Dante

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12. La visión antropológica de Dante

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12. La visión antropológica de Dante

Prescindiendo de la delimitación, ya aludida, de las posibilidades intelectivas del conocimiento humano, que produce un efecto positivista y actual, el Convivio formula también, con una precisión casi increíble, una idea que todo el mundo achaca a nuestro tiempo: la propiedad reflexiva, merced a la cual el pensamiento se convierte a sí mismo en un tema asombroso.[74] Quizá, lo que Dante experimentó más tarde como pecado consista en que durante un cierto tiempo convirtió a su inteligencia en su ídolo.

«…El alma filósofa no sólo contempla esa verdad, sino que contempla su propia contemplación y la belleza de ésta, volviéndose sobre sí misma y enamorándose de sí misma por la belleza de su primera mirada.»

He aquí la opinión auténtica de un poeta con respecto al pensamiento abstracto y sin esta «contemplación de la propia contemplación», para la cual el proceso de pensamiento se convierte en experiencia en la misma medida que un lance amoroso, los pasajes ideológicos de la Commedia hubieran quedado reducidos a «poesía didáctica», aunque, en cualquier caso, seguirían teniendo para nosotros un interés cultural.

Mediante esta actuación del pensamiento reflexivo, el yo se ofrece a sí mismo como sujeto del pensamiento, y esta capacidad de escisión del yo entre el ser que percibe y el que se autopercibe, entre el yo que designa y el que se convierte a sí mismo en designado es una virtualidad específica de la conducta humana que los filósofos cristianos han experimentado como la paradoja fundamental del ser humano. En la época del Barroco, todavía pervive esta tendencia de pensamiento, y así se desprende de las frases claves de dos hombres nacidos casi en el mismo año, aproximadamente tres siglos después de la muerte de Dante. Angelus Silesius (nacido en 1624) afirma: «No sé lo que soy, ni soy lo que sé: una cosa y su contrario, un puntito y un círculo.»[75] Y Blaise Pascal (nacido en 1623): «Cuando me sitúo en el espacio, el universo me rodea y me devora como si fuese un punto minúsculo; pero cuando pienso, soy yo el que rodeo al universo.»[76]

Estas dos formulaciones presentan entre sí una asombrosa concordancia, pero también se relacionan con la problemática alrededor de la cual gira el pensamiento de Dante. La bipolaridad del universo dantesco, entre el centro que provoca una fuerza centrípeta y el entorno que desarrolla una fuerza centrífuga, se refleja en la doble naturaleza del hombre. El hombre es producto del azar (contingenza) y del soplo del amor (grazia), es polvo entre el polvo, un átomo devorado por el tiempo y el espacio, cosa entre las cosas, animal entre los animales; y al mismo tiempo ser pensante, alma inmortal, que se trasciende a sí misma, que vence al mundo, un ser divinizado por un éxtasis situado más allá del tiempo y del espacio (un dios entre otros dioses). Por su calidad de criatura, siempre se le compara, acudiendo a mitos y a metáforas, con animales, mientras por su calidad de ser espiritual está invitado a sentarse a la mesa de los ángeles. Atendiendo a esta concepción, cada individuo es simultáneamente ángel y animal, pero además determina la jerarquía espiritual del hombre según su inclinación a ciertos tipos de valores. Una de las disertaciones de tinte pedagógico más hermosas de la Commedia es la descripción de la procreación humana, que el poeta romano Estacio (al que Dante convierte arbitrariamente en un criptocristiano: ¡otro pagano salvado!), compañero de Virgilio y de Dante en el monte del purgatorio, expresa en los versos siguientes:

La sangre más cabal, que no han bebido

nunca las venas, al quedar sobrante,

cual manjar en la mesa no comido,

toma del corazón fuerza informante

de los miembros humanos, como aquella

que en las venas es de ellos operante.

Digerida de nuevo, se embotella

donde es mejor callar, y luego gime

en vaso natural en que a otra sella.

Una sangre contra otra allí se oprime,

dispuesta una a sufrir, y la otra a obrar

en el lugar perfecto en que se exprime;

junto con ella empieza a trabajar,

primero coagulando, y luego aviva

lo que hizo su materia coagular.

Anima hecha la virtud activa

cual de una planta, en cambio es diferente,

que ésta navega y la otra está en la riba;

tanto obra luego, que se mueve y siente

como el hongo de mar; y a formar tiende

las potencias de que es ella simiente.

Ya, hijo mío, se ensancha y se distiende

la virtud cordial del generante

donde natura, en cada miembro, entiende.

Mas cómo, de animal, se hace parlante

no ves aún, que en este punto ha errado

quien saber poseyó más abundante:

que del alma juzgaba separado

al posible intelecto su enseñanza,

por no encontrarle un órgano apropiado.

Abre tu pecho a la verdad que avanza

y sabe que, tan pronto como el feto

con su cerebro a articular alcanza,

ledo el Primer Motor mira a este objeto

del arte de natura, y ya le inspira

de virtud nuevo espíritu repleto,

que cuanto encuentra activo allí, retira

y mezcla a su sustancia, y sólo crea

un alma que en sí misma vive y gira.

Y no te maraville que así sea:

mira el calor del sol que se hace vino

con el humor que de la vid gotea.

(Purg. XXV, 37-78)

La doble naturaleza o paradoja fundamental del hombre (simbolizada por el signo de la cruz en la que el espíritu es crucificado junto con la naturaleza) surge, por tanto, de la confluencia del ámbito divino con la organización natural humana. Pero Dante no halla en todo esto signos de dualismo. Para él, el alma individual es una mezcla de elementos mortales e inmortales, mientras que el animal y el ángel son puntos de demarcación de un continuum biológico y psicológico abierto hacia ambos extremos, idea que contiene dentro de sí el germen de las modernas teorías evolucionistas. ¿No hay aquí rasgos de esa ley fundamental biogenética de la evolución embriológica descrita por Estacio partiendo de elementos aristotélicos?

Dante, en varios pasajes, explica la heterogeneidad de las criaturas en general, y la diferencia o desigualdad de los hombres en particular, basándola por un lado en la diferente sensibilidad de los organismos naturales, las propias leyes de la naturaleza y los caprichos del azar, y por otro, en el distanciamiento del mundo de la fuente de la gracia divina. En el Convivio, tratado III, capítulo VII, lo analiza de forma más minuciosa: «Como quiera que en el orden intelectual del universo se sube y desciende por grados casi continuos… Y nosotros vemos muchos hombres tan viles y de tan baja condición que casi no parecen más que bestias, y así hay que suponer y creer firmemente que hay alguno tan noble y de tan alta condición que casi no es más que un ángel, pues de otra forma no se continuaría la humana especie por parte alguna, lo cual no puede ser. A estos tales llama Aristóteles, en el libro séptimo de la Ética, divinos.»

Vemos, pues, que Dante, apoyándose en Santo Tomás y en Aristóteles, defiende la unidad del individuo que subsume en sí la polarización descrita e, igualmente, la unidad de la creación según un escalonamiento que va desde la mera existencia material de los minerales a la pura espiritualidad de los ángeles, pasando por formas mixtas como las plantas, los animales y el hombre. El principio universal que cohesiona y une la enorme heterogeneidad y multiplicidad de lo existente es una idea citada a menudo: el amore, impulso primero de todo movimiento del ser, idéntico en todas sus manifestaciones, ya se trate de inferiores o superiores, de depravados o elegidos.

La dificultad esencial del pensamiento medieval consiste en armonizar la inmediatez de esta tendencia primaria hacia el movimiento, gradual y diferente según los seres, con esa capacidad específicamente humana de la libre volición. Lo que la escolástica —y con ella Dante— denomina libre albedrío (libero arbitrio) alude y se relaciona íntimamente con la paradoja fundamental del ser humano: en este acto de conocimiento específicamente humano, el yo-juez se enfrenta a sí mismo en cuanto culpable, en cuanto «autoconocedor, autoverdugo», dirá Nietzsche, o utilizando una terminología de un pensador más moderno: el «yo» se estructura a partir de los conflictos entre el «ello» y el «superyó». Al igual que para la mayoría de los estudiosos antiguos y modernos de la ética, para Dante la libertad equivale al deber; pero hay que hacer una precisión importante: para él el deber (dovere) no se opone al amore, puesto que el más alto grado del amor, y por consiguiente la mayor alegría alcanzable, la unión de la voluntad del hombre con la de Dios, constituye el deber más alto y supremo del hombre bien dotado intelectualmente.

Pero utilizando el patrón de este ideal, la vida terrena real produce desencanto; es más, asusta y engaña.

Después del pecado original. Trabajo en el campo. Caín y Abel. Relieve en bronce realizado en el siglo XI. Puerta de la iglesia de San Zeno. Verona.

Virgilio aclara escrupulosamente este aspecto a su protegido en sus dos alocuciones didácticas situadas en los cantos centrales (XVII y XVIII) del Purgatorio:

«Jamás ni creador ni criatura

—continuó— vivieron sin amor,

ya elegido, ya efecto de natura.

El natural está libre de error,

mas puede el otro errar por mal objeto

o por exceso o falta de vigor.

Mientras el bien mayor busca, discreto,

y los menores ama con mesura,

a torcida pasión no está sujeto;

mas si se inclina al mal, o el bien procura

con más o menos celo que el sensato,

contra el propio Hacedor obra su hechura.

Bien puedes deducir de lo que trato

que amor de todo bien es la simiente

y de todo lo digno de reato…»

Nace el alma al amor ya predispuesta,

muévese a cada cosa que le place

cuando por el placer en acto es puesta.

De un ser veraz en vuestra mente nace

la imagen, y por dentro la despliega,

y al ánimo hacia sí volverse hace;

y si, vuelto por fin, a ella se pliega,

tal plegarse es amor, que éste es natura

que por placer de nuevo se os entrega.

Luego, cual tiende el fuego hacia la altura,

pues a subir su forma está llamada

adonde más en su materia dura,

así la voluntad se halla prendada

con anímico impulso, y no reposa

hasta que goza de la cosa amada.

Ya puedes concebir cuán engañosa

es la opinión que dice y asevera

que es todo amor en sí laudable cosa…

El Convivio (escrito probablemente mucho antes), en el segundo capítulo de su tercer tratado, comenta de forma mucho más minuciosa estos versos; citemos unas cuantas frases que consideramos decisivas.

«El Amor… no es sino unión espiritual del alma con la cosa amada, a la cual unión corre el alma por su propia naturaleza pronto o tarde, según esté libre o impedida. Y la razón de tal naturalidad puede ser ésta: …el alma humana quiere ser con todo su deseo. Como su ser depende de Dios y por Aquél se conserva, naturalmente desea y quiere estar unida a Dios para fortificar su ser. Y como en las bondades de la naturaleza muéstrase la razón divina, acaece que naturalmente el alma humana se une por vía espiritual con aquéllas, tanto más presto y fuertemente, cuanto más perfectas se muestran. El cual aspecto depende de que el conocimiento del alma sea claro o dificultoso. Y esta unión es la que nosotros llamamos amor, por el cual se puede conocer cómo es por dentro el alma, viendo por fuera a quiénes ama.»

Así pues, los instintos o impulsos buenos o malos proceden de la misma raíz. El amor, estímulo primario de cualquier movimiento del sei, es bueno según el grado de la fuerza cognoscitiva del amante, o sea, según su grado de participación en la visión plena de Dios, en la que también se enraíza el don del libre albedrío. En este sentido la alocución de Virgilio continúa (Purg. XVIII, 49 ss.):

La forma sustancial, si bien se entiende,

no es la materia, y a ella vese unida,

y virtud específica comprende,

la que sin operar nunca es sentida

y sólo se descubre en el efecto

como en el verde vegetal la vida.

Pero de dónde van al intelecto

las primeras noticias, no se sabe,

ni de apetencias primas el afecto,

que en vosotros están como la clave

de su miel en la abeja; y, propias siendo,

ni que se alaben ni denigren cabe.

Mas, aunque a éstas las otras vanse uniendo,

innata es la virtud que al hombre ampara

el umbral del consenso protegiendo.

Este es, pues, el principio que os depara

la ocasión de lograr merecimientos

si el buen o el mal amor toma o separa.

Los que razón condujo a los cimientos

vieron bien esta innata libertad,

y de moral legaron monumentos.

Aunque le diese el ser necesidad

a todo amor que dentro alza su llama,

tenéis de retenerlo potestad.

Ya se ha aludido a que esta libertad (virtud innata en el poema) de la que todo el mundo habla, no es en modo alguno un concepto unívoco. En el Infierno queda reflejada como la capacidad del hombre para elegir lo malo, para perderse a sí mismo o destruirse en sentido literal. Es una libertad a la que estamos condenados o encadenados, una arbitrariedad pura de la voluntad, que Sartre[77] convirtió en eje de su filosofía. Esta libertad para perderse a sí mismo, que podríamos denominar libertad natural, se opone en el Purgatorio a la libertad ética para autopurificarse, definible como la capacidad de rechazar o arrepentirse del mal, y que alcanza su culminación en la madurez: Sé ahora papa y emperador de ti mismo. Por otro lado, la libertad suprema del Paraíso es simplemente incapacidad para querer el mal, una autosuperación hasta la deificación del trasumanar, es decir, la unificación transhumana del espíritu humano con la esencia del ser, o la consecución de la libertad metafísica. La libertad, en cuanto forma superior universal del amor, no puede tener otro sentido que el de la incapacidad para el pecado, y deviene en un imperativo de la intimidad, liberada de esa tendencia que conduce al mal a la naturaleza humana. Frente a ésta, la mera libertad de acción que permite pecar a la criatura, o lo que es lo mismo, ceder al impulso del mal, equivale a un acto obsesivo. Estas dos formas de la libertad (la elasticidad del amor purificado que, a cada estímulo, gana en fuerza para saltar a un espacio superior, y esa arbitrariedad o negligencia que se abandona sin más a la tentación) son contrastadas claramente por Beatriz cuando en el canto I del Paraíso explica al poeta, que se dispone a asumir su papel de peregrino de los cielos, el dinamismo cósmico al que él debe su recién adquirida ingravidez:

La providencia, que por todo mira,

con su luz tiene al cielo siempre quieto

en el que el más apresurado gira;

y allí, según dispone su decreto,

nos lleva la virtud de aquella cuerda

que lanza de la dicha hacia el objeto.

Cierto es que, cual la forma no concuerda

más de una vez con la intención del arte

—que al responder es la materia lerda—,

la criatura, a veces, se echa aparte

de esta carrera, porque puede, y luego

se pliega, así impulsada, hacia otra parte;

y como de la nube cae el fuego,

el impulso inicial va decayendo

cuando a falsos placeres muestra apego.

No te ha de admirar más, si bien entiendo,

tu ascensión que del río la carrera

cuando del monte al valle va cayendo.

En ti gran maravilla, en cambio, fuera

que, ya libre, quedases en el suelo,

como quieta en la tierra viva hoguera.

(Par. I, 121-141)

Se observa aquí cómo la irradiación de fuerza de arriba hacia abajo despierta en las criaturas otras fuerzas que se dirigen de abajo a arriba y que también pueden repercutir en otras direcciones. A la inmutabilidad del espacio divino corresponde una actividad intensa y multipolar en las criaturas. En la «Idea» el eros se aviva.

Llegados a este punto, ya no podemos eludir por más tiempo abordar más de cerca una cuestión que hemos insinuado repetidamente: ¿qué relación tiene el amore universal de Dante (con su escalonamiento que va del pecado, a la purificación y al estadio superior) con la libido de Freud y la psicología actual? Evidentemente, ciertos conceptos fundamentales tienen una traducción franca e inmediata.

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