Demon
Capítulo 24
Página 25 de 32
24
meNtira
Un hueco se ha instalado en mi pecho y no puedo hacer nada para llenarlo. La sensación pesarosa que se ha apoderado de mi cuerpo entumece mis extremidades y me hace sentir lánguida y débil.
Hace rato que he dejado de llorar, pero mis ojos arden debido a la hinchazón que las lágrimas han provocado. Hace rato que he dejado de sollozar como una idiota y, a pesar de eso, no he podido apartar de mí el nudo que se ha instalado en mi garganta.
Ahora mismo me encuentro aovillada, recargada contra la puerta. Mi cuerpo sirve de tranca para evitar que Mikhail entre; aunque tampoco es como si pudiese evitar que la derribe si deseara hacerlo. Sin embargo, estar aquí hace que me sienta un poco más segura.
Él no ha hecho nada por hablar conmigo. No ha llamado a la puerta, ni me ha pedido que salga, como hace unos días habría hecho y eso me desmoraliza por completo. No puedo creer que las cosas hayan cambiado tanto en cuestión de horas. Hace un rato, ni siquiera me pasaba por la cabeza la posibilidad de que Mikhail tomaría la decisión de dejarme por mi cuenta y, así, sin más, lo ha hecho; y tampoco es que esté culpándolo.
A pesar de querer detestarlo y sentir que es el ser más despreciable que ha pisado la tierra; simplemente, no puedo odiarlo. No puedo culparlo. De hecho, me atrevo a decir que lo entiendo. Él nunca ha querido ser un demonio y, aunque nunca haya hablado de eso conmigo sé que esto que está pasándole es lo que siempre quiso.
Volver a casa es lo que todo el mundo quiere. ¿Cómo puedo culparlo por querer volver al lugar al que siempre ha pertenecido?
Un suspiro entrecortado brota de mi garganta y pego las rodillas a mi pecho aún más. Entonces, me abrazo a mí misma con fuerza. Hace rato que lancé lejos el cabestrillo que sostenía mi hombro porque me incomodaba. Hace rato que decidí que no lo necesito más porque el brazo ya no me duele; así que es fácil sostenerme a mí misma para ayudarme a dejar de temblar.
El escozor punzante estalla en mis muñecas en el momento en el que mis brazos se enredan en mis rodillas, y hago una mueca al sentir cómo la tela de los vendajes improvisados me roza las heridas abiertas. Tomo una inspiración profunda para aminorar la sensación nauseabunda que me invade y me trago el gemido adolorido que amenaza con escaparse de mi boca.
El frío ha comenzado a colarse a través de la ventanilla alta que descansa cerca de la regadera, así que me encojo un poco para guardar algo de calor.
Al cabo de un rato, empiezo a tiritar. Mis dientes castañean casi por voluntad propia y siento como las puntas de mis dedos se hielan debido a la baja temperatura. Mi nariz está congelada también, y la mezclilla de mis vaqueros deja que todo el frío se cuele en mis muslos.
Está helando.
Me pongo de pie con lentitud y dejo escapar un poco de mi aliento en mis manos ahuecadas. La sensación cálida del pequeño vapor es bien recibida, pero no es suficiente.
Cierro los ojos con fuerza.
No quiero salir de aquí. No quiero enfrentarme a Mikhail. No quiero tener que mirarlo a los ojos cuando me siento así de traicionada. Así de herida.
Quiero ir a casa. Quiero volver al apartamento de mi tía Dahlia y acurrucarme en mi cama para esperar un día de escuela. Quiero encontrarme con Emily en la cafetería y escucharla hablar incansablemente sobre los chicos que le gustan; mordisquear el pan de dudosa procedencia que dan en el comedor y perderme entre el gentío de los pasillos mientras me escabullo rumbo a mi siguiente clase.
Quiero normalidad. Quiero hacer como si Mikhail nunca hubiese existido en mi vida y esperar a que los ángeles vengan por mí de una vez.
Extraño los tiempos en los que mi única preocupación, era sacar buenas notas en clase. Extraño los días en los que lo único que esperaba era volver a casa y tirarme en mi cama para no hacer nada, y luego lamentar el hecho de haber desperdiciado un día que pudo haber sido provechoso de no ser mi holgazanería.
Estoy cansada de todo esto. Estoy cansada de sentir miedo y de no poder hacer nada para evitar lo inevitable. Sea cual sea el resultado final de la batalla, terminará de una sola manera para mí: voy a morir.
Pase lo que pase, gane quien gane, mi destino siempre será el mismo.
—Quiero ir a casa —musito para mí misma y, por un momento, sueno como una pequeña niña asustada. Por un segundo, sueno como Freya cuando tenía un día terrible.
Mis manos se aferran al lavamanos y escruto mi reflejo en el espejo que se encuentra colgado frente a mí. Luzco cansada y débil. Mis ojos están hinchados, mi nariz se ha enrojecido y mi piel luce amarillenta en la tenue iluminación del baño; mi cabello está hecho un desastre y hay sangre manchando una de mis mejillas. Soy un desastre.
Trato de limpiarme con el dorso de la mano, pero la mancha carmesí ya se ha coagulado y no se va por más que la froto.
Abro el grifo del agua y humedezco las puntas de mis dedos para luego pasarlos encima. Al no obtener los resultados deseados, con ambas manos ahueco un poco de agua y lavo mi cara.
Cuando termino, vuelvo a mirarme en el espejo solo para comprobar que la plasta ya no está ahí y no dejo de hacerlo hasta que mis facciones se sienten extrañas. Hasta que los ojos que me devuelven la mirada se sienten lejanos y distantes, como si le pertenecieran a alguien más.
«Quiero ir a casa», digo, para mis adentros y clavo mi vista en la puerta. «No importa lo que él diga. No voy a permitir que me impida volver al lugar del que nunca debí salir».
Un nudo de nerviosismo se instala en mis entrañas, pero me las arreglo para manejarlo antes de apoderarme de la perilla de la puerta. No me atrevo a abrirla de inmediato, así que pego la oreja en ella para ver si alcanzo a percibir algo del otro lado.
No se oye nada. A estas alturas, ni siquiera me sorprendería que no estuviese aquí.
Muerdo mi labio inferior.
No sé qué diablos estoy esperando, pero me quedo así, quieta, durante un largo momento. El miedo crepita por mi cuerpo hasta convertirse en un nudo intenso en la boca de mi estómago. Me aterra pensar en Mikhail, reteniéndome, y me horroriza aún más pensar en él dejándome ir. Cualquiera de las dos opciones es insoportable.
El golpeteo de mi corazón es intenso ahora.
«¡Hazlo!, ¡maldición, hazlo!», me reprimo y, entonces, cierro los ojos con fuerza y abro la puerta un poco. La rendija apenas me permite tener una vista limitada de una de las esquinas de la estancia; así que empujo un poco más. Lo suficiente como para poder asomar la cabeza por la tira larga que hay entre el marco y la madera de esta.
Me siento como una completa idiota cuando saco la mitad superior de mi cuerpo para echar un vistazo, pero no puedo evitar hacerlo de esta manera. La sola idea de enfrentar a Mikhail es lo suficientemente dolorosa como para obligarme a actuar de este modo tan absurdo.
Mis ojos recorren la longitud del pequeño lugar y una punzada de decepción me invade. Aquí no hay nadie. Mikhail no está por ningún lado, y no debería sentirme herida…, pero lo hago.
Desde que me encerré en este baño no fui capaz de escuchar una mierda, así que debería haber sabido que se había marchado; sin embargo, a pesar de haberlo deducido, no deja de ser jodido y doloroso.
Sacudo la cabeza y ahuyento la oscuridad que trata de reptar por mis pensamientos.
«Ahora mismo no tienes tiempo para estar pensando en él. Debes irte de aquí», digo, para mis adentros, y comienzo a moverme.
Avanzo a pasos lentos pero certeros, y mis ojos estudian el escenario que tengo enfrente. No hay nada extraño aquí. El edredón de la cama está ligeramente deshecho, los sillones están acomodados justo como los dejaron las brujas antes de marcharse y las manchas de sangre en el piso aún se encuentran intactas. Sé, de antemano, que es mía; de mis muñecas.
Mi vista barre la estancia y se detiene en el instante en el que detecta el pequeño bulto que se encuentra junto a la cama.
Ahí, recargada en el suelo junto a ella, se encuentra la mochila que preparé antes de salir de casa de Dahlia, así como mis viejas y desgastadas Converse.
Mi ceño se frunce ligeramente y miro hacia mis pies a toda velocidad solo para encontrarme con que únicamente llevo puestos los calcetines.
En ese momento, me encamino hasta donde mis pertenencias se encuentran. Mi mirada se posa fugazmente en la mesa de noche y mi corazón da un vuelco cuando me doy cuenta de que ahí, sobre ella, está mi teléfono celular y las llaves del apartamento de mi tía. Una pequeña victoria se asienta en mi cerebro, y tomo todo lo que es mío antes de calzarme y dirigirme a la puerta principal.
Antes de salir, echo un último vistazo.
El familiar aroma de Mikhail está en todos lados y casi puedo imaginarlo rondando por aquí con los pies descalzos y el gesto aburrido. Casi puedo verlo tumbado en el sillón del fondo, con la vista clavada en el televisor y un mando de consola de videojuegos entre los dedos.
La sensación dolorosa se apodera de mí una vez más y aprieto los ojos con fuerza.
«¡Deja de hacerte esto!», me reprimo, y sacudo la cabeza antes de echarme a andar fuera del apartamento.
El viento helado me azota la cara en el instante en el que pongo un pie fuera del lugar. A mi alrededor, no hay nada más que rascacielos y edificios que no hacen mucho por detener la corriente fría del aire. La azotea del edificio se extiende frente a mí y la oscuridad la hace lucir como un escenario de película de terror.
Apresuro mis pasos para rodear el perímetro de la construcción que es el departamento —si es que así puede llamársele— de Mikhail y, de pronto, me encuentro la caseta que lleva a los pisos inferiores del edificio. Entonces, avanzo a toda velocidad hacia ella.
El aire es tan intenso ahora, que siento como si pudiese empujarme lejos en cualquier momento.
Mi cuerpo agradece cuando abro la puerta de la caseta y entro. Mis pulmones arden debido al aire helado que he respirado, así que me recargo contra la lámina de metal, mientras trato de recuperar el aliento.
Una vez que me siento un poco más estable, me echo a andar.
Me toma un par de pisos llegar a la zona residencial del edificio; pero, una vez ahí, tomo el elevador y presiono el botón que da al estacionamiento. No quiero salir por la recepción. No puedo arriesgarme a ser detectada por los guardias de seguridad del edificio. Estoy segura como el infierno que tratarían de detenerme y de investigar en qué piso se supone que vivo.
Al llegar a mi destino, bajo del ascensor y avanzo hasta la rampa por la cual salen los coches y, una vez fuera del edificio, me echo a andar a paso apresurado por la calle.
Mientras avanzo, me llevo una mano al cuello solo para comprobar que llevo el amuleto que Daialee y sus dos amigas hicieron para mí. Una extraña paz se asienta en mi pecho cuando lo aferro entre mis dedos.
Según lo que dijeron, esta cosa es capaz de amortiguar la energía que despido. No estoy segura de que funcione. Lo más probable es que no lo haga —contando el hecho de que no sabemos si los ángeles atacaron el Aquelarre por mí o por el hecho de tener a Mikhail como su protector—; sin embargo, no deja de traerme un poco de paz. El efecto placebo nunca viene mal cuando estás en una situación como la mía.
Unos cuantos coches avanzan por la avenida, pero el tráfico es prácticamente nulo a esta hora de la madrugada. No sé a dónde iré. Ni siquiera sé cuánto dinero traigo en los bolsillos y si eso será suficiente como para tomar un taxi.
Me abrazo a mí misma, pero sigo caminando. El vaho que brota de mis labios es denso, pero ya no tengo tanto frío. El movimiento de mi cuerpo está haciéndome entrar en calor.
Giro en una avenida y meto las manos en mis bolsillos para tomar todo el efectivo que traigo, y un suspiro aliviado brota de mi garganta. Son veinte dólares. Creo que puedo llegar a casa de Emily con veinte dólares.
Camino durante un par de minutos más antes de que visualice un taxi y, cuando lo hago, lo detengo. El taxista me da las buenas noches cuando trepo en el asiento trasero y me aseguro de que el hombre que hay en el permiso que se encuentra pegado al parabrisas es el mismo que conduce. Entonces, sintiéndome asustada hasta la mierda, le doy la dirección de Emily.
—¿Diga? —Emily responde a mi llamada al tercer timbrazo y, en el momento en el que su voz resuena en el auricular de mi teléfono, las ganas de llorar se vuelven insoportables.
—Hola… —mi voz es apenas un susurro tembloroso e inestable.
—¿Bess? —suena confundida, irritada y adormilada—. ¡Dios! ¿Tienes una idea de lo tarde que es? ¿Pasó algo?
Mis párpados se cierran con fuerza y trago para deshacer el nudo que se ha instalado en mi garganta.
—Estoy afuera de tu casa —suelto, sin más.
—¿Qué? —suena muy despierta ahora.
—¿Crees que pueda…? —tengo que detenerme un segundo porque las emociones contenidas no me permiten continuar—. ¿Crees que pueda quedarme en tu casa esta noche?
No responde, pero se escuchan ruidos desde el otro lado del auricular. Me abrazo a mí misma y miro hacia la calle desierta que se extiende frente a mí. El silencio incómodo que se instala entre nosotras hace que me arrepienta de haber venido; así que decido que voy a marcharme. Decido que voy a decirle que me iré a casa y que no pasa nada.
Entonces, la puerta principal se abre.
Ninguna de las luces de la casa ha sido encendida y sé que es porque su familia debe estar descansando ya.
Emily no dice nada mientras avanza con los pies descalzos hasta llegar al pequeño cancel de madera que rodea la propiedad. Tampoco dice nada cuando lo abre, finaliza nuestra llamada y acorta la distancia que nos separa para abrazarme.
—Estás temblando —susurra, mientras se aparta para mirarme a la cara. Sus ojos oscuros me observan con detenimiento, en busca de algún indicio de que algo malo haya sucedido—. ¿Qué ha pasado? ¿Está todo bien? ¿Tu tía está bien? ¿Tú estás bien?
Asiento, porque no puedo hablar. No puedo hacer otra cosa más que concentrar todas mis energías en reprimir las ganas que tengo de llorar. La preocupación que refleja su rostro es cada vez más grande.
—Bess, estás asustándome —dice y una risotada se me escapa junto con un par de lágrimas. Ella niega con la cabeza, sin dejar de mirarme con una sonrisa aterrada pintada en los labios—. ¿Qué ocurre, Marshall? Estás actuando como una demente, ¿lo sabías?
Asiento una vez más.
Ella deja escapar una risa nerviosa y sacude la cabeza antes de hacer un gesto de cabeza en dirección a su casa.
—Vamos adentro. Está helando aquí afuera.
Entonces, guía nuestro camino hacia el interior de la vivienda.
No hablamos mientras nos encaminamos hasta su habitación. Pero, una vez ahí, rebusca una sudadera en su armario y la lanza en mi dirección. Yo, sin protestar, me la enfundo. La calidez que me invade es casi tan deliciosa como el hecho de sentirme un poco más como yo y un poco menos como una monstruosidad que es capaz de eliminar ángeles.
Ems no enciende la luz mientras se sienta sobre el colchón de la cama —donde me he instalado ya—, así que todo se encuentra en penumbras.
—¿Ya vas a hablar conmigo? —dice, impaciente y ansiosa.
Un suspiro entrecortado se me escapa y siento como las palabras se agolpan en la punta de mi lengua. A pesar de eso, no me atrevo a pronunciarlas.
«¿Cómo voy a decirle que Mikhail es un demonio, que yo soy un sello del apocalipsis; que los ángeles tratan de matarme y que soy capaz de disolverlos si me lo propongo?».
—Peleé con Dahlia —digo, finalmente, al cabo de unos segundos de total silencio.
Mentir es más sencillo. Decir que esto es una rabieta como la de cualquier adolescente, es más fácil que intentar contárselo todo. De todos modos, no creo que fuese a creerme si lo hiciera.
Su ceño se frunce ligeramente y la preocupación vuelve a su rostro.
—Tú nunca peleas con Dahlia —dice, en un susurro extrañado.
Me encojo de hombros y desvío la mirada.
—No puedo volver a su casa —digo, porque es cierto.
—¿Cómo que no puedes volver? No digas tonterías, Bess —Ems me reprime—. Tu tía debe estar muy preocupada por ti. Déjate de estupideces y habla con ella.
—No puedo… —niego con la cabeza, incapaz de inventar una excusa lo suficientemente buena para justificarme.
—¿Qué pudo haber sido tan malo para que no quieras volver?
Mi mente corre a toda velocidad en busca de una mentira convincente y aprieto los puños de manera involuntaria. El dolor de mis heridas abiertas me hace reprimir una mueca y, de pronto, me golpea con brutalidad…
Mi vista se posa en mis brazos cubiertos por las mangas de su sudadera, y la historia comienza a construirse en mi cabeza a toda velocidad.
La sola idea de decirla en voz alta hace que mi estómago se revuelva y las náuseas me invadan. No quiero mentir de esta manera. No quiero destruirme de esta forma.
—¿Bess? —Emily insiste.
Tomo una inspiración temblorosa y desigual. Ahora soy plenamente consciente de los torniquetes improvisados que llevo y del ardor entumecido que no me ha dejado sola ni un segundo desde que tomé consciencia en el apartamento de Mikhail. Soy consciente, también, de la mirada insistente de Emily y de que, cuanto más tiempo dejo que pase, más grave y denso se torna el ambiente.
Ems debe estar pensando lo peor ahora mismo y lo único que voy a hacer, es confirmarlo.
Abro la boca para hablar, pero me arrepiento en ese momento y la cierro.
Entonces, encaro a mi amiga y, sin siquiera mirar hacia abajo, alzo el material de su sudadera y el del delgado suéter que llevo puesto desde que salí de casa esta mañana.
A Emily le toma unos instantes entender qué es lo que sucede, pero, cuando lo hace, baja la vista y noto cómo su gesto se transforma. La preocupación previa se convierte en terror puro y sus ojos se abren como platos.
Su mirada horrorizada se alza de golpe y se clava en la mía. La frustración pone lágrimas en mis ojos, pero no derramo ninguna.
—Quiere internarme en un psiquiátrico —digo.
La mentira me enferma. Las palabras pronunciadas son como una soga puesta en mi cuello y sé que voy a ir al infierno cuando los ángeles —o los demonios— acaben conmigo. Lo que estoy haciendo es horrible.
Emily luce herida, aterrorizada y furiosa. Su gesto se debate entre la ira incontenible y el dolor insoportable.
—¿Por qué? —sisea y noto cómo su voz se quiebra con las lágrimas que intenta contener.
No está preguntando el motivo por el cual, se supone, quieren internarme; sino el motivo por el cual me he herido —aunque no sea cierto— a mí misma.
—Porque ya no quiero estar aquí —miento y la forma en la que comienza a llorar me quiebra por completo.
Una bofetada gira mi cara de pronto, y jadeo más por la sorpresa que por el dolor.
—No voy a dejar que hagas esto —dice, con los dientes apretados y la voz ahogada—. No voy a dejar que te arruines la puta vida, Bess Marshall. Voy a hablar con tu tía y vas a ir a ese maldito psiquiátrico.
—No voy a ir a ningún lado —digo, con toda la serenidad que puedo imprimir en la voz—. No quiero que trates de ayudarme, Ems. Solo quiero que me dejes pasar aquí la noche.
—¡¿Estás loca?! —sisea con tanta fuerza que me da la impresión de que, si estuviésemos en plena tarde, estaría gritando—. ¡¿Pretendes que te deje ir mañana, así como así, sabiendo que intentaste…?! —se detiene y señala los vendajes improvisados llenos de sangre. No se atreve a decirlo en voz alta… Y yo tampoco.
—Ya no puedo más —digo, porque es cierto—. Hace unos meses, soñaba con mi familia todo el tiempo y no de una manera agradable. Hace unos meses no podía dejar de obsesionarme con la forma en la que Freya lloraba y con la manera en la que Jodie gemía de dolor… —Niego con la cabeza—. Me siento como mierda todo el tiempo, Ems. —No quiero llorar, pero las lágrimas siguen acumulándose en mis ojos. Ahora son tantas, que mi vista se ha nublado por completo—. Estoy volviéndome loca. Necesito un poco de paz mental y no quiero tener que recurrir a los medicamentos para estar bien. Para sentirme bien.
—Bess…
—Ni siquiera sé cómo me hice estas. —Miento y hago un gesto hacia mis muñecas—. No lo recuerdo. —Entonces, sin más, comienzo a contarle lo que me ocurría antes de saber de la existencia de Mikhail. Antes de saber todo lo que sé ahora—: Veo cosas que no están ahí, siento que me persiguen todo el tiempo, tengo lapsus de memoria perdidos… —Niego con la cabeza—. Ems, estoy volviéndome loca.
Mi amiga niega con la cabeza sin dejar de llorar.
—No es así —medio solloza—. No es así, Bess. Solo necesitas ayuda.
—No quiero ir a un manicomio —refuto y ella guarda silencio de golpe.
Nos quedamos así durante un largo rato, sin decir nada. Sin hacer otra cosa más que mirarnos fijamente y dejar que la crudeza de mi mentira se asiente entre nosotras.
—No puedo permitir que te hagas daño, Bess —dice, al cabo de unos minutos—. No quiero perderte.
Mis ojos se cierran y bajo el rostro para que no pueda leerme como suele hacerlo.
No respondo.
—Bess, no puedes rendirte —insiste—. ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué va a pasar con tu tía? ¿Con Mikhail?
Una risa carente de humor brota de mi garganta y niego con la cabeza. Entonces, alzo la vista para encararla. A pesar de eso, no digo nada respecto al demonio de los ojos grises.
—Solo… necesito tiempo —digo—. Necesito espacio. Necesito pensar y estar sola. No estoy lista para volver a casa de Dahlia.
—Entonces quédate aquí.
Niego una vez más.
—No —«No puedo arriesgarte de esta forma», pienso, pero no lo digo—. No puedo hacerle esto a tu familia. No puedo permitir que carguen con el peso de mi mierda.
—Bess…
—Iré a la casa que era de los abuelos. —La interrumpo—. Solo serán unos días. Lo prometo. Puedes ir a verme todos los días, si quieres. Puedes llamarme al celular cada cinco minutos si eso te hace sentir tranquila. —Trato de aligerar la tensión con una sonrisa forzada en los labios—. Solo… Solo necesito pensar qué es lo que voy a hacer.
No luce convencida.
—¿Qué va a pasar cuando tu tía venga a buscarte? —dice—. No puedo mentirle, Bess, y ambas sabemos que este será el primer lugar al que venga cuando se dé cuenta.
—Mantenlo en secreto unos días —pido—.
Sé que puedes darme unos días.
—¿Cuántos?
«Los suficientes como para que los ángeles encuentren y me maten».
—No lo sé, Ems. Yo solo… —me detengo y me encojo de hombros, mientras dejo al aire mi frase.
Ella deja escapar un sonido frustrado.
—No tratas de hacer algo idiota, ¿cierto? —dice y sacude la cabeza con desesperación—. No sé cómo pretendes venir aquí a decirme que intentaste suicidarte, para después pedirme que te deje ir a una casa abandonada donde podrías hacer no sé qué estupidez.
—No haré nada que atente contra mi integridad, Ems —digo, medio irritada y medio agradecida por su preocupación—. Solo quiero alejarme de todos. De todo.
Emily me mira con aprensión y toma una inspiración profunda.
—No puedo dejarte ir así como así, Bess —dice, al cabo de unos segundos—. No cuando estás tan vulnerable.
—Ems…
—Quédate aquí un día o dos —me interrumpe—. No le diré nada a Dahlia. Solo quédate aquí y piénsalo. Toma una decisión con la cabeza fría, ¿sí? Ahora mismo estás precipitándote porque estás desesperada, pero verás que mañana las cosas toman otra perspectiva.
Quiero decirle que no será así. Que mañana también voy a querer marcharme lejos para mantenerla a salvo, pero no digo nada. Solo asiento a desgana y dejo que la respuesta que le he regalado la reconforte.
—No se diga más, entonces —dice con aire resuelto—. Vamos a limpiarte esas heridas y a dormir un rato, ¿te parece?
No me da tiempo de decir nada más, ya que se pone de pie y me levanta con ella para dirigir nuestros pasos hacia el cuarto de baño.
Es muy temprano en la mañana cuando salgo de casa de Ems sin hacer ruido. El sol apenas está saliendo y el frío nocturno aún no se va del todo. Los primeros trazos del invierno comienzan a vislumbrarse en la ciudad, y una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios debido a la cantidad inmensa de recuerdos que me invaden.
He tomado cinco dólares de uno de los bolsillos de los vaqueros de mi amiga para tomar el autobús, y me he repetido hasta el cansancio que se los pagaré con creces cuando tenga oportunidad —si es que los ángeles no me matan antes de que sea capaz de hacerlo.
Ahora que Mikhail ha hecho su elección, estoy segura de que no les tomará mucho tiempo encontrarme.
Sacudo la cabeza para ahuyentar los pensamientos tortuosos lejos de ella y camino a paso rápido por la calle vacía. Ahora mismo me dirijo al apartamento de Dahlia para tomar mis pertenencias mientras ella y Nate están en el trabajo.
Anoche le dije a Ems que iría a casa de mis abuelos, pero en realidad, iré a mi casa. A esa en la que viví con mis papás y mis hermanas. Esa en la que crecí y que ya nadie se atreve a visitar.
Nadie va allá desde hace años, así que será un buen refugio temporal. Si voy a morir, que sea ahí.
Mi aliento dibuja halos de vapor mientras camino hacia la parada del autobús, al tiempo que me permito mirar distraídamente hacia todos lados. Una extraña paz se ha instalado en mi cuerpo y no sé por qué. Todo el miedo que sentí ayer se ha esfumado y ahora me encuentro aquí, sin temerle a nada ni a nadie. Sin hacer otra cosa más que pensar en cuál será mi próximo movimiento y cuánto tardará alguien en encontrarme.
—¿A dónde crees que vas sin protección, Bess Marshall? —la familiar voz masculina a mis espaldas me pone la carne de gallina y, en ese momento, me giro sobre mis talones para toparme con la visión de Axel y Daialee de pie a pocos pasos de distancia de mí.
—¿Qué hacen aquí? —pregunto, al tiempo que un inexplicable alivio me recorre el cuerpo.
Daialee esboza una sonrisa fácil y hace una seña hacia el amuleto que llevo colgando en el cuello.
—Esa cosa no solo te oculta de los seres paranormales, sino que me permite rastrearte —dice. Suena más como la chica que conocí y menos como la adolescente asustada que fue ayer—. No íbamos a correr el riesgo de que no funcionara y te llevaran. En lo personal, los amuletos rastreadores me parecen bastante útiles. Ahora mismo puedo comprobar que lo son.
Una sonrisa tira de las comisuras de mis labios, al tiempo que Axel avanza con andar perezoso hacia mí.
—¿A dónde crees que vas sin mí, cariño? —dice, pero el alivio que se filtra en su voz es palpable.
«No esperaba encontrarte viva…», susurra la voz en mi cabeza.
Me encojo de hombros, en un gesto que pretende ser casual.
—Voy lejos de aquí —resuelvo.
—Lejos suena como un buen lugar —Daialee asiente detrás de Axel.
—Lejos suena bastante bien —Axel concuerda, y guarda silencio un momento antes de decir—: ¿Hay lugar en Lejos para una bruja irritante y un demonio sexy?
Algo dentro de mí se revuelve con violencia y, por un doloroso instante, no soy capaz de articular palabra alguna.
—Por supuesto que lo hay —digo, con la voz enronquecida por las emociones, y Axel esboza una sonrisa suave antes de ponerse de pie frente a mí y estirar una mano para revolver mi cabello.
Una sonrisa sesgada se dibuja en sus labios en ese momento y correspondo su gesto.
—Yo no voy a abandonarte, Bess —dice y su expresión se ensombrece un poco mientras habla. Mi corazón se estruja en ese momento, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa aún más grande.
—Gracias —digo, y miro a Daialee solo para comprobar que realmente desea estar aquí.
Ella se limita a regalarme un asentimiento amable y tranquilizador. Entonces, toma una inspiración profunda.
—Vámonos de aquí —dice—. Lejos nos espera con ansias.