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Capítulo 3
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Capítulo 3
—Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos? Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos? ¡¡¡Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños!!! Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?
Un hombre delgado y de veintipocos años, de cabello fino y rostro hirsuto, pataleaba en el suelo de la comisaría de Cervantes. Esposado con las manos a la espalda y sentado en una incómoda silla de plástico azul, miraba a los dos policías que le custodiaban, y les miraba como si no les viera, como si sus pupilas, anormalmente dilatadas y que le daban un extraño aspecto a su mirada, traspasara los cuerpos de los dos policías y se perdiera en el infinito más allá de los muros de la comisaría. Lo que en la guerra se había dado en llamar «la mirada de los mil metros». Pataleaba el suelo descalzo y movía la cabeza de un lado a otro en un ritmo frenético y constante, como un árbitro de tenis, sin dejar de repetir a gritos esa nube de palabras que a los policías sonaba a poesía pero sin saber con exactitud cual. En ese estado habían encontrado al hombre apenas un cuarto de hora antes.
—Y otra vez. Y venga otra vez… —El más alto de los policías sujetaba levemente al detenido por los hombros haciendo que este no se levantara de su asiento—. Está como un cencerro.
—Lo he buscado en Internet —el segundo policía, más bajo y teléfono móvil en mano, había tecleado nervioso las proclamas en verso del detenido—. Sí, es un poema. De Rosalía de Castro.
—Muy bien. Cada vez que hay luna llena tenemos un loco nuevo…
—Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos? Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos? ¡¡¡Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños!!! Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?, ¿cómo admiraros? ¡¿cómo admiraros?!
—¡Oye!, ¡oye! —El policía alto que sujetaba al detenido tuvo que hacer un esfuerzo para retener al detenido en su silla—. ¡Cállate de una vez!, ¡calla!
—¡¿Cómo admiraros?! —El detenido giró la cabeza hacia el policía que le custodiaba en la silla y clavó sus dilatadas pupilas en este antes de que sus globos oculares giraran sobre sí mismos y dejaran los ojos de aquel hombre en blanco, para sobresalto del policía. Apenas se escuchó un último «¡¿Cómo admiraros?!» de boca del detenido antes de que aquella se le comenzara a llenar de una espuma pastosa y blancuzca, y empezara a sufrir unos espasmos eléctricos por todo el cuerpo que hicieron que el policía que le custodiaba le tumbara dificultosamente en los asientos para detenidos de la comisaría, mientras solicitaba ayuda a su compañero.
—¡Oye, oye, Martín! ¡Que le está dando un ataque! ¡Que le sale espuma por la boca!
Los dos policías, asiendo uno de ellos al detenido por las axilas y otro por los pies, colocaron de lado al detenido en el suelo procurando que la espuma que llenaba la boca del detenido fuera vertiéndose por su comisura derecha. Después, el más alto comenzó a abrir los grilletes que ceñían las muñecas de aquel amasijo de espasmos y calambres en el que se había transformado el cuerpo del detenido.
—¡Pide una ambulancia rápido!
—Atención emisora central, ¡urgente! Manden una ambulancia a la comisaría de Cervantes, tenemos un detenido que le está dando un ataque epiléptico.
—Recibido. —Una voz séptica y femenina sonó al otro lado del walkie-talkie del policía—. ¿Tenemos más datos sobre la víctima?
—Es un varón de unos veinte años, sin identificar ¡dígales que es urgente!, ¡los ojos se le acaban de dar la vuelta!
Una vez le liberaron las manos de las esposas, los brazos de aquel hombre comenzaron a moverse de una manera tal que ambos policías tuvieron que hacer esfuerzos para contenerlos y evitar que se pusiera boca arriba y acabara asfixiándose. De pronto comenzó a gritar. Un chillido ronco proveniente de lo más profundo de la garganta de aquel joven y que sonaba a la propia vida siendo arrancada del cuerpo. Ese macabro lamento así como las voces de los dos policías a través de la emisora atrajeron al lugar al resto de los agentes presentes aquella noche en comisaría, incluyendo al Inspector Jefe Rafael Perteguer, el cual acostumbraba a dejarse caer alguna noche por el servicio de guardia y en ocasiones salía a patrullar el distrito, bien de paisano en su propio coche, bien de uniforme si alguna patrulla se había quedado descolgada con alguna baja de última hora.
—¿Qué está pasando?
Perteguer bajó corriendo las escaleras al escuchar los gritos de sus compañeros y apunto estuvo de tropezar con el joven que se retorcía entre espasmos en el suelo de la comisaría. Al lado del cuerpo, uno de los policías trataba de sujetarle la cabeza y de colocarle en posición de seguridad.
—¡Ha entrado en parada! —El policía que atendía al joven comprobó el pulso carótido al notar que los espasmos de este se habían ido aminorando hasta desaparecer, al tiempo que su lamento se había hecho inaudible. Entonces colocó al joven boca arriba y comenzó a realizarle un masaje cardíaco—. ¡No tiene pulso!
—¡Jefe! —Uno de los policías que habían traído al detenido se dirigió nervioso a Perteguer—. Hemos detenido a este tío que estaba como loco rompiendo retrovisores en la calle Santa Marta, donde el aparcamiento del hiper… y al llegar aquí para presentarle como detenido se ha puesto a repetir una frase durante unos minutos y le ha dado este ataque…
—Ya no tiene pulso… —El policía que estaba realizando el masaje cardíaco miró a Perteguer sin dejar de repetir la maniobra una y otra vez con evidente gesto de cansancio—… y no reacciona.
—Deje, le doy el relevo, compañero. —Perteguer se puso en lugar del policía que intentaba reanimar al detenido y reanudó el masaje cardíaco—. ¡Vamos! ¡Vamos!
—¡La ambulancia va en camino, Jefe!
—Venga. Vamos. Venga joder. ¡Venga!
—Mierda… —Perteguer pidió el relevo tras unos minutos y se incorporó jadeante— seguid con el masaje cardíaco hasta que venga la ambulancia…
—Joder… —Uno de los patrulleros que había traído al detenido se detuvo con gesto de severa preocupación frente a Perteguer—… joder, Jefe… cuando le metimos en el coche no parecía pasarle nada… parecía estar zumbado, pero nada que hiciera pensar que le fuera a dar algo así… de lo contrario le hubiéramos llevado al médico…
—Tranquilos… —Perteguer puso una mano en el hombro del policía tratando de tranquilizarle—… son cosas que pasan… era su día. Pedid otra dotación y acordonad esta sala hasta que llegue el del juzgado… mucho me temo que este chico… nada podemos hacer ya por él. Y preparad las cámaras. ¿Habéis seguido el protocolo en todo momento?
—Por supuesto, Jefe… ha sido tan repentino… enseguida hemos pedido una ambulancia pero no ha dado tiempo a más… cuando usted ha llegado no llevaba ni cinco segundos así… y lo de esa frase… todo el rato repitiendo esa frase desde que hemos entrado con él en comisaría…
—De acuerdo no os preocupéis. Ya está aquí la ambulancia… —De pronto Perteguer miró intrigado al patrullero— ¿frase?… ¿qué frase repetía?
—¿Cómo?
—El fallecido… has dicho que llevaba un rato repitiendo una frase.
—Sí… además una frase muy extraña como un verso…
—Mire, Jefe. —El otro patrullero que había traído al detenido tendió su teléfono móvil a Perteguer—. Lo busqué en Internet. Es este poema. De Rosalía de Castro.
—¿Solo repetía esto? —El Inspector Jefe leyó detenidamente el poema antes de volver a clavar la mirada en el joven ya inerte en el suelo, y al que otro policía trataba de resucitar sin éxito—. ¿Un poema?
—En concreto esta frase… lo de —el patrullero señaló con el dedo un verso del poema en la pantalla del móvil— «¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?».
—¿Y cómo ha sido la detención entonces?… llegáis y ¿qué hacía?… descríbeme la intervención punto por punto…
—Pues mire, jefe… era una intervención de lo más normal: Nos avisa la emisora de que hay un varón rompiendo retrovisores en el aparcamiento de un hipermercado, en Santa Marta… llegamos y le vimos subido al capó de un coche saltando y gritando y alrededor suyo como cinco o seis retrovisores rotos en el suelo. Cuando llegamos ya estaba repitiendo esas frases. Le pedimos la documentación y el tío como si nada… siguió gritando pero cada vez más nervioso. Al pedirle el compañero que se bajara del capó le soltó una patada en el hombro.
—Va descalzo…
—Sí y gracias a que va descalzo… —terció el segundo patrullero—… porque me ha dado de lleno en la cabeza…
—A partir de ahí pues entre los dos le hemos bajado del coche y le hemos detenido. Esposas, sus derechos y al coche. Sin causarle lesión alguna. Una vez esposado no se ha resistido mucho más pero se ha puesto cada vez más nervioso. Y solo repetía eso una y otra vez. Pero totalmente consciente y sin aparentar nada de… —El patrullero señaló el cuerpo del joven… sin aparentar nada de esto… El tío iba sin documentación. Ni cartera, ni dinero, ni móvil ni nada… Una vez aquí hemos ido a tomarle las huellas y el tío seguía repitiendo una y otra vez la historia… pero aparentemente de salud normal, se sostenía por su propio pie, no tenía la mirada perdida… solo lo del poema que repetía… hasta que le ha dado el ataque… y ha bajado usted…
—De acuerdo. No os preocupéis… habéis hecho lo que habéis podido… ¿le habéis tomado al final alguna huella?
—No nos ha dado tiempo.
—Pues tómale las de esa mano antes de que venga el del juzgado. Veamos quién demonios es este pobre hombre.
—¿Es importante lo del poema?
—¿Cómo? —Perteguer había dejado la mirada clavada sobre el rostro desencajado del joven, yacente y sin vida en el suelo de la comisaría—. ¿Importante?
—En nuestra declaración… ¿es importante lo del poema?
—Pues… —Perteguer respondió sin retirar la vista del joven—… la verdad no creo que tenga mucha importancia… decid que estaba delirando…
—¡Ya llega el Samur! Dejadles paso.
Un equipo de emergencias compuesto por una médico y dos sanitarios entraron de inmediato en la comisaría vestidos con sus característicos uniformes fosforescentes. En la calle, la ambulancia bloqueaba la calzada y repartía por las fachadas trazos intermitentes de colores naranjas, azules, amarillos y rojos.
—¿Qué tenemos? —La doctora se tiró de rodillas junto al cuerpo del joven que trataba de ser reanimado a turnos por dos policías, y abrió un enorme maletín metálico del que extrajo un fonendoscopio y un termómetro digital— ¿lleva mucho en parada?
—Un varón de veintipocos, indocumentado, fue trasladado a esta comisaría y le acaba de dar un ataque. No creo que hayan pasado más de cinco o seis minutos, han llegado rápido.
—Rápido pero me temo que demasiado tarde. Ábranme hueco, usted sujete esta bolsa, ¿han realizado masaje cardíaco?
—No hemos parado desde que ha dejado de tener pulso…
—De acuerdo, Marcos trae el desfibrilador, no tiene pulso…
* * *
Los sanitarios y la médico intentaron durante más de veinte minutos que el cuerpo de aquel chico reaccionara, pero las labores de reanimación resultaron fallidas y los tres miembros del equipo de emergencias se miraron con gesto serio antes de ponerse en pie y comunicar la noticia a los policías, que no habían dejado de seguir atentamente todo el procedimiento.
—Nada… —La médico se quitó los guantes con un movimiento casi reflejo y los depositó en el interior del maletín metálico echos una pelota de látex azul al tiempo que buscaba un bolígrafo en la manga derecha de su uniforme—… está muerto… hora del fallecimiento…
—Las diez y doce minutos.
—¿No tenemos nada que le identifique? —Ahora la médico sostenía una tablilla con una pinza que retenía un parte de emergencias con el membrete de la unidad de emergencias sanitarias del Ayuntamiento de Madrid—. ¿Ni DNI ni nada parecido?
—Nada… totalmente indocumentado. —Perteguer se dirigió a la médico— le ha dado un ataque mientras realizábamos los primeros trámites de la detención.
—¿Por qué le habían detenido, si no es indiscreción?
—Delito de daños y atentado a agente de la autoridad… estaba rompiendo a patadas retrovisores en la calle se Santa Marta, según parece, y a la llegada de los chavales le estampó una patada a uno en la cara.
—Pues vaya. Debía llevar una buena el pobre… en fin. He anotado la hora de la muerte y como causa parada cardiorrespiratoria… como no tiene nombre he puesto «Varón caucásico comisaría Cervantes»… poco más podemos hacer nosotros aquí.
—Comprendo. —Perteguer recogió el parte médico y estrechó la mano que le tendía la doctora—… el juzgado ya está avisado desde que le dio la parada…
—En ese caso mejor que le dejemos aquí hasta que venga la Comisión Judicial. A ver si tienen suerte y vienen a levantar el cadáver pronto… que tengan una buena noche.
Los sanitarios abandonaron las dependencias policiales y la calle volvió a recobrar su oscuridad recortada con la luz amarillenta y pobre de las farolas una vez que la ambulancia y sus coloridos lanzadestellos se perdieron en por una esquina.
—Cubridlo con una manta de calabozos, chicos… pobre chaval…