D.O.M.

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No regresó y, cuando mi vejiga estaba a punto de iniciar la cuenta atrás para estallar, vi de refilón el vibrante y único color de pelo de Miranda.

El melenudo rodeó los hombros de ella con un brazo.

Salté de mi sitio y, tropezando con las patas de las mesas y de las sillas que había a mi alrededor, fui tras ellos haciendo el camino inverso que nos había llevado hasta allí. Suspiré aliviado de que al menos él no se la llevaba a su casa.

Esa vez los semáforos no nos detuvieron y ellos ya no conversaban ni se miraban a los ojos. Miranda tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta.

Me cerré la mía hasta el cuello y acomodé el gorro sobre mi cabeza.

Atrás quedó la brisa del mar.

Ellos doblaron en la calle de la casa de Miranda; yo crucé para recuperar mi puesto de vigía desde la acera de enfrente apresurando el paso. Pegué la espalda al árbol y los vi detenerse ante el portal de ella.

Él la enfrentó con una sonrisa, le dijo algo a lo que ella contestó y comenzó a sacar las llaves de su bolso. Él tomó la mano en la que ella sostenía las llaves, ella lanzó una mirada hacia dentro. Cruzaron un par de palabras más. Él, sin perder la sonrisa, meneó la cabeza, ella se pasó una mano por el cabello mientras que en la otra sostenía sus llaves.

Otra vez se me aceleró el pulso.

«Si ella quisiese que él entrara en su edifico, ya habrían entrado —pensé—; él debe de estar intentando convencerla.»

«Cruza la calle y mátalo», repitió una voz dentro de mi cabeza, hasta que dejé de escucharla para verlo poner una mano sobre el cuello de Miranda, para inclinarse hacia ella. Sus labios hicieron contacto con los de Miranda.

«Estás muerto», le gruñí mentalmente.

El melenudo se alejó de ella. El beso no fue más que eso, tocar sus labios. Yo hubiese hecho algo mucho mejor, Miranda se merecía un beso perfecto, las mejores caricias, no esa mierda que él le daba.

«¡Jódete, melenudo, no obtendrás de ella mucho más, no pienso permitirlo!»

Él le dijo algo más sin soltar su cuello y después ella, con la vista puesta en un lugar indefinido que por suerte ni siquiera rozaba el cuerpo de él, le contestó algo.

Miranda subió el escalón del portal y él se quedó abajo.

Miranda insertó la llave en la cerradura y él la saludó con la mano.

Miranda empujó la puerta y él dio un primer paso alejándose, pero todavía vuelto hacia ella.

Miranda entró en el edificio y desde allí le hizo un gesto con la mano.

Él dio media vuelta para alejarse.

Miranda se quedó allí detenida, mirando hacia fuera, pero no hacia él, sino hacia los automóviles estacionados frente a su entrada. Tenía la vista perdida, sin centrarla en nada; me pregunté en qué estaría pensando, en si recordaría que yo existía.

Pues si ella no me recordaba, ya se lo recordaría yo.

De un salto bajé el bordillo y crucé la calle corriendo para evitar que se me escapase; Miranda ya se daba la vuelta al cerrar la puerta.

«¡No te me escapas!», le grité con la mente.

—¡Miranda! —la llamé, entonces sí, entonando su nombre lo suficientemente fuerte como para que pudiese oírme desde el interior del vestíbulo del edificio. Mi puño dio un par de veces contra el cristal, llamándola.

Miranda se detuvo con el dedo a pocos centímetros del pulsador de llamada del ascensor.

Se volvió para ver quién llamaba a la puerta y, al verme, su rostro fue la viva imagen de la incredulidad.

Bajé el puño y me alejé un poco de la puerta, no demasiado; si ella decidía escaparse de mí, tiraría la puerta abajo antes de que consiguiese meterse en ese cubículo.

Miranda dudó un par de segundos más y al fin, moviendo las llaves entre sus dedos, caminó hasta la puerta, hasta mí.

—¿Qué hace aquí?

Su voz alcanzó mis oídos, opaca por el espesor de los cristales de la puerta.

La vi inspeccionar mi aspecto con el entrecejo fruncido. Debía de tener demasiadas preguntas dando vueltas por su cabeza.

—¿Podemos hablar?

—Todavía no me ha contestado. ¿Qué hace aquí a esta hora? ¿Es una emergencia con su cabello y por eso lleva gorra? —inquirió con una ceja en alto.

Sonreí.

—Mi cabello ha sido un desastre todo el día. Eso es lo que sucede cuando tú no estás conmigo.

Entonces su otra ceja trepó por su frente para alcanzar la altura de la anterior.

—Lo veré mañana, supongo. De cualquier modo, no tiene razón de ser que lo peine ahora.

Alertado por sus palabras, me pegué a la puerta.

—Por favor, ¿podría pasar o podrías salir?

—Justo acabo de entrar de la calle y estoy cansada. Mi despertador suena por las mañanas al igual que el suyo.

—¿No tienes curiosidad por saber por qué estoy aquí?

—Ya se lo he preguntado y usted no me ha contestado.

¿Cómo demonios explicarle el porqué de mi presencia allí si ni yo mismo lo comprendía?

—Escucha, Miranda, es muy molesto hablar contigo así, a través de la puerta.

Ella estiró el cuello, espiando por encima de mis hombros.

—¿Dónde está Mel? ¿Y sus guardaespaldas?

—He venido solo.

—¡¿Qué dice?! ¿Solo? ¿No es peligroso...? —Con ambas manos, rebuscó entre las llaves hasta encontrar la de la puerta que nos separaba—. ¿No es peligroso que salga sin protección a la calle? —demandó tirando de la puerta—. Incluso así vestido alguien podría reconocerlo.

El hecho de que se percatase del detalle de mi cambio de estilo me alegró. Le sonreí.

—¿Te gusta la pinta que tengo?

Miranda puso cara de pánico y, sacando un pie hacia el exterior del edificio, me agarró por el antebrazo y tiró de mí hacia dentro.

—Huele a alcohol —me soltó cuando todavía no había acabado de cruzar el umbral. Su tono sonó a reproche.

—También tú. —Sin importar lo que me dijese, no se me borraría la sonrisa de los labios. Por los motivos que fuesen, ella me había abierto la puerta y en ese momento estábamos allí los dos, dentro de su edificio. Eso estaba resultando mucho mejor de lo esperado.

—He bebido sólo una copa de vino. ¡¿Sabe qué?, no le debo explicaciones!

—No te las he pedido y, sí, he bebido un par de vasos de whisky; es que estaba muy aburrido y lo necesitaba.

—¿Se ha escapado de sus guardaespaldas? ¿En qué bar, restaurante o lo que sea los ha dejado? —Empezó rebuscar dentro de su bolso—. Llamaré a Mel para que envíe a alguien a buscarlo.

—La despertarás.

—¿Cómo demonios ha llegado aquí? —Hizo una pausa—. ¿Qué hace aquí?

—¿Podemos subir? —No contestó—. ¿Todavía no te he dicho que estás preciosa, no? Qué grosero soy —añadí ante su silencio—. Estás muy guapa esta noche y lamento traer de regreso el recuerdo, pero... cuando vine aquí por primera vez también estabas muy hermosa.

—¿Está ebrio?

—¿Lo supones porque te digo que estás preciosa?

—Porque está diciendo estupideces y porque su presencia aquí no tienen ningún sentido.

—¿De dónde llegas a esta hora? Me has dicho que acabas de entrar...

—No es de su incumbencia.

—¿Tienes novio?

—Eso tampoco es de su incumbencia.

—Podrías admitirlo, si lo tuvieses. ¿Qué mal puede hacer que me lo digas?

—No.

—No, ¿qué?

Miranda puso los ojos en blanco.

—Señor gobernador, necesito dormir, estoy cansada.

—También yo.

—Llame para que lo vengan a buscar y lo lleven a su casa.

—No quiero ir a mi casa. No puedo descansar allí.

—Bueno, no está muy lejos del hotel al que fuimos el otro día...

—No quiero dormir en un hotel.

Miranda se quedó mirándome y al cabo de unos segundos se cruzó de brazos, enfrentándome.

—¿Puedo dormir en el sofá?

No contestó, se quedó con la vista soldada a mí, sin parpadear.

—¿Puedo dormir en el suelo?

—¿Cree que, en el supuesto caso de dejarlo pasar, haría que durmiese en el suelo?

—Si me acompañas en el suelo, no me quejaré —bromeé, haciéndola sonreír.

—Se ha perdido un poco lejos de Tijuca, gobernador.

—Me conformaré con tu sofá y un café.

Miranda meneó la cabeza, sonriente. Sin decir nada más, giró sobre sus talones, dando media vuelta en dirección a los dos ascensores.

De un salto me puse en marcha para seguirla.

14. Libre

Odié cada segundo dentro de la diminuta cabina, pasada de moda, del elevador. Cincuenta años atrás, por lo visto la gente tenía menos problemas de los que tenemos ahora —al menos, menos de los que yo tengo— para relacionarse con los demás, por lo que espacios tan reducidos no debían de ser un detalle del que preocuparse. Bueno, en realidad no era una preocupación, sino más bien tensión al rojo vivo por culpa de tener al gobernador, a Daniel, tan cerca de mí. Mis ojos no tenían dónde huir y el espacio vital que compartíamos era tan pequeño que respiraba no solamente su perfume, sino también su aliento.

No es que la situación fuese intrínsecamente desagradable; sí, él tenía algo de aliento a alcohol, pero de todas formas gritaba mucho más fuerte la conjunción de los aromas de su perfume, su piel, su ropa y el aire de mar al que había debido de estar expuesto, que cualquier otra cosa. La cercanía, con la mayoría de los seres humanos, cuando era fuera del Délice o del Mirror, me incomodaba hasta el punto de hacerme sentir mal, de provocarme síntomas a nivel físico; tener a Daniel pegado a mí no me provocaba ni incomodidad ni rechazo a nivel piel, pero sí en mi cabeza, en esa maraña de interconexiones que jamás habían funcionado bien en mí.

Sí, él me gustaba, la química estaba ahí; también estaba presente entre la piel de Caetano y la mía y, sin embargo, él no me hacía sentir ese pánico, resultado del hervidero de fuego líquido que consumía cualquier intento de pensamiento racional.

Otra vez dentro de mi cabeza sonaron las palabras de Doménico recomendándome que me distanciase del gobernador.

Repetí mentalmente una y otra vez que era libre, que podía alejarme de él en cuanto quisiese, en cuanto las puertas del ascensor se abriesen al llegar a mi planta. Llegamos y no resultó, continuó siendo como si estuviésemos encerrados en ese espacio de menos de un metro cuadrado.

Daniel se mantuvo en silencio, incluso al cederme el paso. Me habló con un ademán de su mano derecha, con su mirada, incluso con su piel.

No solamente su aspecto era distinto.

Me pregunté cómo era posible que un mismo individuo te resultase tan próximo y tan lejano al mismo tiempo.

No necesitaba decirle qué puerta era la mía ni excusarme por el posible desorden en mi hogar, él ya había estado allí. Es como cuando tienes un amigo desde hace mucho tiempo y esa amistad se convierte en algo más, cuando sabes que no necesitas ni fingir ni intentar ocultar ciertas cosas, porque esa persona ya lo ha visto todo de ti; pues bien, con Daniel no era exactamente así, pero lo sentía así, y de cualquier modo me ponía nerviosa el hecho de que atravesase el umbral.

Empujé la puerta. Percibí la penumbra en la sala de estar, creada por la lámpara de sal en un rincón y el silencio teñido de aroma a tilo. Patricia debía de estar durmiendo; solía acostarse temprano para levantarse antes del amanecer a hacer yoga o a meditar.

—Por favor, no haga ruido, no alce la voz, Patricia debe de estar durmiendo —le pedí en un susurro antes de terminar de abrir la puerta.

Sonrió con picardía.

—Uuu... es como cuando estás en el colegio e intentas ocultarte de los padres de la chica — bromeó echando chispas de energía por los ojos. Por lo visto eso le entusiasmaba y divertía. A mí, no tanto. La cena se removió en mi estómago, la cena y todas las piezas que procuré poner en su sitio en lo que duró mi salida con Caetano. Todavía no acababa de hacerme a la idea de plantearme tener una relación medianamente normal con alguien, que tenía que aparecer él en mi puerta.

El gobernador no tenía ni idea... de estar mis padres allí, él no podría aproximarse ni a un kilómetro de mí.

—Gobernador, no quiero que ella se lleve otro susto como el que le dio usted con su batallón de amigos.

—Pues ahora estoy solo y desarmado.

—Bueno saberlo —murmuré entre dientes empujando la puerta y cediéndole el paso.

Se detuvo a mi lado antes de entrar.

—¿Crees que te lastimaría?

—Me apuntó con un arma cargada una vez.

—Y tal parece que jamás me perdonarás eso.

—Si realmente no se lo hubiese perdonado, ¿estaría entrando en mi casa ahora?

—Ésta podría ser tu venganza. Me harás entrar y luego me asesinarás para más tarde arrojar mi cuerpo...

—No soy de ninguna mafia, señor gobernador.

Se quedó mirándome. Sin añadir nada, entró, internándose apenas un par de pasos en el salón, moviéndose despacio, como reconociéndolo todo por primera vez; quizá su primera visita no le había dado la oportunidad de recorrer el espacio con la mirada.

—¿Podrías llamarme Daniel, por favor? Te juro que nadie te acusará de desacato.

—Usted es mi jefe.

—No jodas. —Se volvió en mi dirección justo cuando terminaba de cerrar la puerta—. ¿Habéis cambiado las cosas de sitio, no es cierto? —soltó sin darme tiempo a responderle nada a ese «no jodas».

Lo miré ceñuda. ¿En serio lo había notado? Bien, por lo visto el gobernador sí había tenido tiempo de examinar mi hogar.

—Sí, Patricia ha hecho unos cambios hoy, para que las energías fluyan mejor y esas cosas.

Fue su turno de mirarme con suspicacia.

Su mirada volvió a la de siempre para pasar por encima de mí en dirección al sofá.

—Es muy corto, no entraré ahí; soy demasiado alto para esa pieza de mobiliario y creo que eso podría afectar las energías de este lugar.

—Bien, no se preocupe, le prepararé su café y, mientras se lo bebe, espera a que Mel pase a por usted.

—Puedo encogerme un poco.

—Sí, eso suponía. ¿Me sigue? La cocina es por allí. —Le señalé la puerta.

—¿No hay cosas tuyas aquí?

—Los muebles y la mayoría de las cosas son de Patricia; ella las mudó aquí desde su anterior piso —le contesté, y eché a andar en dirección de la cocina.

—Pero llevas meses viviendo en este país. No vivirás como una exiliada toda la vida, ¿no?

—No sé si me quedaré aquí toda la vida, gobernador.

—¿Tan pronto planeas regresar a casa? —inquirió entrando en la cocina a casi nula distancia de mí.

Quizá lo soñé o imaginé, pero detecté alarma en su voz.

—No he dicho eso —encendí la luz—. Mis cosas están en mi cuarto. Dígame —me di media vuelta y lo enfrenté—, ¿le gusta el café fuerte?

—Lo necesito fuerte.

—Perfecto. Tome asiento.

Ante mis palabras, giró la cabeza y le lanzó una mirada a la mesa arrinconada contra la pared y a las dos sillas y la banqueta que la rodeaban; las cuatro piezas de mobiliario eran de estilos muy distintos. Nuestra cocina no era del tamaño de la suya, ni lucía remotamente igual de organizada. La cocina del gobernador era una de esas que parece directamente sacada de una revista de decoración; la nuestra era un absoluto descontrol, un cambalache de colores, texturas y formas en la que apenas si quedaba un centímetro libre.

La cafetera italiana, limpia y vacía, estaba sobre uno de los fuegos del fondo.

La moví hacia delante y busqué el café. El gobernador continuaba en silencio.

—¿Todo bien? —le pregunté sin volverme.

¿Estaría mirándome el trasero o algo así? No, era muy probable que no me viese de ese modo. ¿Se estaría preguntando cómo hacer para largarse de allí cuanto antes? ¿Estaría demasiado borracho como para pensar? No, eso último no me lo parecía.

—Sí, lo siento, es que estoy agotado.

Me di la vuelta, dejando la lata de café en la encimera.

—Gobernador, de verdad que creo sería mejor si se fuese...

—A dormir, pero dormir aquí; paso del café y así no te hago trabajar más de la cuenta. No ronco.

Imaginé a cuenta de qué venía esa última acotación.

—Solamente quiero dormir, no solo.

—Sí, ya he notado que le resulta complicado dormir solo.

—Por lo general, cuando alguna mujer se queda a dormir en mi casa, no duermo.

—Sí, claro —resoplé imaginándolo al lado de mujeres de todos los colores de cabello.

—No he querido decir eso. Me cuesta dormir en compañía y, en casa, es complicado.

—¿Lo es?, no consigo seguir su razonamiento.

El rostro de él en ese momento era la mezcla del de un cachorrito abandonado con el del lobo feroz.

—Juro que no te tocaré ni un pelo.

Apoyé el trasero contra la encimera y me crucé de brazos.

—¿Y qué pasa si yo ronco?

—Podré perdonártelo.

—Pero no podrá dormir.

—No te preocupes por mí.

No me preocupaba por él, me preocupaba por mí, porque, en cuanto le abrí la puerta allí abajo, deseé tenerlo en mi dormitorio.

—Entienda que esto es muy extraño por ser usted mi jefe y el...

—No lo analices todo tanto. Tú te llevarías muy bien con André. Por cierto, mi madre me llamó hoy, le dije que el sábado me acompañarías a cenar a su casa.

Me atraganté con saliva y me dio un ataque de tos.

—¡¿Qué?!

—Necesito tu ayuda allí, serás como mi chaleco antibalas a prueba de familiares.

—Ah, gracias. Cuánto me alegra que piense en mí de ese modo.

No creí notar que diese señales de percatarse de mi enojo; en vez de eso, se levantó de su silla. De uno de los bolsillos de sus vaqueros extrajo algo; resultó ser su billetera, la cual abrió para tenderme un billete de cien reales.

De refilón vi que llevaba la billetera demasiado cargada de dinero, tal es así que gritaba «¡róbame!». El reloj de ochenta y tantos miles de reales continuaba en su muñeca.

—Lo que te debo, más intereses.

—Está bien, no es necesario.

—Claro que sí. —Como no cogí el billete, lo colocó sobre la mesa—. Debería darte más, por las molestias ocasionadas, por alojarme aquí esta noche.

Mi paz mental de ahí a cinco minutos, cuando llegásemos a mi habitación, sería imposible de comprar, incluso con todo el dinero que imaginé que tenía.

—No se preocupe por eso, se me pegó de Patricia eso de hacer el bien recogiendo almas perdidas que vagan por la calle —bromeé.

Daniel permaneció en silencio un instante mirándome directamente a los ojos. Si el contacto hubiera durado un segundo más, me hubiese lanzado a por su boca con las manos por delante, deseosas de desnudarlo y tocarlo.

—Gracias —entonó con un cariz distinto en la mirada, como si mis palabras soltadas a modo de chanza en realidad no hubiesen estado tan alejadas de la realidad.

—No hay de qué. Venga, le mostraré mi cuarto, que yo también estoy agotada —solté con voz extraña, porque me costó apartarme de mis ganas de hacer mío su cuerpo.

Me siguió en silencio, apenas haciendo ruido con sus pisadas. Empujé la puerta entornada y encendí la lámpara de pie que estaba a mi derecha. Entré terminando de abrir la puerta. En realidad en mi habitación no había demasiado que ver: una cama que ocupaba casi todo el espacio, una sola mesilla de noche muy sencilla que a pesar de todo me había costado todo un día montar (maldita la hora en que decidí comprar un mueble desarmado), sobre ésta, una lamparita, un sillón junto a la ventana, el televisor en la pared opuesta a la cama, un modesto escritorio que por suerte tuve el tino de comprar ya con forma reconocible, una silla, mi maleta y maletín de trabajo, el armario entreabierto por el cual asomaban algunas de mis prendas, en su mayoría negras, y la lámpara que acababa de encender, una imitación un tanto burda de la lámpara de arco diseñada por Achille y Pier Giacomo Castiglione. Pese a los pocos estímulos visuales —siquiera la cama resultaba tentadora, con la manta negra, sin almohadones o mayor decoración—, Daniel se tomó su tiempo para examinarlo todo.

—Es agradable —sentenció—. Me gusta. —Tocó la semiesfera de la lámpara con los nudillos—. Siempre he querido una de éstas, me fascina que no se tumben. —Sonrió—. Me dan la constante sensación de que se caerán, pero nunca lo hacen.

A mí me sucedía lo mismo, por eso la había comprado. Pese a ser una copia de la original, me había costado un buen dinero.

—Es imitación.

No le prestó atención a mis palabras e inspirando hondo se movió hacia el rectángulo de espacio que quedaba libre entre los pies de la cama y el escritorio.

La ventana estaba abierta, por lo que entraba la brisa más fresca de la noche y los sonidos y aromas de la ciudad, los cuales se fundieron con los de él y me envolvieron en cuanto cerré la puerta.

—Esta noche dormiré bien —dijo con la vista fija en la cama, sonriendo sin enseñar los dientes—. Tienes una cama muy grande, casi tan grande como la mía.

—Sí, el problema es que no estoy acostumbrada a compartirla.

Giró un poco su rostro en mi dirección y me observó con su ceja izquierda en alto.

—Me gusta que mi cama sea grande, me desparramo mucho por las noches.

Daniel rio bajito.

—¿Te desparramas?

En cuanto lo preguntó, entendí que mi comentario había sido demasiado infantil.

—Sí, soy de dormir toda atravesada y... Nada, intentaré no patearlo.

—No te preocupes, sé defenderme.

—Sí, por su entrenamiento con el BOPE y eso.

—De cualquier modo, cuando duermo no suelo moverme mucho.

—Genial —entoné, sin saber por dónde seguir. Nerviosa, me rasqué el cuello.

—Bien —hizo una pausa—, ¿podría pasar al baño antes de acostarme?

—Sí, claro; es la puerta del fondo por el corredor.

—Bien. —Se quedó mirándome una vez más.

—Escuche, quizá sea mejor que yo duerma en el sofá y usted aquí —solté sintiéndome ahogada por él, por todo lo que me pasaba por la cabeza y el pecho; el caso es que, lo veía a él, veía la cama, y me entraban ganas de meterme allí con él para dormirme en sus brazos y al despertar por la mañana tener sus besos, sus caricias y todo su cuerpo para mí.

—No permitiré que duermas en el sofá —se interrumpió—; no quiero que duermas en el sofá. Juro que me comportaré como un caballero. No sé por qué no estás acostumbrada a compartir tu cama, pero, por lo que sea, ¿no podrías hacer una excepción esta noche, por mí? Por mí... Daniel.

Sentí que perdía la voz y antes de ponerme en evidencia decidí contestar que sí moviendo la cabeza.

—Bien; en seguida regreso. No te arrepientas en mi ausencia.

Al pasar por detrás de mí, toda mi piel se erizó.

Abrió la puerta y salió, dejándola entornada.

Me costó reaccionar.

Solté mi bolso sobre el escritorio, me quité la chaqueta de cuero —me moría de calor con él allí, pero todavía no me la había quitado— y fui hasta la cama, aparté la manta y revisé que las sábanas oliesen bien. Hacía dos días que las había puesto, pero con los nervios que llevaba encima me preocupaba que pudiesen oler a sudor. Las sábanas apenas si olían un poco a mí.

Encendí la luz de la mesilla de noche.

Regresé al lado opuesto de la habitación, abrí el armario y un par de prendas se me cayeron encima. De la cajonera del interior, saqué una camiseta limpia y uno de los shorts de andar por casa. No es que fuese pudorosa ni mucho menos, no después de mis experiencias en el Mirror y el Délice; sin embargo, con Daniel era distinto; en mí había surgido esa misma inquietud de los dieciocho años, cuando todavía no tenía demasiada idea de cómo actuar frente a los hombres.

Cogí las prendas, metí el resto hacia dentro y cerré las puertas.

Me quité los zapatos, puse algo de orden a mi alrededor y bajé las persianas para que el sol no nos diese en la cara por la mañana.

Oí la puerta y me giré para terminar de verlo entrar. Se había quitado la gorra, la chaqueta, los zapatos y hasta los calcetines. Su calzado colgaba de dos de sus dedos de la mano izquierda.

La simple visión de su humanidad en ese estado tan mundano, tan cotidiano y despreocupado y al mismo tiempo tan condenadamente glorioso, me aflojó las rodillas. Quise decirme a mí misma que no era más que un hombre, un hombre como cualquier otro y, como ni de casualidad era eso, no al menos para mí, vi en él lo que ni siquiera sabía que estaba buscando, vi eso y mucho más, porque vi en él un principio y el principio trae consigo un millón de oportunidades distintas.

«¿Qué principio?», se preguntó mi cerebro, y mi corazón prefirió no contestar.

Por unos segundos todo mi cuerpo se distrajo con la camiseta negra que dejaba ver de un modo increíble los músculos de su pecho y hombros, incluso sus abdominales.

—Acuéstese si quiere, en seguida regreso.

—¿Qué lado de la cama prefieres? Te dejaré el de la mesilla de noche, ¿ok?

—Sí, perfecto. ¿Quiere que le traiga un poco de agua o algo?

—No, estoy bien —la pequeña sonrisa que me dedicó fue de lo más dulce—, ya te estoy causando suficientes trastornos.

—No es un trastorno traerle un vaso de agua.

—Estoy bien.

—¿Seguro que si pasa la noche fuera de su casa no tendremos a toda la policía de Río buscándolo por la mañana?

—En cuanto despierte le enviaré un mensaje a Mel.

—¿Le dirá que se quedó aquí? —No solía importarme lo que otros pensasen de mí, pero...

—Le diré que estoy bien.

—Bien. De acuerdo. —Mis pies descalzos se removieron sobre el suelo desnudo—. En seguida vuelvo.

Su respuesta fue un tirón de sus mejillas a sus labios para ampliar esa sonrisa de labios pegados.

Salí de la habitación con la impresión de no tener ni la más remota idea de quién era yo en ese instante. No reconocía nada en mí; entonces sí que no quedaba ni el menor rastro de lo que fuera mi vida antes de que el reflejo de su rostro invadiese el espejo frente a mí.

Como pude, me quité el maquillaje y me cepillé los dientes y el cabello; hasta me costó horrores cambiarme de ropa. Tardé tanto en el baño que creí que lo encontraría dormido cuando regresase a la habitación. No fue así, Daniel estaba acostado en el lado derecho, con ambas manos sobre el pecho y la vista fija en el techo, la cual bajó hacia mí cuando abrí la puerta.

Sus ojos estudiaron mi apariencia; me sonrió pero no con lujuria, sino más bien divertido, con confianza, como si entre nosotros existiese un lazo muy particular que invalidaba y al mismo tiempo empequeñecía lo que podía suceder entre otros hombres y mujeres.

Definitivamente mi cerebro no funcionaba correctamente; de ser así, no estaría delirando con semejantes cosas.

—Te pega ese estilo, se parece mucho a cómo ibas el domingo.

—Sí —solté mi ropa sobre la silla frente al escritorio—; sin embargo, esta vez las circunstancias son muy distintas. Me ha dicho que no iba armado. Puedo echarlo a patadas de aquí. —Apagué la lámpara de pie y rodeé la cama.

—Mejor cierro la boca.

—Mejor. —Llegué a mi lado de la cama.

—¿Por qué no acostumbras a compartir tu cama? ¿Solamente por una cuestión de espacio?

—Me gusta mi libertad.

—Entonces no debes tener novio.

Aparté las sábanas de mi lado y negué con la cabeza.

—Somos muy parecidos, tú y yo.

Me senté sobre el colchón y, dándole la espalda, busqué mi medicación de la noche y me la metí en la boca para tragarla en seco; él, mientras tanto, se mantuvo en silencio.

—¿Has tenido una buena vida?, hasta este momento, digo.

Giré para alzar las piernas y meterlas debajo de las mantas; de refilón, capté sus ojos siguiéndome de cerca, esperando una respuesta.

—Ahora no me quejo.

—¿Ahora? ¿Y antes?

—Es tarde y mañana debemos levantarnos temprano.

—Tampoco puedo quejarme de este momento.

Sus palabras le dieron velocidad al ritmo de mis latidos. Procuré disimular mi emoción, acomodando las almohadas debajo de mi cabeza. Iba a ser muy difícil pegar un ojo con él allí; el calor de su cuerpo, su perfume, su mirada tan cerca de la mía, su voz llegando a mí no solamente como un sonido, sino, además, como una caricia sobre mi rostro, con su aliento deslizándose sobre mi cuello y mi hombro.

—¿Nunca me contarás nada de ti?

—No necesita saber nada de mí.

—¿No podemos ser amigos? Compartir una cama sin tener sexo es algo que podrían hacer dos amigos.

No le dije que yo tenía sexo con mis amigos, pero que con ninguno de ellos compartía mi cama para dormir.

—¿Tienes muchos amigos?

—Algunos, no muchos. No soy de multitudes.

—¿Amigos del sexo masculino?

—Sí, mi mejor amigo es del sexo masculino.

—¿Ah, sí? —Giró su rostro hacia mí—. ¿Cómo es eso?, es decir, ¿cómo se llama?, ¿vive aquí o lo dejaste en Buenos Aires?

—Se llama Doménico, vive en Buenos Aires, es italiano y es eso, mi mejor amigo.

—¿No lo echas de menos?, ¿te extraña él viviendo tan lejos?

—Hablamos casi todos los días y sí, lo extraño y me extraña. Es probable que venga de visita pronto.

—¿Sí? —lanzó alzando la voz un poco de más para el tono de susurros en el que habíamos estado hablando hasta entonces.

—Sí.

—Y él...

—Tengo sueño, ¿podemos dormir ya? —Quise estirar el brazo para apagar la luz, pero él me detuvo sosteniéndome por el hombro.

—¿Es un exnovio?

—No. —Reí—. Dome no es mi exnovio.

—Pero ¿ha tenido sexo contigo?

Reí con ganas.

Pues si yo había visto a su pelirroja...

—Soy libre de tener sexo con quien quiera y, sí, he tenido sexo con él, pero somos solamente amigos. —Hice otro intento de apagar la luz y volvió a detenerme; en sus ojos ya no quedaba ningún rastro de su sonrisa; lucía atribulado, incrédulo, y lo disfruté.

—¿Cómo es eso?

—Ya se lo dije, que practico sexo con quien me da la gana. ¿Alguna vez ha oído hablar del Mirror?

—¡¿El Mirror?! ¿Qué es eso?

—Un local, aquí en Copacabana. Buenas noches, gobernador —le dije sonriente, sintiendo que recuperaba un trocito de mi existencia y del control de mi vida. Apagué la luz porque él ni siquiera atinó a detenerme una vez más.

—Pero... escucha, Miranda, ¿cómo es que...?

—Duérmase.

—Tu amigo...

—Sí, Doménico estará por aquí de visita en unos días.

—No me queda claro qué tiene que ver ese italiano con...

—Si no cierra la boca ya, lo echaré a la calle. Duérmase o, al menos, déjeme dormir a mí.

—Pero...

—O cierra la boca o lo echo a la calle tal como está.

Daniel Oliveira Melo permaneció en silencio.

—Que tenga dulces sueños —le dije al borde de desternillarme de la risa. «¡Aquí estoy yo otra vez!», chillé en mi interior.

El gobernador no contestó.

Giré sobre mi lado, dándole la espalda decidida a no decir una palabra más, a poner un poco de distancia entre lo que me pasaba con él y él, porque, de ser por mí, en ese instante me hubiese dado la vuelta por debajo de las sábanas para trepar sobre su cuerpo, para acariciar su rostro con mis manos, sus labios con mi lengua; en ese preciso instante mis piernas morían por ponerse a la par de las suyas por fuera de sus caderas y mi trasero deseaba sentarse sobre él. Con sólo imaginar su pecho respirando debajo de mí...

Percibí cómo se movía sobre la cama, girándose en mi dirección. Emitió un sonido, como si fuese a decir algo; se arrepintió. Inspiró hondo y soltó el aire resoplando.

Retrocedió hasta acostarse, probablemente dándose por vencido, o quizá fastidiado por la distancia que yo ponía.

Acurruqué mi mejilla contra la almohada; estrujé las plumas entre mis manos con los ojos cerrados viendo en mis párpados todos los momentos en los que, si hubiese querido, podría haber provocado ese beso entre nosotros, que tanto deseaba y que, sobre todo, necesitaba.

«¡Idiota, idiota, idiota!», grité dentro de mi cabeza por haber dejado pasar las oportunidades. Al menos así hubiese tenido algo de él. Sí, eso último lo opinaba mi cerebro y de eso se hacía eco mi cuerpo en ese mismo reflejo libre con el que actuaba en el Mirror. El problema era que, al Mirror, mi corazón no solía acudir; en cambio, allí... y yo que casi tenía asumido que esa parte de mí estaba muerta o enterrada, completamente oxidada por la falta de uso, esa parte de mí que nunca funcionó bien... que nunca funcionó.

Allí, en ese instante, con su respiración a centímetros de mí, con el calor de su cuerpo llegando por mi espalda, con su aroma rodeándome... allí estaba mi corazón, todo a mi alrededor, procurando rodearlo a él; por eso también me dolía que ni siquiera hubiese intentado el menor acercamiento, que no hubiese apretado las tuercas entre nosotros siquiera un poco, al menos por sexo.

Abrí los ojos rebosantes de lágrimas y vi a través del reflejo cristalino de éstas las luces de la noche entrando por la ventana. Mi pulso se aceleró y la piel de encima de mi labio superior se humedeció. Las primeras lágrimas se me escaparon. No quería ponerme a hipar allí a su lado, no si él estaba despierto, y eso mismo sentía que se avecinaba de un segundo a otro. Lo convencería de que ni siquiera podía ser buena para el sexo: una mujer que de la nada se pone a llorar a tu lado en la cama sin que siquiera la toques o le digas algo...

De haber estado en el lugar de la pelirroja del otro día, hubiese llorado a mares. Esa distancia entre nosotros me dolía; un desprecio como aquél, directamente me hubiese matado o, como mínimo, enviado a la clínica con una depresión de la cual me hubiese costado meses recuperarme. Todos me recomendarían no volver a verlo y probablemente eso haría, no volvería a verlo, pero, de cualquier modo, él seguiría en mí hasta el último de mis días como el hombre del cual me enamoré, el que necesité, el que no pude juzgar o encontrarle defectos, a pesar de que los tenía por miles igual que yo; el hombre que desarmaba mis argumentos, que se metía por debajo de mis huesos, anulando mis pensamientos racionales —los pocos que me quedaban o que alguna vez fui capaz de concretar—. Nunca, absolutamente jamás, soñé con un príncipe azul, y el amor para toda la vida me parecía la mayor estupidez creada por la humanidad, la mayor fuente de decepciones del universo, ese hombre perfecto que te haga sentir protegida, segura... Daniel Oliveira Melo no era ni cumplía con ninguno de esos requisitos; era tan real y palpable como mi propia carne, como mi locura, como todo lo que me faltaba para comprender que yo tenía en mi interior todo lo preciso para comprender que era capaz de amar, que me merecía, al menos, hacer el intento de ser feliz, feliz de verdad, no feliz de boca para fuera, feliz de placer o en mi cabeza, feliz en ese sitio en el que en realidad el cuerpo no tiene espacio, ese feliz que hace que ya no te sientas el personaje de una serie de televisión, de una serie que lleva años y años en el aire sin que realmente pase nada. Daniel hizo que dejase de sentirme como si un escritor muy hijo de puta y sádico estuviese disfrutando de escribir las peores líneas y situaciones para mí; eso, que Daniel, para bien o para mal, me hacía sentir que yo podía escribir mis propias palabras, así fuesen imperfectas.

Mi lengua recogió de encima de mi labio mis lágrimas, que no eran ni del todo dulces ni del todo amargas; mi almohada se bebió el resto, y mi corazón quiso continuar generándolas durante el resto de mis días.

Intenté imaginar cómo sonaría un «te quiero» de sus labios, uno de esos «te amo» que trascienden los gestos al salir más que nada de los ojos. No pude imaginar sus ojos diciendo aquello, y aún menos a mí.

Cuando Doménico tocase suelo brasileño, se encontraría con los restos de mí, una vez más; restos que su pegamento cura heridas ya no conseguiría solucionar.

Eso no tenía solución, no tenía cura. Amar una vez a un príncipe azul quizá te permita amar a muchos otros príncipes, pero amar a la bestia...

Por un momento mi cabeza quedó orbitando entre los recuerdos compartidos y las lágrimas pararon de emerger porque sus inesperadas actitudes, sus sonrisas pornográficas, sus miradas asesinas me recordaron que eso era mejor que no tener nada, que continuar toda mi vida como hasta entonces.

Inspiré hondo y mi cerebro quedó en silencio; entonces capté su respiración pausada y profunda; debía de haberse quedado dormido.

«Dormido junto a mí, dormido junto a mí, dormido junto a mí», repetí mentalmente.

Me recosté otra vez boca arriba y, por las dudas, giré mi cuerpo con los ojos cerrados para fingir que dormía. Daniel ni se inmutó. Abrí los ojos, giré la cabeza y por poco me muero de amor y de ternura. Así dormido, con su cabello desparramado sobre la almohada, con su rostro relajado, tenía el aspecto de un adolescente, como un chico cualquiera.

Estiré un brazo para poder encender la luz y así poder verlo mejor, con más detalles del que me permitían los reflejos de la noche.

Encendí la lámpara en la mesilla de noche, la cual tenía una bombilla de poco voltaje que imaginé que no lo despertaría con su reflejo.

Sentí mi sonrisa engullendo mi rostro cuando pude verlo así, en todo su esplendor.

Ese que había allí a mi lado no era ni el gobernador ni el candidato, era Daniel, el Daniel que debió de ser de niño, que evidentemente todavía vivía dentro de él, así como vivía en mí, la Miranda que una vez fui antes de enfermar.

Quise ponerme a dar saltos de felicidad sobre el colchón.

¡Mierda, carajo y la reputa madre, estaba completamente enamorada de él!

Embobada, me quedé estudiándolo. Si él hubiese estado con los ojos abiertos mirándome, o incluso si hubiera estado mirando en otra dirección, no me habría atrevido a analizarlo de ese modo, porque tenía la impresión de que mi mirada era tan intensa que la sentiría sobre su piel... en ese instante, subiendo por sus mejillas, desviándose hacia sus sienes, deslizándose suave por su amplia frente, metiéndose entre su cabello.

Giré sobre mi cuerpo y me coloqué de lado apoyándome en mi hombro derecho.

—¿Duerme, señor gobernador? —le pregunté en voz muy baja. Él ni siquiera dio señales de oírme—. ¿Alguna vez te han dicho que eres muy guapo incluso cuando duermes? —Nada—. Daniel... Daniel... ¿Sabes una cosa?, conozco a otro Daniel; es un buen amigo, pero no se parece a ti. El nombre en tu persona cobra un sentido completamente distinto. ¿Por qué escogió ese nombre tu madre? ¿Nunca te han dicho que te sienta estupendamente bien? —Me incliné un poco sobre él, apoyando mi mano derecha por delante de mi abdomen para poder sostenerme sobre ésta, muy cerca de su cuerpo pero sin tocarlo. Mi rostro quedó próximo al suyo; tal era así que el aire que salía de su nariz hacía cosquillas a mis labios. De aquel modo, en primer plano, se veía más dulce todavía. ¿Cómo podía lucir tan inocente así y tan terrible con los ojos abiertos?

Despacio, aproximé mis labios a los suyos, deteniéndome cuando el calor que irradiaba su piel rozó la mía.

Podía besarlo, podía pasar mi nariz sobre su piel, ocultar mi rostro entre su cuello y su hombro, posar una mano sobre su pecho, convertirme en una montaña que se acerca a la otra acomodándome a su lado por siempre, o al menos hasta que un terremoto de esos que reacomodan la Tierra me separase de su lado.

Volví a apartarme de él y alcé mi mano izquierda a sabiendas de que, si se despertaba, nada bueno sucedería; así fuese que me besase o que me rechazase, ninguna de las dos cosas me haría bien.

Lentamente, bajé la mano hasta que mi dedo índice quedó a pocos milímetros del puente de su nariz. Contuve el aliento y terminé de bajar la mano. La yema de mi dedo se posó tenue sobre el hueso, sobre su piel cálida. El cosquilleo que comenzó en mi mano trepó por el interior de mi brazo hasta invadir mi pecho; una aguja de esa sensación se clavó en mi corazón y la expandí con gusto al deslizar mi dedo hacia la punta de su nariz. Mi piel se despegó de la suya, pero no por mucho tiempo. De un salto mortal que de cualquier modo fue muy leve, mi dedo aterrizó sobre su labio superior. Caí entre sus dos labios como en un volcán y continué hacia abajo por su barba.

Mi uña pasó por lo más alto de su mentón. Bajé hasta lo más profundo de su cuello y allí resistí todo lo que pude el ahogarme en él hasta que no pude más y quité la mano, primero alzándola para separar mi piel de la suya apenas unos centímetros, al final regresando mi mano delante de mi abdomen para frenar a mi cuerpo las ganas de lanzarse sobre él.

Anhelaba su cuerpo, necesitaba su cuerpo y quería que él no necesitase a nadie más que a mí, porque de mí él podía conseguirlo todo, incluso hasta lo que yo no tenía.

—Puedes tener todo lo que quieras —le susurré—. Lástima que no me quieras a mí.

Daniel no me contestó de ningún modo.

Mis brazos se pusieron a extrañarlo como locos, y eso que jamás habían estado alrededor de su cuerpo.

Me quedé mirándolo otra vez hasta que una voz en mi cabeza me recordó que no tenía sentido esperar nada. Dándome la vuelta, me estiré y apagué la luz.

Sacando el aire de mis pulmones en un burdo intento de exorcizarlo de mí, me recosté boca arriba a su lado otra vez.

Moví la cabeza, los brazos... con él a mi lado no encontraba una posición cómoda si no era abrazarlo. Procuré acomodar mi espina dorsal dentro de mi cuerpo, mi cuerpo sobre el colchón, mi trasero en mitad de mi cadera, mis manos en algún sitio que no fuese su cuerpo...

Los minutos comenzaron a pasar.

¿Por qué no se había ido a dormir a su casa, a un hotel? Debí haberlo hecho dormir en el sofá, debía haberme ido yo al sofá.

Resoplé, me odié a mí misma por hacerme eso. Lo odié a él por vivir así sin más, por hacer lo que le viniese en gana sin preocuparse de a quién hería.

—¿Siempre te mueves tanto cuando duermes?

Su voz ronca y dulce, ese tono suave y tan rotundo suyo, llenó cada rincón de mí.

—Quédate quieta, que mueves toda la cama y no me dejas dormir.

—Pues el sofá está a unos metros de aquí.

Lo noté moverse, su calor se me vino encima.

—No te irás a dormir al sofá —me dijo, y lo imaginé sonriendo en la oscuridad. Su sonrisa pornográfica...

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