Darkness
Darkness
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–Me está doliendo demasiado la cabeza. –Comenté al aire poniendo mi mano en mi frente.
–Sabes… –Dijo aquel arrogante acercándose a mí.
–No te acerques. –Me alejé brutalmente de él.
–Oh vamos, Anna. No te alejes de mí, lo estábamos pasando tan bien. –Pretendió acercarse a mí nuevamente pero yo otra vez, salí huyendo.
Horas y horas pasaron y seguí corriendo. Estaba mareada, no, estaba drogada y demasiado.
¿Dónde estaba? No lo sé.
¿Hacia dónde iba? Tampoco lo sabía.
Lo único de lo que estaba “consciente” era de qué debía huir de ahí y rápido.
Corrí, volé hacia un lugar sin fondo y, cuando ya me sentí un tanto “segura”, me dejé caer en el asfalto de la calle y me quedé allí. No estaba consciente de cuántos minutos u horas habían transcurrido. Mi cuerpo comenzaba a temblar y la vista se me estaba nublando rápidamente.
La noche estaba haciendo su llegada; y el frío al lado de ella.
–Hey, ¿Estás bien? –Preguntó una voz.
–Yo… Yo… -Hice todo el esfuerzo por responderle pero no pude.
2
Oscuridad, eso era todo lo que mis cansados ojos lograban apreciar.
Una voz, esa voz de fondo que hace unos minutos creí escuchar estaba ahí nuevamente.
Era una voz masculina y que se oía demasiado lejos para mi gusto. No lograba descifrar nada de lo que estaba diciendo. Quería abrir los ojos, pero me costaba. Esa suave voz seguía hablándome, diciendo “Anna” una y otra vez y yo quería saber de dónde, más bien de quién, provenía. Me obligué una vez más a abrir mis párpados hasta que logré hacerlo. Lentamente comencé a separarlos, una cegadora luz asomándose me estaba prohibiendo la vista.
– ¿Te encuentras bien? –Pregunto una vez más esa armoniosa voz.
Logré abrir completamente mis ojos y me encontré con un chico de cabello rubio.
– ¿Dónde estoy? –Fue lo único que logré articular.
–Estás en un hospital, no te muevas mucho, te acaban de hacer un lavado de estómago.
– ¿Un lavado de estómago?
–Así es. No deberías ingerir tantas tabletas. Tuve que inventar una gran historia, decir que te habían dopado en la “fiesta” a la que fuiste anoche y fingir que somos novios para que no te encerraran por drogadicta.
–Gracias. –Susurré avergonzada.
–No hay de qué. –Iba a decir algo más pero, justo en ese instante, entró un inoportuno doctor.
–No le exigiré que me cuente nada. –Dijo aquel hombre de delantal blanco dirigiéndose obviamente hacia mí–. Debido a que su novio. –Apuntó al extraño–. Me contó lo sucedido.
–Doctor yo…
–No diga nada. –Me interrumpió–. De seguro debe sentirse muy dolorida. Son horas las que estuvo inconsciente y con el lavado de estómago debe estar algo aturdida.
–De acuerdo. –Susurré.
–Sólo procure estar alejada de esa o esas personas que le brindaron tales pastillas. No la quiero volver a tener por aquí con este tipo de síntomas. –Asentí–. Ya puede usted irse a casa, su novio es libre de llevársela. –Sin agregar nada más, el doctor salió de la habitación.
–Gr-gracias. –Agregué en un susurro nuevamente.
– ¿Por qué me das las gracias ahora? –Me miró con cara de confusión.
–Por traerme aquí, por inventar esa historia, por fingir ser mi novio para evitarme problemas.
–Ya te dije antes, no tienes nada que agradecer. –Me brindó una sonrisa. Comencé a levantarme para poder vestirme pero en una maniobra mal hecha perdí el equilibrio llegando casi al suelo, y digo casi porque unos cálidos brazos impidieron que cayera–. Déjame ayudarte. –Dijo ayudándome a incorporarme.
–Está bien. –Respondí sin elevar la vista.
Para cuando ya estuve otra vez sentada en la cama, él acercó mi ropa que estaba acomodada en uno de los cajones de un pequeño mueble blanco que adornaba la habitación y, sin pedirle yo nada, comenzó a ayudarme a vestir. Sentí una corriente eléctrica cuando las yemas de sus dedos rozaron mi piel mientras él me vestía cuidadosamente.
–A ver, párate un poco para ayudarte con el pantalón. –Me tomó de los brazos y los colocó alrededor de su cuello–. Afírmate muy bien.
–De acuerdo. –Mientras él seguía subiendo poco a poco mis pantalones, yo observaba cada movimiento que él daba.
Para cuando ya estuvo casi a mi altura, me armé de valor y lo miré frente a frente.
Enseguida nuestras miradas de conectaron; mis ojos, negros como la noche, y los suyos, celestes como un día completamente despejado. Maldición, eran los ojos más hermosos que conocí alguna vez. Estuvimos así, mirándonos fijo por no sé cuánto tiempo; no quería alejar mi vista de la suya, creo que ninguno de los dos quería eso… Era hermoso, realmente hermoso.
Su cabello era rubio y le llagaba hasta un poco más debajo de los hombros; su tez era blanca pero no al extremo de ser pálida. Sus labios eran delgados y tenían un color rosa que se me antojó apetecible. Era un tanto alto, me atrevería a decir que medía un metro ochenta y algo.
Iba vestido con unos jeans gastados, zapatillas convers negras, una remera del mismo color y encima una camisa a cuadros de esas que tanto me gustaba.
Grunge. Era perfecto en todo sentido.
Estábamos tan cerca que podíamos respirar el mismo aire, su aliento cálido chocaba contra mi piel facial y viceversa, nuestras respiraciones estaban agitándose a medida que el segundero del reloj corría. Podía sentir como mis mejillas se sonrosaban pero no me importó…
Él cogió de mi cintura y yo me aferré más a su cuello… Lentamente, pero sin despegar nuestras miradas, comenzamos a acercarnos más y más; y como si estuviéramos cien por ciento conectados, nuestros ojos fueron a parar a los labios del contrario. Deseo, eso era lo que estaba sintiendo, deseo por tener esos comestibles labios entre los míos, deseo por saborearlos hasta saciar esta sed tan repentina que me dio y, sin perder más tiempo, ataqué su boca… Por un momento creí que él se alejaría, pero no fue así, al contrario, me apegó más a su cuerpo y devoró mis labios; era un beso húmedo, apasionante, excitante de cierto modo.
¿Cuándo había sentido tantas ganas de besar a alguien? Nunca.
¿Cuándo se me había acelerado tanto el corazón al besar a alguien? Jamás.
Algo había en este extraño, ni siquiera sé su nombre y aun así estoy entre sus brazos comiéndonos los labios. Tal caníbales hambrientos del otro. Nos besamos hasta que los dejamos rojos e hinchados, hasta que la respiración se nos cortó, hasta que nuestros corazones explotaron.
– ¿Quién eres? –Pregunté agitadamente–. ¿Cuál es tu nombre?
–Soy tu novio, ¿acaso no lo recuerdas? Eso es lo que piensa el doctor. –Bromeó.
–Hablo en serio. –Dije sin dejar de rozar sus labios.
–Soy músico y mi nombre es Donald,
Donald Bouffart.
–Donald Bouffart. –Repetí.
–Así es. –Dijo con una sonrisa en sus labios.
– ¿Puedo llamarte Don?
–Puedes llamarme como tú quieras. –Accedió-. Ahora dime tu nombre, ojos negros.
–Soy Annabelle Polliensky Giordano.
–Un gusto Annabelle. –Me besó.
–Igualmente. –Respondí separando nuestros labios pero no demasiado–. Creo… Creo que es hora de irnos. –Comenté a penas.
–Tienes razón. –Concordó pero no se separó de mí–. Si no nos vamos de aquí, mis ganas por hacerte mía crecerán. –Se me cortó la respiración. ¡Dios!, ¿se habrá dado cuenta de que yo anhelaba lo mismo?
– ¿Siempre eres así?
– ¿Así como?
–Así de directo.
–Sí. –Respondió sin dudar–. ¿Te molesta? ¿Te incomodé?
–Para nada. Me agrada de hecho. –Y vaya que me agradaba.
–Genial entonces. –Me miró y me sonrió–. Vamos, salgamos de este lugar.
–Sí, no me gustan los hospitales. –Comenté.
–Pues ya somos dos. –Tomó de mi mano, nos dirigimos a recepción para ver lo de la cuenta, dejé un cheque y salimos de allí.
3
Nos encontrábamos aun fuera del hospital, pensando en no sé qué cosas, con tal que ninguno de los dos decía nada.
– ¿Quieres que te lleve a tu casa? –Preguntó rompiendo el silencio.
–No. –Dije a secas y él me miró… ¿Decepcionado?
–Ah. –Alejó la mirada.
–Quiero decir, no quiero volver a mi casa, no hoy.
– ¿Pasó algo?
–La verdad sí, pero no tengo ganas de hablar de ello ahora.
–Está bien. ¿Quieres que te lleve a otro lugar?
–No tengo a donde ir en este momento, cualquier sitio al que vaya, mis padres me encontrarán.
–Si quieres puedes quedarte conmigo esta noche. –Alcé la mirada.
– ¿Lo dices en serio?
–Por supuesto. No te dejaré sola por ahí. –Mi corazón dio un vuelco.
–Muchas gracias. –Dije lanzándome a sus brazos que me recibieron cálidamente.
–Entonces ¿Nos vamos?
–Por favor. –Supliqué con la mirada. Él, o bien dicho Donald, me lanzó una sonrisa y comenzamos a caminar.
Todo el camino nos fuimos callados pero, a pesar de estar rodeados por un silencio, no era un momento incómodo. De vez en cuando nos cruzábamos miradas. Seguíamos cogidos de la mano como dos jóvenes enamorados; la verdad es que así me sentía.
¿Amor a primera vista? Tal vez.
Algo despertó dentro de mí al momento de oír su voz, y cuando sus dedos rozaron mi piel, y sus labios tocaron los míos, algo se removió en mi interior, mi cuerpo se estremeció completamente y mi corazón se sintió lleno. Aunque puede que sólo sean cosas adolescentes, sólo tengo dieciséis años y estoy recién experimentando este tipo de sentir…
Caminamos y caminamos no sé cuántas calles y yo seguía sumida en mis pensamientos; de repente sentí un leve tirón de mano. Él se había detenido.
–Ya llegamos. –Dijo parado frente a un viejo edificio.
– ¿Vives aquí? –Pregunté mirando de arriba abajo el lugar. Por fuera era color ladrillo, viejo, no de muchos pisos.
–Por ahora.
– ¿Cómo es eso?
–Sólo estoy de visita por este país. –Sentí un pequeño dolor en el pecho al saber que estaría aquí poco tiempo.
– ¿Se puede saber a qué viniste?
– ¿Te han dicho que haces muchas preguntas? –Dijo él divertido.
–Lo siento. –Agaché mi cabeza ocultando mis mejillas sonrojadas–. Parezco cuestionario.
–Sí, lo pareces. –Tomó de mi barbilla–. Pero no me molesta. –Sonreí–. ¿Entremos?
–Claro. –Sonreí otra vez.
Sin aportar alguna nueva palabra, abrió la puerta. Varias puertas color ladrillo, adornaban el primer piso. El edificio era viejo pero aun así estaba bien cuidado. Yo camina detrás de Donald mientras que él iba delante de mí, guiándome hasta el que fuera su apartamento. Me condujo por unas escaleras… Subíamos piso tras piso, los escalones eran interminables. ¿Por qué no subimos por el ascensor? Decisión mía. Odio los ascensores, prefiero mil veces cansarme subiendo escaleras antes que subirme a esas cosas. Me provocan mareos.
–Aquí es. –Comentó Donald frente a una puerta que poseía el número treinta.
– ¿En qué piso estamos? –Pregunté agitada.
–En el quinto. Debimos haber cogido el ascensor, mira lo cansada que estás. Vienes recién saliendo del hospital y el doctor dijo que no te agitaras mucho. Necesitas reposar.
–Es que detesto esas malditas maquinas provocadoras de nauseas. –Carcajeó.
–Bueno, entremos mejor para que descanses.
No era un departamento muy grande, pero ni muy pequeño tampoco, era preciso para alguien que vivía solo. Porque supongo que él vive solo ¿o no? Mejor salgo de la duda.
– ¿Vives con alguien aquí? –Pregunté como si nada.
– ¿Y sigues con el cuestionario? –Interrogó divertido.
–No, es solo que puede que si vives acompañado interrumpa algo y no quiero causar problemas.
–No te preocupes, no los causarás. –Dijo lanzando su chaqueta al sillón–. Vivo solo así que no interrumpirás nada.
–Me alegro. –Alzó una ceja–. Quiero decir, me alegro que no interrumpa. –Me apresuré a decir nerviosa.
–Ven, Annabelle. –Dijo alzándome su mano para que la tomara–. Debes descansar, te llevaré al cuarto. Más tarde te enseñaré el departamento.
En silencio tomé de su mano y nos dirigimos a la habitación. Ya allí acomodó la cama, me prestó unas sudaderas para poder cambiarme de ropa y dormir más cómoda y me ayudo a desvestirme.
¿Por qué era tan atento conmigo?
¿Por qué le permitía ser tan confianzudo para conmigo, tanto que lo dejaba hasta desvestirme?
No tenía respuesta a ninguna de esas dos preguntas.
Una corriente eléctrica similar a la que sentí en la habitación del hospital recorrió mi cuerpo.
¡Maldición! Sentía ganas de desvestirlo yo también y la necesidad de que me hiciera suya.
¿Qué me estaba pasando con ese hombre que conozco hace tan solo unas horas?
Desconocía las respuestas a todas esas preguntas que inundaban mi mente.
Terminó con su ayuda de vestimenta y me obligó sutilmente a que me metiera en la cama y lograra dormir. Sin objetar ni una palabra, hice lo que él había pedido. Estaba cansada y dolorida aun.
Malditas tabletas.
Maldito hombre.
Maldita familia.
No saben el odio que siento en este momento; aunque, de no ser por todo lo sucedido, no habría conocido a Donald, ni estaría aquí ahora. Así que, de cierto modo, agradezco ese mal rato.
Decido dejar mi mente en negro por un instante y disponerme a dormir, la verdad es que me siento pésimo; mi estómago arde y mi cabeza está que explota.
Desperté de golpe y gritando, al parecer había estado teniendo una pesadilla, menos mal y no la recordaba…
– ¿Estás bien? –Preguntó Donald entrando a la habitación con alta cara de susto.
–Sí, sólo fue una estúpida pesadilla o eso creo. –Alzó sus cejas confundido–. Es que no lo recuerdo, no recuerdo lo que soñé.
–Mejor. –Soltó acomodándose a mi lado en la cama. -. De la manera en la que despertaste gritando, no debió ser para nada buena.
– ¿Y qué pesadilla lo es? - Me acurruqué contra él poniendo mi cabeza en su pecho.
–Pues ninguna pero algunas son más reales que otras; y esas, son la que realmente asustan.
–Tienes razón. ¿Qué hora es?
–Las cuatro de la tarde del día siguiente.
– ¿Tanto dormí? –Pregunté abriendo los ojos como platos.
–Sí, estabas sumida en el sueño.
–Woow, nunca he tenido la oportunidad de dormir tanto.
– ¿Por qué? Si se puede saber. –Interrogó mientras acariciaba mi cabello.
–Soy bailarina de ballet, además aún estoy estudiando y mi tío me da clases de música; casi no me queda tiempo para nada.
–Así que eres bailarina. –Asentí–. ¿Desde cuándo bailas ballet?
–Desde que tenía cuatro años. –Abrió sus ojos asombrados.
– ¿Qué edad tienes ahora? –Me quedo dudando por un momento. ¿Qué pensará cuando sepa que aun soy menor de edad? –. Dime la verdad, no me inventes una edad. –Dijo él al, supongo, notar mi debate interno.
–Tengo… Tengo dieciséis. –Dije en voz baja. Sus ojos se abrieron como platos.
– ¿Dieciséis? –Asentí-. Eres…
–Una niña, lo sé. –Lo interrumpí completando la frase.
– ¿Por qué estabas en ese estado? Una niña de tu edad y encima bailarina no debería ingerir tales sustancias.
–Recibí la peor noticia de mi vida y uno de los culpables de ella me ofreció esas tabletas y yo por “olvidar y tolerar” accedí sin importar nada.
– ¿Tan mala fue aquella noticia? –Preguntó alejándose un poco de mí y sentándose a mi lado en la cama.
–La peor que puede recibir una chica de mi edad.
– ¿Quieres contarme?
–Si no te molesta, me gustaría comer algo primero. Estoy muerta de hambre. –Dije acariciando mi vientre el cual gruñó respaldando mis palabras.
–Por supuesto. –Sonrió–. Te preparé una sopa liviana mientras dormías.
–Muchas gracias. Te pasas de amable conmigo.
–No soy así con todo el mundo.
– ¿Y por qué conmigo si?
–Porque me gustas. –Se levantó y salió de la habitación.
La habitación era linda y masculina. Cama de dos plazas al centro del cuarto con una mesa de noche a cada lado. Frente a esta había un mueble con un televisor encima. Un closet a una esquina y una puerta blanca en la otra. El baño supongo. Me dirigí a aquella y en efecto, era un cuarto de baño pequeño pero aseado. Me enjuagué la boca usando su pasta dental y mi dedo índice; se me pasó por la mente por un momento usar su cepillo de dientes pero era demasiado confianzudo de mi parte. Me lavé la cara quedando con un rico aroma a su jabón.
Lavanda, mi favorito. Y me peiné un poco el cabello antes de salir. Puede que él ya me haya visto con la apariencia de recién levantada pero, jamás me siento viéndome así a la mesa.
Salí del cuarto de baño, crucé la habitación y me dirigí a la sala. Este lugar de la casa era amplio. Las paredes eran blancas y en ellas había un par de cuadros adornándolas. Eran preciosos. Uno de ellos era de Charles Chaplin enmarcado en un cuadro de madera. Medía alrededor de sesenta centímetros y me cautivó completamente. El otro era el de una mujer de espaldas, sentada en lo que imagino será una cama (digo imagino porque el cuadro sólo capta hasta la espalda baja de ella cubierta por una sábana blanca), un poco inclinada a la derecha con la intensión de querer mostrar su perfil sin hacerlo y desnuda. Maravilloso. Me encantó tanto que me dieron ganas de dibujarlo. Sí, también dibujo aunque no seguido.
Frente a este cuadro estaba el living. Sillones blanco invierno en forma de “L”, una mesa de madera barnizada en el centro. Un mueble con un televisor encima igual que el que tiene en el cuarto y una planta a cada lado.
Frente al cuadro de Chaplin estaba el comedor. Mesa redonda de madera y cuatro sillas del mismo material.
Detrás de esto estaba la típica cocina americana (esas que son completamente abiertas y forman parte del living), con un mesón, dos sillas altas, muebles colgando de las paredes; todas del mismo tono color café ámbar. Lavaplatos, cocina a gas, refrigerador y otro mesón más pequeño con unas copas y un frutero encima. Lindo.
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– ¿Dónde has dormido? –Le pregunté mientras terminábamos de comer.
–En el sillón. Ni te imaginas el dolor de cuello que traigo en estos momentos. –Dijo posando sus manos en éste para comenzar a moverlo en círculos.
–Si quieres puedo masajearte la zona dolorida. –Sugerí tímida.
– ¿Haces masajes? –Detuvo el movimiento de sus manos para preguntar eso.
–Me enseñaron a hacerlos en las clases de ballet, para cuando me dé algún tirón o algo por el estilo.
–Bueno. Probaré tus manos entonces. –Dicho eso se recostó sobre el sofá y comencé con mis masajes.
Estaba completamente tenso, lleno de nudos. No me imagino lo que será dormir en un sillón, la verdad es que nunca lo he hecho, mis tíos se han preocupado mucho en ese aspecto; tratan de mantenerme siempre cómoda. Mi tía suele decir que una bailarina debe estar bien descansada y que para eso no hay nada mejor que dormir en una buena cama para estar sin ningún problema de dolor mientras muevo mi cuerpo al compás de la música clásica. Y tenía razón, nunca he sufrido ningún tipo de problema, salvo por los dolores que me provoca dicha danza; poner los dedos en punta y girar sobre ellos es el dolor más grande que he sentido. – Físicamente hablando–. Las zapatillas son un asco y los dedos sangran siempre. Encojo mis dedos de los pies de sólo recordarlo.
–Tus manos son maravillosas, Annabelle. –Dice Donald sacándome de mis pensamientos.
–No lo creo, pero al menos te sentirás mejor a como despertaste.
–Eso no se discute. ¿Podrías de una pasadita darme un masaje en la espalda?
–Claro, pero tendré que sentarme sobre ti para hacerte tal cosa.
–Haz lo que sea necesario para que sigas relajándome de esta manera.
Hice tal acto y me monté sobre el sentándome en su espalda baja. Paseé mis manos de arriba hacia abajo, de vez en cuando creaba círculos con mis nudillos y daba golpecitos con los lados de mis manos. Su piel era suave y se sentía increíble bajo mi tacto. Estuve así por varios minutos hasta que noté destensado el cuerpo de Donald.
–Listo. –Dije al terminar.
–Gracias. –Se volteó si darme tiempo para bajar de él.
Me tomó y quedé montada a horcajadas ahora sobre su vientre. Una vez más nuestras miradas se conectaron y mi corazón se aceleró. Sin pensarlo dos veces buscamos nuestros labios desesperadamente para unirlos. Mis manos fueron a parar a sus mejillas y las suyas acariciaban mi espalda. Sin darnos cuenta ya estábamos en la habitación. Ahora era él quien estaba sobre mí. Seguíamos besándonos y acariciándonos.
¡Dios, sus labios eran el cielo!
No sentía ganas de separarme de ellos y mucho menos desligarme de su tacto. Para cuando reaccioné estábamos despojándonos de nuestras prendas; pero cuando estaba listo para hacerme suya se detuvo.
–No. No puedo hacerlo. –Dijo bajándose de mí.
– ¿Por qué… por qué no? –Pregunté agitada y desconcertada.
–Porque eres una niña, y yo soy un hombre. Tus padres me meterían fácilmente a la cárcel si supieran que abusé de su pequeña niña.
–No es abuso cuando ambas partes quieren.
–Por favor, Annabelle. –Dijo casi en un inaudible susurro.
–Donald… Yo quiero esto. –Puse mi mano en su hombro para que me mirara.
– ¿Has tenido otros amantes antes? –Negué con la cabeza–. ¿Y quieres que yo sea el primero aun así sin conocerme? –Asentí.
–Nunca había sentido esto.
– ¿Siquiera has tenido pareja antes? –Volví a negar–. ¿Por qué no si eres hermosa?
–Porque nunca me sentí atraída hacia algún hombre, ni física ni emocionalmente.
– ¿Y conmigo que sientes?
–Pasión, deseo, cariño, confianza… Todo en un mismo paquete.
– ¡Maldición! –Gruñó.- Yo siento lo mismo.
–Entonces, ¿Qué te impide a poseerme?
–Tu inocencia. No quiero ser el culpable de robártela y que luego me odies por dármela sin conocerme.
–No te odiaría. –Me quedó mirando como diciendo “tú no sabes eso” –. Está bien, como digas. Al menos por favor, déjame quedarme contigo unos días más.
–Eso puedo concedértelo siempre y cuando guardemos distancia.
–Como quieras.
Está de más mencionar que esas palabras no se cumplieron.
Cada ocasión que se nos presentaba la aprovechábamos besándonos y dándonos caricias; incluso, dormíamos juntos en la misma cama, descubriendo nuestros cuerpo, sus manos tocándome y las mías tocándolo a él, pero no hacíamos nada más. Había pasado ya una semana y siempre se retiraba cuando esas enormes ganas de hacerme suya aparecían.