Darling

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Capítulo 31

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En la estaca de la cerca, Zaki vuelve la cabeza, y Turtle levanta la mirada y lo oye, el rechinar herrumbroso de la verja del Servicio Forestal. Después el Saturn, que baja por el camino con marcas de roderas y deja atrás la estación de bombeo. Turtle se levanta y va al encuentro de Anna, que sale del coche, agotada, se apoya en él y se restriega los ojos haciendo un desagradable ruido como de succión. Por la cara le caen mechones de pelo, y frunce la boca y da soplidos para quitárselos. Turtle le sonríe, también cansada, abre la puerta de atrás y saca una caja llena de exámenes. Esa noche es el baile de bienvenida, hace casi un año del tiroteo, y Turtle sabe que Mendocino estará lleno de alumnos del instituto preparándose para el baile. Anna señala la casa con la cabeza y echan a andar juntas. En el jardín delantero hay un porche con una pequeña ducha exterior y un toldo, con tablas de surf y kayaks contra la pared. Turtle se apoya la caja en la cadera y le abre la puerta a Anna. Cruza la sala de estar, con sus grandes ventanas que dan al sur, y entra en el despacho. Las paredes son de color azul con nubes pintadas con esponja, hay una silla de madera tallada con una piel de oveja encima, un gran escritorio de madera de roble y un calendario de SurfGirl en la pared. Turtle deja la caja en el suelo y va a la sala de estar. Anna, tumbada en el sofá de terciopelo verde como si la hubieran tirado allí, dedica a Turtle una mirada llena de humor y agotamiento. Zaki entra de pronto, con el sonido de la gatera al abrirse y cerrarse, corre por la habitación y se sienta en la esquina del sofá. Mira a una y luego a otra y cierra los ojos con gesto de aprobación.

—¿Cenamos? —pregunta Turtle. Tiene la voz ronca.

—Cenamos —confirma Anna.

Turtle entra en la cocina y enciende el fogón de gas color aguacate, que da varios chasquidos antes de cobrar vida. Cuece quinoa antes de poner al fuego una sartén con calabaza moscada y aceite de oliva. Se queda mirando cómo se hace la calabaza. Parte una granada y, cuando abre el grifo para llenar un cuenco de agua, oye que Zaki, a la que por alguna razón le fascina el agua, se levanta de un salto del sofá y llega tintineando por las baldosas y después derrapa en la esquina: plas, plas, plas, ¡iiiiiiiiiiiiiii!, plas, plas, plas.

Zaki salta a la encimera, se envuelve las patas con la cola y se queda mirando el agua. Turtle pone un colador en el cuenco y empieza a separar con las manos la cáscara rubí de la granada de la densa membrana blanca. Zaki da un bostezo enorme, se baja de la encimera y se aleja pavoneándose, con la cola en alto, la punta moviéndose a un lado y a otro. En la otra habitación, Anna lanza un suspiro. Suspira de nuevo, se pone de pie y entra en la cocina, levanta un cubo de arroz integral de veinte kilos con tapa de rosca y se sienta en él. Compran la comida a granel y utilizan los cubos de diez y veinte kilos a modo de muebles. Turtle le saca un Atrea Old Soul Red a Anna y le sirve una copa, Anna la coge y sonríe. Agita el vino y Turtle mueve la sartén, pica un poco de col rizada y añade varios puñados de semillas de calabaza.

—¿Qué tal te ha ido hoy? —pregunta Anna.

Turtle mira la sartén, se muerde el labio y contesta:

—Las raíces han entrado en uno de los bancales.

—Pero si no están en el suelo —aduce Anna.

—Ya.

—Ay, mi niña —replica Anna.

—No sé qué hacer —admite Turtle.

Está empezando a llorar y se ruboriza, enfadada. Ahora cualquier cosa la hace llorar. Una semana antes, estaba en la sala de estar leyendo para sus cursos cuando Anna pegó un grito en la ducha. Turtle se puso blanca, la sangre se le fue de la cara, de las tripas, y le bajó a los pies, dejándola fría, y sin saber cómo, sin que recordara haber salvado el espacio que las separaba, se vio en la puerta, pero la puerta estaba cerrada con llave, y Anna gritó desde el otro lado: «¡Para! Turtle, no pasa nada. No pasa nada», y ella dio un paso atrás y pensó: «tienes que cruzar esa puerta», y la jamba cedió y de pronto estaba en el cuarto de baño lleno de vaho, con Anna asomada por la cortina de la ducha, diciendo: «Turtle, solo era una araña. Solo era una araña, me asustó», y Turtle se apoyó en la pared y se echó a llorar, con el corazón desbocado, Anna salió de la ducha, chorreando, se arrodilló junto a Turtle, puso su cabeza contra la de ella y repitió una y otra vez: «No pasa nada, Turtle. No pasa nada. Nadie te hará daño», y Turtle no fue capaz de decir nada, ni siquiera pudo decir lo que le preocupaba, quería decir: «ya lo sé, ya sé que nadie me hará daño», pero no podía dejar de llorar.

Ahora, en la cocina, Anna abraza a Turtle, pega su frente a la de ella y le asegura:

—Turtle, lo arreglaremos. Lo arreglaremos, ¿vale? Siento lo del bancal, pero hay una solución y esta, esta, es fácil.

Turtle sacude la cabeza, rozando la frente de Anna, y contesta:

—No hay solución. No hay solución. ¿Cómo puedes decir eso?

Tiene la sensación de que Anna le está mintiendo, porque ¿cómo puede Anna, que ha visto la vida de Turtle, cómo puede decir que todo saldrá bien? La verdad es que las cosas no salen bien, que no hay soluciones y que puede pasar un año, un año entero, y no avanzar, no estar mejor, tal vez incluso estar peor, tan nerviosa que si vas caminando por la calle con Anna y alguien abre la puerta de un coche y se baja y cierra de un portazo, te das la vuelta, dispuesta a matarlo, lo juras por Dios, te das la vuelta tan deprisa que Anna, que sabe lo que está pasando, ni siquiera puede abrir la boca a tiempo, y tú te quedas ahí parada, llorando, y un tipo con una cazadora de cuero y un fedora se baja de su Volkswagen Golf y se te queda mirando como diciendo: «¿esta chica está bien?», y te entran ganas de contestar: «esta chica no está bien, esta chica nunca estará bien».

Turtle solo quiere que el huerto funcione. Le dio a Jacob un año. La pasaron de la Unidad de Cuidados Intensivos a una unidad de cirugía pediátrica, y cuando la hinchazón de las dañadas cuerdas vocales bajó, le dijo con su voz rasposa que no lo quería ver durante un año. No quería que la viera rota e inútil, destripada, tendida con su bata de hospital, echando porquería séptica por manojos de tubos largos, transparentes, en bolsas de plástico graduadas y cámaras de recolección. No quería rendirse a las circunstancias. No quería hablar con él ni verlo ni pensar en él, y al cabo de un año podría volver, y si elegía el baile de bienvenida como su aniversario, ese día hacía un año; y si optaba por la fecha del calendario, Jacob tenía dos días; y si prefería el día que mantuvo esa conversación con él…, Jacob tenía aún más tiempo; y Turtle desearía haber sido más concreta, pero no le pareció apropiado, precisamente, negociar los detalles. Claro que no importa, porque está segura de que él no vendrá, y si de verdad te preguntabas si la gente hablaba en serio cuando decía que te pondrías bien, la prueba sería que Jacob volviese, que Jacob pensara que te ibas a poner bien, y más que necesitar que él vuelva, necesita la fe que él tenía en ella.

Turtle se desliza por la nevera hasta el suelo y las dos se quedan sentadas juntas en la pequeña cocina abarrotada, los alféizares repletos de tarros de conservas llenos de brotes, Turtle sollozando y moqueando mientras Anna la abraza y le dice:

—Turtle, siento que las raíces hayan entrado en el bancal. Es frustrante. —Turtle llora más aún, porque lo único que quiere es un terreno con tierra buena donde pueda cultivar cosas, donde pueda quitar las malas hierbas y dejar que los guisantes se enreden en las espalderas y las calabazas crezcan enormes y descontroladas, y no lo está consiguiendo. Otras personas pueden, así que ¿por qué ella no? Los ciervos. Los mapaches. Los cuervos, los estorninos, las tijeretas, las babosas banana y las raíces que se cuelan por debajo de los bancales. No quiere luchar por una causa perdida contra todo cuanto existe en ese lugar, contra todo, y se odia, odia a la persona llorica e ineficaz en la que se ha convertido, odia lo herida, lo profunda y terriblemente herida que está, y lo largo que va a ser el camino a casa.

—Turtle —añade Anna—, lo siento, pero me tengo que ir.

—¿Qué? —replica Turtle, alzando la cabeza. Oye la col rizada friéndose en la sartén—. ¿Qué?

—Necesitamos otra carabina para el baile. Un par de profesores tienen gripe, así que me toca ir a hacer de carabina en el baile.

—¿Qué? —repite Turtle, sin dar crédito—. No.

—Tengo que ir —asegura Anna—. ¿Estarás bien por la noche?

—¿Qué? —repite Turtle—. No quiero quedarme aquí.

Anna se echa hacia atrás y frunce la boca. Es la mirada que dirige a Turtle cuando se ve obligada a hacer una concesión que está dispuesta a hacer pero con la que no contaba, y Turtle ve que Anna acabará cediendo, llamará a alguien para decir que no puede ir, que Turtle la necesita en casa, que Turtle no puede quedarse sola esa noche, y Turtle empieza a sacudir la cabeza, porque odia ser así con Anna.

—No, deberías ir. Ve.

—Me quedaré aquí, Turtle, si me necesitas.

—No, no pasa nada —afirma ella.

—Es que hace falta que alguien más haga de carabina en el baile —explica Anna.

—Pero estás hecha polvo —alega Turtle.

Se quedan sentadas en el suelo, rodilla con rodilla, cabeza con cabeza, y Turtle se levanta. La col rizada se ha quemado, y retira las peores partes. Las semillas de calabaza también están más negras de lo que le gustaría. Baja los cuencos de cerámica hechos a mano de Anna, sirve la quinoa, la col rizada y la calabaza, las semillas de calabaza quemadas y la granada, se sientan y comen en el suelo, con la espalda contra los muebles, y Turtle se obliga a recordar que él no está, que las balas no atravesarán las paredes, que la casa permanecerá en silencio. Come el salteado con palillos chinos. A su lado, con las piernas abiertas, Anna comenta:

—Creo que no debería irme. Sería una putada, Turtle, lo siento. Es solo…, no sé en qué estaría pensando.

—No —afirma Turtle—. Claro que debes ir. Estaré bien.

Anna apoya la cabeza en los muebles. Mira a Turtle, le sonríe y se ríe, y Turtle se ríe, y Anna observa:

—Anda que… mira dónde estamos. Esto es un poco triste, Turtle.

—Si quisiera ir al baile, ¿podría? —pregunta ella.

Anna pone una cara rara, como si probase distintas expresiones, y responde:

—Sí, supongo que podrías, si quieres. Pero, Turtle…

—Ya lo sé —replica ella.

—La música… —apunta Anna.

—Ya.

—Estará muy alta.

—Tienes razón.

Anna golpea la cabeza contra un mueble, frustrada. Se queda mirando la ventana, sobre ellas, con su hilera de brotes en tarros. Cambiaron los cierres por tapas de malla. Los brotes crecen enmarañados, y Turtle tiene que lavarlos y desenredarlos dos veces al día.

—Habrá mucha gente —añade Anna.

—Quizá otro día —propone Turtle.

Anna asiente.

—Quizá otro día.

—Tenemos películas de Netflix —sugiere Anna.

—Ah. ¿Cuáles? —se interesa Turtle.

—No estoy segura.

—Voy a ver.

—No, ya voy yo.

Las dos se quedan sentadas en el suelo de la cocina. Anna le da un sorbo al vino, deja la copa a un lado y también el cuenco, como si fuera a levantarse e ir a ver las películas de Netflix, pero no se levanta.

Turtle plantea:

—Pero si fuera al baile y no pudiera aguantarlo, podría pedirte las llaves y esperarte en el coche.

Anna duda. Dice:

—Creo que era… Historias de Filadelfia o algo por el estilo. ¿Te suena?

—No sé qué es eso —reconoce Turtle.

—Ojalá hubieras conocido a mi abuela. Ojalá estuviera aquí.

—Ojalá.

—Apuesto a que habría sabido hacer un huerto ahí fuera.

—Pero podría, ¿no? —insiste Turtle—. Podría ir, y si no lo soportara, podría esperar en el coche.

—No creo que esperar en el coche sea una buena idea, Turtle. Creo que si vas y te agobias… No creo que vayas a querer esperar en un coche a oscuras cuando dentro hay una fiesta. No creo que sea buena idea. Podría ser el detonante de algo.

—Lo sé —admite Turtle.

—Otro día —añade Anna.

—Otro día —repite Turtle, y asiente.

—Ponte cómoda y ve unas pelis.

—¿Y si las cosas no mejoran?

—Mejorarán.

—¿Y si no mejoran?

Anna la mira, aún apoyada en el mueble, y contesta:

—Turtle. Lo siento muchísimo. Siento muchísimo lo que pasó. Ojalá lo hubiera sabido. O hubiese hecho algo.

—No —zanja Turtle, porque ya han hablado de eso y no sirve de nada. El sentimiento de culpa de Anna por lo que pasó es, en opinión de Turtle, agotador y no viene a cuento.

—Dios mío —se lamenta Anna—, ojalá. Ojalá.

—No había nada que pudieras hacer.

—Eso no es cierto —objeta Anna.

—Sí lo es —afirma Turtle.

—La cagué —asegura Anna—. Lo sabía. No tenía pruebas, pero lo sabía, y la cagué. Metí la pata. Y ojalá que no hubiera pasado. Y yo creo, Turtle, que te pondrás bien. Y el problema es que quieres estar bien ya. Lo conseguiremos, pero esta noche… —Expulsa aire por los labios fruncidos—. Esta noche no es la noche.

—Ya —concede Turtle.

—¿Vale? ¿Te parece bien?

Turtle recorre la cocina con la mirada.

Anna no dice nada, y Turtle sabe que está revisando todos los sentidos en los que ella aún no está lista, todos los sentidos en los que no está bien, y no es capaz de expresarlos, y le enfurece que la evaluación de Anna sea peor que la suya, que ni siquiera Anna, que cree en ella, que es la única persona en el mundo de la que sabe que cree con certeza que ella acabará estando bien, ni siquiera Anna cree que Turtle esté así ya, y Turtle, sentada junto a ella en la cocina, piensa: «Turtle, estás aún peor de lo que creías y no te lo quiere decir».

—¿Por qué no plantarle cara? —insinúa.

—Es solo que… —empieza Anna con delicadeza.

—Quiero ir —insiste Turtle.

—¿Por qué? —pregunta Anna—. No tienes por qué hacerlo. Turtle, no deberías hacerlo.

—Me da lo mismo. Lo quiero intentar.

—Jacob estará allí —advierte Anna.

—Lo sé.

—Turtle, te pondrás bien —asevera Anna.

—¿En serio?

—Yo creo que sí.

Turtle no dice nada.

—Y cuando estés lista iremos. Pero ¿ahora? Es demasiado pronto.

Esperan en silencio. Turtle se levanta, abre el grifo, llena su vaso de agua, y Zaki se baja del sofá, echa a correr por el pasillo, entra con la cola en alto, se sienta frente a las dos mujeres, las mira, da un enorme bostezo y se relame, al parecer profundamente satisfecha, cerrando y abriendo los ojos con la mirada más lenta y satisfecha de indolente aprobación, enrolla la cola en las patas y acto seguido la levanta y la vuelve a acomodar.

Zaki cree que debería ir —prueba Turtle, y Anna se ríe y deja el cuenco en el suelo, agotada, y se queda donde está, como si no se pudiera levantar.

—Estoy cansadísima —comenta. Mira a Turtle—. ¿De verdad quieres ir?

—Lo quiero intentar —afirma Turtle.

—Está bien —cede Anna.

Turtle espera a su lado en la pequeña cocina de secuoya, las dos sentadas en el suelo, Anna con su vino, Turtle con su cuenco, y ninguna de las dos se levanta. Solo esperan, intentando entenderse mutuamente.

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