Darling

Darling


Capítulo 7

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Turtle se despierta sobresaltada, con el corazón acelerado, y permanece a la espera, aguzando el oído, con los ojos pitañosos por la deshidratación y la boca pastosa. Alguien ha tirado la vara central de una patada y la lona cuelga abombada y medio llena de agua, las hojas que han caído formando un círculo negro de restos en el fondo. Permanece a la espera, respirando, preguntándose qué la ha despertado, si Martin estará fuera, junto al tocón, con su escopeta automática. Despacio, sin hacer ruido, saca la Sig Sauer y se la pega a la mejilla, el acero tibio del calor que se ha acumulado en el saco de dormir. Escucha su propia respiración, pesada. Piensa: «cálmate», pero no puede calmarse, y empieza a respirar más deprisa, y piensa: «esto va mal, esto va muy mal».

Algo golpea el agua y Turtle pega un respingo. Ve que un objeto del tamaño de un puño atraviesa el agua hacia ella, toca la lona y se aleja. Permanece a la espera, con la pistola contra la cara, sosteniéndola con manos temblorosas. Es una piña, probablemente de pino obispo. Eso ha sido lo que la ha despertado: las piñas que caen al agua y golpean la lona. Respira hondo y se asusta cuando una segunda piña se estrella contra el agua y se hunde, perdiendo velocidad conforme avanza hacia ella. Toca la lona, sube y se aleja. En la superficie se dibujan ondas, y sus sombras bañan a los chicos, los sacos de dormir, las mochilas, el caótico refugio. Piensa: «me encanta todo de ellos por ser de ellos, y me gusta lo apiñados que estamos con tanto trasto, el jaleo y el desorden, todo húmedo y caliente», y piensa: «me encanta». Estira las piernas apoyando los pies contra el nailon mojado del saco de dormir de Jacob. Se queda tumbada y los músculos relajándose, y, cuando puede enfunda el arma y permanece a la espera con las manos en la garganta, mirando el agua de la lona. Quiere sacar la pistola, pues no puede soportar estar ahí tumbada sin ella, pone la mano en la empuñadura y toca el martillo, pero piensa: «déjala, déjala», y quita la mano y se queda escuchando el agua y el bosque.

Piensa: «ha habido un momento en que estaba segura de que era él, y lo único que no sabía era hasta dónde llegaría y lo enfadado que estaría». Piensa: «siempre ha logrado sorprenderme». Cuando vuelve a estar tranquila, sale fuera, deslizándose como buenamente puede por una abertura entre la lona y el tocón. Se sienta en la corona, descalza, con los vaqueros empapados y pegados a los muslos, y bebe agua de la lona.

Se baja del tocón y se sienta en un tronco cubierto de setas translúcidas con forma de orejas deformes. Se saca el cuchillo y empieza a quitarse las espinas y las astillas de los encallecidos pies. A su alrededor crece jengibre silvestre entre las raíces de las secuoyas, las hojas de color verde oscuro y con forma de corazón; las flores púrpura, con el cuello abierto y los colmillos rojizos, sepultado en el follaje. Se apoya el puño en la frente. «Si les pasa algo —piensa—, ¿qué harás tú, Turtle? Se te está olvidando quién eres, piensas que puedes ser otra persona, y acabarás sufriendo y haciendo sufrir a Martin, y, Dios te ayude, harás sufrir a estos chicos, y eso es lo peor, pero en cierto modo no te importa mucho el riesgo que están corriendo por estar contigo. Al parecer, vale la pena correr ese riesgo, lo que demuestra que no piensas con claridad, porque ese riesgo no vale la pena, no para ellos, no si se lo preguntas a ellos, y no si pudieras explicarles hasta dónde podría llegar tu papi». Piensa: «sé que ha venido por mí, y la única cuestión es si podrá encontrarme, y apuesto a que sí, pero no lo sé». Piensa: «por lo visto no sé cuál es la respuesta a esa pregunta, porque a veces pienso en él, y me da que podría hacer cualquier cosa». «Podría hacerles daño a estos chicos», piensa. Lo sabe y piensa: «mejor no lo pienses».

Piensa: «ya hay suficiente luz. Podría regresar, y ni siquiera me costaría, solo que… ¿a qué renunciaría si lo hiciera?». Piensa: «sabes exactamente a qué estarías renunciando, y la pregunta es: ¿qué riesgos estás dispuesta a correr?». «Ya puestos —piensa—, estoy dispuesta a correr bastantes riesgos. Estoy dispuesta a poner en peligro a estos chicos, solo por mí, y para ellos no significará nada, ni siquiera lo saben, y yo no se lo diré». Piensa: «si se enteran, que se enteren, y correré el riesgo porque soy una zorra».

No pasa mucho tiempo antes de que Jacob salga del refugio y baje con dificultad por el costado del tocón. Se sienta junto a ella y le mira los pies, que son pequeños, con el arco de un alto que duele solo con verlo. Parecen torneados, o trabajados, tendones articulados y huesos, sin ninguna suavidad. El contorno de la callosidad es como el lecho de un arroyo, su textura como de huella dactilar. Jacob los observa un rato. A Turtle le alegra verlo, y le alegra verlo sobre todo por los riesgos que está corriendo para que eso sea posible. Él no sabe en qué está metido, lo que hace que el momento en el tronco, junto a él, sea importante para ella.

—Vaya, qué agradable lo que estás haciendo, aunque pueda parecer extraño —comenta él, y señala con la cabeza la callosidad, donde ella está escarbando con la punta del cuchillo. Su voz es candorosa, pero está llena de humor, y Turtle sonríe a su pesar. No sabe si se está burlando de ella o de sí mismo, y entonces, inmediatamente después de sonreír, lo entiende.

Se pone rígida, encorvada sobre sus pies con el cuchillo en la mano, tensando la mandíbula, perfectamente consciente de su cara de zorra y su piel fea. Su blancura es fea y desigual, lo sabe, una blancura pecosa y semitransparente que hace que sus pechos, patéticamente pequeños y lechosos, sin broncear, casi sean azules. Se siente llena de imperfecciones, y quiere seguirle la corriente a Jacob, como si su repugnancia fuera una broma pesada que se hubiera gastado ella misma. Esboza una media sonrisa torcida, y mientras sonríe quiere partirse en mil pedazos, porque se ha dicho que no debe seguir la corriente a alguien cuando es cruel con ella, pero este chico la ha desarmado de tal forma que no es capaz de mantenerse firme.

Tiene una manera de mirarla que la hace sentir como si fuera lo más importante del mundo. Se queda como está, inclinada, pensando: «coñito, coñito, coñito», esa desagradable ranura alojada entre sus piernas, incompleta por descuido o voluntad, que da paso a su propia singularidad, su rendija y su seña; y ahora lo entiende: el coñito es analfabeto… Esa palabra la desnuda de todo cuanto ha anudado y atado en sí misma; siente que se desmorona. Cada parte amarga, sucia de ella se desmorona y se vuelve idéntica a esa raja horrible.

—¿Y ahora por dónde, Mowgli? —inquiere Jacob.

—¿Quieres que te ayude? —Sigue mirándolo, con ganas de dejarlo pasar, pero sin ganas de renunciar a su dignidad. Está pidiendo algo, y él se lo da todo con su expresión, que es abierta y generosa y arrepentida.

—Sí. Mucho.

—Todavía no te ha salido ningún sarpullido por el roble venenoso —observa.

—Se pondrá feo —afirma él.

—Sí —conviene ella—, te ayudaré.

—La verdad es que no es asunto mío… —empieza él.

—¿Sí?

—Pero no he podido evitar darme cuenta, justo ahora, de que tienes una pistola.

—Sí.

—¿Por qué? —pregunta él.

Ella se inclina y escupe en la hojarasca.

—Porque puedo.

—Bueno, eso es cierto —admite Jacob—, pero… ¿crees que podrías verte en la necesidad de dispararle a alguien?

—Es por precaución —puntualiza Turtle.

—¿En serio? —plantea él—. Si tienes un arma, es nueve veces más probable que te dispare alguien de la familia que un intruso.

Ella chasquea un dedo, como si nada.

—Lo siento —se disculpa él, ablandándose—. No te estoy desafiando, ni criticando, en absoluto, solo quiero oír tu punto de vista. Eso es todo. La verdad es que no creo que te vaya a pegar un tiro un miembro de tu familia.

Antes de que pueda contestar, Brett refunfuña y se mueve, y acto seguido saca la cabeza por debajo de la lona.

Levantan el campamento. Jacob desata los vientos y pasa un mechero por los extremos deshilachados, haciendo girar el nailon entre el pulgar y el índice para formar un pegote negro. Sacuden las lonas y ella y Brett las doblan hasta tener sendos rectángulos largos, que Jacob enrolla sobre los muslos. Turtle ata los bultos con cotes simples y los afianza a la mochila. Luego trepa por el tocón y les va lanzando las cosas, que ellos van metiendo en las mochilas.

Siguen la ribera norte del río, comiendo focaccia y trozos de queso, siguiendo amplias avenidas entre los árboles, la escorrentía haciendo que las agujas marrón rojizo formen ondas.

No tardan en llegar a una carretera asfaltada serpenteante, las grietas del pavimento selladas con alquitrán. Turtle piensa: «qué coño, solo estoy retrasando el momento, pero el momento llegará, y entonces ya veremos, y él será justo conmigo, o será injusto, y si es justo, la cosa será difícil». Llegan ante un gran nudo de secuoya tallado en el que pone: «BALNEARIO RIVENDELL». No han visto ningún coche ni a nadie. El mundo es solo suyo.

—Creo que mi madre da masajes terapéuticos en este sitio —comenta Brett.

—¿Quieres decir que estará ahí ahora? —pregunta Jacob.

—Es probable. Viene casi todos los días. Si la han llamado…

—¿Nos podría llevar en coche?

—Claro.

Siguen el desvío hasta llegar a un aparcamiento con lluvias de chispas de varitas mágicas en grandes calderos de barro azules y dorados y un portón de secuoya. Ven una docena de coches destartalados. Brett abre un Ford Explorer con una llave escondida en la tapa del depósito y meten en él las mochilas. Del espejo retrovisor cuelga un atrapasueños, la consola central está llena de aceites, protectores solares, cremas de manos, bálsamos labiales de cera de abeja. En el salpicadero hay montones de facturas sin abrir. Jacob se quita la camiseta embarrada, la hace una bola y la tira al suelo en el asiento del copiloto. Luego se pone una Humboldt limpia.

—Bueno, yo os dejo —dice Turtle, y mira hacia el bosque. Sabe que ha llegado el momento de marcharse.

—Pero no te puedes ir —replica Brett.

—¿Por qué?

—¿Y si abrimos ese portón y todos son zombis? —sugiere Jacob.

—¿Cómo?

—Si nos vemos obligados a deambular por los desolados parajes postapocalípticos del norte de California, queremos que tú seas la reservada reina pistolera de nuestra hermandad.

—Creo que le haría falta una motosierra para el cuerpo a cuerpo —apunta Brett.

—Para los zombis —dice Turtle— me gustaría tener un .308, pero si de verdad tuviéramos que ir a pata, podría conformarme con un 5,56.

—Pero, en serio, ¿no ves bien lo de la motosierra? —quiere saber Brett.

—Se le saldría la cadena —objeta Turtle.

—Una espada samurái.

—Si hablamos de zombis —razona Turtle—, yo escogería un hacha india, está claro. Y llevaría todo el peso que pudiera en munición de pistola para más 5,56.

—Una escopeta —propone Jacob.

—No podrías cargar con suficiente munición. Por cada cartucho de escopeta podrías llevar tres o cuatro cartuchos de rifle. Además, se tarda mucho en recargar las escopetas.

—¿No podrías conseguir una escopeta automática con cargador, como los de los rifles? —pregunta Jacob.

—Claro —asegura Turtle—, pero los cartuchos de rifle tienen una camisa de metal y funcionan bien en cargadores. Los de escopeta se deforman con la presión y se atascan si se meten en cargadores. Además, las escopetas automáticas son bastante delicadas. Cuando tienes que disparar mucho, cargar con el arma mucho tiempo y buscar munición, el 5,56 es el mejor.

—¿Lo ves? No sobreviviríamos sin ti. Ven con nosotros —invita Jacob—. Por favor.

—¿Por favor?

Ella sonríe.

—Claro que sobreviviríais.

—No, sin ti no.

—Sí que viene —dice Brett—, mírala.

—Vale, voy.

En la puerta, tocan el timbre y esperan, discutiendo cómo armarse para el inminente apocalipsis. Turtle va descalza, con los pantalones remangados hasta las rodillas y llenos de barro seco. Abre la puerta un hombre con el torso desnudo y pantalones de cáñamo, en el pecho el tatuaje de un Buda sobre unas olas rompientes, el pelo largo hasta la cintura, con rastas del grosor de un puro.

—Hola, hermano —saluda a Brett—. Se ve que el mal tiempo os pilló por sorpresa.

—Hola, Bodhi… Pues sí, nos sorprendió el mal tiempo.

—¿Quieres ver a tu madre?

—Queremos que nos lleve a casa.

—Y estos, ¿quiénes son?

—Mi amigo Jacob, y ella es Turtle, la futura reina pistolera y aserradora de la América postapocalíptica.

—¿En serio? —responde Bodhi con cierto interés—. Bueno, Jacob, Turtle. Pasad.

Los lleva por una pradera, entre grandes pirámides de cristal, hasta un bosque de secuoyas con cabañas recubiertas de musgo y bañeras de secuoya con forma de tina llenas de agua humeante. En el aire flota un aroma mineral, procedente de un manantial de aguas termales cercano. Pasan junto a un grupo de mujeres desnudas. Jacob se siente sumamente violento, mira a los tejados de tejas, a los árboles, a cualquier otro lado. Pasan junto a otra tina en la que hay tres viejos desnudos, fumando una pipa de agua de marihuana.

Siguen a Bodhi hasta una cabaña de cuyos aleros cuelga barba de capuchino, el musgo creciendo entre las tejas, y entran a un espacio caliente, con una estufa de leña en un rincón. Una mujer desnuda está sentada a lo indio en un pedestal de madera, comiendo tomates cherry de un cuenco de madera lacada. Sorprendido, Jacob abre los ojos de par en par. La mujer tiene la piel aceitunada, el pelo negro y liso recogido con cordones de cáñamo, la cara bonita y de expresión franca, los pezones grandes, las areolas de un marrón suave y con piel de gallina, el vientre entre blando y firme, la piel de aspecto saludable pero fatigada. Del coño le cuelgan dos trocitos de carne. El de Turtle es tan pequeño y cerrado como una anémona atrincherada para aguantar la marea.

—Chicos, esta es mi madre, Caroline. Mamá, ¿te importaría…? —le pide Brett.

—¿Julia Alveston? —pregunta la mujer.

Brett y Jacob miran a Turtle, sorprendidos.

—¿Qué? —exclama Turtle.

—Mamá…, ¿te importaría… te importaría ponerte los pantalones?

—Mi niña. No te veía desde que eras así —observa Caroline, y levanta una mano a un metro del suelo—. Tu madre, Helena, era mi mejor amiga, y menuda era…, si lo sabré yo…, era una…, en fin.

Turtle siente una repugnancia inmediata. Piensa: «no hables de mi madre, puta, que yo a ti no te conozco de nada».

Después la madre de Brett se dirige a los chicos.

—Decidme, ¿qué ha pasado? —pregunta.

—Mamá, si no te importa…

—Claro —contesta ella, se levanta y se pone unos pantalones de cordón de cáñamo mientras los chicos le cuentan lo sucedido.

—Y Turtle como que apareció sin más —aclara Jacob.

—Estaba en la oscuridad, sin linterna, sin mochila, sin zapatos, nada, y tan pancha, como si pudiera ver en la oscuridad.

—Bajo el aguacero, como boca de lobo.

—Deberías verle los pies. Los tiene llenos de callos… Es una locura.

—Va a todos lados descalza.

—No siente frío.

—Ni dolor.

—Solo justicia.

—Creemos que podría ser una ninja.

—Ella lo niega.

—Pero, claro, tendría que negarlo.

—Si dijera que sí, que sí es una ninja, sabríamos que no lo es.

—No diría que la teoría de la ninja es definitiva, pero es una posibilidad muy real.

—Pero bueno, nos ha sacado del valle de la sombra.

—Puede ver en la oscuridad.

—Puede caminar sobre el agua.

—Tiene su propio ritmo. Se para a observar y se queda ahí observando, y tú en plan: «¿qué estás mirando?», pero ella sigue observando, y tú: «mmm, ¿no estás ya aburrida?». Pero eso es porque es una maestra zen.

—Es muy paciente.

—Su ritmo de conversación no es lo que llamarías normal.

—Eh, que estoy aquí —tercia Turtle.

—Es pensativa, pero hay algo más, y más raro que eso.

—Es menos pensativa que observadora.

—Sí…, ¡eso! Observadora. Le preguntas algo y ella como que solo te observa, y tú te pones en plan: «¿Mmm?», y si esperas lo suficiente te da la respuesta.

—Sabe hacer nudos, sabe orientarse en el bosque.

—Los animales hablan con ella y le cuentan sus secretos.

Cuando terminan, Caroline responde:

—Muy bien, chicos. Tenéis mucha imaginación. —Luego se dirige a Turtle—. ¿Qué tal está tu padre?

—Bien —replica ella.

—¿Trabaja mucho?

—No demasiado —confiesa Turtle.

—¿Está saliendo con alguien? —pregunta Caroline—. Apuesto a que sí.

—No —contesta Turtle.

—¿No? —se extraña Caroline—. Siempre ha sido de los que necesitan a una mujer en su vida. —Sonríe—. Era encantador de verdad, tu padre.

—No, no hay ninguna mujer en su vida —espeta Turtle, en un tono un tanto amenazador.

—Bueno, lamento oír eso; se debe de sentir solo en esa colina.

—No sé —dice Turtle—. Están el abuelo, el huerto y el arroyo; y también tiene a sus amigos del póquer.

—Bueno —aduce Caroline—, la gente cambia. Pero tu padre era uno de los hombres más atractivos que he conocido en mi vida. Apuesto a que todavía lo es.

—Mamá —suelta Brett, exasperado—, eso es de mal gusto.

—Era un bombón —sigue Caroline—, e inteligente. Siempre creí que llegaría lejos.

—Pues no ha llegado a ningún sitio —espeta Turtle.

—Te ha criado a ti, y mira la chica fuerte en que te has convertido —objeta Caroline—. Aunque te tengo que decir que te veo algo asilvestrada.

Turtle no contesta a eso.

—Así que, Julia, ¿os encontrasteis a unos kilómetros de aquí? —pregunta Caroline.

Turtle asiente.

—Pues yo diría que más bien fue en el quinto pino.

—Salí a caminar —aclara Turtle.

—¿Desde dónde?

—¿Cómo? —Turtle hace pantalla con la mano en la oreja y se inclina hacia delante.

—¿Desde dónde saliste?

—Desde mi casa.

—¿Has venido andando hasta aquí desde Buckhorn? —pregunta Caroline.

—Sí, claro —responde Turtle—, subí por el arroyo Slaughterhouse, atravesé el aeropuerto y seguí por encima del Albion, como por detrás.

—Bueno, cariño, desde luego tienes toda la pinta de haberte dado esa paliza, no cabe duda. Habrán sido kilómetros y kilómetros. ¿Sin agua? ¿Sin comida?

Turtle mastica, abriendo y cerrando la mandíbula. Mira al suelo.

—Cariño, solo estoy preocupada. ¿Qué hacías ahí fuera en plena noche? ¿A qué distancia crees que estamos de tu casa? —plantea Caroline.

—No lo sé —responde Turtle.

—Brett —dice Caroline—, ¿por qué no le enseñas a Jacob las pirámides de cristal?

Los chicos se miran, Brett mueve la cabeza para invitar a su amigo a que vaya con él y ambos salen de la cabaña. Turtle está en medio de la habitación, estrujándose las manos y mirando la base del pedestal que ocupa Caroline.

—¿Sabías que estuve a punto de ser tu madrina? —cuenta Caroline.

Turtle chasquea un dedo, mira a Caroline, y casi es capaz de recordarla de un pasado borroso. Presiente que tiene que andar con pies de plomo y proteger su pequeña vida en el monte Buckhorn.

—Tu madre y yo solíamos poner el pueblo patas arriba, y que sepas que nos pateamos a base de bien ese bosque cuando éramos algo mayores que tú y lo único que hacíamos era besarnos con chicos y meternos ácido. Después de clase íbamos al cabo, y había un ciprés en los acantilados, entre las playas Big River y Portuguese. Nos sentábamos con los pies colgando en el acantilado y mirábamos las caletas escondidas y las islas y hablábamos sin parar, sin parar.

Turtle está callada. Piensa: «menuda zorra. Menuda zorra».

—¿Tienes buenas amigas en el colegio?

—No.

—¿Ninguna?

—No.

—¿Y te parece bien?

—Sí.

—Pero habrá alguna mujer en tu vida, espero…

Turtle no dice nada.

—¿Y Martin? Apuesto a que es una maravilla, que te ayuda.

—Sí que lo es.

—Podría explicar cualquier cosa, si quisiera.

—Sí.

—Se le dan bien las palabras, ¿verdad?

—Sí.

—Es la persona con más imaginación que conozco. ¡Diosa santa, cómo leía! ¡Y hablaba! ¿Verdad?

—Sí. —Turtle sonríe.

—Es un buen tipo —afirma Caroline—, pero cuando se enfada pega duro, ¿no?

Turtle se pasa la lengua por los dientes y contesta:

—¿Cómo?

Piensa: «eres una zorra, un putón. Es la clase de truco que la gente emplea con los niños: tratan de que contestes un montón de preguntas y luego te preguntan algo de tu familia». No es la primera vez que lo ve. Al final las mujeres siempre son unas cabronas. Empiecen como empiecen. Siempre tienen algún interés.

Caroline sigue sentada a lo indio en su taburete, observando a Turtle con una atención serena, y Turtle piensa: «eres una zorra. Un putón. Sabía lo que pasaría y ha pasado».

—Bueno —contesta Caroline, que al darse cuenta del error que acaba de cometer recula—, tenía mucho genio.

Turtle continúa plantada donde está.

—Recuerdo que, cuando éramos pequeños…, pues…, en fin, diosa santa, que tenía su genio. Eso es todo lo que digo, que a veces tenía mucho genio. Pero dime, ¿cómo es ahora? —quiere saber Caroline.

—Me tengo que ir. —Turtle se da la vuelta.

—Espera —pide Caroline.

Turtle logra que su cara no deje traslucir emoción alguna, pero su postura la traiciona un tanto, y piensa: «mírame». Piensa: «mírame. Sabes que me tomo esto en serio. Mírame. Si intentas quitármelo alguna vez, verás lo que es bueno».

—¿He dicho algo que no debía?

—No sé de qué me hablas.

—Julia, cariño, solo me preguntaba cómo os van las cosas en casa. No sabes cuánto he pensado en ti a lo largo de estos años. Cuántas veces creí verte en Corners of the Mouth, o esperando delante de la oficina de correos o paseando por el parque Heider. Y nunca estaba segura, porque, claro, no te conocía. Y ahora que estás aquí… Pues claro que eres tú. Eres clavada a tu madre.

—Mi papi nunca lo haría —sentencia Turtle.

—Ya lo sé, cariño, solo siento curiosidad —asegura Caroline—. Estaba tan unida a tu madre que tengo derecho a preocuparme un poco, ¿sabes? Tú y yo nos conoceríamos si ella siguiera viva, y Brett y tú habríais crecido como si fueseis hermanos, pero, en vez de eso, no te conozco nada. No puedo evitar pensar que es un giro extraño del destino, ¿sabes?, que ella nos dejara y tú hayas crecido sin conocerme siquiera. Y diosa santa, mi niña, ¡necesitas a alguna mujer en tu vida!

Turtle mira a Caroline, pensando: «nunca he conocido a una mujer que me cayera bien, y cuando crezca, no seré como tú, ni como Anna; seré directa, dura y peligrosa, no una cabrona sutil, sonriente y tramposa como tú».

—Bueno —añade Caroline—, cariño. Deja que te lleve a casa. Me gustaría charlar con Marty. Hace mil años que no lo veo.

—No sé —duda Turtle.

—Vamos, cielo, no puedo permitir que hagas todos esos kilómetros otra vez. No puedo. Si lo prefieres, llamo a tu padre y le digo que venga a recogerte, pero le pilla a desmano, a una hora de distancia, y preferiría llevarte yo a casa.

Turtle piensa: «estaré metida en el coche con esta mujer, con las cosas que piensa de Martin». Pero quiere ver cómo habla Caroline con él. Quiere estar delante, una parte de ella quiere saber qué piensa Caroline, y otra, no.

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