Dante

Dante


1. Ni un cuento ni un sueño

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1. Ni un cuento ni un sueño

A mitad del camino de la vida

yo me encontraba en una selva oscura,

con la senda derecha ya perdida.

Infierno I, 1-3

Hubo tiempo atrás un poeta que, de pronto y sin saber cómo, se halló perdido en medio de una intrincada selva. Contaba por entonces unos treinta y cinco años y no era, por tanto, un soñador o un visionario, sino un hombre a punto de cosechar los frutos de la madurez. En su juventud había ganado fama de poeta con las composiciones dedicadas a su primer amor, pero tenía poca experiencia de la vida. Más tarde se había dedicado a tareas más arduas, y con sensato criterio había fundado un hogar y participado activamente en la vida política. Precisamente en ese tiempo en que se vio trasladado de repente a la oscuridad impenetrable del bosque, estaba a las puertas de prestar grandes servicios a su patria. Sus ambiciosos planes parecían realizarse, y confiaba en acercar un poco más a su pueblo unos objetivos que él consideraba honestos y muy beneficiosos. Su meta no consistía tan sólo en satisfacer su afán de notoriedad personal, que él sabía muy considerable; en su intimidad cada día se perfilaba con mayor nitidez el camino que debía seguir la humanidad para conseguir una forma de sociedad donde la vida se desarrollara en el apacible marco de una felicidad solidaria, y el poeta pretendía ni más ni menos que erigirse en guía de dicho camino. Pero precisamente en vísperas de su éxito social tuvo lugar su experiencia íntima más memorable, que él desveló mucho después ante los ojos del mundo; es decir, ese oscurecimiento repentino de su alma, en la que él vio la fuente de su inspiración más excelsa.

Esta serie de acontecimientos prodigiosos acaecían en una época histórica en la que Italia poseía aún regiones inexploradas cubiertas de vegetales, pobladas de animales salvajes, de espíritus buenos y malos, y dentro de las cuales, a veces, en lo más intrincado de la espesura se abrían puertas a los reinos de ultratumba; cierto es que desde las cumbres de las montañas ya no se precipitaba el águila de Zeus para arrebatar a los extraviados y conducirlos a un dorado cautiverio; no obstante, en ocasiones los ángeles descendían por escalas de luz como heraldos de la misericordia para encauzar el destino de los hombres por senderos más justos. Y así como las montañas no eran simplemente montañas sino una alegoría para el hombre que tiende hacia su meta situada más allá, ni la luz únicamente luz sino el símbolo de la embajada y de la fuerza creadora de Dios, así también el bosque trascendía su significado tópico, es decir, no era sólo un lugar de abundante vegetación como nuestros bosques o parques nacionales actuales; no, iba mucho más allá: era la encarnación de lo oscuro, un paraje en el que es fácil el extravío y en el que acechan numerosos peligros al cuerpo y al alma del hombre desorientado, impotente e inerme. Las cuevas que se abrían en los parajes más recónditos podían dar paso al temible Averno, y los animales que tenían en ellas —o en él— sus guaridas y que constituían una amenaza para todos los extraviados, encarnaban, bajo sus múltiples nombres, todo cuanto estorba al hombre y le aparta de su deseo de luz y de su amor por la justicia: orgullo, lujuria, codicia, envidia, cobardía, éstos eran los nombres de los demonios que, conocidos desde tiempos inmemoriales como rivales de los ángeles, no habían perdido vigor ni fuerza en épocas posteriores en que una nueva criatura, la máquina, parecía capaz de satisfacer todos los deseos humanos.

Pero volvamos a nuestro personaje, a ese hombre perdido y ambicioso que se recrea en sus planes de altos vuelos: lo vemos ahora esforzándose por salir de los profundos barrancos del bosque, ascendiendo escarpadas pendientes, sumergiéndose un poco más a cada paso en un espantoso miedo, hasta que tras ímprobos esfuerzos divisa un laberinto de cumbres iluminadas por los primeros rayos del sol. Ya se cree a salvo, libre de la oscuridad de la noche, pero no cuenta con las fieras que han abandonado sus guaridas —del infierno— para interceptarle el paso.

Página miniada de la Divina Comedia que forma parte de un manuscrito del s. XIV. Biblioteca Laurenciana, Florencia.

Los tres animales simbolizan otros tantos vicios que se cruzan en el camino hacia Dios. Página de la Divina Comedia en la Biblioteca Nacional de Madrid.

En primer lugar aparece un demonio menor: un guepardo de piel moteada, que con su figura simboliza la vanidad, la lujuria, la envidia, es decir, la tentación de todas las cosas atractivas del mundo, riesgo que nuestro hombre creía haber superado gracias a una severa y práctica disciplina. Al hombre le resultaría sencillo atrapar y domeñar con el cordón de franciscano ceñido en torno a sus caderas a ese animal furtivo que sólo es capaz de amedrentar a los locos y a los espíritus vulgares. Pero todo su coraje se desvanece al divisar a un león iracundo y furioso, más tarde llamado Superbia, y a una loba muy delgada que, rechinando los dientes, le va pisando los talones. La loba simboliza, de manera muy especial, la codicia y la ambición de poder (pero incluso tratándose de una simbología en apariencia diáfana, no debemos dejarnos llevar por interpretaciones demasiado unilaterales y simples), representa el apetito desmedido y sin límites que todo lo destruye, y provoca en el hombre tal pavor que le hace retroceder de nuevo a la oscuridad del abismo, a la eterna noche del bosque del error, del que ingenuamente creía haberse salvado.

Luego sale a su encuentro una extraña aparición: una figura pálida e imprecisa, que parece brotar de las mismas tinieblas, comienza a perfilarse, rodeada de una luz fantasmal. El espíritu, con voz débil y ronca, descubrió su identidad al hombre con palabras lacónicas y dignas: quien le salía al encuentro a él, hombre con experiencia de la vida, sereno y consciente de su propósito, no era otro que el olvidado ideal de sus años juveniles; sí, era su propia juventud perdida la que se alzaba ante él, un poeta del pasado, muerto siglos antes, a quien había intentado emular en su juventud, cuando nuestro hombre situaba el amor y la poesía por encima de cualquier otra cosa.

Y el espíritu del poeta de la antigüedad pagana le habló, y éstas pudieron ser más o menos sus palabras: «Te está vedado el acceso directo a la montaña de la luz; los tres animales te impiden la visión de Dios y la vuelta a tu ciudad… Yo he venido a mostrarte otro camino, el único que te está permitido cruzar; un camino que te llevará por todo lo existente, comenzando por las profundidades del abismo más hondo para ascender al fin a la luz. Y para que no vaciles ni temas, te daré una señal: me envía tu amada muerta, esa dama a quien ensalzaste en tus poemas juveniles, la mujer que fue el sol de tu juventud, que esta misma noche ha descendido desde el Cielo más alto hasta las profundidades del Averno para pedirme —puesto que fuiste en otro tiempo mi discípulo— que te ayudara a salir de esta encerrona que te tiende el destino.»

Entonces el hombre supo que el amor, la juventud y la poesía —esa triple constelación que en otro tiempo dominara su vida— habían retomado a su alma de improviso en un momento en que estaba a punto de traicionarlas. Sí, el amor, la juventud, y la poesía habían hecho renacer en lo más profundo de su espíritu las llamas de un entusiasmo casi olvidado, le habían despertado para que recobrara su auténtica individualidad, para que ahuyentara de su yo las tinieblas que lo cubrían, aun cuando la tarea era casi sobrehumana, y el camino muy escarpado y sombreado de ocultos terrores. Y así nuestro personaje sigue al antiguo poeta en su viaje hacia las profundidades.

Posteriormente el poeta relatará esta peregrinación asombrosa durante siete días alrededor del mundo, y la mayor parte de la gente la mirará con desconfianza e incredulidad. Pero ¿por qué ha de ser todo esto más inverosímil que los infortunios concretos que persiguieron a este hombre, como su exilio atestiguado por la historia o sus avatares de represaliado por cuestiones políticas? ¿No fueron todas estas circunstancias objetivas el principio de todo lo demás, las que le condujeron a alcanzar cotas mucho más altas que los éxitos sociales a los que había aspirado? Sobre todo teniendo en cuenta que en su viaje atesoró las dádivas y riquezas procedentes de las almas inmortales de los tres reinos de ultratumba.

Esto no es un cuento, ni tampoco un sueño: es un viraje vital. Y aquel que lo experimentó, ya sea como visión de creencias admitidas, como ficción poética, o bajo cualquier otra forma de realidad activa, refirió todo su desarrollo en un libro que se ha convertido en el poema más famoso de la literatura universal. Tiempo después de morir su autor se le llamó Divina Commedia.[1] Y al hombre, Durante Alaghieri, Aldighieri o Alighieri,[2] que fue salvado de la confusión y del anonimato y conducido a la inmortalidad histórica, le conoce cada uno de nosotros por su nombre abreviado de Dante.

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