Dante
14. Beatriz
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14. Beatriz
En la Vita Nuova, obra en la que el Amor está personificado todavía por Eros o Cupido y cuya acción está penetrada y depende de este impulso activo, Beatriz es esencialmente una aparición pasiva y distanciada, aunque dotada del suficiente poder de sugestión como para provocar en el hipersensible trovador un rosario de éxtasis, alucinaciones e incluso delirios febriles.
Dante cuenta cómo, tras pasar una noche presa del delirio y asaltado por ideas fijas que le profetizaban la muerte de su amada (Conv. XXII), estando pensativo en un lugar y sumido en sus cavilaciones, sintió los latidos atropellados de su corazón, y una nueva visión le mostró al dios Amor, que parecía ir a su encuentro y desgranaba en lo más profundo de su ser palabras tan alegres que el corazón «no me parecía el mío según era su nueva condición». Y poco después, vio el poeta cómo se le acercaba una mujer joven, de famosa belleza, a la que él conocía muy bien porque era desde tiempo atrás la amada de su «primer amigo», el poeta Guido Cavalcanti, auténtico creador y representante más destacado de la nueva lírica y a quien Dante había dedicado originariamente la Vita Nuova. Esta mujer, llamada Giovanna, aunque todos la conocían como «Primavera» por su gran belleza, precedía a la admirable Beatriz: «Estas dos damas pasaron cerca de mí una tras otra, y pareció como si Amor me hablase al corazón y me dijera: “La primera es llamada Primavera sólo por haber venido hoy, pues yo moví a quien tal nombre le impuso a llamarla así: Primavera, esto es, primero vendrá el día en que Beatriz se muestre después de la visión de su fiel enamorado. Más aún: si quieres considerar su primer nombre, es tanto como decir vendrá primero, porque su nombre de Giovanna (Juana) es por aquel Juan que precedió a la verdadera luz diciendo: Ego vox clamantis in deserto: parate viam Domini”» (Vita Nuova XXIV).
La palabra «primavera» se inviste con este juego de palabras de nueva significación, adoptando el sentido de prima verrà, vendrá primero, precederá. Con este paralelismo entre la primavera, que se anticipa al verano, y San Juan Bautista, que precede al Redentor, Beatriz se convierte en redentora o salvadora. Pero el dios Amor continúa diciendo a Dante: «Y quien quisiera considerar sutilmente, llamaría Amor a Beatriz, por la mucha semejanza que tiene conmigo.» Esta vivencia onírico-visionaria la plasmó Dante en un soneto antes de redactar su comentario en prosa; el poema tiene un toque frívolo y el lector interesado lo hallará en otro lugar.[84]
Representación de un sueño de Dante en el que profetiza la muerte de Beatriz, según D. C. Rossetti. Museo de Liverpool.
Ultima etapa del Purgatorio, según miniatura de un códice italiano del siglo XVI.
Esta escena amoroso-trovadoresca, llena de afectación juvenil, adquiere su significación más honda en la Commedia; es en esta obra donde se recoge de manera definitiva ese doble sentido profético del Amor: en concreto, en los cantos finales del Purgatorio, y diez años después de la muerte de Beatriz, prevista ya por el joven Dante en su imaginazione, tiene lugar el encuentro con la amada ya inmortal pero que sigue personificando al amor.
Recibimiento de Dante en el paraíso terrenal. Uno de los 68 grabados en madera de la edición de la Commedia de Bonini. Brescia, 1487.
A la mañana siguiente de haber superado con éxito las cornisas del purgatorio, los tres poetas —Virgilio (que desaparecerá al aparecer Beatriz, una vez cumplida su misión), Estacio (que se había reunido con ellos, camino de su propia bienaventuranza) y Dante (que ya no sigue a los otros dos, sino que les precede)— alcanzan el bosque eterno de primavera del paraíso terrenal: cantan los pájaros, florecen las flores perfumando los aires y susurran las copas de los árboles, no a impulsos de viento terrenal alguno, sino impelidas por el movimiento de las esferas. Llegan hasta un río cristalino, y ven en la otra orilla a una hermosa joven que recoge flores y canta con la dulzura de una mujer enamorada. Es un cuadro y una figura típicos de Botticelli, convertidos por el pintor en encarnación de la primavera (su famoso lienzo simbólico o alegórico de la Gallería degli Uffizi). El poeta de la Commedia compara a la joven con Proserpina, entre otras advocaciones, diosa también de la primavera: en efecto, Proserpina recogía flores por las orillas del Averno cuando fue raptada por Plutón, señor del Hades, perdiendo así la diosa su sentido originario junto con las flores que había recogido, del mismo modo que la primera pareja humana, en cuya sede se encontraban, perdió su inocencia y la eterna primavera con el pecado original. Pero Proserpina simboliza también a la diosa de la Luna, que recibe su brillo de los rayos del Sol, hecho que explica la primera salutación de Dante:
Una joven canta entre las flores la dulzura de la mujer enamorada, cuando Dante alcanza la primavera eterna. Pintura de Botticelli. Galería Uffizi, Florencia.
Bella mujer, que con ardor de amores
te abrasas, si juzgando los semblantes
nos denuncian los fuegos interiores.
El poeta le ruega que se acerque para que pueda entender su canción. Ella se acerca con la gracilidad de una bailarina y se detiene justo a la orilla del río; luego alza los párpados, y el poeta ve en su mirada el ardor de Venus enamorada de Adonis. Este encuentro está pintado con matices ligeros y galantes, y así, cuando ella le sonríe desde la otra orilla, Dante maldice el río que los separa, aunque sólo tiene tres pasos de ancho. (Aquí hay que remitirse de nuevo a la literatura clásica, al pasaje de Hero y Leandro, separados por el Helesponto. Esta acumulación de datos paganos en el umbral del paraíso cristiano no puede por menos que hacernos sonreír.) Dante no le pregunta, como es habitual, por su identidad, por tanto debemos deducir que la reconoce; la mujer no le informa sobre su persona, sino sobre las condiciones topográficas y geográficas de ese entorno idílico del mundo primigenio; ella le habla de la flora, del mítico río Leteo, que fluye entre ambos, y del Eunoe, que mana de la misma fuente y se desliza en dirección opuesta, y concluye con una alusión a la Edad de Oro y al Parnaso, que provoca una sonrisa de satisfacción en los dos poetas de la Antigüedad clásica.
El canto siguiente, el XXIX, comienza con un verso de un poema pastoril de Guido Cavalcanti, que está casi tomado al pie de la letra (Ceriello, p. 75-76): Cantando come donna inamorata (cantando cual mujer enamorada), que en Cavalcanti decía así: Cantava come fosse inamorata (cantaba cual si estuviera enamorada). Aquí el lector del siglo XIV tenía suficientes elementos de comparación, porque en aquella época esta pastorela era familiar a todo el mundo. Releyendo un pasaje anterior, hallaría otras similitudes. En la primera aparición de la mujer, Dante hablaba de una donna soletta, che si gia (una mujer solita que venía); Guido Cavalcanti había escrito: …che sola, sola per lo bosco gia (…que sola, sola, por el bosque iba), y después: …ella me condujo hacia la fronda, y allí vi flores de todos los colores, versos de Guido que también recoge Dante. El poema de Cavalcanti termina con estos versos:
…Y me sentí tan alegre y seducido,
que creía estar en presencia de Cupido.
Esta técnica de la cita casi literal no es un recurso esporádico, sino muy empleado por Dante; anteriormente, hemos hablado de la respuesta que dio a Buonagiunta sobre los dictados del corazón, y que es casi una copia de una frase de Ricardo de San Víctor. En la descripción del paraíso terrenal, a este recurso técnico se une otro mucho más habitual en Dante, y sobre todo más expresivo: la idealización espontánea en el verso de una realidad desconocida comparándola con una realidad terrena muy concreta y conocida; así, por ejemplo, Dante esclarece su idea del bosque primaveral del paraíso terrenal comparándolo a los ojos del lector con el gran pinar de Chiasso (o Chiassi), situado muy cerca de Ravena junto al Adriático. Lo importante de todas estas comparaciones es que emanan de experiencias directas vividas por el poeta. (Hay un procedimiento opuesto que consiste en relacionar escenas o figuras fácilmente imaginables con otras de corte mitológico-literario, a menudo demasiado alambicadas, para trascender los límites de lo conocido, para «enajenarlo» o «extranjerizarlo», que diríamos hoy.)
Comitiva celestial del canto XXX del Purgatorio. Dibujo de Botticelli.
Marcha y disgregación de la procesión celestial (Purgatorio XXXII). Dibujo de Botticelli.
Con la evocación de la pastora gentil de Cavalcanti, Dante recrea una atmósfera, y además la utiliza como punto de partida para otras asociaciones del mismo entorno al que pertenece la Vita Nuova. Después de compararla con otra figura mitológica, esta vez una ninfa del bosque, la mujer solita, siempre desde la otra orilla del río, conduce a los tres poetas en dirección al gran cortejo que, desde la lejanía, se aproxima a través de los árboles. En este momento, Dante concreta en unas líneas espléndidas una fastuosa procesión alegórica, similar, sin duda, a las que debieron recorrer las calles en su época. El canto XXIX está íntegramente dedicado a describir la comitiva y sus integrantes: la abren los siete portadores de candelabros (que simbolizan los siete dones del Espíritu Santo); siguen los veinticuatro libros del Antiguo Testamento —encarnados por ancianos venerables—; luego, los cuatro animales de los Evangelistas, y un grifo gigantesco —cuya doble naturaleza simboliza a Cristo— que tira del carro triunfal sobre el que en vez del papa aparece Beatriz, rodeada por el coro de las siete virtudes (tres teologales y cuatro cardinales); y como fin del cortejo las personificaciones de las Epístolas y de los Hechos de los Apóstoles, cerrándolo un personaje, que mostraba al dormir faz expectante, símbolo del Apocalipsis de San Juan; la retaguardia la constituye, pues, un grupo de siete ancianos que no llevan guirnaldas de lirios, como los primeros, sino de rosas y flores más bermejas.
Al retumbar un trueno, todo este grupo alegórico se detiene frente a Dante, y en medio de una nube de flores esparcidas por los ángeles, aparece Beatriz, ceñido el blanco velo con oliva / …con verde manto, / vestida de color de llama viva. Beatriz es la figura esencial de este cortejo. Sponsa di Libano, le cantan, como si fuera la esposa espiritual del Cantar de los Cantares, y entonan en su honor Benedictus qui venis, canto triunfal con el que dieron la bienvenida a Jesús al entrar en Jerusalén.[85] Pero, pese a todos estos aditamentos escenográficos, sigue siendo la antigua Beatriz, porque Dante siente al punto una antigua vehemencia que le estremece: de antiguo amor sentí la gran potencia (Purg. XXX, 39); tan pronto como hirió la vista mía / la alta virtud que ya me había herido / cuando estaba en mi infancia todavía (ibíd., 40-42). En consecuencia, Beatriz sigue siendo aquí la personificación del Amor, es decir, la amada de quien procede «la embriaguez del gran temblor»[86] (Vita Nuova XV, pág. 25) y el fuego de la antigua llama[87] (Purg. XXX, 48). Este temblor se intensifica por la desaparición de Virgilio, que ocurre en un abrir y cerrar de ojos, sin ningún aviso previo; pero, al punto y sin ninguna transición, le habla su dama, llamándole por primera y última vez con su propio nombre de Dante. Beatriz, como almirante, que de popa a proa, / la gente que administra visitara / mientras todo lo ordena y avizora, le responde desde su carro: «¡Mírame bien, que yo soy Beatriz!» En el texto original, la repetición triple de la palabra bene recalca el contenido alegórico de la personalidad de Beatriz: es una figura que ha trascendido todos los horizontes de lo humano y se ha convertido en lo que ya era para Dante en la Vita Nuova, es decir, en compendio del Bien, de todo lo digno de ser alabado y amado, y en consecuencia, y por eso mismo, en una terrible encarnación de la conciencia. Coronada con hojas de olivo como Minerva (¡los dioses paganos siguen participando en el juego!), Beatriz se reviste de esa majestuosidad de la madre que recuerda a su hijo una culpabilidad de la que es consciente (posteriormente, Beatriz adoptará el papel más de madre que de amada, del mismo modo que Virgilio es más un padre que un amigo). Con severas palabras ella le reprocha la escasa veneración que el poeta le había tributado tras su muerte. Sin prestar atención a sus intuiciones oníricas el poeta la abandonó siguiendo falsos bienes, cupos dones / no cumplen nunca su promesa entera, siéndole infiel: las plumas abatir no debió hacerte, / esperando más golpes, o mozuelo / o breve vanidad de cualquier suerte; además, las altas prendas del poeta agravan tanto más su traición. El corazón de Dante, abrasado por su antigua pasión, debería haberse helado al oír una reprensión tan minuciosa y severa (siguiendo ese tema que rodea de hielo en la sima del infierno a los que traicionaron a sus amigos); sin embargo, los cantos compasivos de los ángeles que esparcían flores, fundieron pronto ese hielo. Beatriz justifica su severidad aduciendo que el decreto de Dios (ya aludido) hubiera sido traicionado si no se hubiera convertido en clemencia gracias al valor del arrepentimiento concretado en lágrimas sinceras y en una profunda conmoción íntima.[88] En cualquier caso, nosotros debemos tener presente que semejante transformación es posible, tal como se ha dado por sentado en varios pasajes anteriores y se continuará exponiendo posteriormente.
Beatriz es el símbolo del amor. Como tal la pintó D. G. Rossetti en el cuadro que se conserva en la Tate Gallery de Londres.
Después de una confesión dramática e intensa, Dante se atreve finalmente a aceptar los requerimientos de su señora (¡Alza la barba!), y mira a Beatriz cubierta todavía con su velo. En ese momento, impresionado por su belleza, cae en uno de esos trances (conocidos ya en la Vita Nuova) a consecuencia de su arrepentimiento. Al volver en sí, el poeta se ve en brazos de aquella hermosa joven a la que antes había encontrado sola (seguimos sin enterarnos de su nombre). Ella le bautiza sumergiéndole literalmente en las aguas del Leteo y trasladándole después a la otra orilla. Una vez allí, la joven que le ha bautizado, y que ha ratificado su acción entonando el salmo Asperges me, le sumerge otra vez (ahora por completo, porque anteriormente había sido una inmersión incompleta hasta el cuello), de modo que Dante se ve obligado a beberse el agua que le hace olvidar todos sus pecados; tras la purificación y renovación, le presenta a las cuatro virtudes cardinales, y luego le conduce hasta el pecho del grifo, donde le reciben las otras tres virtudes, que miran más profundo. Entonces, contempla por fin en los ojos sin velo de Beatriz la imagen reflejada del enorme grifo, que revitaliza su inmovilidad alegórica apareciendo alternativamente con el aspecto de una de sus dos naturalezas: bien como águila o como león; como Dios o como hombre; como literatura o como filosofía. Y la santa risa de Beatriz sume al poeta en un arrobamiento tan hondo que las tres virtudes teologales (por cuya iniciativa Beatriz había descubierto su semblante) le gritan como advertencia: Troppo fisso! (¡Demasiado fijo!).
Vemos, pues, cómo la mujer de la primavera del canto XXVIII deviene en el canto XXXI en la Juana derivada de Juan el Bautista o precursor. Remitiéndonos a la Vita Nuova y a su conocimiento previo, es fácil relacionar este hecho con la hermosa Giovanna y con las palabras proféticas dictadas por Amor, y en consecuencia se aclara y se ratifica una vez más la verdadera significación de Beatriz. Situados en este contexto, Beatriz ya no representa el amor al estilo trovadoresco, sino el amor teológico, es decir, simboliza al Espíritu Santo o hálito creador. No hay duda de que Dante quería aludir directamente al reformador espiritual Joaquín de Fiore —o a la reforma que después de él hicieron los espiritualistas franciscanos— y pretendía dar a entender a sus lectores esa conclusión tan claramente como fuera posible, pero sin correr el riesgo de ser estigmatizado como hereje. No pretendemos adscribirlo al joaquinismo —su idea del imperio no casaba en absoluto con dicho sistema—, pero es indudable que Dante tomó del joaquinismo, del tomismo, del neoplatonismo y del averroísmo diversos elementos, sin confesarse adepto de ninguno de estos «ismos».
La alegoría posterior tiene un sentido unívoco: proclamar con imágenes cada vez más atrevidas la decadencia y próximo ocaso de la Iglesia de su época, y sobre todo de la adulterada institución del pontificado. En aquellos tiempos, no era imprescindible ni necesario ser novaciano, cátaro o albigense para comparar a la Iglesia con la prostituta babilónica del Apocalipsis y condenar las pretensiones del pontificado gregoriano de un modo tan radical como el de Dante. Pero ¿cuántos miles de adeptos a semejantes ideas no acabaron, por imprudencia, en las hogueras de la Inquisición?
Analicemos aquí los pasajes más importantes. Después de que el peregrino ha encontrado el amor y la salvación, vuelve a sumirse en el sueño, y al despertar en los brazos de la mujer Primavera-Juana, experimenta la visión del árbol simbólico y del carro sacudido y acosado por un águila, una zorra y un dragón; el carro se convierte en un monstruo apocalíptico que lleva sobre sus espaldas a una ramera desnuda, azotada por su galanteador (el rey de Francia, naturalmente) y arrastrada por la fuerza hacia el bosque (el exilio en Aviñón). Beatriz, testigo mudo de esta escena, llena de tristeza (el grifo y su comitiva la habían dejado sola), se levanta y, mientras camina, profetiza la llegada de un futuro salvador, un enviado divino, que restaurará la justicia en el mundo.[89] Sus palabras (como Beatriz misma dice) ocultan su verdad bajo ropajes metafóricos difíciles de descifrar. Entretanto, las dos mujeres y los dos poetas siguen paseando, acompañados únicamente por las siete virtudes, a lo largo del antiquísimo bosque hasta llegar al manantial de los dos ríos, y es entonces —en el momento en que Dante es bautizado también en el Eunoe, cuyas aguas fortalecen el recuerdo de sus buenas acciones a quien las bebe— cuando Beatriz pronuncia por primera vez y como por azar el nombre de la precursora, de la bautista. Y ésta no se llama Giovanna (Juana), como hubiera podido esperar el lector, sino Matelda, nombre para el que no se ha hallado hoy ninguna explicación satisfactoria.
El papa, el emperador de Alemania y el rey de Florencia con altos dignatarios y el pueblo llano. Detalle de un fresco de Andrea di Firenze.
Giovanna, la amada de Guido Cavalcanti, aún vivía en 1300, porque el famoso poema que su amado le escribió en junio de ese año desde el destierro es lo bastante explícito como para afirmar que aún vivía por entonces. Además, convertir a la amada de un ateo o «epicúreo» notorio en introductora del paraíso cristiano hubiera sido poco decoroso, aunque de todas formas el lector creyente ya tuvo que tolerar a Catón, simbolizando a Dios Padre, como portero del monte del purgatorio. En consecuencia, se imponía hallar otro nombre que implicara nuevas relaciones y complicara el enigma, quizá con el afán consciente de despistar a propósito, aunque sin destruir el paralelismo tan cuidadosamente trazado. Giovanna, ninfa de la primavera de Botticelli, predecesora y precursora de la auténtica «traedora de la salvación» (traducción literal del nombre de Beatriz), es, en todo caso, una prefiguración de Matelda; ambas no son la misma persona; y Matelda es una especie de emisaria procedente del ámbito de la Vita Nuova, obra que, en conjunto, prefigura la Commedia, y, en definitiva, se reduce a representar lo que Giovanna en la Vita Nuova, es decir, la dama tipificada de un trovador. Por todo esto, las interpretaciones eruditas que la relacionan con la abadesa alemana Mechthild von Hackebom o Mechthild von Magdeburg, o a veces con la marquesa Matilde de Toscana, nos parecen completamente desacertadas. Esta figura no es, con toda seguridad, una monja, y mucho menos la anciana amiga del papa en cuya donación testamentaria funda mentó Bonifacio VIII parte de sus reivindicaciones políticas. Quizá no sea simplemente más que una figura alegórica: si, como sugiere la visión anterior de Lea cogiendo flores, Matelda debía personificar la vida activa (vita activa) y Beatriz la vida contemplativa (visión de lo divino), entonces el papel de precursora de esta pseudo-Juana[90] habría cobrado un nuevo sentido. ¿Es, pues, arbitraria la inserción del nombre de Matelda, es decir, un recurso para convertir en irresoluble el enigma? ¿O se trata, quizá, de un enor de transcripción? ¿Sería originariamente en vez de Matelda, Mandetta, nombre de la otra misteriosa amada de Guido, la mujer de Toulouse, en consecuencia muy probablemente albigense, y sobre cuya persona se cernieron tantos misterios ya en vida de Dante?[91]
Por ahora carecemos de datos suficientes para poder afirmar algo con certeza. De todas formas, Matelda entra en acción en circunstancias muy especiales: es la precursora y gran sacerdotisa en funciones, y su aparición es esencial para la comprensión total del poema, porque desentraña la significación ético-política del oscuro bosque del extravío del canto I del Infierno y porque prepara la ascensión a los distintos niveles del cielo. Como siempre, su vaticinio no se detiene en el plano metafísico, sino que tiene un empleo concreto en el ámbito referencial político. Lo más esencial de toda la manifestación alegórica y de la declaración profética la constituye, evidentemente, el apocalíptico mensajero de Dios 515, el DVX o IVDEX,[92] tan enigmático y hermético como la alusión al lebrel del canto I del Infierno, que ha provocado muchas más interpretaciones que el sorprendente nombre de Matelda. Hay un elemento que aumenta la oscuridad y dificultad premeditadas de esta profecía, y es el lenguaje desacostumbradamente retorcido que convierte los últimos cantos del Purgatorio, a pesar de su contenido humano y su acción dramática, en la parte quizá más difícil de todo el poema. En ningún otro pasaje se amontonan tanto los símbolos cifrados (para cuya comprensión nos faltan los requisitos previos), las metáforas rebuscadas y eruditas y las alegorías (cuyo significado aún no está del todo esclarecido) como en estos densos cuatro cantos que coronan el Purgatorio, y que resumen por vez primera el credo social, religioso y político de su autor. Indudablemente, Dante quiso dar aquí, en consonancia con la dignidad del tema a desarrollar, un ejemplo exquisito del volgare aulico o italiano como vehículo literario ideal, refinado y rico en matices, pero que, a decir verdad, tan sólo existía en cuanto tal en la mente del poeta; cabe también pensar que el autor tuviera motivos fundados para rodear precisamente esta parte del poema con una muralla levantada a partir de conocimientos humanísticos y teológicos, con el exclusivo fin de impedir a los no eruditos el acceso al verdadero sentido.
Dante orando entre un grupo de resucitados. Detalle del fresco titulado Paraíso de Nardo di Cione. Capilla Strozzi, iglesia de Santa Maria Novella, Florencia.
Más adelante, en el Paraíso, Beatriz hablará un lenguaje mucho más natural, pero que en algunas polémicas se torna tan contundente y plástico como el de los demás bienaventurados.
Toda la carga de vitalidad del Paraíso de Dante deriva de que las almas inmortales no se encierran en una contemplación de Dios, sino que manifiestan sin cesar su intenso compromiso con la vida terrena tan vana y efímera. Cuando no cantan, lanzan duras acusaciones. Los repetidos y apasionados ataques contra los afanes mundanos de la Iglesia y contra el clero en general, a menudo muy incisivos, inyectan vida en el poema; esta vertiente crítica alcanza su apogeo en la tremenda invectiva con la que San Pedro maldice a sus sucesores acusándolos de usurpación y de haber convertido su sede en cloaca de sangre y podredumbre (Par. XXVII, 22 ss.). Esta imprecación no apunta contra un pontífice concreto, ni siquiera contra aquellos odiados por el poeta, como Bonifacio VIII o Clemente V. El apóstol se limita a alabar el extremo contrario, personificado por los obispos mártires de los siglos anteriores a Constantino. En el Paraíso tampoco aparece, pues, papa alguno asumiendo ese papel. A Pedro Hispano lo sitúa en el cielo del Sol con los espíritus sabios por ser autor de los «Doce libros» sobre lógica (Par. XII, 134-135), pero Dante no hace ni la más mínima alusión a que durante unos meses ocupó la sede pontificia con el nombre de Juan XXI; con el mismo laconismo y ausencia de tratamientos se refiere a San Gregorio Magno, recalcando además al respecto la superioridad del conocimiento de Dionisio Areopagita sobre el de Gregorio en lo tocante a las jerarquías angélicas: Gregorio de él más tarde separóse; / pero apenas los ojos hubo abierto / a este cielo, de sí mismo rióse (Par. XXVIII, 133-135). Sin embargo, el número de los vicarios de Cristo condenados en el Infierno es ilimitado… No sufren por esto las arraigadas convicciones religiosas del poeta; la unidad religiosa era un elemento tan esencial de su utopía basada en una comunidad solidaria y sin fronteras como la unificación política, y Dante, por fidelidad a sus principios, defendió con el mismo tesón la primacía del papa en el terreno espiritual y la independencia del emperador en lo político.