Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

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5 MISTERIOS, ENFERMEDADES Y MUERTES MEDIEVALES

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MISTERIOS, ENFERMEDADES
Y MUERTES MEDIEVALES

LA PRIMERA BRUJA OFICIAL DE IRLANDA

Conocida como la Bruja de Kikenny, Alice Kyteler acabó con la vida de sus cuatro esposos al más puro estilo viuda negra. Dama de la alta nobleza irlandesa, descendiente de los vikingos que se establecieron en Irlanda a partir del siglo IX, empezó a ser conocida cuando en el año 1302, ella, y el que se convertiría en su segundo marido, asesinaron al primero —aunque por entonces aún no se sabía—. Tras el primero, los dos siguientes también fallecieron víctimas de lo que parecía la misma enfermedad degenerativa. Pero cuando su cuarto marido enfermó en 1324, este sospechó que estaba siendo envenenado, o al menos sufriendo el mismo destino incierto que los anteriores maridos de su esposa. Cuando falleció, su hijo, junto a los hijos de los otros maridos, decidieron acusarla de haber matado a sus padres con brujería y hechizos para favorecer así a su primogénito. Fue acusada de negación de la fe de Cristo y de la Iglesia, de sacrificar animales para el dominio y dejarlos en cruces de caminos para encontrarse con él, llevar a cabo reuniones nocturnas en iglesias para hacer magia negra, de controlar a los cristianos con pociones y magia… Y finalmente, en última instancia, de haber matado a sus maridos. A nadie se le ocurrió que los hubiera matado de una forma menos sobrenatural que usando magia, pero aquellos tiempos eran otros y la historia que más vendía era esta.

Cuando intentaron arrestarla utilizó su amistad con grandes personajes políticos para que las tornas se invirtiesen y terminase entre rejas el obispo que llevaba su caso; sin embargo, la suerte se le terminó y Alice se vio obligada a huir si quería conservar la vida. En su lugar fue apresada una de sus sirvientas, que tras ser torturada confesó ser una bruja e implicó a Alice y fue azotada y quemada viva en la hoguera en 1324. Se arrestó al círculo cercano de Alice —su hijo, sus sirvientes— y todos fueron acusados de ser cómplices. No obstante, no se pudo comprobar y no corrieron la misma suerte que la sirvienta, que sirvió, sin duda, de cabeza de turco.

Fue la primera persona juzgada —y condenada— por brujería en Irlanda, aunque se libró de su destino al huir, y uno de los primeros juicios por brujería de toda Europa, cacería que comenzó entre finales del siglo XIII y principios del XIV gracias a la bula Super Ilius Specula del papa de Aviñón, Juan XII.

BARBA AZUL

Cuando hablamos de Barba Azul nos referimos al famoso cuento que Charles Perrault publicó en 1697 en el que narraba la historia de un marido que asesinaba a sus esposas y escondía sus cadáveres en una habitación, hasta que una de ellas lo descubrió. Su poderoso atractivo radicaba en su misteriosa barba de color azul.

Pues bien, muchas veces los cuentos y las historias no aparecen de la nada o no se fraguan íntegramente en la mente de su autor, sino que en ocasiones tienen una base real detrás, casi más macabra que el propio cuento. Y esto es más o menos lo que sucede con el noble francés Gilles de Rais, inspirador de Barba Azul.

Gilles de Montmorency-Laval nació a principios del siglo XV y luchó durante la guerra de los Cien Años al lado de Juana de Arco, a la que admiraba con tantísima devoción que creía que sus acciones provenían del mismísimo Dios. Por sus éxitos militares fue ascendido a mariscal a edad tempranísima, tan solo veinticinco años. De él se dice que desprendía gran agresividad y que por ello era tan bueno en cuestiones militares.

Cuando en 1431 condenaron a la hoguera a Juana de Arco, intentó salvarla desesperadamente, pero no tuvo éxito. Perdió entonces su título de mariscal y se retiró a vivir a uno de sus múltiples castillos, donde nadie se preocupó lo más mínimo durante un tiempo de lo que hacía o dejaba de hacer. Fuera del ejército su agresividad no tenía dónde canalizarse y se volvió todavía más excéntrico; se dice que llegaba al éxtasis escuchando canto gregoriano y que le volvían loco los órganos, que hasta los hacía construir portátiles.

En su delirio religioso se arruinó y empezó a mostrar interés por el esoterismo y la alquimia. En poco tiempo sus aposentos se habían convertido en una reunión dantesca de brujas, nigromantes, alquimistas y embaucadores como el florentino Prelati, que empezó a practicar magia negra para Gilles, llevándole, definitivamente, al lado oscuro. Le diría que, para obtener todo aquello que quería, debía realizar sacrificios humanos, y aquí es donde comenzaría la historia macabra que tuvo en vilo a media Bretaña francesa cuando sus hijos comenzaron a desaparecer.

Para sus terroríficos experimentos, Gilles necesitaba de niños y adolescentes. ¿Cómo los conseguía sin levantar sospechas? Al principio envió a sus sirvientes a las casas de aquellos más pobres y necesitados para reclutar a los hijos pequeños como pajes al servicio de este gran noble francés. Las familias, por supuesto, los entregaban encantados, pues suponía una enorme mejora económica al tener una boca menos que alimentar y un futuro para los críos. Los problemas llegaron cuando dejaron de tener noticias de ellos y nadie les daba explicaciones. La alarma se generalizó en la zona y entonces Gilles pasó a algo más arriesgado, los raptos nocturnos. Se estima que entre 1432 y 1440 hubo más de mil niños desaparecidos de entre ocho y diez años.

En sus castillos y dependencias, los torturados —niños de entre siete y veinte años— sufrían todo tipo de aberraciones; violaciones y sodomía, decapitaciones y degollamientos, incisiones en la yugular para después colgar a los torturados y dejarlos desangrar para beber su sangre, sacrificios con sus órganos, orgías sexuales y etílicas y todo tipo de juegos macabros.

El obispo de Nantes fue el encargado de investigar las desapariciones de Bretaña, y Gilles fue arrestado en septiembre de 1440. Se le llevó a juicio —recogido en documentos del siglo XV que aún se conservan—, donde demostró bipolaridad, profirió insultos y después se arrepintió; se declaró demente, inocente, luego culpable, después inocente de nuevo hasta que terminó por explicar con detalle todo lo que había cometido. Se le condenaba por asesinato, sodomía y herejía, y moría colgado en la soga.

EL BARBERO DE LA MUERTE
Y EL PASTELERO DE LA CARNE HUMANA

Si hablamos de Sweeney Todd, seguro que nos viene a la mente la fabulosa película de 2007 dirigida por Tim Burton y protagonizada por Johnny Depp y Helena Bonham Carter en la que un barbero del Londres victoriano se dedica a asesinar a sus clientes y se los pasa a su mujer para que haga unos deliciosos pastelitos de carne… humana. Bien, no fue la primera película de Tim Burton sobre el tema, y no fue tampoco en el Londres victoriano. Pero sí se trata, al parecer, de una historia real.

Bernabé Cabard, barbero, y Pierre Miquelón, pastelero, son la versión francesa, e histórica y real, de Sweeney Todd. Entre los dos asesinaron y convirtieron en suculentos pastelitos famosos en todo París a un número indeterminado —pero elevadísimo al parecer— de inocentes caballeros que solo buscaban un afeitado apurado. Así aparece recogido en El pastelero de carne humana y el barbero asesino: causa célebre, publicado en España en 1877.

La historia cuenta que en el París de 1415, en la calle Mont-Saint-Hilaire, el barbero Bernabé Cabard regentaba una exitosa barbería a la que acudían nobles y plebeyos. Su éxito se debía no solo a su excelente hacer, sino a su bella hija, Marguerite, a la que todos los hombres admiraban. Sin embargo, se decía que la muchacha estaba maldita, pues aquellos que la cortejaban desaparecían sin dejar rastro.

Al lado de la barbería de Cabard, Pierre Miquelón regentaba a su vez la pastelería más famosa de todo París, cuya especialidad era la empanada de carne. Tan secreta era su receta que cuando la preparaba, el resto del personal debía abandonar el recinto. No faltaba en casa de los nobles, ni tampoco en la de los plebeyos, que ahorraban solo por degustar tal manjar. Frente a ellos, monsieur Gomire poseía una humilde herrería que no le daba suficiente para alimentar a sus ocho retoños, por lo que se pasaba el día mirando y admirando por la ventana a sus exitosos vecinos.

Un buen día de ese año 1415 llegaron a París dos españoles y se alojaron en una posada contigua a la herrería de Gomire; Andrés había llegado para estudiar, pero Julio era un faldero y enseguida se fijó en Marguerite. Por ello, fue a la barbería para cortejarla, pero la muchacha no estaba, así que aprovechó para acicalarse las barbas… y terminó en el sótano de Cabard, listo para que Miquelón hiciese de él unas ricas empanadas. Su compañero Andrés, preocupado, avisó a las autoridades parisinas, que pasaron por la posada a tomar nota. Gomire, que había estado todo el día alcahueteando, les informó de que Julio había entrado en la barbería de Cabard, pero no había salido de ella jamás, no que él hubiese visto. Al entrar en la barbería la policía descubrió el mecanismo por el cual el barbero degollaba y mandaba al sótano a sus víctimas, a estas colgadas del techo como mojama que se está secando y los pasillos que conectaban la barbería con la pastelería. Se había descubierto el pastel. Literalmente. París estaba horrorizado y se estima que se habían convertido en pastel de carne unos ciento cuarenta y tres parisinos.

Cabard y Miquelón fueron inmediatamente arrestados y rápidamente condenados a muerte en una ejecución pública que suscitó muchísimo interés.

¿De dónde salió, pues, el barbero victoriano y londinense? Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet aparece por primera vez en 1846 en la publicación The People’s Periodical como un cuento inventado por Thomas Prest. Algunos autores británicos aseguraron que Sweeney Todd existió realmente y que fue procesado en Old Bailey y ejecutado en Tyburn en 1802. Sin embargo, no hay ningún tipo de evidencia al respecto; ni documental, ni archivos sobre el juicio, ni noticias en los periódicos y almanaques de la época.

FANTASMAS HISTÓRICOS EN CASTILLOS DEL MEDIEVO

Los castillos medievales españoles están llenos de fantasmas y de sus historias. Uno de ellos se encuentra en el castillo de Almodóvar y su nombre es Zayda. Este fantasma se aparece cada 28 de marzo en las torres y muros del castillo esperando, en vano, a su difunto amado. La historia de Zayda, la Encantá, se remonta al siglo XI, con los reinos de taifas en la Península y la Reconquista avanzando. Es en este momento cuando el príncipe de la taifa de Sevilla, Abu Nasr al Fath al-Mamun, envía a su esposa Zayda y a sus hijos al castillo de Almodóvar. El príncipe murió en el asalto almorávide y Zayda, que fue hecha prisionera, murió de pena y de dolor.

Está constatada la existencia de Zayda y su príncipe, pero no de lo que realmente ocurrió en el ataque almorávide; además, la historiografía tiende a identificarla con la cuarta esposa del rey Alfonso VI, llamada también Zayda y que le dio un heredero a Alfonso VI, el príncipe Sancho. Se la cambió el nombre por el de Isabel, y fue enterrada en el monasterio de San Benito de Sahagún, aunque en el panteón de los reyes de San Isidro de León hay una inscripción en donde se puede leer: «Reina señora Isabel, esposa del rey Alfonso, hija de Benauet, rey de Sevilla, que primero fue llamada Zayda».

En San Martín de Valdeiglesias tenemos otro castillo con fantasmas, el de Coracera, construido por don Álvaro de Luna, valido del rey Juan II, padre de Enrique IV, en 1434. Sin embargo, y a pesar del poder que tuvo este valido, no terminó muy bien pues fue acusado de brujería y sería decapitado en Valladolid.

Cerca del castillo, junto a los toros de piedra de los vacceos, Isabel de Castilla pactó con su hermano Enrique con el objetivo de llevarla al trono de Castilla —y después de la Península entera—.

Tras varios avatares históricos, el castillo acaba en manos de Juan de Ganza, que lo compra en 1978, un personaje bastante déspota, y al que le gustaba disparar desde la torre del homenaje contra la campana de la iglesia, además de asustar al pueblo con los rugidos de un león que retenía en el pasillo y que incluso sacaba a pasear. Como era de esperar, Juan no terminó muy bien, pues fue encontrado muerto en su habitación cerrada con llave por un disparo en la cara.

Otra historia de fantasmas y de amores imposibles la encontramos en la localidad segoviana de Pedraza, donde es conocida la historia de amor y de venganza que ocurrió en el siglo XIII, en la que dos enamorados, Elvira y Roberto, fueron asesinados por los celos del señor del castillo, prendado de Elvira. Este la hizo su esposa y el joven Roberto, viendo que no tenía ninguna posibilidad, se fue a un monasterio. Pasó el tiempo y Roberto llegó a ser capellán del mismo castillo, donde se volvería a reencontrar con su amada, en ese momento sola, pues el señor del castillo se había ido a la guerra. Y pasó lo que era de esperar, que el amor entre ambos resurgió y el señor del castillo se enteró. Para darles un buen escarmiento decidió celebrar una fiesta en donde obsequió al capellán Roberto con una corona de acero, con grandes púas en la parte baja y al rojo vivo, lo que le causó una muerte muy trágica. Elvira huyó, y fue encontrada en sus aposentos con un puñal clavado en el pecho. Desde entonces, algunas noches se pueden ver dos figuras andando de la mano por los pasillos del castillo.

LA EPIDEMIA QUE TRAJERON LAS PULGAS

Decir peste negra suena aterrador. ¿Podría haber una enfermedad con un nombre más explícito y a la vez más misterioso? Lo que sí que sabemos es que este nombre tuvo a toda Europa en vilo durante muchísimo tiempo, ya que se utilizaba la palabra «peste» para designar cualquier tipo de epidemia o de enfermedad contagiosa. Cualquiera. Por tanto, muchas veces es complicado distinguir enfermedades concretas que asolaron a una población en las crónicas, ya que todas llevan el mismo nombre.

Sin embargo, aunque llevasen el mismo nombre, sus efectos, causas y consecuencias no fueron los mismos en todos los casos. Cuando se dice peste negra, generalmente se piensa en una de las más conocidas, la peste o plaga bubónica, aquella que en 1347 acabó con el ¡sesenta por ciento de la población europea…! Es decir, seis de cada diez personas en Europa murieron por esta enfermedad. O, lo que es lo mismo, cincuenta de los ochenta millones de habitantes europeos que se estima que había por entonces. Una barbaridad.

Esta peste se originó unos veinte años antes allá por el desierto de Gobi y se extendió por toda Asia, siendo portada por los mongoles hacia Europa. Una vez arribó a Europa apareció en diferentes momentos con brotes hasta el siglo XVII, aunque no con la virulencia de 1347.

Dado que las medidas higiénicas y de salubridad durante aquella época no eran las mejores ni las más propicias para contener enfermedades, la peste se transmitió de forma muy rápida y violenta. En las ratas negras habitaban unas pulgas que eran las portadoras de la enfermedad y que, al entrar en contacto con los humanos, estos la contraían. Eso en la Edad Media no se sabía, por supuesto, por ello, las explicaciones que se dieron ante el fenómeno fueron de lo más variopintas; desde que se trataba de un castigo divino por los pecados de la sociedad hasta culpar a los judíos de envenenar el aire y las aguas, lo que generó un terror y odio hacia las comunidades judías que había repartidas por las distintas ciudades europeas.

La gente que pudo permitírselo —en general nobles y comerciantes— se trasladaron a vivir al campo, como bien muestra el Decamerón, de Giovanni Boccaccio, aunque a muchos ni esto les salvó, ya que eran portadores de la enfermedad.

Y si su nombre daba miedo, sus síntomas aún más. La enfermedad se caracterizaba por la aparición de unos bubones —bultos negros, de ahí el nombre— en casi todas las zonas con ganglios del cuerpo; bajo las axilas, en las ingles, en el cuello… La bacteria que causaba la enfermedad se extendía causando la aparición de hematomas, de ahí también que se la llamara negra.

Mientras, en el mundo musulmán —mucho más avanzado que el cristiano en cuanto a medicina— se pedían medidas de precaución e higiene. Los cristianos, ajenos a las peticiones, se acumulaban en las iglesias para orar por su vida y para aplacar la ira de Dios; por tanto, lo único que conseguían era un contagio cada vez mayor.

En aquella época los médicos sabían poco más que reconocer los síntomas de la enfermedad. La mayoría lo achacaba a miasmas o vapores que contaminaban el aire y por ello recomendaban marcharse al campo un tiempo, en busca de un aire más limpio y menos putrefacto que el de las ciudades.

Aunque no fuese ese el motivo de la enfermedad, las ciudades medievales era un nido de porquería; las personas convivían en las casas con los animales, a veces ni siquiera separados por plantas, no había retretes ni aseos, las necesidades se hacían en cubos y palanganas y todas las aguas sucias que producía la familia en el hogar salían por la ventana al grito de «¡agua va!» y a la calle que llegaban. Calles sin sistema de alcantarillado —un sistema que habían implantado los romanos, pero que las sociedades medievales no asimilaron y no se volverían a ver en Europa hasta el siglo XVIII o el XIX—. Las casas se hacinaban las unas con las otras, formando calles estrechas y tortuosas que se llenaban de enfermos, vagabundos, mendigos, leprosos y mucho más. No era de extrañar que muchos creyesen que en esas condiciones, el problema era el propio tufo y la propia aura de la ciudad.

Los médicos propusieron tratamientos como la extracción de sangre mediante sangrías y sanguijuelas con el fin de eliminar la sangre infectada, lo que, en realidad, aceleraba la muerte del paciente. También podían suministrar tónicos de diverso origen —poco o nada recomendables hoy— o hacer llevar amuletos a sus pacientes. Si la medicina no podía con la enfermedad, a ver si lo conseguía la fe.

Y si el nombre y los síntomas de la enfermedad daban miedo, los médicos del momento se nos antojarían recién disfrazados para una terrorífica noche de Halloween. Por aquel entonces los galenos vestían de color negro, además, como creían que la enfermedad se transmitía por aire, llevaban una máscara con lentes de vidrio y una larga y afilada nariz en forma de pico que se rellenaba con sustancias aromáticas mezcladas con paja para que la enfermedad no traspasase. Parecían pingüinos negros con largas narices picudas y gafas.

Este fue un periodo de frustraciones, agonías y desesperación, cuyas consecuencias supusieron un enorme cambio de mentalidad. Las continuas muertes que se producían sin ningún motivo aparente y que se llevaban a familias enteras, a amigos, a vecinos, y que no perdonaba ni a nobles ni a reyes, dieron lugar a las representaciones de la muerte como es la Danza macabra, una alegoría de la universalidad de la muerte.

Sin embargo —y aunque no sea el mejor consuelo— la pérdida de población supuso volver a tener equilibrio entre los recursos —tierras, alimentos— y la densidad de población. Los que sobrevivieron, aparte de ser los más fuertes y de quedar inmunizados contra esta enfermedad, pudieron mejorar su forma de vida. Al parecer, el enorme crecimiento demográfico que había sufrido Europa durante los siglos anteriores, había supuesto una falta de recursos progresiva, con cultivos cada vez de menor calidad y de bajo rendimiento ante la necesidad de expandir las zonas de cultivo para alimentar a todo el mundo. Esto desencadenó en un problema de malnutrición general de la población.

VELAR AL MUERTO POR SI SE DESPIERTA.
LOS PELIGROS DEL PUDIENTE

Vivir en la Edad Media era como vivir al límite, y nunca ser rico fue tan peligroso. Las casas más pudientes poseían platos y vajilla de estaño, un material que se oxida en contacto con ciertos alimentos, lo que provocaba envenenamientos. El contacto de algunas bebidas como el whisky o la cerveza con este elemento producía efectos narcolépticos que, en un primer momento, inducían a creer —con los conocimientos médicos de la época— que la persona había fallecido. Sin embargo, a veces algunas despertaban del letargo en medio de entierros y funerales y parecía un milagro, claro. U obra del diablo, según a quién le preguntásemos.

Para evitar estos sustos —porque, admitámoslo, debía de ser una experiencia que ni en los mejores cines— surgió la idea del velatorio. La de velar al muerto un tiempo antes de enterrarlo y que seguimos poniendo en práctica a día de hoy. Se ponía al difunto sobre la mesa de la cocina durante unos cuantos días antes de enterrarlo, por si las moscas. Con el tiempo, se pasó de las cocinas a otras estancias como las habitaciones o los salones.

Los pobres tenían menos probabilidades de sufrir algo así. La población más corriente no tenía platos, y los cubiertos no existían como tales. En la mayoría de las ocasiones las comidas —generalmente cocidos— se servían en cuencos y, a veces el pan hacía de plato; se colocaba la carne o la comida sobre el pan y se comía directamente.

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