Cuentos de Colombine

Cuentos de Colombine


En la sima

Página 22 de 24

Abundaban los tarantos[4], que trabajaban la temporada de invierno en las minas de Linares en vez de emigrar al África, y pasan sin cambiar de ropa más que una sola vez desde la varada de Noche Buena á la de San Juan.

Venían con su petatillo al hombro, con la muda limpia, y salían con la muda sucia para sus casas, cubierto el cuerpo de una corteza de tierra y sudor. La falta de agua hacía más penosa la miseria de Linares, la ciudad rica, que producía tantos tesoros.

Una impresión de angustia infinita oprimía el alma de la marquesa; le parecía que se elevaba de la llanura, para llegar á ella y herirla, el eco de todos los dolores de aquella pobre humanidad sufriente, el aroma de todas las lágrimas, la concreción de sentimientos y de ideas de que ellos no se habían dado exacta cuenta. María experimentaba la amargura de todas las tristezas, la rebeldía de todas las injusticias.

¡Si la pudiesen ver sus amigos, todos los que la creían tan frívola y tan ligera, no la hubieran conocido!

Un alegre ruido de voces llegó á sus oídos. Eran Luis, Roque García y Gabriel Merino que volvían de su partida de caza. La marquesita se levantó para salirles al encuentro, y tuvo que desentenderse de las caricias de los podencos, que la festejaban saltando á sus hombros y casi derribándola con sus acometidas.

Luis se adelantó riendo á azotarlos.

—Déjalos, Luis —murmuró ella—; animalitos… Me es grato ver que ya, en tan pocos días, me conocen y me quieren.

Tendió su pequeña mano blanca á los cazadores y acarició las cabezas de los perros, que ya se habían aquietado y se restregaban voluptuosos contra sus faldas.

La caza era escasa. Una liebre y varios pajarillos sujetos del pescuezo á la percha sobre la red del morral. Mientras los tres á un tiempo le contaban las peripecias de la cacería, iban dejando las escopetas y los arreos en la amplia cocina del cortijo.

—¿Te habrás aburrido aquí, querida? —preguntó Luis.

—No, al contrario; estaba demasiado cansada de los días anteriores y me ha sido grato reposar en esta tranquila soledad, contemplando este panorama, que tan familiar me fué en mi niñez… evocando recuerdos.

El conde le estrechó la mano conmovido y le preguntó:

—¿Deseas volver á la ciudad?

—No… ¿Para qué?…

Suspendió la frase. Ir de nuevo á Linares no la seducía. Los primeros días de su estancia allí, había recorrido toda la población presa de emoción honda. La iglesia en que comulgó cuando tenía fe… La antigua vivienda de su padre el médico, la casa solariega de la familia de Luis, los viejos edificios que le eran tan conocidos, mudos amigos de piedra que parecían esperarla y comprender sus tristezas. Las calles habían cambiado de nombre, llevaban los de políticos: Salmerón, Canalejas, Conde de Romanones, y ella seguía llamándoles de las Aguas, Real… las denominaciones que antes les daba. En la casa de su padre, estaba ahora el Club Bienvenida. Los severos salones en donde jugó de niña, adornados con gusto churrígueresco, con las paredes llenas de trofeos de toros. Era el templo consagrado al mataor andaluz por el padre de su novia, un rico ganadero, que lucía así sus brillantes y su importancia entre los aristócratas de la ciudad. La casa de los padres de Luis había tenido también mala suerte. Los escudos nobiliarios de la familia Herrerías, rotos y revocados, se mezclaban con las muestras de vino y los rótulos de los almacenes que ocupaban el piso bajo, mientras en el superior se había instalado un hotel. El fin de todos los palacios nobiliarios.

Su presencia producía allí un verdadero escándalo; ella lo adivinaba mejor que lo sabía. Las gentes se asomaban á puertas y balcones á verla pasar, y María escuchaba las palabras, no de curiosidad ¿Quién es esa? sino de hostilidad agresiva: ¡Es esa!

Las damas hipócritas de la ciudad hallaban pasto para la murmuración con su carácter resuelto y audaz. Paseaba siempre sola con Luis, con los amigos de éste; entraba y salía en clubs y casinos, leía periódicos en las mesas de los cafés, y aun no la había visto nadie ir á misa; hasta pasaba, por delante de las iglesias sin moderar la risa ni inclinar la frente. ¡Había motivo de escándalo!

Todo aquello llegó á molestarla, y por eso quiso ir de cacería al cortijo que Luis conservaba, y respondía á su pregunta «¿Para qué volver á Linares?»… El pensamiento seguía, mientras el labio callaba: «Es preciso que me aleje de aquí.»

La velada transcurrió triste, á pesar de los esfuerzos de Roque y Gabriel para animarla. Después de la cena se sentaron bajo el porche, cerca Luis y María, más apartados Roque y Gabriel. Este último rasgueaba en una guitarra el típico fandango, y al eco de su voz, cansada y lánguida, que se extendió por la llanura como un lamento del alma árabe de Andalucía, las gentes del cortijo se acercaban á la puerta para escucharlo mejor.

Luis se sentía molesto. En los días que llevaban juntos María y él, no hablaron jamás de sus antiguos amores. No comprendía que aquella mujer elegante y hermosa pudiera ser la niña bobalicona y enfermiza que rechazó. Le encontraba ahora un talento que jamás había descubierto antes en ella: su gracia en la conversación, en los movimientos, en los vestidos, le seducían; le hallaba el atractivo común á las grandes damas y á las grandes cocottes.

Ella parecía indiferente: debía guardarle rencor. Se lo hubiera agradecido más que aquel tranquilo desdén; ni tenía para él un latido de cólera, ni dulzura de recuerdos.

La contemplaba atentamente, con la mirada perdida en el azul, como si oyendo con místico arrobamiento los cantares de Gabriel, su espíritu volase lejos de allí.

No hay amor como el primero,

no hay como el primer amor,

¡Que el primer amor que tuve

se llevó mi corazón!

Canturreó la voz lenta y cadenciosa del cazador.

—¿Oyes, María?… —preguntó él, y su acento dejaba adivinar el mundo de ideas que le agitaban.

—¡Sí… sí… sí!… —respondió la joven.

La entonación de los tres monosílabos era distinta. Tenía el primero la ingenuidad de la sorpresa, el segundo la cólera, del recuerdo, el último la amargura del desengaño. Todo el proceso de un pensamiento en tres palabras repetidas.

Luis se estremeció. Temor y placer. ¡Al fin vibraba lo impenetrable! Mejor era saber á qué atenerse.

Se acercó más á ella, y haciendo abstracción de todas aquellas gentes, cuya inferioridad no daba lugar á preocuparse de su presencia, la llamó con voz dulce:

—María…

—¿Qué vas á decirme, Luis?

—Que te amo, como siempre… más que nunca… que imploro tu perdón…

Y buscó en las sombras la mano que blanqueaba sobre el vestido.

Y como ella callara, añadió con acento suplicante:

—¡María, María! ¿No queda nada de amor para mí en tu corazón?

Le envolvió ella en una mirada intensa, ardiente, que le hizo sentir calor de llama y opresión de ligadura, y le respondió con voz queda:

—No sé, Luis, no sé…

Su acento era sincero y emocionado.

—¡Oh! María… ¡Si tú quisieras! ¡Cómo cambiaría mi vida toda!

La súplica de sus palabras conmovió á la marquesita.

—Necesito reflexionar, Luis; leer en mi alma. Yo no sé lo que me sucede. ¿Es esto un amor que no ha muerto y despierta de nuevo, riéndose de los esfuerzos para ahogarlo? ¿Es una sugestión extraña, hija de este ambiente? En mi alma luchan la mujer ligera, despreocupada, ansiosa de placeres, de ahora, y la mujer buena, sentimental, apasionada, de antes. ¿Cuál de las dos vencerá? Yo no podría decirlo.

—¡Ten compasión! —suspiró él, enamorado de la bella sinceridad de María.

—¿Compasión? ¡Pobre criatura! ¡Bien la necesitamos los dos!

—Nuestro amor nos dará la felicidad.

—Es preciso que no sea semillero de nuevos dolores.

—María…

—Calla… Ya te he dicho que necesito reflexionar… leer en mi alma… Saber si la mujer antigua podrá ahogar á la nueva… Si yo podré renunciar á mi vida de hoy para ligarme á un hombre… á un amor.

—Yo no te pido sacrificio: no renunciarás á nada… no imploro de ti más que cariño.

En sus ojos resplandecía la llama del deseo.

María se puso rápidamente de pie, é interrumpió el segundo verso de la nueva copla que canturreaba Gabriel.

—Me voy á acostar —dijo—. Mañana, temprano, volveré á Linares. Mi correspondencia, pedida á Madrid, debe estar en el Hotel de París. Ordené que me la enviasen allí.

—Podemos ir á buscarla si lo deseas, María —dijo Luis, que se había acercado á ella desconcertado y ansioso.

—No, gracias, Luis; necesito ir yo… —Y añadió marcando las palabras—: Si las noticias son buenas, me quedaré entre vosotros una temporada… Si no lo fueran… Luis, tenlo todo dispuesto… Partiré mañana mismo…

Tembló su voz y se humedecieron sus ojos, pero antes de que nadie pudiese protestar, entró rápida en el cortijo, y mientras decía adiós con la mano á Luis y sus amigos, tendió la vista por la llanura. Linares dormía ya envuelta en sombra; escasas luces de la ciudad y de los pozos de las minas rompían la obscuridad de la tierra, mientras en el cielo las estrellas, los luceros y las manchas de luz de las nebulosas parecían puñados de oro y polvo de brillantes que un déspota fastuoso arrojaba sobre el transparente techo de esmeralda que hollaba con su planta para mofarse de todos los miserables, los hambrientos que le contemplaban desde abajo.

La guitarra seguía dejando en el aire el rasguear triste y cadencioso del fandango.

III

María se hizo conducir á la estación, mientras Luis dormía, rendido por la noche de insomnio. Ella tampoco había reposado, agitada por encontrados pensamientos, hasta formar su resolución.

Oyó á Luis varias veces pasar por delante de la puerta de su cuarto, pararse junto á ella; adivinaba las manos que se apoyaban ansiosas contra la madera, sin atreverse á llamar. Hasta había creído recibir sobre su seno desnudo la sensación del aliento cálido del joven á través de las tablas. ¡Qué pocos momentos de decisión hubiesen bastado para arrojar á uno en brazos del otro! Y sin embargo, no la tuvo. Los dos se acercaron temblando de deseo á aquella tabla, los dos se adivinaron y á los dos les faltó el valor para romper la débil barrera.

Hubo momentos en que María se decidió á aceptar el amor de Luis. Leía en su corazón que perduraba á través de todas las vicisitudes de la vida. Era él sólo quien podía satisfacer sus ansias, aquietar su espíritu, envolverla en honda dulzura y fuego de besos.

¿Por qué no rehacer su antigua vida? Era bastante rica para comprar de nuevo el patrimonio de Luis, para volver á dorar sus blasones. La seducía la visión del cuadro de familia; en la casa solariega ocuparía ella el lugar de doña Dionisia entre Luis, el cura y el médico, en la gran sala señorial con aspecto de parroquia, que alegraría con sus risas un angelillo rubio jugueteando sobre sus rodillas.

Sonrió gozosa de pensar en su figura de madre, de esposa modesta, burguesa, en su velada familiar. Renunciaba á muchas vanidades para conquietar la dicha.

De pronto un estremecimiento agitó sus nervios. ¡Lo imposible! No podía soñar con aquella felicidad. Luis era casado.

La rebeldía; siempre pronta en su alma, la agitó. ¡Qué importaba! Apoyada en su brazo podría desafiar al mundo. Sus tertulias no tendrían aquella severidad de las viejas condesas de Herrerías. Se irían de Linares, lejos, libres, felices. Estaba resuelta.

En el loco galopar de su fantasía sucedíanse escenas de ventura, de amor; resonaban en sus oídos todas las frases de pasión que Luis le había dicho aquella noche. La voz sincera, apasionada, suplicante «Te amo más que nunca», y después las freses ardientes de deseo «Ámame; no te pido que renuncies á nada.» Á este recuerdo se extendió un velo de tristeza sobre el semblante de María. ¡Oh! ¡Él no pensaba en aquella unión íntima, completa, que necesitaba ella! Aquellas palabras eran de una crueldad, de un egoísmo feroz.

María no concebía el amor sin una entrega completa, absoluta, salvaje. En su carácter vehemente, no cabía el término medio de las hipócritas.

Para amar necesitaba rodear de ternuras al amante. No podía ser la mujer vulgar que va á la cita del placer y apaga la sed de besos en unos labios ardorosos, para seguir luego su camino indiferente, sola, sin vivir en la vida del hombre que ama, sin entregarse en la mutua comunión del espíritu.

No sentía la necesidad de caricias que le abrasaran el cuerpo sin calentar su corazón. Quería compañero y amante á un tiempo mismo; la dulzura de todos los instantes, de todos los momentos.

Su alma sencilla y buena se desdoblaba al amor tal como saben sentirlo los corazones de las mujeres andaluzas. Cariño de sol que acaricia y vivífica, con esa idiosincrasia peculiar suya que pone en los abrazos de amante sedación de madre, y después del beso que abrasa los labios, refresca la frente con otro beso de pureza y paz.

Aquella mujer, que parecía tan ligera, tan frívola, huía de la pasión por miedo á su propia vehemencia. Era una árabe que moriría cuando amara envuelta en la onda de su delirio.

Sin duda no creía esto Luis. Bien claro le había dicho: «No te privarás de nada.» No le pedía ningún sacrificio, y nada podría ella exigirle tampoco. Sería la mujer que tiene un amante con hipocresía, sin compromiso, sin obligaciones, ocultando su amor, sin compartir su pensamiento. Compañera sólo de goces de ocasión.

Sentía encendérsele las mejillas. Sin duda Luís tenía de ella la idea que le habrían hecho formar los maldicientes, los que le achacaban ligerezas que no había cometido. Ningún hombre podía hacerle bajar la mirada, recordando con los ojos las intimidades de su cuerpo.

Dejó que le arrebatasen la reputación á jirones, con desdén, con desprecio, creída en que no la echaría de menos jamás. Ahora sentía una gran amargura por su imprudencia. Necesitaba su vestido de castidad para ofrecérselo á Luis. Que él supiera que le amaba solo entre todos, y no empañase su cariño la idea de facilidad en sus amores.

Mil dudas crueles desgarraban su espíritu. ¿Cómo la amaría él? Le dejaba la libertad; no le pedía más que placer… No era eso á lo que María aspiraba: en su vida de aturdimiento pudo gozar el aroma de muchos amores así. No tenía más que escoger. Pero ella soñaba con un amor único, que estremeciera su cuerpo después de haber entregado su espíritu. Necesitaba tener fe para abandonar su porvenir, su honra, su vida entera en brazos de un hombre. ¿Podía ser Luis ese hombre? ¡Le daba miedo averiguarlo!

Para la unión de dos almas honradas que se juntan sobre todo convencionalismo, que arrostran un fallo de la sociedad, que tienen la valentía de imponerse á costumbres y á leyes, hace falta mayor suma de energía y de amor que para ir al matrimonio.

Se le aparecía más grande, más sagrado el compromiso libremente contraído, aceptado, sancionándolo la conciencia, que el casamiento con la celada de la casa común, de la costumbre, del egoísmo y del descanso.

Renunciaría sin pena á su mundo, al centro galante y mentiroso, pero agradable, en que vivía, para arrojarse en brazos de Luis. Sí él la amparaba, era el comienzo de una vida dignificada, feliz. ¿Pero y si no encontraba un brazo que la, sostuviese? Despierta el ansia de amores; perdido el pudor; perdido el íntimo orgullo de ser pura entre el fango y las murmuraciones; llevando en el alma la vergüenza de haber descendido de su altura moral para ser juguete de un capricho, rodaría, de brazos en brazos, al abismo de la locura… para no sentir, para no pensar…

—No, no; jamás —murmuró estremecida de terror, adivinando un porvenir de vergüenza y de dolores.

La razón se imponía. El idilio tuvo su tiempo; ya era tarde para ella; la suerte estaba echada y debía tener el valor de seguirla; agitar sus cascabeles de loca, reír, reír siempre; restañar con carcajadas la sangre de su corazón. Caer con la careta puesta y la actitud gentil.

En cuanto las luces de la aurora tiñeron de rosa el llano, ordenó al cortijero que la condujese á la estación. Salió furtivamente del cuarto, huyendo de encontrar á Luis. Su marcha era una fuga. Ya le escribiría desde Madrid.

*

* *

Cuando María penetró en el andén, sonaba la primera campanada anunciadora de la salida del tren. Se dirigió rápidamente al coche de primera que ostentaba la tablilla: «Reservado de señoras», con el velo caído, entornados los encendidos ojos como si tuviese miedo de mirar en torno de ella, de recordar, de arrepentirse.

Se abrió la portezuela y se le tendió una mano para ayudarle á subir. Luis estaba á su lado.

—¡Luis!…

—¿Te ibas sin decirme nada?

Sonó la segunda campanada de salida. El trepidar del automóvil y las figuras de Roque y Gabriel, que le saludaban desde la puerta, le explicaron la presencia del conde. No encontraba qué decir.

—¿Has pensado bien lo que haces, María? —preguntó él—; pronuncias la sentencia decisiva en nuestra vida.

—Es preciso —respondió ella.

—¿Por qué?

—Escucha, Luis; los momentos apremian. Piensa en los días de nuestra infancia… en tu madre… y jura por tu honor que si fueras libre te casarías conmigo.

Luis vaciló, aturdido.

—Jura —repitió ella enérgica—, jura y te creeré…

—Pero… ¿qué necesidad hay? —balbuceó Luis.

—¡Basta! —dijo con amarga ironía la marquesa.

La tercera campanada sonaba. Entró en el vagón á tiempo que un revisor cerraba la portezuela. Se estremeció la máquina.

Gabriel y Roque agitaron los sombreros. En sus semblantes se leía una viva curiosidad. Luis se precipitó hacia la portezuela y subió en el estribo.

Las ruedas empezaban á moverse con lentitud. ¡María se iba de su lado para siempre! Una desesperación inmensa agitó su alma.

—¡María! ¡María!… ¡Quédate!… ¡Te amo!… ¡Te haría con orgullo mi esposa!… ¡te lo juro!…

Le respondió un sollozo y una voz que murmuraba:

—Es tarde…

La violencia de la carrera le hizo caer sobre el andén, mirando con desesperación inmensa alejarse el tren, como cortejo fúnebre de sus ilusiones.

María, hundida entre los almohadones grises sollozaba con desconsuelo, murmurando:

—¡Oh! He obrado bien… no puede estimarme…

Sufre á mi lado una sugestión que olvidará pronto…

Pasó un cuarto de hora, con la rapidez de un minuto, antes de que pudiera hallar fuerzas para moverse. Lanzóse ansiosa la ventanilla.

¡Todo había desaparecido! Era un paisaje nuevo, extraño…

El viento despeinaba su cabellera y enjugaba sus lágrimas.

Aquel descanso del viaje era un sueño, un paréntesis en su vida, una ilusión que había revoloteado en su alma, sin fuerza para revivir.

La felicidad, como su mente la concebía, era imposible para ella. Debía envolverse en su manto de Pierreta…

La picadura, de un dolor agudo, le asaeteó el pecho, y una lágrima subió del corazón y se detuvo con peso de plomo en los ojos, sin bañarlos.

La sujetaba una voluntad poderosa, soberana, de Dios.

Sacudió de la mente la carga molesta y se dejó caer tendida sobre los almohadones del asiento.

Un instante después se dormía, con el gesto supremo que condensaba ya toda su vida: el encogimiento de hombros.

 

 

FIN

Madrid-Toledo, Enero-Mayo 1908.

Ir a la siguiente página

Report Page