Daddy

Daddy


Daddy

Página 24 de 36

Después, Hess enviará a alguien en busca del plano de la canalización y cerrará todas las salidas.

«Antes de que tú tengas tiempo de salir. No cabe la menor duda: te arrinconarán como a una rata».

Está bien.

De acuerdo.

Está muy claro.

Se quita su abrigo, lo que ocupa un minuto largo, puesto que no debe chapotear en el agua. Y durante ese tiempo, oye los ladridos de los perros, satisfechos de sí mismos; seguro que han olfateado su olor en la bolsa y han comenzado a seguir su pista.

Deja su abrigo en el conducto y, silenciosamente (hay un soldado que le da la espalda a menos de un metro y medio), abandona la prenda hecha una bola. Un metro, y después otro. Está tendido en la canalización, y es realmente horrible sentir ese hormigón a su alrededor, apretándole los hombros e impidiéndole levantar la cabeza.

Al principio, casi se las arregla, aunque, para avanzar, tiene que ir centímetro a centímetro, ya que no puede reptar, ni separar los codos, ni doblar las piernas. ¡Pero qué duro es esto! Forzosamente, con su propio cuerpo, tapona la llegada de aire fresco por detrás de él, «y tienes la sensación de que te vas a ahogar, que el cemento se estrecha, que su hueco se hace más pequeño, que el agua sube y va a invadir, hasta arriba, el conducto entero. ¡

Tengo miedo!». El pánico le asalta de nuevo, mil veces más intenso que el causado por los perros; es como un relámpago eléctrico que le fulmina; se debate, grita bajo el agua en que está hundido, el abrigo se enrolla alrededor de su cara como una bestia viscosa que viene a atacarle, como un pulpo que se pega a él y le chupa la sangre; el mecanismo patina y ya no controla nada.

Uno… dos…

El reflejo ha hecho su efecto… Thomas ha comenzado a contar, uno, dos, tres, y quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, las cifras unas por una, como

Ella le enseñó, no solamente recitándolas, sino esforzándose en visualizarlas, en verlas realmente detrás de sus párpados cerrados, de un color diferente cada vez, el 1 rojo, el 2 amarillo, el 3 azul, el 4 rosa, el 5… Y nunca dos veces el mismo color, conservando en la memoria los colores ya utilizados, y no un azul y un rojo corrientes, sino el rojo de un geranio, el azul del jarrón de lalique de la habitación de

Ella, el amarillo de un girasol…

Retorno a la calma.

El frío mecanismo.

Sigue avanzando; ya está a diez o quince metros en el interior de la canalización.

El tapón está bien hundido.

Quattermain mira la villa ante la cual acaba de detenerse el gran Renault. Casi es un palacete particular, rodeado de un jardín, en los suburbios de una ciudad. «Como puede ver —le dice Gregor Laemmle—, está usted vivo todavía». La portezuela se abre y se produce un desembarco completo de todos los que iban en el coche. «Por aquí, por favor…».

Una escalinata, luego un vestíbulo. En ese vestíbulo hay unas puertas a la derecha y a la izquierda, más una en el fondo, debajo de la escalera de mármol que conduce al piso. Dos hombres con uniforme del ejército alemán montan la guardia. Suben la escalera, hacen entrar a Quattermain en una habitación confortable y vasta; un tercer soldado está sentado en una silla, frente a la cama, con la pistola ametralladora colocada sobre los muslos y un dedo en el gatillo. «Está usted en su casa, Quattermain; permanecerá aquí hasta que yo conozca la suerte del Niño. Buenas noches. Me parece que tiene una gran necesidad de descanso. Puede salir de su habitación, ir y venir. Pero en la planta baja sólo están abiertas las dos habitaciones de la derecha según se baja».

Gregor Laemmle se retira, seguido de Soëft el flemático. Quattermain, que ya no tiene puestas las esposas, se queda solo frente a ese soldado inmóvil y mudo. Pasa al cuarto de baño, que no incluye ninguna salida real, y vuelve a la habitación, cuyas dos ventanas están provistas de barrotes. Se quita los zapatos y se echa en la cama; apaga la lámpara de cabecera y sólo subsiste ya el halo rojizo de un aplique oculto en gran parte por un trozo de tela. De tal modo que el soldado que le custodia, sentado a cinco metros de él, sólo se le aparece al principio como una silueta indistinta.

Pero sus ojos se habitúan poco a poco a la penumbra; los detalles se precisan al cabo de unos minutos en los que él finge estar dormido.

Transcurre por lo menos una hora y, en la actitud del centinela, le parece discernir una especie de abandono. «Tú nunca has estado en prisión, Quattermain. Y si hubieses estado, por su cuenta y razón, los seiscientos abogados del tío Peter habrían surgido inmediatamente. Pero tu instinto te previene; para el que quiere evadirse hay dos momentos propicios: o bien en los primeros instantes, o bien al término de una preparación muy larga, que puede durar semanas o meses. Y tú no tienes tiempo de esperar».

La respiración del guardián parece haber cambiado, se ha hecho más lenta. Quattermain se desliza fuera de la cama, camina sobre sus calcetines de seda («

car je suis bel et bien chaussé de soie…»), finge volver al cuarto de baño y, al no advertir ningún cambio en el aliento regular de su guardián, avanza hacia él. Cuatro metros, después dos y luego uno. De una manera natural, su mano encuentra el pesado cenicero posado sobre un velador. El movimiento es el de la volea del tenis, breve y violento. El bloque de vidrio golpea en la mandíbula, ángulo superior derecho, y tal vez en el pómulo. Quattermain retiene el cuerpo y lo acompaña suavemente hasta el suelo. Palpa la yugular y se asegura de que el hombre no está muerto… No lo está. Tiene una llave en el bolsillo izquierdo de la guerrera. Quattermain se apodera de ella y la utiliza para abrir la puerta de la escalera, que se entorna un poco.

El rellano está vacío.

Se lo esperaba. Después de las dos coincidencias —un guardián que se duerme y un cenicero en el lugar adecuado—, todo indica que Gregor Laemmle desea una evasión. «Tal vez acecha una ocasión para hacer que me maten, y ése sería el mejor de los pretextos, o quizá Thomas no ha sido detenido, al contrario de lo que su actitud me ha dado a entender, y espera que Thomas y yo tengamos una cita para capturamos juntos».

Sale al rellano y se inclina por encima del balaustre. Los dos guardianes de la planta baja conversan, en una lengua sibilante. Sólo ve sus sombras proyectadas en el enlosado.

«Tienes que ir ahí, Pistol Peter». (En este segundo, piensa en Thomas, con una ternura que ya ni siquiera le asombra).

Saca la llave de la puerta y va en busca de la alfombra de goma del cuarto de baño. Desmonta un enchufe eléctrico con ayuda de una lima de uñas; sólo le ocupa un minuto a lo sumo. Pone los hilos al descubierto, aísla la mano que sostiene la llave a través de la goma y toca los hilos. Un leve y seco chasquido y todas las luces de la casa se apagan.

Está en la escalera, en cuyo balaustre se monta, a media pendiente, en el instante en que alguien sube. Se deja caer, con sus zapatos colgados del cuello, y aterriza sin ruido en el suelo. Va muy rápido, está ya al otro lado de la puerta en ojiva bajo el tiro de los escalones. Se encuentra en una cocina, tropieza ligeramente con una mesa, tantea y acaba percibiendo la mancha más clara de una puerta vidriera: la llave está en la cerradura.

Está fuera, en el jardín. Hace un frío de lobos, pero ve lo suficiente para descubrir una tapia a su derecha. La salta y cae en un nuevo jardín, que también pasa, cortándolo directamente, no perdiendo un segundo en su embestida silenciosa, convencido de que le siguen: «Estoy metiéndome en una trampa, pero ¿en cuál?».

Se calza rápidamente; comienza a correr en cuanto anuda los cordones, a pesar del horrible dolor de su rodilla; no tiene la menor idea de la dirección que debe tomar. Los acontecimientos deciden por él: de pronto se encienden unos faros, bastante lejos, a su derecha, y su haz le capta. Precipita su zancada de antiguo corredor de los cuatrocientos metros, atraviesa la calzada, se adentra en dos calles sucesivas, se agarra a un coche, se hunde en una callejuela —«estoy haciendo exactamente lo que ellos deseaban verme hacer»—, desemboca en una avenida, corre a lo largo de los escaparates apagados y pasa al ras de un tranvía bamboleante, en un amanecer que no ha comenzado todavía. Izquierda, derecha, izquierda por las calles desiertas, y ni la menor señal de persecución tras él: «¿Me habré equivocado y mi evasión les habrá sorprendido realmente?».

Sea como sea, necesita un coche. Hay algunos alineados. Prueba las portezuelas, que están todas cerradas con llave, algo que no le sorprende.

Continúa la marcha. Una avenida. Tal vez la misma que ya había dejado. Otro tranvía se aproxima. Lo que ahora se produce le parece nimbado de una irrealidad total: levanta la mano y el vehículo se detiene; sube a él y toma asiento en un banco de madera, en el cual hay tres obreros y una mujer de rostros sombríos; pero, en el último segundo, suben a su vez dos hombres con largos abrigos de cuero; y en una nueva parada, otros tres abrigos de cuero embarcan.

Y otros dos en la parada que sigue. «No soy de la clase de los que reconocen una derrota, pero ahora…». Apoya su frente en el cristal frío y, cien metros más allá, descubre la presencia de un coche que marcha a un metro de él; a bordo del coche se encuentra Soëft el flemático.

Éste le considera desde abajo, y su chófer acomoda la marcha del Renault a la del tranvía.

Otras dos paradas más, y esta vez es Gregor Laemmle en persona el que sube, no sin ligereza, y viene a sentarse junto a él.

—¿Qué es lo que me cuentan? —dice—. Al parecer, ha hecho usted de las suyas.

El tranvía se detiene. «Vamos, venga conmigo, querido Quattermain». Es embarcado en el Renault, devuelto a la villa. El primer cadáver está en la escalinata.

—Que salvajada la suya —dice Gregor Laemmle—. Casi lo ha decapitado usted.

El segundo cuerpo está en el vestíbulo, de paisano como el primero y con la garganta idénticamente cortada.

—Pero lo más horrible viene ahora, Quattermain. ¡Esa pobre muchacha en la cocina! ¿Para qué diablos la ha apuñalado tanto? Creo que con golpearla habría bastado. Hay realmente un monstruo en usted; estoy estupefacto. Ignoraba que un multimillonario pudiese estar tan sediento de sangre.

Quattermain se niega a subir la escalera, pero le obligan a hacerlo. Vuelve a encontrar la habitación donde ha pasado una hora en total; el soldado que golpeó ha desaparecido, la cama en la que se acostó ha sido hecha de nuevo y el cuarto de baño ha sido modificado; está lleno de objetos de aseo que nunca ha visto: los de una mujer.

—Resumamos —dice Gregor Laemmle—. No contento con haber producido una carnicería en el Var, con dos asesinos marselleses a sueldo (para recuperar, según me dicen, un niño cuya madre le negaba la paternidad), no contento con esto, estrangula a alguien en la orilla derecha del Ródano, huye usted, hiere mortalmente a un policía francés de paisano que intentaba detenerlo, continúa huyendo, acosado a la vez por la policía francesa y por el ejército alemán, llegado fraternalmente como refuerzo. Ya sin otros recursos, se refugia en esta villa donde ahora estamos, le sorprenden en ella y mata usted con el mayor salvajismo a sus ocupantes…, uno de los cuales resulta ser un soldado de nuestra gloriosa Wehrmacht… De acuerdo, se trataba de un polaco más o menos enrolado a la fuerza, pero es lo mismo. No pudo hacerlo peor, querido amigo. Yo, en su lugar, habría preferido degollar a toda una ciudad francesa.

—¿Dónde está Thomas? ¿Qué le ha sucedido?

Los ojos amarillos le miran fijamente, impenetrables.

—Lo han matado —dice al fin Gregor Laemmle con una voz neutra—. Lo han ahogado como a una rata. Está muerto, Quattermain, muerto. Espero que esta noticia le haga sufrir enormemente.

Quattermain golpea, y en la siguiente décima de segundo, sus manos agarran el cuello y aprietan, tratando de triturar los cartílagos. Recibe el primer golpe, y después otros dos, y una barra de hierro le rompe la muñeca derecha. Él suelta la presa, pero intenta golpear todavía, reventar esos ojos amarillos. De nuevo la emprenden con él a golpes, dados a voleo, y esta vez es su hombro izquierdo el que estalla. Atraviesa la pieza y se derrumba sobre la silla en que estaba el guardián sentado. Quiere incorporarse, pero la barra de hierro le rompe el fémur. Cae, intenta levantarse de nuevo. A partir de entonces, los golpes se abaten sobre él con una regularidad metódica, espantosa, abominable, rompiendo sus huesos uno a uno. Duda que traten de matarle, pero lo cierto es que ya apenas piensa; se arrastra sin otro objeto que el de escapar de esta monstruosa paliza, pierde por primera vez el conocimiento, capta todavía algunas imágenes de un Gregor Laemmle desplomado, con el rostro inyectado en sangre, que se deja caer; y luego la barra de hierro le aplasta otra vez y oye claro y seco el crujido de otro de sus huesos…

Es entonces cuando se desvanece por completo, cuando se sumerge ávidamente en la inconsciencia. «Me estoy muriendo, Thomas, lo siento…».

Los perros han descubierto la pista, como estaba previsto. Partiendo de la bolsa, han conducido sucesivamente a sus amos a cada uno de los tres agujeros en los que Thomas se había enterrado, cubierto de tierra y hojas. Después han llegado a la zanja, han encontrado el primer zapato y, veinte metros más allá, el segundo; luego han continuado avanzando y lanzando pequeños ladridos estúpidos.

Así han llegado a la entrada de la canalización.

Jurgen Hess ha acudido en seguida, se ha inclinado en la entrada del conducto y ha ordenado a Thomas que salga de ahí, primero en francés y luego en alemán.

Ha gritado en el silencio, con cien hombres a su alrededor.

Thomas no ha respondido.

Hess, entonces, ha dado órdenes —sabe mandar, eso no es problema; es estúpido como un asno, pero mandar, manda—. Ha dicho que vayan inmediatamente a todas las salidas de esta puñetera canalización, y que busquen el plano de conjunto en la alcaldía vecina, o en Puentes y Calzadas, o en donde sea,

¿a qué están esperando?

Y una última orden:

—Hagan que entre un perro ahí adentro. ¡Y si se come un poco de esta pequeña basura, tanto peor!

Cuatro o cinco minutos después, arrastrado por su amo, que tira de la larga correa, el perro ya ha salido, casi ahogado, pero sosteniendo entre los colmillos el abrigo. De pronto, Jurgen Hess ha reunido a toda su gente. Ha dicho: «¡Esa pequeña basura ha entrado realmente allí dentro! ¡Comenzad todos a romper esa cochina trampa de hormigón! En cuanto a la pequeña basura podéis cortarle un brazo o una pierna, o incluso reventarle un ojo, ¡pero le quiero vivo!».

Y ha precisado que mataría al imbécil que matase a la pequeña basura.

«La pequeña basura te fastidia», ha pensado Thomas.

Que espera, con su cuerpo transformado en hielo, a que todos los soldados se hayan reunido a la entrada de la canalización. «

La cosa ha funcionado». De hecho, ya no está en la canalización, está al aire libre, y se ha alejado unos doscientos metros, deslizándose luego en la zanja; para mayor seguridad, se ha metido completamente bajo el agua, reteniendo el aliento todo lo que le es posible (su recuerdo del mar es de un minuto y diecisiete segundos) y, cuando ha asomado de nuevo la nariz en el aire, ya no hay nadie. «La cosa marcha. Ellos creen que estoy todavía en la canalización. ¡Qué estúpidos son!». Entonces sale arrastrándose de esa maldita zanja, pero inmediatamente comprende que está cometiendo otro error y vuelve al agua, sumergido hasta por encima de las rodillas. Así camina casi un kilómetro, llorando de frío, sufriendo unos terribles temblores; la garganta y el pecho comienzan a dolerle tremendamente, pero continúa avanzando, porque es la única manera de engañar a los cochinos perros, que no podrán husmear su olor. Recuerda a Pistol Peter en el capítulo sexto de

El sioux de los ojos claros.

Acaba subiendo por el camino de tierra. Se toma el trabajo de cruzarlo, de correr doscientos metros a campo traviesa, hasta el río, en el cual entra para despistar a los perros; nada en una corriente muy fuerte (no se sostiene en pie) y es realmente duro volver a la orilla.

Toma ahora su verdadera dirección: la de las montañas. Corre y camina alternativamente durante casi una hora. Llega un momento en que ya casi no puede respirar a causa de la enorme fatiga, pero sobre todo a causa del dolor en el pecho.

Tiene frío y calor al mismo tiempo. Y fiebre. Su vista comienza a nublarse, y en algunos momentos, sin comprender lo que ha pasado, se desploma y queda con la nariz pegada a la tierra rizada por la escarcha y en la hierba casi quebradiza. No recuerda haberse caído y le parece que está adormilado.

Ya no puede más, eso es seguro.

Tose, y cada vez que lo hace es como si le rajasen la garganta con un cuchillo: le duele terriblemente. Por fortuna, el mecanismo aguanta todavía, continúa dando sus órdenes: ve a la derecha, pasa a la izquierda, toma ese camino, no ése, el otro,

no te detengas, porque, si lo haces, ya no podrías seguir, ¡NO TE DETENGAS!

Hace diez minutos por lo menos que ha dejado atrás las dos granjas, y trepa ahora hacia la montaña. Es como una máquina consciente que sólo obedece las órdenes del mecanismo, sin tratar de comprenderlas. El mecanismo le recuerda las palabras de Javier Coll, pronunciadas hace meses y meses, y se las devuelve como un gramófono: «

Después del río, todo derecho, Thomas. Verás dos granjas a tu izquierda; la primera tiene dos ventanas redondas en lo alto, como unas ventanas de iglesia; la otra, que es perpendicular a la primera, tiene un palomar. No te dejes ver; continúa. Un kilómetro y medio, unos tres mil pasos más adelante y más arriba, hay un pequeño aprisco. El muro del lado oeste tiene una cruz de piedra para retener las piedras. Las puntas de la cruz son como una flor de lis».

Thomas titubea, tropieza con los árboles, sube interminablemente, con los pulmones abrasados como por un fuego y las sienes latiéndole muy fuerte. Llega al aprisco, apoya su frente ardiente sobre las piedras frías y húmedas, y a tientas, porque ya no tiene fuerzas para abrir los ojos, lo rodea. Y siente un hierro herrumbroso bajo su mano, un hierro muy rugoso, que acaricia con su palma: hay unas puntas triples en el extremo de cada brazo de la cruz: «

No tomes el camino de la derecha, Thomas, aunque te parezca más fácil. Trepa a través de los árboles, hasta que encuentres un sendero. Verás una gran roca colocada en equilibrio sobre otra. ¿Sabes lo que es un boliche? Pues las dos rocas colocadas la una sobre la otra parecen un boliche».

La pendiente que hay después del aprisco es tremendamente dura. Está llena de tocones de árbol, de raíces, de una tierra muy grasienta y pegajosa, de hojas podridas. Esto resbala, progresa tres pasos y retrocede dos, cae constantemente. La mayor parte del tiempo sus ojos están cerrados —los párpados son demasiado pesados— y llora con cálidas lágrimas. No está desanimado, no, esto marcha, el mecanismo es implacable, le ordena que se levante cada vez, que dé un paso y después otro, le repite que no abandone nunca, nunca, y cuando comienza a dormirse,

Ella le insulta, le trata de cobarde, de inútil, de niñita y, mejor que eso,

Ella le envía unas imágenes suyas, de sus ojos en el Hispano, de su sonrisa, de su voz: «Yo sé que no abandonarás nunca, mi amor, mi vida,

mein Schatz…».

No está desanimado; está al cabo de sus fuerzas, eso es todo. «Pero como nadie te ve llorar, puedes desahogarte un poco». Maldito mecanismo, «me gustaría verte en mi lugar; ¡hago lo que puedo!».

Llora, pero sube y cae de nuevo, resbala hacia atrás un metro o dos. Se duerme —sólo un minuto—, lo justo para tomar aliento, ¿qué más puedo hacer? Y si me muero, tanto peor…

¡LOS PERROS!

Al principio, cree que sueña. Pero no. Los ladridos se acercan, los malditos chuchos llegan. Seguro que Jurgen Hess ha acabado comprendiendo. Y ahora llega, está de nuevo detrás de él, estás perdido si no te mueves.

En realidad, se ha movido. Sin darse cuenta apenas, está recuperando los metros perdidos en su resbalón, la escalada comienza otra vez y el maldito mecanismo ni siquiera le felicita; sólo dice lo que debe hacer, subir bien derecho; le tiene completamente sin cuidado que esté muerto de frío y que sólo sea un chiquillo a quien persiguen con perros y fusiles.

De repente, el sendero surge bajo sus narices. Y delante de él está el boliche; se siente verdaderamente orgulloso: ha llegado justo encima, tenía que hacerlo; «he subido derecho, aunque estoy un poco enfermo».

Ahora, el desfiladero. La primera vez que Javier Coll le habló del desfiladero, Thomas no le comprendió en un primer momento. Javier le explicó que esa palabra designaba una especie de barranco, un paso estrecho entre unas rocas o unas montañas: un

desfiladero en castellano.

Bueno, ahí está.

Thomas se adentra en él. Es cierto que es estrecho; casi podría tocar las dos paredes al mismo tiempo con sólo estirar los brazos. Pero no tiene fuerzas para estirar los brazos, ni para hacer otra cosa que poner una pierna detrás de la otra, y aun así titubea como si estuviera borracho, salta de una pared a otra, cae de rodillas, camina de nuevo. Algo le muerde y le araña por dentro. Es como si ya no tuviese piernas y ya casi no puede abrir los ojos.

«Al salir del desfiladero, Thomas, y a tu izquierda, verás un desprendimiento de rocas, con un pequeño sendero que trepa por él. Es allí».

Los malditos perros están muy cerca. Los hombres gritan en alemán y francés.

Ataca el desprendimiento y se cae en seguida, totalmente de narices; prosigue a cuatro patas, sube tres o cuatro metros y, cuando los haces de las linternas eléctricas le captan, ve perfectamente las luces, pero no comprende o se niega a comprender su significación.

—Atrapen a esa pequeña basura —dice en francés la voz de Jurgen Hess, realmente muy lejana, como si hablase desde la luna.

Thomas sube; ahora ya nada podrá detenerle, nada. Está dos veces a punto de caer y de herirse en las mejillas con unas piedras cortantes; pero sube, asciende como un ciego, indiferente a todo. Ya ni siquiera siente dolores. «

Una vez llegado a la cima del desprendimiento, Thomas, hay un sendero que sigue la cresta. Una vez allí, ya habrás casi llegado y…».

La voz de Hess:

—Esperen antes de cogérmelo. Déjenle que se agote un poco más; ya nos ha hecho correr bastante.

Thomas oye unas ráfagas de disparos de fusil; las oye, pero es como en el cine: seguramente no son de verdad. Él sube, sin problemas; pronto estará arriba, nada ni nadie le detendrá. Sube, sobre un fondo sonoro de batalla; disparan sobre él desde todos los rincones. En cierto momento, una gran mano quiere asirle, pero él la muerde y continúa. Más arriba, en lugar de una piedra, siente bajo sus dedos una pierna. La golpea, para que se aparte de su camino… ¡Nadie le detendrá, nadie! Está terriblemente rabioso porque alguien quiere detenerle; «¡si fuese mayor, le mataría!».

Continúa debatiéndose furiosamente cuando le levantan del suelo, y golpea con los puños y los pies. «¡NO ME DETENDRÁN!».

Tranquilo, Thomas, tranquilo… Cálmate, soy Miquel…

Thomas se debate con una cólera asesina: «¡Una piedra. Cogeré una piedra y le romperé la cabeza! ¡Le mataré, aunque todavía sea pequeño!».

¡Thomas! ¡Soy Miquel! —repite sin cesar el hombre que le sostiene en brazos—.

¡Soy Miquel, Miquel, cálmate!

Y finalmente la voz, la lengua española, el timbre familiar y todo eso acaba penetrando en su conciencia. Cesa de debatirse, pero desconfía; el mecanismo le dice que desconfíe; tal vez no es el verdadero Miquel, ¡tal vez es Jurgen Hess que finge serlo! Trata de abrir los ojos, pero no puede.

—¿Quién es el jefe, Miquel? ¿Y dónde está?

—Javier, Thomas; el jefe era Javier. Y era de Sóller, en Mallorca.

«¡Oh, Dios mío! —Piensa Thomas—. ¡Es él, es Miquel

el Invisible! ¡He llegado hasta él, Dios mío! ¡He llegado!».

—¿Realmente he llegado, Miquel?

¿De verdad?

—Has llegado de verdad, se acabó —dice la voz de Miquel, y está claro que Miquel llora, todo él es sacudido por sollozos, llora como una mujer.

«Yo también tengo ganas de llorar, ha sido terriblemente duro, Miquel, terriblemente duro.

Estoy enfermo, Miquel, estoy enfermo».

—Todo va bien, Thomas, todo va bien; se acabó.

Y Miquel, llorando, le lleva sobre su espalda.

—Señor Quattermain, ¿me oye usted?

Quattermain no reacciona en seguida y parece que la voz le llama desde ya hace mucho tiempo, una voz desconocida que se expresa en un inglés perfecto, teñido de un delicado acento de Oxford.

—Me llamo Joachim Gortz, señor Quattermain. Tengo relaciones de negocios con su familia desde hace más de quince años.

Quattermain consigue levantar los párpados, comprueba que está acostado en una cama de hospital y que el torpor que experimenta proviene, sin duda, de alguna droga que le habrán administrado.

—¿Comprende usted lo que le digo, señor Quattermain?

Él mueve sus párpados en señal de asentimiento. El hombre que está de pie junto a su cama tiene unos cincuenta años, la tez rosada, los ojos azules, los cabellos casi grises; está notablemente bien vestido.

—Sé que sus fracturas de la mandíbula le impiden hablar —prosigue Gortz—. Créame que lamento profundamente lo que le ha sucedido. Quiero, ante todo, tranquilizarle en un punto: he podido ponerme en contacto con mis amigos de Nueva York y su familia está avisada. Ahora está bajo mi protección y, sobre todo, bajo la protección de las altas finanzas. Su vida no corre peligro.

«¿Y Thomas? ¿Qué le ha sucedido a Thomas?». Quattermain intenta en vano que sus labios se muevan, pero todo ocurre como si el presunto Joachim Gortz hubiese leído la pregunta en sus ojos:

Ir a la siguiente página

Report Page