angustia contenida que sentía por dentro y que no me dejaba regirme con naturalidad.

Todavía me sigue sorprendiendo la efectividad inmediata con la que esas dosis de coca actuaban en mi cuerpo. Si bien la dopamina intervenía vorazmente en mis sentidos nerviosos, excediéndome mis capacidades motoras y cognitivas, por suerte tuve cierta voluntad para decirles «nada de desnudos, o al menos yo no me desnudaré hoy», a lo que todos accedieron sin rechistar.

El juego de la botella consistió en retos que iban desde quitarse varias prendas de ropa, bailes eróticos, acariciar ciertas partes del cuerpo del sexo opuesto, según a quien le seguía el turno, hasta besos de lengua en que se daba un límite de tiempo. Contra todo pronóstico, la suerte me estaba favoreciendo, ya que ni una sola vez me tocó ningún reto, y esa suerte se veía reflejada en los rostros decepcionados de los presentes, especialmente en Valentino.

No obstante, yo sí tuve que tragar con presenciar de todo: desde besos procaces que él tenía que darse con Bríttany, hasta momentos de alta temperatura de cuando Penélope tuvo que ponerse debajo de la mesa para chupar su miembro por cinco minutos. Yo permanecí mirando hacia el frente durante el bochornoso acto, mientras escuchaba los lametones húmedos, y los gemidos impúdicos de la chica, que se aferraba de las piernas gruesas de mi jefe aunado a sus jadeos varoniles que me embargaban de calentura y recelo.

Cuando salió de la mesa hizo alarde de la enormidad del «pollón» que se acababa de comer, diciendo que apenas le había cabido en la boca, y me felicitó por tener la suerte de «retacarte eso cada vez que puedes».

La coca continuó ejerciendo estragos en mi cuerpo; lo intuyo porque en ningún momento me pareció raro ver que todo a mi alrededor me daba vueltas y vueltas, que mi corazón latía a mil por hora segundo tras segundo, y que la placentera sensación de éxtasis me estaba gustando en demasía.

Todos los eventos se sucedían vertiginosamente, o esa sensación tenía. De pronto dejamos de estar en esa mesa circular para aparecer en la mesa de billar que estaba casi en la entrada, donde las dos chicas se habían subido para bailar, desprendiéndose de sus trajes de sirvientas a fin de quedar sólo en una minúscula lencería que alborotó a los caballeros.

Los sostenes que portaban en sus carnosos senos lucían transparentes, marcándose con nitidez cada una de sus aureolas y sus pezones erectos. Cuando se pusieron de rodillas sobre la superficie de la mesa, todos fuimos testigos del lucimiento de sus grandes nalgas bamboleantes que sólo estaban separadas, una de la otra, por los delgadísimos hilos negros de sus tangas que se hundían entre las dos.

Los tacones altos de sus zapatos combinaban muy bien con las medias de red que se adherían a sus torneadas piernas, contrastando violentamente con el color verde del tapiz de la mesa.

El alboroto de los sementales fue brutal cuando comenzó la orquesta de gemidos femeninos, luego de que la pelirroja y la pelinegra pegaran sus voluptuosos cuerpos de silicón uno con el otro, frente a frente, así de rodillas como estaban, para luego acariciarse los glúteos con sus finas manos (que lucían uñas largas con pedrería que se enterraban en sus carnes, dejándolas rojas), toda vez que se besaban con lascivia, deseo, vulgaridad, y de vez en cuando haciéndonos una demostración muy burda de las puntas de sus lenguas, fuera de sus bocas, jugueteando entre sí (salpicándonos de su saliva) al mismo tiempo que se frotaban sus senos unos con otros, pezones contra pezones, en tanto los caballeros se acercaban a ellas, asediándolas y dándoles cachetazos en los glúteos a la mayor oportunidad.

Tuve que retroceder para no estorbar a Ricardo y a Andrés, que se lanzaban sobre la mesa y se recostaban, de modo que cada una de ellas se sentó en sus respectivas caras, en tanto ellos comenzaban a desabrocharse el pantalón y sacar la lengua para lamer sus escandalosas entrepiernas.

Todos estos sucesos indecentes me estaban poniendo cachondísima, y con unos deseos enormes de sentir aquellas lenguas en mi vulva.

—¡Hey, Aldama! —gritó un Víctor eufórico que también comenzaba a quitarse la camisa—, ¡a la mesa!

Retrocedí dos pasos, en estado de alerta. Por más trastocada y caliente que estuviera por la coca y las escenas eróticas que tenía delante, conocía mis límites y sabía que no los iba a traspasar. Miré a Valentino en busca de una coartada que me liberara de la propuesta de Víctor y éste, que parecía tener sus propios planes, me socorrió:

—Ella no se subirá, Víctor.

—¡Anda, cabrón, déjala que suba a la mesa de billar, que no pasa nada! Mira cómo lo están gozando esas dos putas.

Yo comencé a hiperventilar y a sentir que el aire me faltaba. Durante esos segundos advertí que mi jefe se acercaba a Víctor y le decía algo en secreto, para lo que el otro asentía. Luego Valentino volvió, me rodeó de la cintura y me dijo:

—Ven conmigo, vamos al armario donde guardan las bolas de billar, está detrás de esa puerta —señaló una pequeña estancia al fondo del salón—. Víctor quiere escuchar cómo gimes cuando te acaricio.

—¡No! ¡No! ¡Valentino! —Fuertes oleadas de fuego surgieron en mi vientre con vehemencia.

—Es la única forma en que te dejará en paz.

—¡Mejor nos vamos!

—No han firmado, Aldama, no seas terca.

—¡Pues hazlos firmar y damos punto final!

—Anda, Aldama, no seas necia. Vamos a encerrarnos ahí un ratito, sólo unos minutos, nada te cuesta. —Presionó sus robustos dedos en mi cintura y yo tragué saliva, asustada, mientras sentía que me arrastraba hacia el compartimento del fondo del salón—. Él quiere oírte gemir y ya luego firma.

—No me dejaré tocar otra vez por ti, ¿lo entiendes? —Fui tajante—. ¡Tengo novio!

—No te voy a tocar, Aldama. Tú no has entendido. Nos encerramos, fingimos que te toco, tú gimes, él te escucha, se pajea y listo. Anda, que no pasa nada si no te voy a tocar.

Todo me parecía muy raro y bastante grave.

—Si entre sus fetiches se encuentran los gemidos femeninos, ¿por qué no va a la mesa de billar y se deleita con los gemidos de esas dos? —razoné, para librarme de sus extraños caprichos—. Que parece que se lo están pasando fabuloso.

Señalé a la mesa donde ya Ricardo y Andrés les comían la entrepierna y ellas no paraban de gritar de placer, acariciándose los pezones por arriba de sus brassieres transparentes.

—Ellas son putas, Aldama, a veces sólo gritan así por compromiso, para satisfacer a sus clientes. En cambio, Víctor sabe que tus gemidos serán reales, además le gustas demasiado. Anda, deja de estar de quejumbrosa y vamos allá adentro.

—Por Dios, Valentino, es que esto es muy fuerte.

—Sólo hagámoslo, ¿sí, bonita? Que no pasa nada, es un juego.

—Para Víctor no lo es.

—Víctor no te conoce de nada,

—¿Y qué tal y sí? ¡Qué tal si un día me encuentra por casualidad, me ve con mi novio y…!

Cuando se apoderó de mi brazo y me desplazó hasta ese pequeño armario, la sangre comenzó a condensarse en mis venas, y mis entrañas a arder.

El concierto de jadeos y actos obscenos que hacían aquellos cuatro sobre la mesa de billar, no persuadieron a Víctor para dejar de seguirnos y quedarse del otro lado de la puerta mientras Valentino y yo nos encerrábamos en el armario, que era tan angosto y tan pequeño, que apenas cupimos, de manera que nuestros cuerpos se compactaban uno con el otro.

—Sólo tienes que gemir… —me susurró.

—¿Qué?

—Que gimas.

Estar adherida a su duro y musculoso cuerpo, en esa oscuridad total en la que no nos podíamos ver, sólo sentir, me encendió de golpe. Encima, saber que otro hombre permanecía afuera, probablemente ya con su miembro de fuera, sólo para erotizarse al escucharme gemir, me daba un morbo que no podía controlar.

—No puedo… Valentino, de hecho… no me sale, así de simple, no me sale.

—¿Puedo… acariciarte el cuellito? —me susurró, posando su boca muy cerca de mi oreja, erizándome la piel.

—¿Para qué? —dudé nerviosa, sintiendo cómo su cuerpo se encimaba al mío cada vez más.

—Para que el gemido te salga… convincentemente.

Sentí un gran bulto en mi vientre, palpitante.

—Quedamos que nada de contacto físico, Valentino —le recordé, con mi respiración cada vez más entrecortada.

Era su paquete, otra vez… su enrome paquete latiendo sobre mí, rozándome.

—Sólo será el cuello —susurró.

—A ver… que… no sé… yo… esto no está bien.

—Sólo será tu cuello —me prometió.

—Quedamos que nada de toqueteos…

—Respira hondo y gime, que sólo será tu cuellito.

Cerré los ojos, aun si de todos modos no veía nada, con el corazón detonándome por dentro.

—Echa tu cabeza hacia atrás… un poco, para poder… tocar tu cuello. No, no, no hables más, sólo será tu cuello, lo prometo.

«Sólo será mi cuello, sólo será mi cuello. ¡Maldita sea! Sólo será mi cuello…» intenté auto convencerme.

Me tensé tanto que me costó un ovario tener que echar mi cabeza hacia atrás, pegando mi nuca en el filo del angosto armario. Pero al final lo conseguí, y lo hice de tal manera que dejé al descubierto mi yugular, como si quisiese entregársela a un vampiro.

—Cuando sientas mi caricia, aquí, en tu cuellito —dijo con un ardiente susurro que me estremeció de arriba abajo—, no dudes en gemir. No te reprimas. Será fácil. Déjate guiar por el estímulo de mi caricia y enséñale a Víctor cómo gimen las hembras de verdad.

Esperé sentir sus dedos, sus yemas… incluso sus uñas, cualquier cosa, menos su barba, sus labios y su lengua.

—¡Ahhhhmmm! —El gemido me salió al instante, obsceno, visceral.

Todos los vellos de mi cuerpo se me erizaron de repente, mi piel se me encrespó y un largo escalofrío se trazó desde mi cabeza hasta la médula espinal.

—¡Ahhhh!

Fue un conjunto de factores. Mi deseo indómito hacia ese macho irresistible. La pasión enardecida que sentía hacia su musculatura. Hacia su porte varonil. Su seguridad excesiva. La manera en que conducía su vida. En que me conducía a mí misma. ¡Por Dios!

—Otra vez —me ordenó—, gime otra vez.

Iba a decirle algo, pero ahora fue el calor de su lengua húmeda la que por poco me hizo perder el control, como si todas mis fantasías sexuales estuviesen detonando en ese preciso momento.

—Uhhh… Mmmm… —su barba volvió a estremecerme.

Era el placer de escuchar su densa respiración de macho sobre mi cuello. Era esa testosterona que desprendía cada vez que su lengua lamía mi piel.

Sus jadeos masculinos me hicieron vibrar. El poder de su boca chapoteando ahora sobre mi clavícula me provocaba espasmos. Me aferré a sus anchos y duros brazos, tan compactos como el hierro, en tanto él metía su rodilla entre mi mojada entrepierna y la removía sobre mi vulva.

—¡Aaaah! —se me escapó de la boca otro jadeo cuando ya no pude aguantar más—. ¡Aaaah! ¡Ahhh! ¡Dioooosss! —Mis gemidos ya eran indiscretos, obscenos, atrevidos.

—¿Qué le estás haciendo, Lobo? —escuchamos a un excitado Víctor que se masturbaba del otro lado de la puerta.

Se me había olvidado que él estaba allí.

—Ahora mismo le estoy bajando las braguitas —le mintió Valentino, mientras continuaba lamiendo el perfil de mi mandíbula y sus manos apenas si se posaban sobre mis piernas, acariciándolas—, y ahora le estoy introduciendo mis dedos en su rajita. —No me estaba haciendo nada de lo que decía ¡pero cómo lo deseaba!

De momento sólo podía conformarme con su boca chupándome mi cuello y mi mentón, mientras yo chocaba contra la pared interior del armario y me agarraba de sus bíceps.

—¿Está mojada, Lobo? —quiso saber Víctor, agitado y caliente.

—Hummm —jadeó mi jefe sobre mi oreja, haciéndome temblar—, si sintieras cómo están chorreando mis dedos. ¡Está empapadísima, cabrón!

A lo mejor exageré de más en el volumen de cada pujido, pero era como si ante cada sonido de placer escapado de mi boca le suplicara que me acariciara más y más. Su rodilla siguió hundiéndose en mi entrepierna, y yo gimoteando cada vez que sentía su lengua chupándome mi cuello.

—¿Y sus tetas? ¿Cómo están sus tetas? —La voz de Víctor era grave, alborotado.

—Apenas las abarco, ¡hummm!, si pudieras sentir sus pezones, grandes, duritos, calientes.

—¡Aaaahhhh! —continué gimiendo cuando su mano ascendió a mis muslos, por los laterales, y su pecho se pegó sobre mis senos, aplastándolos—. ¡Hummm!

—Más fuerte —me ordenó Valentino, lamiéndome el lóbulo derecho de la oreja—, quiero escucharte, enséñale a Víctor lo que es estar delante de un verdadero macho. Gime así, para mí, Aldama, gime para mí… y para él.

—¡AHHHH! ¡Mmmmm! ¡Aaahhh!

La suavidad de mi piel tuvo una reacción inmediata a la asperidad y el picor de su barba.

—Ya… ya no más… —le supliqué, aferrada a él, separando un poco más mis piernas para que su rodilla se siguiera hundiendo en mis braguitas, y ladeando un poco la cabeza para que pudiera chuparme la clavícula con facilidad—. ¡Sufi…ciente…!

—Te voy a convertir en mi puta, Livia Aldama —me dijo de pronto, tomándome por sorpresa, con una voz tan desafiante y perversa que me aterrorizó—, en una completa y señora puta.

—No…

—Sí… —gruñó el Lobo feroz.

Nunca pensé que su vulgar sentencia hubiese sido una amenaza literal, que a partir de ese momento iría en caía libre día a día y que los terribles eventos que sucedieron a causa de mi debilidad provocarían tanta desolación, muerte y destrucción.

En este preciso momento quisiera hacer un deslinde de responsabilidades, pero no puedo. Sé que toda la devastación que ocurrió en mi entorno, provocando tantos daños colaterales a la gente de mi alrededor de forma perversa e incontrolable fue culpa mía.

Por puta.



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