Demon

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Capítulo 27

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doLor

Cuando mis ojos se abren, lo único que puedo ver es oscuridad.

Durante unos instantes me siento aturdida, débil y aletargada, pero, conforme voy siendo consciente del frío que hace en la habitación y del hedor a humedad que lo invade todo, los recuerdos van reuniéndose en mi cabeza.

Las últimas veinticuatro horas se desvelan a toda velocidad y se sienten como una horrible tortura. Como una interminable retahíla de imágenes crueles y despiadadas.

Sin poder evitarlo, me encuentro pensando en Axel, Daialee, Dahlia y Nate; en Rafael y los ángeles que me emboscaron en el apartamento de mi tía… Y en Mikhail.

De pronto, y sin poder evitarlo, me encuentro reproduciendo una y otra vez los sucesos para tratar de darles un poco de más forma en mi cerebro.

Me falta el aliento.

Mi corazón late a toda velocidad y mi pecho se estruja cuando la imagen del edificio derrumbándose invade mi cabeza. Lágrimas densas se acumulan en mis ojos y el horror se asienta en mi estómago cuando los rostros de Dahlia y Axel aparecen en mi memoria.

—No —mi voz suena ronca y desgastada—. No, no, no, no, no…

Dahlia estaba allí dentro. Axel también. Dudo mucho que los ángeles hayan hecho algo para sacarlos de ahí. Dudo mucho que se hayan molestado en salvarlos.

Niego con la cabeza, al tiempo que me pongo de pie y aferro las hebras de mi cabello para tirar de ellas en un gesto ansioso.

El llanto angustiado y desesperado se hace presente en ese momento y un sonido estrangulado se me escapa cuando trato de reprimir los sollozos que han comenzado a abandonarme.

La ira —cruda, dura y cegadora— se apodera de mí en ese momento, y le grito a la nada. Le grito a Rafael y a sus ángeles, a Mikhail y a sus promesas, a Nathan y a sus mentiras. Le grito al idiota del destino por permitir que mi vida se convirtiera en esto. Por arrebatarme a mi familia y dejarme aquí, hecha mierda por unos seres que no conocen la compasión.

El coraje es tanto en este momento, que me muevo a tientas por la habitación hasta que logro encontrar, entre las paredes de concreto, la puerta metálica que me mantiene encerrada. Entonces, comienzo a golpearla. Espero que ellos me escuchen. Espero que los ángeles puedan oír el modo en el que los maldigo y les hago saber que son la peor escoria que ha pisado la tierra.

Grito hasta que mi garganta arde y, solo entonces, me derrumbo en el suelo y sollozo hasta que no me quedan lágrimas para llorar. Hasta que los ojos me escuecen y el pecho me duele.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que la puerta se abra, pero, cuando lo hace, lo único que puedo hacer, es intentar ver más allá de la oscuridad.

No logro distinguir nada.

La persona que entra es un hombre. Puedo deducirlo gracias a su tamaño y las dimensiones de la silueta que se dibuja a través de la poca iluminación que se cuela por la entrada.

—No tenemos mucho tiempo —dice, sin más preámbulos, y de inmediato sé que no es Rafael. La voz es completamente diferente.

No respondo. Me limito a abrazarme a mí misma en el suelo de la desconocida estancia.

Un suspiro resuena en todo el espacio una vez que la puerta vuelve a cerrarse y, de pronto, algo se enciende e ilumina toda la habitación. Mis parpados, acostumbrados a la oscuridad, se cierran de golpe en ese instante.

Me toma unos segundos ajustarme a la nueva iluminación y poder observar las verdaderas dimensiones del lugar en el que me encuentro.

Es una habitación amplia —casi tan amplia como el apartamento de Dahlia— y las paredes son de piedra. Se siente como si estuviese dentro de un calabozo. Como si este lugar fuese la mazmorra de un ostentoso castillo medieval. Hay, incluso, lámparas extrañas y antiguas colgando de todos lados. No sé cómo es que se han encendido de repente, pero asumo a que se ha tratado de alguna clase de magia angelical.

—Bess —la voz de mi acompañante me hace volver mi atención hacia él y, de inmediato, puedo decir que no lo conozco. Jamás lo he visto en mi vida; y, a pesar de eso, él me mira con una preocupación que casi llega a conmoverme… casi—. Escúchame bien, por favor, que no tenemos mucho tiempo.

Mi ceño se frunce ligeramente en confusión y él mira hacia la entrada con ansiedad. Yo aprovecho esos instantes para analizarlo.

No luce viejo. Tampoco luce como si fuese el hombre más joven del mundo, pero, si fuera humano, no podría calcularle más de veinticinco años. Su cabello rubio platinado cae en ondas que terminan justo debajo de su mandíbula, y su piel clara lo único que hace es resaltar el color azul eléctrico que tienen sus ojos. Su estatura no es tan inmensa como la del resto de los ángeles que he visto y luce —por extraño que parezca—, un tanto… humano.

No me atrevo a apostarlo, pero hay algo cálido en la forma en la que me mira. Como si me conociera desde hace tiempo y se sintiera aliviado de verme.

—Rafael te ha encerrado en una de las iglesias más antiguas de la ciudad —dice, al tiempo que vuelve su atención hacia mí—. No va a matarte ahora mismo porque planea hacer que Miguel venga a buscarte, pero ten por seguro que, una vez que consiga que él venga, se va a deshacer de ti.

—¿De qué estás hablando? —mi voz suena afónica y desgastada—. ¿Quién diablos eres tú?

Vacila.

Su expresión —antes angustiada— ahora está cargada de vergüenza y pesar.

—Yo… —se detiene abruptamente y noto cómo desvía la mirada—. Soy Jasiel —hace otra pequeña pausa y dice, en voz más baja—: Soy el ángel que se apoderó del cuerpo del prometido de tu tía.

La declaración cae sobre mí como baldazo de agua helada y mi corazón se congela en ese instante.

—¿Qué?

Me mira a los ojos.

—Después del accidente que tuviste en carretera y del cual te recuperaste, fui enviado para asesinarte. —Su voz es neutral, pero hay un destello culposo en ella. Debe notar la confusión en mi mirada, ya que dice—: Rafael fue quien orquestó todo para que tu familia y tú se accidentaran. Creó, incluso, un manto sobre ustedes para que nadie llegara a tiempo a salvarte y así poder iniciar con toda esta mierda del apocalipsis; pero Mikhail te encontró y todo se complicó. —Niega con la cabeza—. Entonces, me envió a mí a hacer el trabajo sucio —desvía la mirada y su tono baja—. Cuando por fin te encontré, Mikhail ya se encontraba rondándote, así que tuve órdenes expresas de no hacer ningún movimiento todavía. Además… —traga duro—. Además, nunca tuve el valor de enfrentarlo. Él era... era… —su voz se quiebra ligeramente—. ¡Mierda! ¡Él era mi maldito superior! ¡Era un jodido arcángel y yo estaba bajo su mando! —deja la bandeja que ni siquiera había notado que llevaba entre los dedos y tira de su cabello en un gesto desesperado—. No podía, simplemente, cometer esa clase de traición. No cuando la gran mayoría de los ángeles al mando de Rafael aún lo vemos como el gran jodido héroe que siempre fue…

Niego con la cabeza, incapaz de creer lo que estoy escuchando, pero él no se detiene:

—En su lugar, me encargué de preparar el cuerpo de Nathan para que su mujer no notara la transición y, una vez que tuve oportunidad de hacerlo, me apoderé de él para vigilarte —me mira a los ojos una vez más—. Me dije a mí mismo que te mataría en cuanto tuviese oportunidad, pero… —se detiene abruptamente—. Yo… yo… —frota su rostro con ambas manos—. ¡Maldita sea! Yo empecé a… a sentir.

—Cállate —suplico, porque no quiero seguir escuchando.

—Bess, yo nunca quise lastimarla —el sonido torturado de su voz hace que me sienta enferma.

—Cállate.

—Intenté salvarla de la explosión, pero no pude hacerlo. Su cuerpo no resistió. Ella…

—¡Cállate! —medio grito. Medio sollozo.

—Lo siento —la angustia en su mirada lo único que consigue es incrementar el odio que ha comenzado a formarse en mi pecho—. Lo siento mucho, yo solo…

Cubro mis oídos para no escucharle más y me aovillo otro poco.

—Bess, por favor —aún soy capaz de escuchar a través de mis manos ahuecadas—. Salvé al demonio. Al demonio sí pude rescatarlo, pero está muy grave. Morirá en cualquier momento si no recibe la atención necesaria. Necesito que me digas dónde encontrar a Miguel. Solo él puede enfrentarse a Rafael. Solo él puede llevar al demonio a su sitio para que se recupere.

Un sollozo se me escapa mientras niego frenéticamente. Quiero que se calle. Quiero que deje de hablar y que toda esta mierda termine de una maldita vez por todas.

—Vete —sollozo—. Vete de aquí. Lárgate.

—Bess…

—¡Lárgate! —grito y el suelo se estremece debajo de mis pies.

La frustración y la impotencia me invaden en ese momento. Me encantaría ser capaz de controlar esto. Me encantaría poder utilizarlo para salir de aquí y destruir a todos estos seres divinos que tratan de acabar con todo lo bueno que tengo.

El ángel me mira fijamente y yo le sostengo la mirada. El dolor y el arrepentimiento tiñen sus facciones, pero no pronuncia ni una sola palabra. Ni siquiera se mueve. Solo se queda ahí, con la vista clavada en la mía, y los ojos llenos de una emoción desconocida y poderosa.

—Por favor, vete —mi voz es un susurro tembloroso, débil y suplicante.

El ángel baja la mirada, finalmente, y noto cómo sus hombros se hunden en un gesto derrotado.

—Voy a arreglarlo —dice, pero no le creo—. Voy a encontrar a Miguel y voy a ayudarte.

—Vete —repito una vez más y él aprieta la mandíbula antes de asentir con dureza.

Se pone de pie en ese momento y, justo después de girar sobre su eje, me mira por encima del hombro.

—Come algo, por favor —dice y hace un gesto de cabeza en dirección a la bandeja que ha traído, la cual tiene una botella de agua y un sándwich improvisado—. Trataré de traerte algo más a la hora de la cena. No prometo nada.

Asiento, a modo de respuesta, pero él no se marcha todavía.

—¿Bess? —dice, y me obligo a mirarlo, a pesar de que no quiero hacerlo—. Voy a encontrarlo. Lo juro.

Entonces, hace un gesto de mano y las luces se apagan de nuevo.

He perdido la noción del tiempo. Estoy casi segura de que no ha pasado mucho desde que estoy aquí; sin embargo, no puedo asegurarlo con certeza.

Tengo hambre, pero no demasiada, así que eso me hace saber que no puede haber sido tanto desde que el ángel de cabellos rubios vino a alimentarme. A pesar de eso, no puedo evitar sentir como si hubiese transcurrido una eternidad.

El cansancio de mi cuerpo hace que, eventualmente, me quede dormida y, cuando despierto, en lo único en lo que puedo pensar es en el hambre intensa que me retuerce el estómago.

Mi garganta se siente seca, así que tomo un pequeño sorbo del agua que el ángel trajo para mí —y que he estado guardando como el más preciado de los tesoros— y me levanto del suelo para estirar los músculos y desperezarme un poco.

No me atrevo a apostar, pero puedo decir que ha pasado una cantidad considerable de tiempo desde la última vez que alguien estuvo aquí, así que empiezo a impacientarme. No sé qué es lo que pretende Rafael al tenerme encerrada, pero está poniéndome de nervios.

Jasiel, el ángel que me trajo comida, dijo que pretendía utilizarme para atraer a Mikhail, pero, dados los nuevos acontecimientos, dudo mucho que venga a buscarme. Es ilógico pensar que ahora que está recuperando eso que le arrebataron, venga aquí por mí.

Por más que duela aceptarlo, Mikhail ha tomado una decisión y sería muy estúpido que arriesgase todo una vez más solo para salvarme.

Lo único que espero, es que Rafael se dé cuenta de esto pronto y acabe con esto de una vez y para siempre.

El tiempo corre. Avanza con una lentitud tortuosa y desesperante. Se mueve a un paso descomunalmente perezoso y eso está volviéndome loca. El hambre tampoco ayuda demasiado. El hueco doloroso en la boca de mi estómago y el nudo de ansiedad que se ha instalado ahí mismo, no hacen más que hacerme imposible el quedarme quieta. No sé qué es lo que estoy esperando en realidad, pero la impaciencia no me ha abandonado ni un segundo.

De vez en cuando, mi mente viaja a lugares oscuros y, de pronto, me encuentro siendo invadida por una retahíla de pensamientos negativos y deprimentes. Me encuentro vagando entre recuerdos del accidente de mi familia, los días horrorosos que pasé en el hospital después de eso, la locura de los religiosos que intentaron asesinarme, la pesadilla en el Aquelarre de las brujas, la tortura que recibí en el apartamento de Dahlia, la explosión y las palabras del ángel que vino a verme. Todo se acumula dentro de mí y me siento tan abrumada, que apenas puedo concentrarme. Apenas puedo mantener mis emociones a raya.

Al cabo de un rato, me rindo y me aovillo en el suelo de la habitación, con la espalda pegada a una de las paredes de piedra, y me abrazo a mí misma para mantener el calor de mi cuerpo. La temperatura ha descendido varios grados, así que he comenzado a sufrir los estragos del frío.

Mis dientes han empezado a castañear involuntariamente y mi aliento ha comenzado a formar pequeñas nubes de vapor a mi alrededor.

Una maldición se me escapa en el instante en el que el temblor alcanza mi cuerpo, pero me las arreglo para compactarme a mí misma para no percibir tanto la helada que ha iniciado de repente. El hambre es insoportable llegados a este punto y no puedo hacer nada más que pensar en necesito ir al baño.

La cabeza ha comenzado a dolerme y la irritación provocada por la falta de alimento me hace querer gritar de la frustración. A pesar de eso, me las arreglo para reprimirlo todo. No puedo darle a Rafael la satisfacción de verme hecha mierda.

La puerta se abre.

La iluminación del exterior es cegadora y tengo que cubrir mis ojos con una mano para poder mirar cómo dos siluetas se dibujan en la entrada de la estancia y avanzan en mi dirección sin perder el tiempo.

Conforme se acercan, soy capaz de ver sus facciones. Ninguno de ellos es Rafael o Jasiel. Son dos tipos completamente desconocidos para mí.

Sin decir nada, uno de ellos envuelve sus dedos en mi brazo y tira de mí hacia arriba para obligarme a ponerme de pie. No pongo resistencia mientras lo hace. El otro de ellos se limita a aferrar mi otro brazo y, entre los dos, me llevan casi a rastras hacia afuera de la habitación.

Las luces del pasillo me ciegan por completo mientras avanzamos, así que no tengo tiempo de mirar el lugar con detalle. Apenas si puedo ver la piedra de las paredes y el borrón de las luces cálidas que pasa a mi alrededor mientras soy arrastrada por los ángeles.

Trato de disminuir la velocidad a la que caminamos, pero lo único que consigo es tropezar con mis propios pies y recibir tirones dolorosos en mis extremidades.

El nerviosismo aumenta con cada paso que damos y, sin más, me encuentro frenando mi andar para ganarme algo de tiempo. No puedo evitar pensar en lo irónico que es el hecho de que estuve todo el día esperando que esto ocurriera y que, ahora que lo tengo a la vuelta de la esquina, no quiero enfrentarlo.

Sé, de antemano, que este es mi fin. Que Rafael va a asesinarme ahora mismo y que nada ni nadie va a impedir que lo haga y, a pesar de todo eso, una parte de mí aún espera que un milagro suceda. Espera que un chico con alas de murciélago aparezca de la nada y me lleve lejos.

Subimos un enorme tramo de escaleras y luego otro más. Caminamos por otra serie interminable de pasillos hasta que, finalmente, nos encontramos abriéndonos paso a través de una enorme explanada.

Es entonces, cuando por fin logro descubrir un poco más acerca de la edificación en la que me encuentro.

Luce antigua hasta la mierda. Las paredes de piedra y los bordes irregulares de las columnas le dan un aspecto deplorable y hermoso al mismo tiempo. Las antorchas encendidas lucen acorde al estado de la construcción y, al mismo tiempo, le dan un aspecto más cálido y acogedor del que en realidad tiene. Casi puedo imaginarme a un montón de monjes haciendo una vida aquí.

—Camina —la voz de uno de los ángeles que me sostiene inunda mis oídos y, acto seguido, soy empujada hacia un par de puertas dobles de tamaño descomunal.

Los ángeles que me llevan a cuestas las abren con una facilidad impresionante y no puedo evitar preguntarme si lo hicieron así porque son jodidamente fuertes, o es solo que las hojas metálicas de la entrada lucen como si pesaran una tonelada sin realmente hacerlo.

Me empujan dentro.

Mi corazón se salta un latido en ese momento y trato de obtener un vistazo rápido del lugar. En el proceso, un escalofrío me recorre el cuerpo cuando una oleada de aire helado me golpea.

Soy guiada hasta el centro de la inmensa estancia iluminada y, en el momento en el que me detengo para mirar otro poco, me doy cuenta de que la luz que invade la sala es provocada por el centenar de siluetas brillantes que se encuentran desperdigadas por todo el lugar.

No me pasa desapercibido el hecho de que muchos de los ángeles que están aquí tienen forma humana y no puedo evitar preguntarme si esto se debe al orden jerárquico que también rige a los ángeles. Seguramente es así. No dudo ni por un momento que, todos aquellos que tienen forma humana, son ángeles más poderosos que los que parecen luces de navidad de tamaño jumbo.

Mi vista recorre el espacio con lentitud y me doy cuenta, de inmediato, que estoy dentro de una especie de cúpula gigante que, sin poder evitarlo, asocio con las estructuras que suelen tener las iglesias antiguas. Por dentro, sin embargo, no es nada similar a una. No hay imágenes o figuras de ningún tipo; mucho menos hay un altar o algo por el estilo. Es más bien como una especie de coliseo, y hay bancas de concreto que van en ascenso y rodean el perímetro de una arena de concreto completamente vacía.

Los ángeles que vagan por la estancia lucen aburridos durante unos instantes, pero, en el momento en el que se percatan de mi presencia, todo cambia. Ahora están atentos a mí y a mis movimientos torpes y asustados.

Mi pulso no ha dejado de latir a toda velocidad y el pánico no ha dejado de acuchillarme las entrañas; sin embargo, no permito que se apodere de mí ni que me haga lucir intimidada y aterrorizada.

Uno de los ángeles tira de mí con brusquedad y dice algo en un idioma que no entiendo segundos antes de que me haga girar con violencia. El dolor en mi hombro —antes dislocado— me hace esbozar una mueca, pero me las arreglo para no gemir lastimosamente.

—¡Pero mira nada más qué tenemos aquí! —la voz masculina me hace fijar mi atención en el arcángel que avanza hacia nosotros con aire confiado y orgulloso. Un par de enormes alas blancas, que nacen y se extienden grandes e imponentes hacia los costados de la arena, enmarcan su figura y lo hacen parecer más alto de lo que ya es—. ¡Pero si es nuestra invitada de honor!

Mi estómago se encoge con violencia ante el tono divertido que utiliza.

Rafael esboza una sonrisa infantil que lo único que consigue, es revolverme el estómago. El terror hace mella en mi sistema en ese momento y doy un par de pasos hacia atrás por acto reflejo, antes de que mi espalda impacte contra algo firme y duro.

Una risotada se escapa de los labios del arcángel y los vellos de mi nuca se erizan con el sonido cruel de su voz.

—¿A dónde crees que vas, pequeña? —sonríe aún más—. No puedes marcharte aún. Es muy pronto. Además, necesito tu ayuda.

—Vete al demonio —siseo, pero sueno aterrorizada.

Él se detiene cuando sus botas tocan las puntas de mis desgastadas Converse y, entonces, soy capaz de sentir de lleno el calor sofocante que emanan sus alas. Su aliento —el cual me golpea de lleno en la mejilla— se siente frío en comparación y me asquea sobremanera. Su cercanía me causa una repulsa que no soy capaz de controlar.

—Oh, pequeña —susurra, en voz baja y dulce—. Serás tú quien traerá a un demonio a este lugar.

Mis ojos encuentran los suyos y trato de mirarlo con todo el odio que puedo imprimir.

—Él nunca va a venir —digo y mis propias palabras me lastiman.

Rafael esboza una media sonrisa torcida y estira una mano para colocar un mechón de cabello detrás de mi oreja. Yo me aparto en el proceso y su sonrisa se ensancha.

—¿Qué es esto? —se burla—. ¿Solo dejas que demonios idiotas lo hagan?

Le escupo en la cara.

Su rostro se gira con violencia hacia un costado y sus ojos se cierran debido a mi ataque repentino, pero no se mueve después de eso. Se queda quieto mientras deja que el peso de mis acciones se asiente en el ambiente.

Soy plenamente consciente de que las miradas de todo el mundo están fijas en nosotros, pero yo no puedo hacer otra cosa más que intentar acompasar mi respiración.

—Espero que te pudras en el infierno —digo, al cabo de unos instantes, con la voz temblorosa por las emociones que me invaden.

Él no responde. Se limita a limpiar su cara con el dorso de su mano.

Entonces, me enfrenta. La expresión que hay en su rostro me pone a temblar, y mi pecho se estruja cuando su mandíbula se aprieta y su mirada se endurece.

—Grita para mí, Bess Marshall —dice y, entonces, ahueca mi rostro entre sus manos.

El estallido de dolor es tan intenso que mis rodillas flaquean y caigo al suelo de golpe. Él ni siquiera se molesta en seguirme. Me suelta cuando mi cuerpo deja de responder y caigo de lleno en el concreto.

Mi cabeza rebota contra el piso, y mi visión se nubla y se duplica debido al impacto intenso. Un sonido estrangulado se me escapa al instante, pero ni siquiera tengo tiempo de intentar ubicarme. Alguien ya se ha apoderado de mi cuero cabelludo y ha tirado de mí en una posición sentada.

Un balbuceo incoherente brota de mi garganta y siento cómo el calor proveniente de las alas de Rafael incrementa.

—¡Vamos! —su voz truena en mis oídos—, ¡Llámalo! ¡Grita su nombre! ¡Usa esa fuerza endemoniada que tienes y tráelo hasta aquí!

Un grito adolorido brota de mi garganta cuando siento cómo tira de mí con más fuerza y comienza a moverse conmigo a cuestas. Mis manos, desesperadas y temblorosas, se estiran para alcanzar su muñeca y evitar que me arranque el cabello de un tirón, pero lo único que consigo es rasguñar su piel. Él no cede en lo absoluto. No deja de arrastrarme por toda la arena mientras chillo, pataleo y grito de dolor.

El arcángel me libera cuando llegamos al fondo de la estancia y yo me abrazo a mí misma en ese momento.

Estoy llorando. Estoy sollozando lastimosamente y no me importa si un puñado de ángeles me ven mientras lo hago. No me importa porque estoy aterrorizada. Porque quiero que esto termine de una vez y porque sé que no será así de fácil.

Sé que Rafael no va a dejarme ir así como así.

—¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? —la voz de Rafael suena cercana y baja ahora—. ¿Por qué no puedes cooperar e invocar a un jodido demonio? ¿Por qué tienes qué esperar a que te haga daño?

Cierro los ojos con fuerza.

—¿Qué pasa? ¿Te ha comido la lengua el ratón? —él se burla y aprieto los dientes para reprimir la rabia que me invade—. ¿Se te ha acabado la valentía?

Sé que trata de provocarme, pero no quiero caer en su juego. No quiero darle lo que quiere.

Una carcajada inunda mis oídos al cabo de unos segundos de completo silencio y, de pronto, el dolor estalla en mi espalda.

Un grito atronador me abandona y me quedo sin aliento. Todo el aire escapa de mis pulmones y mis vértebras se entumecen debido al impacto que las ha golpeado con brutalidad.

«¡Me ha pateado! ¡Me ha dado una jodida patada!».

—No eres más que una asquerosa humana —Rafael sisea—. No sé cómo es que ese imbécil arriesgó tanto por ti. Por protegerte —un sonido similar al de un bufido se le escapa y, entonces, añade—: Ahora entiendo por qué te abandonó.

El dolor emocional que se apodera de mi pecho es casi tan intenso como el de mi espalda y reprimo un sollozo lastimero y débil.

—No eres más que una niña mimada, inútil y débil —sentencia y el dolor se mezcla con una emoción oscura y profunda—. No eres más que basura.

Mis manos acalambradas se cierran en puños y siento como mis uñas me hieren las palmas. La ira comienza a invadir mi cuerpo a una velocidad aterradora y no puedo hacer nada para detenerla. No puedo hacer nada para aminorar el temblor incontrolable que me provoca.

El calor se acumula en mis extremidades y siento cómo un destello de algo desconocido comienza a entretejerse en mi cabeza y mi pecho. Una oleada de calor me da de lleno en un abrir y cerrar de ojos y, entonces, el suelo empieza a temblar debajo de mí.

—¿Eso es todo lo que tienes? —se burla y la vibración aumenta.

La red de energía que recorre mi cuerpo se aprieta y, de pronto, siento cómo los vendajes improvisados en mis muñecas comienzan a humedecerse. Las hebras gruesas del poder se aprietan otro poco y duele. Duele tanto que me arqueo involuntariamente para escapar de la sensación abrumadora.

Un sonido inhumano se me escapa y Rafael ríe.

Lucho contra el dolor. Lucho contra el peso de la energía exorbitante que se entreteje en todo mi cuerpo y presiono mis manos contra el suelo. Entonces, empujo con fuerza hasta que mis músculos temblorosos logran sostenerse lo suficiente como para permitirme alzar la cara para encarar a Rafael, quien me mira como si fuese el ser más despreciable de la tierra.

—Eres decepcionante —la mueca cargada de fingido pesar que esboza solo incrementa el odio que se cocina en mi interior.

El arcángel hace un gesto de cabeza en dirección a un par de ángeles que se encuentran cerca y les dice algo en un idioma que no comprendo. Ellos, sin perder el tiempo, se apresuran en mi dirección.

Rafael me da la espalda y, entonces, lo dejo ir.

Un estremecimiento me recorre el cuerpo y un sonido antinatural brota de mi garganta en el instante en el que todo el lugar comienza a temblar desde los cimientos.

Los ángeles que se acercaban a mí han caído al suelo de golpe y gritan de manera aterradora. Rafael también ha caído, y siento cómo el aire se llena de algo denso y abrumador.

El cántico disonante de los gritos de los ángeles me llena de una satisfacción enferma y aterradora.

El dolor de mis muñecas es insoportable, pero no puedo detenerme. No puedo parar.

El mundo empieza a desdibujarse. Mi vista empieza a nublarse y, de pronto, todo pierde sentido. El universo se deshace en el instante en el que un rostro familiar y aterrador aparece en mi campo de visión.

La parte activa de mi cerebro me grita que debo alejarme, pero mi cuerpo no responde. No puedo moverme. No puedo hacer nada más que recibir de lleno el tacto de fuego de Rafael.

La energía acumulada en el ambiente vacila y trato, desesperadamente, de mantener cerca las hebras que me envuelven. Un sonido aterrador se me escapa y clavo mis dedos en la carne blanda de las muñecas de Rafael para obligarlo a soltarme.

Él aferra su agarre en los costados de mi cara y ahogo un gemido cuando la carne de mis mejillas comienza a arder con violencia.

«Voy a desmayarme. Voy a desmayarme. Voy a…».

—¡Basta! —una voz familiar —aterradoramente familiar— truena en toda la estancia.

En ese instante, el toque de Rafael me abandona y me desplomo en el suelo mientras trato de recuperar el control de los hilos que me envuelven. Es imposible. Es incontrolable ahora. El suelo no deja de temblar y mis muñecas no dejan de sangrar.

Estoy aterrorizada. No puedo controlarlo. No puedo detener el hambre desmedida que tiene la energía que se ha apoderado de mí. Tiene vida propia y clama destrucción. Clama venganza.

—¡Pero mira nada más a quién tenemos aquí! —la voz de Rafael suena lejana. Como si estuviese al final de un túnel inmenso—. Estaba esperando por ti, Miguel.

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