Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo


2 LOS QUE VINIERON DEL NORTE

Página 6 de 25

2
LOS QUE VINIERON DEL NORTE

LA CULTURA CELTA

Los celtas o keltoi estaban compuestos por distintas tribus o grupos que compartían una misma cultura, lengua y religión. Ejemplo de ello son los famosos galos y los britanos; en la Península están los insurrectos vetones o los arévacos entre otros muchos. Cada pueblo estaba dirigido por un líder elegido por el resto de la élite guerrera por sus cualidades de mando y sus aptitudes en la lucha.

Conocemos sus costumbres, su religión y la lengua que hablaban, pero ¿cómo llegaron a la península ibérica? En origen, desde mucho antes de que llegaran los griegos y los romanos, la zona atlántica de la Península —es decir, lo que correspondería a Galicia, Asturias y Portugal— ya tenía contactos comerciales con el noroeste europeo —las islas Británicas y la Bretaña francesa—. Comerciaban con metales preciosos, oro, plata y con armamento inicialmente en bronce y luego en hierro.

Aunque en principio se habló de la invasión de los pueblos celtas, en realidad estos llegaron desde el norte y entraron en la Península expandiéndose por todo el noreste y el centro. Parece ser que fueron llegadas progresivas y que la población autóctona adquirió sus costumbres y su modo de vida, ya que no hay pruebas de signos de violencia, ni guerras, ni incendios ni nada que demuestre que fuera una invasión.

Los griegos y romanos los describían como altos y delgados, con la tez clara, cabellos rubios y ojos azules. Los varones se caracterizaban por llevar largos bigotes y barbas cortas —así nos vienen imágenes de los cómics de Astérix y Obélix—. Vestían túnica larga y pantalones, además portaban joyas en oro y plata muy bien trabajadas, como las famosas fíbulas para sostener la capa, o los torques, collares de oro y plata macizos en forma de herradura. Las mujeres también llevaban este tipo de joyas, la ropa era similar a la masculina, solo que la túnica era más larga. Son en las tumbas masculinas y no en las femeninas donde se encuentran pinzas de depilación y navajas para afeitar, lo cual choca con las sociedades actuales en donde la higiene femenina es más acusada que la masculina —heredado del mundo romano, totalmente opuesto al celta—.

Cuando no estaban enfrentados a los propios romanos, eran fieros y excelentes guerreros que formaron parte de las filas del ejército romano como mercenarios. Se habla de mujeres mercenarias, mujeres entrenadas y preparadas para combatir. Un ejemplo de ello es la reina Boadicea, que dirigió a su pueblo en su lucha contra los romanos.

Se saben muchas cosas de este pueblo a través de los escritores griegos y romanos —el propio Cicerón tenía a un amigo druida con el que se carteaba—. Hay que tener especial cuidado al leerlos porque los escritores se encargaban de engrandecerles o denigrarlos en función de los intereses políticos que el propio escritor tuviera. Tenemos historiadores que engrandecen a Viriato aunque luego los romanos le vencen. Cuentan que un celta antes de entregarse a la esclavitud romana acababa con su propia familia y luego se suicidaba. El honor y el orgullo de ser quienes eran debían prevalecer sobre la vida.

FIESTAS PAGANAS QUE AÚN CELEBRAMOS

Al llegar el cristianismo a tierra celta, tuvo que adaptarse a las fuertes costumbres que tenían estas gentes y que ni siquiera los romanos al conquistarlos habían logrado eliminar. Estos pueblos paganos no solo celebraban banquetes y libaciones en honor a sus dioses; sino que sus dioses eran la propia tierra, la propia naturaleza y su adoración estaba ligada a ellos y a sí mismos. Celebraban el inicio de las cosechas y su fin, celebraban los solsticios, los cambios de estación, la vida y la muerte.

Muchas de estas festividades se debilitaron hasta el punto de desaparecer, pero muchas otras se readaptaron a las religiones monoteístas que estaban apareciendo. Así pues, el cristianismo adoptó las festividades importantes de esos pueblos y, por ejemplo, el solsticio de verano, Litha en el mundo celta, se convirtió en lo que hoy conocemos como San Juan.

La actual fiesta de Halloween —llevada a Estados Unidos por los millones de inmigrantes irlandeses durante el siglo XIX y principios del XX— es una reinterpretación de la antiquísima fiesta de Samhain celta —el equinoccio de otoño—. La conmemoración de los fieles difuntos o día de todos los santos fue instituida por el papa Bonifacio IV en el siglo VII para suplantar este festival pagano.

Originalmente, la fiesta del Samhain era la celebración del año nuevo celta. Se cree que lo festejaban durante tres días y que era su fiesta más importante. Solían encender miles de velas para conmemorar la muerte del «dios» cornudo que volvería a renacer en la fiesta de Imbolc, que era la fiesta de las luces y de la purificación, donde resurgía el dios y los días se alargaban. El cristianismo nuevamente actuó y le cambió de nombre: la Candelaria, época en la que se sucede la purificación de la Virgen María —1 y 2 de febrero—.

Otra de las grandes fiestas paganas fue Beltane, que indicaba la mitad del año. Se celebraba aproximadamente el 1 de mayo y estaba dedicada a la diosa madre. Curiosamente, en este mes también se celebran multitud de fiestas relacionadas con la Virgen. En Irlanda se sigue festejando el inicio de la época calurosa, como el «portal» del verano.

Uno de los pueblos paganos de esa época fue el propio Imperio romano, donde también se celebraba el solsticio de invierno con un significado muy similar al de los vikingos o germanos —«cuando el sol vence a las tinieblas y los días empiezan a alargarse»—. Sin embargo, en el año 313 el emperador Constantino I decretó la libertad de culto y el cristianismo dejó de perseguirse gracias al edicto de Milán. En el 380 el emperador Teodosio I promulgó otro edicto —el de Tesalónica—, por el que el catolicismo se convertiría en la religión única y oficial del Imperio.

Como era de esperar, el pueblo romano no se cristianizó de golpe y siguió celebrando sus festividades ancestrales, por lo que a la Iglesia no le quedó otro remedio que llevar a cabo una estrategia de absorción de las costumbres paganas dándoles un nuevo sentido cristiano. Si lo que celebraban los romanos era que el sol vencía a las tinieblas, la Iglesia le dio un nuevo significado; el nacimiento de Jesucristo era «ese» sol vencedor a las tinieblas. ¿Pero por qué el 25 de diciembre exactamente? Algunos autores creen que es mera coincidencia y que ese día no tiene nada que ver con el paganismo; sin embargo, esta hipótesis carece de sentido cuando somos conscientes de que ninguna otra teoría histórica avala el nacimiento de Jesús como real en esa fecha. No hay evidencias que así lo confirmen.

Otros autores creen que se escogió el 25 de diciembre para hacerlo coincidir con el solsticio de invierno de los romanos paganos. Estos tenían una festividad llamada Saturnalia, en honor a Saturno, que comenzaba el 17 de diciembre y duraba siete días. Al final de Saturnalia —el 25 de diciembre— se celebraba el Natalis Invictis Solis o Deus Sol Invictus, el nacimiento del sol invencible dedicado al dios Apolo.

Ese mismo 25 de diciembre se festejaba también la fiesta de Brumalia, que coincidía con el solsticio y que estaba dedicada al dios Baco. Durante esos días los romanos descansaban, no guerreaban, intercambiaban regalos e incluso los esclavos recibían prebendas como raciones extras de comida o, incluso, la liberación.

LA ATLÁNTIDA Y SU ÚLTIMO REY

Tartessos fue una cultura de la Edad del Bronce —finales del siglo IX a. C.— que surge gracias a los contactos de la cultura autóctona con los fenicios y griegos que llegaban por mar. Se localiza en el bajo Guadalquivir y su crecimiento se debió en parte a las riquezas mineras de esta zona.

Muchos investigadores lo asociaban con una ciudad concreta —cuando realmente se sitúa en una amplia zona del sur peninsular—, aunque otros la han identificado como la ciudad perdida de la Atlántida, lo cual es un error porque la Atlántida es un mito.

Ambas culturas se confunden porque las dos se encontraban en la orilla occidental del Mediterráneo. Este equívoco se debe a Platón, quien en sus diálogos dice que la Atlántida era una isla situada frente al estrecho y conocida como las Columnas de Hércules, que desapareció en un solo día en las profundidades del mar. Y esta es la única referencia histórica que tenemos de la mítica ciudad.

Argantonio, el último rey de Tartessos, es conocido por su enfrentamiento con los fenicios. Tartessos era rica en plata y los fenicios decidieron dejar de comprar plata allí para obligarles a bajar el precio. Argantonio enfureció, pues la supervivencia de mucha de su gente dependía de ese comercio fenicio, así que decidió darles un escarmiento y atacó dos factorías fenicias. Los fenicios respondieron al ataque asaltando su ciudad en el momento en el que estaba más desprotegida. La ciudad quedó totalmente destruida y los habitantes masacrados. Argantonio, en un intento por salvar su ciudad, cayó también frente a los fenicios. Tan solo un hombre sobrevivió, y escondiéndose entre los cadáveres, robó las insignias reales de Argantonio y salió corriendo en busca de Terión, el hijo y heredero del rey, a quien se las entregó. Terión, no queriendo que los fenicios se hicieran con las joyas, las metió en una vasija y las enterró al lado del río. Terión murió luchando y nadie fue en busca de las joyas tras la batalla. El tesoro fue olvidado hasta que en 1958, realizando unas obras en el cerro del Carambolo, fue encontrado por unos trabajadores.

EL PAÍS DE LOS CONEJOS Y SUS TOSCAS COSTUMBRES

El pueblo fenicio, procedente del Líbano, llegó a nuestras costas entre los siglos XI y V a. C., buscando metales y su propia expansión. Fundaron muchas ciudades que hoy en día siguen en pie, y comerciaron con los indígenas, los pueblos ibéricos.

Los fenicios llamaron a nuestra tierra «el país de los conejos» —que en fenicio es I-shepham-im, por la gran cantidad de conejos que había—. Por estas fechas también empezaron a llegar los griegos, quienes llamaron a la Península, Iberia —tierra del río Iber (Ebro)—, y así todos los habitantes se conocieron como los íberos. Y este es el nombre que se quedó, hasta que los romanos prefirieron la forma fenicia y trasladándola a su lengua se convirtió en Hispania.

Los íberos eran de mediana estatura, morenos, con el pelo recogido en trenzas, barba rasurada, y vestían con calzones.

El geógrafo Estrabón (64 a. C.-20 d. C.) decía que los pueblos ibéricos tenían ciertas conductas salvajes, que eran incapaces de aguantar la vida civilizada. Aunque había diferencias y diferentes grados de salvajismo, el sur de la Península era el más civilizado por la influencia de los fenicios, y el norte mucho más bárbaro:

Todos los habitantes de la montaña son sobrios: no beben sino agua, duermen en el suelo, y llevan cabellos largos al modo femenino, aunque para combatir se ciñen la frente con una banda. Comen principalmente carne de cabrón. Practican luchas gýmnicas, hoplíticas e hípicas, ejercitándose para el pugilato, la carrera, las escaramuzas y las batallas campales.

En las tres cuartas partes del año los montañeses no se nutren sino de bellotas, que, secas y trituradas, se muelen para hacer pan, el cual puede guardarse durante mucho tiempo. Beben zýthos, y el vino, que escasea, cuando lo obtienen se consume enseguida en los grandes festines familiares. En lugar de aceite usan manteca. Los alimentos se hacen circular de mano en mano; mientras beben, danzan los hombres al son de flautas y trompetas, saltando en alto y cayendo en genuflexión.

A los criminales se les despeña, y a los parricidas se les lapida, sacándolos fuera de los límites de su patria o de su ciudad. Se casan al modo griego. Su sal es purpúrea, pero se hace blanca al molerla. Así viven estos montañeses, en el lado septentrional de Iberia.

Tenían costumbres un poco raras, como poner a los enfermos en las calles para que los transeúntes los examinaran y dijeran si conocían algunos remedios para aquellas dolencias.

Costumbre rara o higiene, ya que algunos investigadores piensan que esto sería cierto para evitar la propagación de enfermedades. Aunque esto tiene su origen en el pueblo fenicio. Otra costumbre que tenía su origen en el pueblo fenicio consistía en colocar en la puerta el tratamiento para la enfermedad curada, tradición tomada por los griegos.

Una de las muestras más significativas del arte ibérico es la archiconocida Dama de Elche. Fue hallada en agosto de 1897, en L’Alcudia de Elche. Un tan Manuel Campello Esclapez estaba picando su tierra y a esto que el pico topó con algo duro. Pero no se trataba de una piedra. Empezó a retirar los escombros y ante él apareció la hermosa cara de la Dama y pronto la noticia del descubrimiento recorrió España y su país vecino, Francia.

Los franceses, que supieron ver el incalculable valor de esta pieza, la compraron por unos cuarenta mil francos —veinte euros más o menos de ahora— para llevarla al Louvre de París, donde pasó los siguientes cuarenta y cuatro años hasta que en 1941, después de que los nazis invadieran la ciudad, el gobierno francés la intercambió con el español por unos cuadros del Greco y de Velázquez.

VIRIATO Y LOS TRAIDORES

La conquista romana de Hispania comenzó tras el desembarco romano en Ampurias en el año 218 a. C., y no fue totalmente conquistada hasta el año 19 a. C. por César Augusto. Uno de los grupos que más problemas dio a los romanos durante la conquista fueron los celtíberos. Dentro de este gran bloque hay numerosas etnias entre las que están los lusitanos, con uno de los míticos personajes considerado uno de los héroes de nuestra historia: Viriato.

Viriato fue el líder de los lusitanos durante el siglo II a. C., momento de la conquista de la península ibérica por parte de los romanos. Su figura es importantísima porque llegó a dar verdaderos quebraderos de cabeza a Roma, frenando su expansión en el suroeste de la Península.

Existe una anécdota de Viriato de la que se duda de su veracidad, pero la cuentan los historiadores clásicos y tiene un final con moraleja. La leyenda narra que una localidad de Jaén, leal a Viriato, se pasó pronto al lado romano, y este, cansado de este pueblo tan «chaquetero» les relató la historia de un hombre casado con dos mujeres: una joven y otra vieja. Con la joven, para que no desentonara con ella, le fue arrancando las canas de su cabeza; mientras, la vieja, le fue arrancando los pelos negros. Al final el hombre acabó calvo.

Lo que estaba haciendo Viriato era en realidad contar la historia de esta localidad, que mientras los romanos les mataban, ellos se aliaban con el enemigo y así se iba quedando despoblada.

Los romanos por fin consiguieron vencerle, aunque de una manera muy ruin. Roma compró a tres de sus compañeros y estos le asesinaron. Cuando los tres fueron a pedir cuentas de la parte que les tocaba, el cónsul Escipión ordenó que fueran ejecutados por traidores, al tiempo que les decía «Roma no paga traidores», frase que ha pasado a la posteridad.

Las leyendas cuentan que las cenizas de Viriato terminaron junto a las de su mujer, y fueron esparcidas por la Ciudad Encantada de Cuenca.

Pero Viriato, como buen guerrero, siguió proporcionando historias una vez muerto, algunas incluso muy recientes, como es el caso de la inauguración de su estatua en Zamora. Y es que en 1882, el escultor Eduardo Barrón terminaba en Roma su estatua de Viriato, adquirida por España y que actualmente pertenece al Museo de Arte Moderno. Pero claro, no era una estatua para estar encerrada, así que el célebre político Federico Requejo consiguió que fuera cedida a Zamora, y la buscaron sitio: en la plaza del Hospital de la Encarnación —hoy conocida como plaza de Viriato—. Y así fue como en 1903, el líder lusitano quedó subido al pedestal y envuelto en un lienzo blanco esperando su inauguración. Pero la inauguración no llegaba y ningún organismo oficial se hacía cargo de ello. Así que un buen día, un albañil de la zona, hostigado por los transeúntes, se subió a la estatua y la inauguró él mismo. Y como corresponde a una buena inauguración, comenzaron las fiestas capitaneadas por un grupo de intelectuales, y para así llamar la atención sobre el desinterés de las autoridades.

CÉSAR E HISPANIA

Antes de que el gran Julio César fuese emperador, ya estuvo por nuestra Península en busca de inspiración. Y es que al tener que tratar ciertos asuntos económicos por aquí, llegó hasta Gadir —la actual Cádiz—, en donde se encontraba el Templo de Júpiter.

Los historiadores clásicos cuentan que en este lugar se encontró con la escultura de su idolatrado Alejandro Magno, que se echó a llorar y que en ese momento afloraron sus aspiraciones de poder, pues se comparaba con el gran Alejandro. Así que ni corto ni perezoso se volvió a Roma e hizo todo lo posible por llegar al máximo poder.

Tanto poder hizo que al final todo el mundo hablara de su vida privada. Se le relacionó con el rey Nicomedes IV de Bitinia. Parece ser que ambos tuvieron un vínculo que fue más allá de lo político, provocando todo tipo de comentarios. Incluso el gran Cicerón hablaba de ello: «Los guardias del rey le acompañaron y se acostó en un lecho de oro revestido de púrpura». Además, Nicomedes ofreció un banquete en el que César aceptó ser su copero «a imitación de algunos efebos seductores que componían el harén de su regio amigo». También contaba que César fue llevado a la cámara real y que se acostó en la cama de oro cubierta de púrpura. Las malas lenguas comenzaron a decir que César sometió las Galias y Nicomedes a César.

Pero no solo le iban los reyes a nuestro querido César; también era amante de varias mujeres. Sus soldados, el día del triunfo sobre las Galias, cantaban: «Ciudadanos, esconded a vuestras esposas; aquí traemos al adúltero calvo».

En la batalla era el más entregado y en cierta ocasión, en la guerra de Alejandría, tuvo que nadar unos doscientos pasos hasta una nave para salvar su vida, llevando en la mano los escritos y cogido con los dientes su manto de general —no fuera a ser que se despistase y se lo quitasen—.

Uno de los capítulos más repetidos de la historia respecto a la conquista romana es la del asedio de Numancia —que podríamos comparar con la resistencia gala de los personajes de Astérix y Obélix, aunque nosotros no tenemos nada que envidiarles—. Y es que al ser una zona de extremado interés estratégico, Roma lo quería para sí, así que asedió a la ciudad durante largo tiempo. Finalmente, Roma venció, pero Numancia fue destruida por los propios habitantes, ya hambrientos y exhaustos tras el asedio de Publio Cornelio Escipión.

Cuando cayó Numancia, los romanos se adueñaron de toda la Península, salvo el norte, donde cántabros, astures y vascones aún darán que hablar.

La Península se romanizó poco a poco, y las nuevas gentes se adoptaron a las novedades. Como fue el caso del atleta lusitano Diocles, uno de los mejores aurigas de todos los tiempos, un ídolo de multitudes de las carreras de carros —el fútbol de ahora—, que comenzó con dieciocho añitos y se retiró a los cuarenta y dos, con mil quinientas victorias a sus espaldas.

Pero a Roma lo que más le gustaba eran las artistas de variedades de Cádiz. Los banquetes señoriales, si querían estar a la última, debían tener una actuación de algún grupo de puellae gaditanae, quienes cantaban y bailaban al son de las castañuelas andaluzas. Pero no solo bailaban, pues los romanos eran un poco golfos y las gaditanas se dejaban querer.

EL ACUEDUCTO DEL DIABLO

Una de las obras constructivas romanas que aún se conservan en pie en nuestro país es el acueducto de Segovia. Una obra de ingeniería maravillosa para la época en la que se construyó, pero que se creía que era una obra del diablo.

Una leyenda cuenta que una niña debía recorrer los quince kilómetros distantes entre la ciudad y el río para buscar agua, y que no dejaba de lamentarse por el largo camino que tenía que andar. Un día, mientras clamaba que daría lo que fuera por no tener que hacer el recorrido, el diablo, siempre presto a este tipo de servicios, se le apareció, y ella aceptó enseguida el trato que este le propuso: darle su alma si él conseguía acercar el agua a la ciudad antes del amanecer. Existen varios finales de la leyenda: unos dicen que la niña enseguida se arrepintió; otros que la niña era muy astuta y despertó al gallo antes, adelantando el amanecer y así el diablo no pudo terminar su obra a tiempo. Fuera como fuere, el acueducto de Segovia sigue en pie.

Ir a la siguiente página

Report Page