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Capítulo 25
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—«¡Feliz ese lugar que habitan los bienaventurados, en donde ni existe el tiempo, ni se cuentan las horas, ladronas descaradas que nos dicen sin compasión, y a su antojo, que se nos llevan la vida!».
Perteguer dejó caer un papel en la mesa ante los ojos de Rosalía, que seguía en silencio, con un gesto de rabia contenida, y que apenas miró al Inspector cuando entró en la sala.
—¿Ves? Yo también se recitar a Rosalía de Castro. Y por cierto… que no sabía que habíais nacido el mismo día… el veintitrés de febrero. A lo mejor hasta piensas que eres ella reencarnada… no sé… —Perteguer se sentó en la silla situada delante de Rosalía, al otro extremo de la mesa metálica donde el policía había dejado caer el papel—… sorpréndeme… ¿Sabes qué es esto? Es una orden judicial para extraer tu ADN y compararlo con muestras de los cadáveres. Ya ni siquiera necesito reconstruir cada uno de tus pasos.
—No seas ridículo.
—¿Que no sea ridículo en qué? ¿En lo del ADN?
—En lo de la reencarnación. Por favor no insultes mi inteligencia. Sabes que no soy una perturbada.
—Oh, no… de hecho espero que el forense esté de acuerdo contigo en lo de que no estas perturbada y acabes en la cárcel y no en un manicomio. Aunque a mí tanto me da. —Perteguer apoyó los dos codos en la mesa y entrecruzó sus dedos para sostener con ellos su cabeza. Después contempló en silencio a Rosalía, observándola—. Eres una tía muy fría. Ni siquiera me has preguntado por Saúl.
Rosalía ni se inmutó. Mantuvo los ojos clavados en la orden judicial que Perteguer había dejado en la mesa.
—Vivirá. —Resumió el policía—. Falló en su intento de suicidio. Y no solo eso, sino que dejó una hermosa carta de despedida en la que habla de los crímenes de las prostitutas. Y de ti. De cómo os conocisteis. De cómo habéis volado juntos como aves carroñeras estos años. De cómo le ponía que tú le consiguieras fotos cada vez más sangrientas, y de cómo te ayudó a progresar en el servicio de emergencias hasta el punto de que tú elegías los servicios a los que acudías como jefa de operaciones. Incluso dice que el día que te entregaste pensó en hacer las maletas y volar a Panamá… y que le sorprendió que no confesases y le delatases. Es una extraña relación la que tenéis vosotros dos… bastante extraña…
Como la médico siguió en silencio, Perteguer recogió la orden judicial y se levantó de la mesa. Echó una última mirada a la detenida, la cual se empeñaba en parecer una estatua inmóvil con la mirada fija en el centro de la mesa metálica de aquel cuarto de interrogatorios. Después el policía cruzó la puerta y la cerró tras de sí. Al fondo del pasillo, en la sala de juntas, el comisario Callahan de la Brigada de Homicidios y el comisario Durán de la comisaría de Cervantes se disponían a atender en compañía de la Delegada de Gobierno de Madrid y del Director General de la Policía a los medios de comunicación. Habían acudido a la rueda de prensa una veintena de policías que ya sabían que la jefa de emergencias del Ayuntamiento de Madrid y su concejal de Salud estaban detrás de los asesinatos que habían llenado las portadas de los diarios y los blogs de sucesos. Perteguer guiñó un ojo en la distancia a Durán cuando este, discretamente, le invitó a que se incorporara a la rueda de prensa, y salió de la comisaría.
* * *
Dejó en esta ocasión el coche aparcado en las puertas del edificio y caminó por las calles desiertas mientras fumaba un cigarrillo, en dirección a la calle de la Magdalena, la calle en la que se encontraba la pensión donde había vivido la última víctima. Dejó atrás apenas sin dedicarle una mirada el triste portal de la pensión y terminó su cigarrillo antes de traspasar las puertas del bar La Recoba, donde el dueño interpretaba acompañado por un pianista, el tango «Volver».
—Que veinte años no es nada…
Reconoció de inmediato la voz a su espalda. Debía de haberle seguido desde la comisaría todo aquel camino, unos quince minutos. Perteguer no se sorprendió demasiado. Había tenido un presentimiento. Y para ciertas cosas era bastante intuitivo. Eso y que el espejo de detrás de la barra reflejaba el rostro de su interlocutora.
—Y diez lo son mucho menos… —Convino el Inspector mientras quitaba el abrigo del taburete contiguo al suyo y lo dejaba sobre la barra. Después, Perteguer se giró para ver como Patricia se abría una gabardina de color rojo y tomaba asiento a su lado en la barra del bar. Con un gesto pidió al barman una copa de lo mismo que estaba tomando Perteguer, un burbon con cocacola.
—Bueno… los dos estamos algo cambiados. Te vi en la comisaría y te seguí hasta aquí. Pensé que ibas a salir en la rueda de prensa.
—Sería la primera vez que salgo en una rueda de prensa…
El camarero sirvió la bebida a Patricia y se retiró a acodarse a un extremo de la barra a seguir escuchando a su patrón, que seguía interpretando con nostalgia el tango de Gardel y Le Pera. Patricia dio un corto trago a su copa, apenas mojándose los labios. Perteguer por contra se bebió la mitad de su vaso de un solo trago, largo y ansioso, como si quisiera apagar una sed de varios días. O de varios años.
—¿Qué haces aquí, Patricia?
—Iba a andarme con rodeos, pero no tenemos tiempo. Emilio te necesita.
—Le dije que no volvería a jugar a los espías.
Perteguer se encontró con la mirada de Patricia en el espejo del bar, entre dos de las botellas de
brandy que exhibía el local junto a la caja registradora. Después apuró de un segundo trago su copa y llamó con un gesto al camarero. Antes de que este se acercara, Patricia le susurró a Perteguer al oído una frase:
—Emilio está detenido y acusado de asesinato. Morirá en prisión si no hacemos algo…
Perteguer se giró repentinamente hacia Patricia. Ella sin embargo mantenía la mirada clavada en el expositor de botellas del bar. Había dicho aquello con frialdad, como si no fuera con ninguno de los dos. Como si le hubieran preguntado qué hora era y hubiera respondido que las doce de la noche. Sin embargo, Perteguer notó que la mirada de la mujer se había humedecido de manera casi imperceptible.
—¿Ha vuelto al CNI?
—Esto no tiene que ver con el CNI.
—¿Entonces?
Perteguer no había reparado hasta ese momento en que Patricia aún llevaba puestos unos guantes de lana rojos, del mismo tono que la gabardina que vestía su antigua compañera de operaciones. En la cabeza del policía aún retumbaban los versos del tango «tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con la vida» que el dueño de La Recoba acababa de interpretar y que ahora disfrutaba de los aplausos de la reducida concurrencia del bar. Cuando Patricia se quitó el par de guantes de sus manos, el Inspector Jefe pudo ver finalmente la alianza brillando en el dedo anular de la mano derecha de Patricia.
—Emilio es mi marido, Rafa.
Volver… con la frente marchita. Las nieves del tiempo platearon mi sien…
Volver. 1935 Gardel-Le Pera.
FIN