Dare

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Jack Cage bajaba andando por la antigua carretera. Su sombrero de alta copa y ala ancha le protegía del cálido sol de finales de primavera. Bajo su sombra, sus ojos castaños escudriñaban los bosques a ambos lados del camino. Su mano izquierda sostenía un arco de madera de totum. Su carcaj estaba lleno. Una vaina de cuero sostenía una cimitarra a su izquierda; de la derecha de su ancho cinto colgaba una bolsa. Contenía una bomba de cristal redonda llena de pólvora negra. Una mecha muy corta surgía de su recio mástil.

Al lado de la bolsa había una vaina con un cuchillo de madera de cobre roja.

Si el «dragón» embestía bajando por la carretera o salía súbitamente del bosque, Jack estaba preparado. Primero, enviaría una flecha a uno de sus enormes ojos. En otra parte sería inútil. Las puntas de pedernal no atraviesan cinco centímetros de duro pellejo.

Había oído decir que sus vientres eran blandos, pero no podía confiar en eso. El rumor podía matar a un gato, decía el proverbio. Él no era un gato —fuera lo que fuese un gato—, pero podía morir como uno de ellos.

Como si leyera su pensamiento, Samson, el perro gigante amarillo de la raza conocida como «león» gruñó sordamente. Se detuvo tres metros delante de su amo. Erguido y con las patas rígidas en ángulo recto hacia Jack, se encaró con los árboles situados a la izquierda de la carretera.

Jack sacó una flecha de su carcaj y encajó la muesca en la cuerda del arco. Repasó su plan. Disparar al ojo. Lo alcanzara o no, dejaría caer el arco. Sacar la bomba. Tocar la mecha con un fósforo. Arrojarla al pecho del monstruo con la esperanza de haber calculado bien la distancia de manera que la bomba estallara contra el pecho y lanzara las astillas de cristal a la garganta.

Luego, sin pararse a observar el efecto de la pólvora, daría media vuelta y echaría a correr, desenvainando al mismo tiempo su cimitarra. Habiendo alcanzando un árbol, en el lado opuesto de la carretera, se detendría para defenderse. Podría maniobrar dando vueltas alrededor del ancho tronco, esgrimiendo la espada y hurtándose al acoso del enorme y presumiblemente torpe animal.

Entretanto, Samson hostigaría a la bestia por sus flancos.

Se colocó detrás de Samson. Había una ligera brecha en la espesura. En el momento en que miraba a través de ella, algo brillante relampagueó. Inconscientemente, Jack suspiró de alivio. No sabía quién estaba detrás del objeto brillante, pero tenía la plena seguridad de que no era un dragón. Tenía que ser un hombre o un horstel.

Dado que la flecha sería inútil en la maraña de arbustos y lianas, la devolvió a su carcaj. El arco lo colgó de un gancho de hueso en una correa a su espalda. Sacó la cimitarra de su vaina.

—Tranquilo, Samson —dijo en voz baja—. Adelante.

El perro amarillo avanzó por un sendero apenas perceptible. El hocico de Samson subió y bajó sobre el camino como un corcho sobre una ola. Olfateó la tierra. Alguien había dejado huellas, ya que en vez de avanzar en línea recta el «león» lo hizo en zigzag a través del verde laberinto.

Después de unos treinta metros de lento y cauteloso avance, llegaron a un pequeño claro.

Samson se paró. El gruñido enterrado en su maciza garganta habló a través de pelos erizados y músculos rígidos.

Jack miró más allá del perro amarillo. También él quedó helado. Pero fue de horror.

Su primo, Ed Wang, estaba agachado junto al cuerpo de un sátiro. Este yacía de costado, de espaldas a Jack. Brotaba sangre de la base de su espina dorsal. El enmarañado pelo que cubría sus lomos estaba empapado de rojo.

Ed empuñaba un cuchillo de madera de cobre con el cual estaba cortando la piel en torno a la rabadilla. Clavó el cuchillo en el suelo y luego arrancó el círculo de tejido y la larga «cola de caballo» que crecía allí. Irguiéndose, sostuvo el sangriento trofeo en alto contra la luz del sol, examinándolo.

La expresión del rostro de su primo hizo estremecer a Jack.

—¿Desollando? —preguntó. Su voz sonó ronca y gargajeante.

Ed giró en redondo, dejando caer la cola y agarrando el cuchillo. Tenía la boca muy abierta y los negros ojos desencajados.

Cuando vio que el intruso era Jack, dejó de agacharse en la postura de los luchadores con cuchillo. Recobró algo de su color, pero no relajó el puño que esgrimía la hoja.

—¡Sacro Dionisio! —gruñó—. Por un momento pensé que eras un horstel.

Jack empujó a Samson con la rodilla. El perro avanzó por el claro. Aunque conocía a Ed, su actitud amenazaba con un rápido salto a la garganta de Ed si éste realizaba un movimiento imprudente.

Jack inclinó la cimitarra, pero no la envainó.

—¿Qué habría pasado si hubiera sido un horstel? —preguntó.

—Que hubiera tenido que matarte a ti también.

Ed observó atentamente a su primo, espiando su reacción. Jack mantuvo su rostro ilegible. Ed se encogió de hombros y se giró lentamente, sin perder de vista a Samson. Se agachó y secó la hoja de su cuchillo en el espeso pelo amarillo del sátiro.

—Ésta es mi primera muerte —dijo con voz tensa—, pero no será la última.

—¿Oh? —dijo Jack, y consiguió que aquella única sílaba expresara una mezcla de disgusto, temor, y las primeras intimaciones de lo que esta escena implicaba.

—¡Sí, oh! —remedó burlonamente Ed. Su voz subió de tono—. ¡He dicho que no será la última!

Sus ojos llamearon e irguió su cuerpo.

Jack supo que Ed estaba próximo a la histeria. Había visto a su primo en acción en peleas de taberna. Sus golpes salvajes habían causado tanto daño a sus amigos como a sus enemigos.

—Tranquilízate, Ed —dijo—. ¿Parezco yo un horstel? —Avanzó unos pasos para mirar el rostro del cadáver—. ¿Quién es?

—Wuv.

—¿Wuv?

—Sí, Wuv. Uno de los Wiyr que viven en la granja de tu padre. Le seguí hasta asegurarme de que estaba solo. Entonces le traje a este claro con el pretexto de enseñarle un nido de mandrágora. No había ninguno, desde luego, pero mientras él andaba delante de mí le apuñalé por la espalda.

»Fue fácil. Ni siquiera gritó. ¡Y tanto que he oído hablar de lo imposible que resultaba pillar a un horstel desprevenido! ¡Fue fácil, te lo digo yo! ¡Fácil!

—¡Por amor de Dios, Ed! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué te había hecho?

Ed blasfemó. Avanzó hacia Jack, con la hoja de su cuchillo centelleando en rojo mientras apuñalaba el aire.

Samson rugió en lo profundo de su pecho y se agachó. Su amo, pillado por sorpresa, alzó la cimitarra, dispuesto a cercenar el brazo de su atacante.

Pero Ed se había detenido. Como si no viera el efecto de sus actos, empezó a hablar. Jack bajó su espada, ya que era evidente que su primo no se había propuesto atacarle, sino que había apuñalado el aire para dar más énfasis a lo que estaba diciendo.

—¿Qué otro motivo necesito que el hecho de que es un horstel, y yo un humano? Escucha, Jack. Tú conoces a Polly O’Brien, ¿no es cierto?

Jack parpadeó ante lo que parecía un súbito cambio de tema, pero asintió. Recordaba muy bien a la muchacha. Vivía en la ciudad de Slashlark. Ella y su madre, la viuda de un farmacéutico, se habían mudado recientemente de la capital, San Dionisio, a la ciudad fronteriza. Allí la madre había abierto una tienda y vendía medicamentos, vino, pomadas y, según se decía, filtros de amor.

La primera vez que vio a Polly, Jack había quedado impresionado. Era una muchacha esbelta, con un rostro maravillosamente ovalado y unos ojos grandes y grises, ingenuos y lascivos al mismo tiempo, si se admite como posible tal descripción.

Jack, aunque llevaba tanto tiempo con Bess Merrimoth que estaba dispuesto a pedirles a los padres de ella si podían unirse, hubiera cortejado a Polly también. Incluso a riesgo de indisponer contra él a sus parientes y a Bess. No lo había hecho, solamente porque Ed Wang había anunciado en la Taberna Cuerno Rojo que estaba galanteando a Polly O’Brien. Como amigo suyo, Jack no podía interferirse. Con harto sentimiento, decidió dejar a la muchacha en paz.

—Desde luego que la conozco —contestó—. Tú estabas muy enamorado de ella.

Ed dijo en voz alta:

—¡Jack, Polly ha sido llevada al «santuario!». ¡Ha ido al «cadmus!».

—¡Un momento! ¿Qué es lo que ha pasado? He estado en las montañas cinco días.

—¡Santa Virginia, Jack! Se ha desencadenado el infierno. La madre de Polly fue denunciada por vender medicinas horstel, y fue encarcelada. Polly no fue acusada, quiero decir al principio, pero cuando el sheriff se presentó en busca de su madre, ella escapó. Nadie pudo encontrarla, y luego la vieja Winnie Archard —ya la conoces, Jack, no tiene más trabajo que el de vigilar la carretera en Slashlark— vio a Polly reunirse con un sátiro en las afueras de la ciudad. Se marchó con él, y desde entonces no ha vuelto a ser vista, por lo que es fácil imaginar que ha ido al «cadmus».

Ed hizo una pausa para respirar y frunció el entrecejo.

—¿Y qué? —dijo Jack con una calma que no sentía.

—Que al día siguiente el sheriff recibió la orden de detener a Polly. ¡Qué risa! ¿Has oído de alguien que haya sido detenido después de haberse marchado bajo tierra con los horstels?

—No.

—Desde luego que no. No sé lo que pasa después de que bajan al «cadmus». Si los horstels se los comen, como dicen algunos, o si son enviados de contrabando a Socinia, como dicen otros. Pero sé una cosa. ¡Y es que Polly O’Brien no va a escapar de mí!

—Estás enamorado de Polly, ¿no es cierto, Ed?

—¡No!

Ed alzó la mirada hacia su alto pariente; luego enrojeció e inclinó los ojos.

—De acuerdo. Sí, lo estaba. Pero ya no. La odio, Jack. La odio por bruja. La odio por acostarse con un sátiro.

»No pongas esa cara de duda, Jack. Sé lo que me digo. Ella compraba medicinas a los horstels, y se reunía en secreto con este Wuv para obtenerlas. Hacía el amor con él. ¿Puedes imaginar eso, Jack? Una bestia salvaje, desnuda, cubierta de pelo. Ella se reunía con él, y yo… yo… ¡No me costaría nada vomitar cuando pienso en ella!

—¿Quién denunció a la señora O’Brien?

—No lo sé. Alguien envió cartas al obispo y al sheriff. Y ya sabes que la identidad se mantiene siempre en secreto.

Jack se frotó pensativamente un lado de su nariz y boca y dijo:

—¿No estaba perdiendo clientela la farmacia de Nate Reilly porque no podía competir con la madre de Polly?

Ed sonrió débilmente.

—Eres listo. Sí, es cierto. Y todo el mundo sospecha más o menos quién ha sido el denunciante. Principalmente porque la esposa de Nate es la mayor bocazas de Slashlark, que ya es decir.

»Pero ¿qué importa eso? Si la señora O’Brien traficaba con esas medicinas diabólicas, merecía ser detenida, al margen de las motivaciones de Reilly.

—¿Qué le ha ocurrido a la señora O’Brien?

—Fue condenada a trabajos forzados a perpetuidad en las minas de oro de los Montes Ananías.

Jack enarcó sus pobladas cejas.

—Un juicio muy rápido, ¿no es cierto?

—¡No! Ella confesó seis horas después de su detención, y fue sentenciada dos días más tarde.

—Seis horas en el potro harían confesar a cualquiera. ¿Qué pasaría si el Celador local del Contrato se enterara de eso?

—Parece como si estuvieras defendiendo a la señora O’Brien. Ya sabes que cuando alguien es tan claramente culpable como ella, un poco de tortura sólo ayuda a acelerar la justicia. Y los horstels no van a descubrir las máquinas que hay en el sótano de la prisión. Y si lo hicieran, ¿qué? ¿Hemos roto nuestro contrato con ellos? Bueno, ¿y qué?

—De modo que crees que Polly se oculta en el «cadmus» de la granja de mi padre…

—Estoy convencido. Y me proponía acorralar a Wuv y obligarle a que me hablara de ella, pero cuando estuve a solas con él me enfurecí tanto que no pude contenerme. Y…

Señaló el cadáver.

Siguiendo el movimiento, Jack apuntó súbitamente con su cimitarra y gritó:

—¿Qué es eso?

Wang se inclinó y levantó la cabeza del cadáver agarrándola por los largos cabellos. La mandíbula tiró de la carne hacia abajo de modo que se distendieron los cortes de cuchillo en cada mejilla.

—¿Ves esas letras? ¿HK? Vas a ver un montón de ellas a partir de ahora. Algún día las verás en las mejillas de todos los horstels de Dionisio. Sí, y si logramos la colaboración de las otras naciones, de todo Avalon. ¡Todos los horstels marcados, y todos los horstels muertos!

Jack Cage dijo lentamente:

—He oído hablar en las tabernas de una sociedad secreta dedicada a matar horstels. Pero no he creído en ello. En primer lugar, no podría ser muy secreta si todos los borrachos estuvieran enterados de su existencia. En segundo lugar, me limité a pensar que era el tipo de charla a que se entregan siempre los hombres cuando hablan de El Problema. Siempre hablar. Nunca acción.

—¡Por todo lo que es humano y sagrado, ahora vas a ver acción!

Ed cogió la bolsa que colgaba de una cuerda de su hombro.

—Vamos. Ayúdame a enterrar esta carroña.

Sacó de la bolsa una pala de mango corto con la cuchara fabricada con el nuevo cristal duro. Esto horrorizó a Jack casi tanto como le había horrorizado ver el cadáver. Demostraba que todo había sido planeado a sangre fría.

Wang empezó cortando manojos de hierbas de tallo corto y apartándolos a un lado. Mientras estaba haciendo esto hablaba, y no dejó de hacerlo mientras cavaba la tumba poco profunda.

—Tú no eres miembro aún de la sociedad, pero estás metido en esto tanto como yo. Me alegro de que fueras tú y no otro humano el que me ha encontrado. Algunos de esos pelotilleros, gallinas y amigos de los horstels habrían salido corriendo en busca del sheriff en vez de estrechar mi mano.

Desde luego, si lo hicieran no durarían mucho. Los horstels no son los únicos que pueden tener las mejillas marcadas. La carne humana, la carne traidora, se corta con la misma facilidad. ¿Comprendes?

Aturdido, Jack agitó la cabeza. Tenía que declararse o a favor de Ed, que se identificaba a sí mismo con la raza humana, o en contra de él. Y no podía hacer esto último. Se sentía enfermo por lo que había ocurrido; ojalá que Samson no hubiera captado el olor de la muerte, y que él mismo no hubiera visto el centelleo de la hoja del cuchillo a través de la espesura. Le hubiera gustado dar media vuelta y echar a correr y tratar de olvidar todo esto; negarlo si fuera posible, decirse a sí mismo que nunca había ocurrido, o que, si había ocurrido, él no tenía nada que ver en el asunto. Pero le resultaba imposible hacer eso. Y ahora…

—Acércate, agarra su pierna —dijo Ed—. Yo agarraré la otra y le arrastraremos hasta la tumba.

Jack envainó su cimitarra. Juntos, Ed y él tiraron del cuerpo a través del claro, con los brazos arrastrando detrás como remos ociosos al lado de una embarcación a la deriva. La sangre dejaba una estela roja sobre la aplastada hierba.

—Tendremos que arrancar esa hierba y enterrarla también en la tumba —dijo Ed. Estaba jadeando.

Cage asintió. Se había estado preguntando por qué motivo Ed, un hombre de corta estatura pero muy fuerte, había deseado que le ayudara a transportar el cuerpo hasta el agujero, a menos de diez metros de distancia. Ahora lo comprendía: al ayudar a enterrar a la víctima, se hacía cómplice del delito.

Lo peor de todo era que no podía negarse a participar. No es que se viera obligado porque tenía miedo, se apresuró a asegurarse a sí mismo. No temía a Ed, ni a la más vasta aunque más difuminada figura que se erguía detrás de él, la sociedad HK. El hecho determinante era que los horstels no eran humanos. No tenían alma, aunque su aspecto, distribución de pelo aparte, fuera parecido al de los hombres.

No era asesinato matar a uno, no asesinato en un sentido verdadero; legalmente, lo era. Pero ningún humano lo consideraba un asesinato real. Matar a un perro no era asesinato. ¿Por qué tenía que serlo liquidar a uno de los Wiyr?

Había cierto número de razones para que los tribunales lo considerasen así. La más poderosa era que se veían obligados a hacerlo. El gobierno dionisiano tenía un contrato que establecía un procedimiento judicial para tales relaciones hombre - horstel. Pero ningún humano experimentaría un sentimiento de culpabilidad, de haber ofendido a su Dios, a causa de la muerte.

—¿Por qué, entonces, esta inquietud en su interior?

Maquinalmente, dijo:

—¿Crees que la tumba es bastante profunda? Los perros salvajes o los hombres lobo podrían desenterrarle fácilmente.

—Veo que estás utilizando tu cerebro, Jack. Por un instante creí… Bueno, no importa. Desde luego, los perros pueden llegar hasta él. Pero no lo harán. Mira.

Rebuscó en su bolsa y sacó un pequeño frasco de un líquido claro.

—Nodor. Cubre cualquier olor durante veinticuatro horas. Para entonces los sextones habrán terminado con él. Sólo quedarán los huesos.

Esparció el contenido del frasco sobre el cadáver. El líquido se extendió en una fina película sobre el cuerpo hasta que desapareció.

Ed echó a andar alrededor del claro, dejando caer un par de gotas donde veía sangre o hierba aplastada. Cuando le pareció que había desodorizado bien el lugar, recogió la larga trenza rubia del suelo, echó unas gotas sobre ella y la guardó en su bolsa.

Dijo, en tono casual:

—¿Quieres cubrir el cadáver?

Jack apretó los dientes y permaneció inmóvil durante largo rato. La negativa tembló en su lengua. Deseaba aullar: «¡Asesino! ¡Asesino!», y echar a correr. Pero la razón le mantuvo silencioso. O seguía ahora con Ed, esperando una oportunidad más tarde, o —y su mente no rechazó el cuadro como el siguiente paso plausible, aunque su estómago sí— podía matar a Ed y arrojar su cadáver al agujero.

Por monstruoso que pareciera, sería la única manera de evitar las complicaciones que seguramente se producirían. Tendría que unirse a la HK, o tendría que morir.

Suspirando, empezó a echar tierra sobre el cadáver.

—¡Eh, Jack, mira eso!

Jack miró hacia donde apuntaba el dedo índice de Ed, y vio a un sextón agachado debajo de una hoja caída. No era mayor que el nudillo de su pulgar, y su largo y delgado hocico temblaba incesantemente. Luego desapareció con increíble rapidez.

—¿Qué apuestas a que esta noche él y sus millares de hermanos dejarán limpios de carne los huesos del sátiro?

—Sí —replicó Jack en tono agrio—. Y cuando esos carroñeros hayan terminado, la tierra de encima de los huesos se hundirá y dejará una depresión. Si es observada y los Wiyr desentierran los huesos, sabrán que su compañero murió asesinado. Hubiera sido más inteligente por tu parte dejar el cadáver sobre el suelo. De ese modo no habrían podido saber, por los simples huesos, qué le había ocurrido. Su muerte se hubiera considerado accidental, o al menos por causas desconocidas. Así, sabrán que es asesinato.

—Tendrías que haber planeado esto, Jack —dijo Ed—. Eres listo. Serás una buena adquisición para la sociedad. Jack gruñó y luego dijo:

—Pensándolo bien, esa espina dorsal semiseccionada lo revelaría. Tal vez sea mejor que esté enterrado.

—¿Ves lo que quiero decir? Tú hubieses tenido el suficiente sentido común para no tocar su espinazo cuando le apuñalabas. Estoy seguro de que vas a ser un gran matador, Jack.

Jack no supo si reír o llorar.

Ed contempló a su alto primo mientras alisaba la tumba para ponerla a nivel con el suelo contiguo. Habló apresuradamente, como si tratara de sacar algo fuera antes de cambiar de idea y guardarlo dentro.

—Jack, ¿sabes una cosa? Me eres simpático, pero los sentimientos personales no cuentan. Cuando te vi llegar, pensé que podría verme obligado a matarte también a ti, para cerrarte la boca. Pero eres un buen elemento. Completamente humano.

—Soy humano —respondió Jack. Continuó trabajando. Mientras Ed cortaba las puntas de los tallos de hierba manchados de sangre, Jack reemplazaba cuidadosamente los trozos de césped sobre la tierra desnuda. Hecho esto, se irguió para examinar su trabajo.

No estaba satisfecho. Si los Wiyr se acercaban allí, con su conocimiento del bosque, detectarían lo artificial de la hierba reemplazada. La única posibilidad de escapar con bien sería que los cazadores no pasaran por el claro o que, si pasaban por allí, lo hicieran sin prestar atención. Conociendo la minuciosidad de los aborígenes, Jack no estaba tranquilo. Dijo:

—Ed, ¿es este tu primer asesinato? ¿O de otros miembros de la HK?

—¡No es asesinato! ¡Es guerra! ¡No lo olvides! Sí, es el primero para mí. Pero no para otros. Hemos matado secretamente a otros dos horstels aquí, en el Condado de Slashlark. Uno de ellos era una sirena.

—¿Ha desaparecido misteriosamente algún miembro de la HK?

Ed volvió la cabeza con inusitada rapidez, como si acabara de recibir un golpe.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Los horstels son listos. ¿Crees por un solo instante que no habrán imaginado lo que está pasando? ¿Y que no tomarán parte en el juego? Ed Wang trago saliva.

—¡Ellos no harían eso! Tienen un contrato con nuestro gobierno. Si nos atrapan, han empeñado su palabra de que nos entregarán a los tribunales humanos.

—¿Cuántos funcionarios del gobierno son miembros de la HK?

—¿Sabes una cosa, Jack? Hay algo que se llama pasarse de listo.

—No es por ahí. Lo que trato de decir es que los Wiyr son realistas. Saben que, legalmente, un humano asesino de un horstel está sometido a la pena de muerte. Y también saben que, en realidad, resulta casi imposible condenar a un hombre en nuestros tribunales por una acusación semejante.

»Es cierto que un horstel está atado por la palabra empeñada. Pero existe una cláusula que dice que si la otra parte actúa obviamente de mala fe, el contrato quedará cancelado automáticamente.

—Sí, pero hay que comunicarlo a la otra parte.

—Es cierto.

Pero la tensión va en aumento. Un día de éstos se producirá un estallido. Los horstels lo saben. Y tal vez van a organizar su propia HK: los Matadores de Humanos.

—¡Estás loco! Ellos no harían nada semejante. Además, no falta ningún hombre de la HK.

Jack decidió que no sacaba nada en limpio. Dijo:

—Hay un arroyo cerca de aquí. Será mejor que vayamos a lavarnos. Y luego nos echaremos un poco de Nodor. Ya sabes lo agudo que tienen el olfato los horstels.

—Como los animales. Son bestias del campo, Jack.

Después de haberse lavado y de haber borrado las huellas de pasos que habían dejado en la fangosa orilla, decidieron separarse.

—Te haré saber cuándo celebramos nuestra próxima reunión —prometió Ed—. Oye, ¿qué te parece si llevas tu espada a ella? Aparte de la de Lord How, es la única arma de hierro en el condado. Sería un maravilloso símbolo de nuestra organización, una especie de punto de reunión.

—Es de mi padre. La tomé sin permiso suyo cuando fui a la caza del dragón. No sé lo que dirá cuando regrese. Pero apuesto a que la encerrará en un lugar inaccesible para mí.

Ed se encogió de hombros, sonrió de una manera enigmática y se despidió.

Jack le contempló mientras se alejaba. Luego, sacudiendo la cabeza como un hombre que trata de despertarse a sí mismo, echó a andar.

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