Dark

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Capítulo 9

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Algunas noches, antes de dormirse, Víctor se preguntaba cuál era la ocupación, el oficio, la profesión de Andrés, de dónde provenían los billetes que sacaba tan despreocupadamente del bolsillo, dinero que a él no solo le permitió la inédita experiencia de volver a casa en taxi después de medianoche; también había pagado las prendas que rejuvenecían su vestuario, ahora escamoteadas en un bolso deportivo, fuera de la inspección frecuente que la madre realizaba en el placar de su cuarto. Los encuentros dominicales con la prima Ceci le procuraban satisfacciones cada vez mayores a medida que se afirmaba la confianza en su capacidad y se volvía más diestro en sus recursos sin necesidad de ser guiado. Y sin embargo esos triunfos consentidos, más bien deportivos, desprovistos de todo romanticismo, se disipaban muy pronto, meros halagos de vanidad cuyo recuerdo no lo visitaba cuando apagaba la luz. El personaje de Andrés, en cambio, a la vez afable y misterioso, se había instalado en su imaginación literaria rodeado por un halo indefinido, una sospecha de peligro.

En uno de sus encuentros fueron a un cine de la calle Corrientes a ver un film de aventuras en cinemascope y colores. Las peripecias ocurrían doscientos años atrás, en un paisaje sombrío, agreste, de la costa escocesa. Un chico apenas menor que Víctor llega a un castillo con un mensaje de su madre muerta: debe buscar la protección de un caballero del que ignora que había sido amante de su madre. Por azar descubre que ese noble, jugador y mujeriego, es también el jefe de una banda que provoca naufragios en la costa rocosa vecina para saquear los despojos y hacer contrabando de whisky. Después de muchas aventuras en las que el supuesto protector intenta desembarazarse de la criatura que sigue sus pasos e insiste en convertirse en su teniente, el arrepentido guardián salva con un acto heroico al chico a punto de ser asesinado por los contrabandistas de cuya traición ha sido testigo. Herido de muerte, el noble parte en una barca hacia alta mar ocultando su herida, prometiendo volver. El chico se entera de que ha sido declarado legítimo heredero del castillo, y vivirá frente al mar esperando el regreso, que no sabe imposible, de su héroe.

A medida que la historia desplegaba peripecias y revelaciones, Víctor empezó a proyectarse en el papel del huérfano, a ver a Andrés en el del noble disoluto, generoso y malhechor, que procura liberarse de la misión recibida, de la admiración cargosa de un chico. En el film también había una pareja de aristócratas siniestros en busca del diamante escondido en un pozo del castillo, una amante vengativa y una bailarina gitana. Pero Víctor desalojaba de su atención esas intrigas subalternas a medida que surgían, para él solo contaba la relación del huérfano con su ambiguo protector. Nada de eso le dijo a su amigo, pero algo debió de percibir éste en el silencio ensimismado que guardó Víctor al salir del cine. Mientras se alejaban del ruido y las veredas ajetreadas de Corrientes, Andrés esperó el momento de hacer una pregunta.

—¿Y? ¿Te gustaría escribir una historia como la de la película?

Sorprendido, Víctor no respondió inmediatamente. Cuando lo hizo, se enredó en argumentos improvisados: la verdad es que no sabía qué era lo que querría escribir; en algún lado había leído que primero el escritor debe acumular experiencias para poder luego darles forma; el argumento de la película le recordaba demasiado a su libro preferido, La isla del tesoro; lo único de lo que estaba seguro es que nada de lo que había vivido hasta ese momento le parecía interesante como para contarlo.

—Veo que ya pensaste en el tema —opinó Andrés—. No te apures, cuando llegue el momento te van a venir las ganas, la necesidad de escribir algo, y lo vas a hacer. Pasemos a otra cosa, te llevo a comer algo que seguro no conocés.

El restaurant estaba a un lado de la plaza San Martín, en la bajada de la calle Maipú hacia Retiro. En las paredes, entre láminas de lagos y montañas, amenazaban con intención decorativa cornamentas y cabezas de ciervo embalsamadas. Un mozo, hombre mayor, chaqueta negra, solapas lustrosas, delantal hasta los tobillos, saludó a Andrés como a un conocido y Víctor oyó a su amigo pronunciar con soltura palabras que escuchaba por primera vez: Leberkäse, Wiener Schnitzel, Kartoffelsalat.

Como quien hace un inventario, recorrió con la mirada todo el ámbito de exotismo al que había sido admitido. En las mesas vio más hombres que mujeres, nadie era joven, todos hablaban lo que le pareció alemán. Le resultó evidente de inmediato la distancia con el otro restaurant que Andrés le había descubierto, el palacio del puchero nocturno y la farándula trasnochada. Aquí también la gente reía con frecuencia, pero su risa no era alegre aunque podía ser estentórea, había en ella un fondo sardónico, agresivo, y si una voz se imponía sobre las demás no era para festejar sino para rebatir. Quiénes son, de dónde sale toda esta gente, preguntó.

—Nostálgicos —fue la concisa respuesta del amigo—, gente que no puede volver a su patria y se junta para recordarla.

La comida resultó menos exótica que el ambiente: Víctor reconoció la milanesa, aquí rebozada con harina en vez de pan rallado, probó una ensalada de papas sosa a pesar de la vinagreta, solo el paté de hígado resultó una moderada novedad. Andrés, como de costumbre, entre paternal y cómplice, observaba divertido sus reacciones.

De pronto, estalló un llanto de mujer que inmediatamente acalló toda conversación y quedó lo único audible en medio del silencio. El hombre que hasta ese momento había estado vigilante detrás de la caja abandonó su puesto, Víctor lo siguió con la mirada y descubrió a una rubia de edad indescifrable a la que su compañero de mesa no lograba aplacar. Qué podía haber provocado ese desborde, nunca lo sabría; los dos hombres hablaron serenamente en voz baja mientras la rubia hundía la cara en un pañuelo e intentaba sin éxito dominar los sollozos.

—Ahí tenés, pibe. Una escena del mundo adulto. Recriminaciones, humillación donde a lo mejor alguna vez hubo algo parecido al amor.

Víctor no sabía si estaba sorprendido por asistir en público a una escena que hasta ese momento solo había espiado entre sus padres, en la intimidad, o por las perspectivas que le abría el comentario distante, escéptico de Andrés.

Otra mujer dejó su mesa para alcanzarle a la rubia un pequeño vaso de bebida incolora. Ésta pareció serenarse, esbozó una sonrisa y lo bebió de un trago. Alguien festejó la situación con aplausos y una risotada.

Schnaps... Todo se arregla con un poco de alcohol. Qué tristeza... —Andrés acompañó su comentario con una sonrisa agria—. No te casés nunca, pibe. Tené todas las mujeres que quieras pero no te atés a ninguna.

Su mirada quedó clavada en la escena pero ya no parecía verla, entregado a pensamientos que prefirió no confiar a palabras. Después de un momento arrojó sobre la mesa varios billetes que no contó.

—Vamos, pibe. Ya viste bastante por hoy.

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